Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor

12 de abril de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Hemos comido y bebido con él después de su resurrección de entre los muertos (Hch 10, 34a. 37-43)
  • Este es el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo (Sal 117)
  • Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo (Col 3, 1-4)
  • Él había de resucitar de entre los muertos (Jn 20, 1-9)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

“Ya sé que buscáis a Jesús el crucificado”. En esta palabra -“el crucificado”- se expresa todo el drama de la pasión y muerte del Señor. Jesús fue entregado en manos de los hombres y la obra de los hombres con él fue infamia, deshonor, violencia y destrucción. Fue también cinismo: “A otros ha salvado y él no se puede salvar. ¿No es el Rey de Israel? Que baje ahora de la cruz y le creeremos. ¿No ha confiado en Dios? Si tanto lo quiere Dios, que lo libre ahora. ¿No decía que era Hijo de Dios?” (Mt 27,42-43). La muerte de Jesús parece dar razón a sus adversarios. Y las mujeres muestran un valor muy grande porque se dirigen al sepulcro de un hombre que ha muerto en la ignominia y el desprecio. En realidad lo que muestran, por encima de todo, es su gran amor por Jesús.

En el terremoto y la venida del ángel ellas experimentan la intervención poderosa de Dios que les comunica la gran noticia: que Cristo ha resucitado, es decir que Dios está a favor de Jesús, que Jesús es verdaderamente el Hijo de Dios, que su puesto está junto a Dios, que Dios lo ha acogido en su vida eterna e inmortal y que, al hacerlo, Dios ha dicho su última palabra y esa palabra definitiva proclama que Jesús tenía razón en todas sus pretensiones y que ellas, y todos los que han creído en Él, no se han equivocado. Asimismo ellas reciben el encargo de comunicar a los discípulos este acontecimiento y de decirles que vayan a Galilea para encontrar allí al Señor. 

Las mujeres, al recibir este encargo, se convierten en “apóstoles de los apóstoles”, en encargadas de anunciar a los apóstoles lo que ellos tendrán que anunciar al mundo entero. Este privilegio tan insigne les es dado a ellas porque ellas, desde el principio, desde Galilea, habían seguido espontáneamente a Jesús, sin que Él las llamara: le habían visto y habían comprendido intuitivamente quién era Él y que el sentido de su vida tenía que ser servirle a Él y a los suyos. Muchas de ellas habían experimentado su poder salvador pues “habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades”, como María Magdalena de la que el Señor había expulsado siete demonios, y ahora le seguían y servían a Jesús y a sus discípulos con sus propios bienes (Lc 8,1-3; Mt 27,55-56). 

Lo propio de ellas era el haber comprendido desde el principio que “el asunto de Jesús” -su Reino, del que tanto hablaba- en el fondo era Él mismo, era su Persona; que lo central en Él no era lo que decía, ni tan siquiera lo que hacía, sino pura y simplemente Él. Ellas no se preocupaban por saber quién se sentaría a la derecha y a la izquierda de Jesús cuando viniera en su Reino; ellas no hacían cálculos sobre lo que habían dejado para seguirle ni le preguntaban qué recibirían a cambio. Ellas se consideraban recompensadas con creces por el hecho de estar con Él, de gozar de su presencia, de su compañía, de contemplar su rostro. Con esto les bastaba y les sobraba. Y por eso, a diferencia de los discípulos varones, que huyeron cobardemente durante la pasión, ellas le acompañaron hasta la cruz y la sepultura y ahora iban a rendirle los últimos cuidados que se pueden dar a un hombre cuando ya ha muerto y ha sido sepultado. Porque ellas Le amaban, a Él, por encima de cualquier otra consideración. Y es este amor a la Persona de Cristo, lo que mereció que ellas fueran constituidas en “apóstoles de los apóstoles”. Porque habían amado más.

Cristo resucitado les sale al encuentro y las confirma en su alegría -“Alegraos”, les dice-, les dice que no tengan miedo y les reitera el encargo dado por el ángel. El Señor tiene la inmensa delicadeza de llamar a los discípulos “hermanos”: “Id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán”. Los discípulos no se habían comportado como “hermanos” suyos durante la pasión, habían roto la comunión con Él al haberle abandonado y haber huido. Y sin embargo, tal como afirma la Carta a los Hebreos, “no se avergüenza de llamarlos hermanos” (Hb 2,11). Ellos no podían, por sí mismos, recomponer esa situación. Cabía esperar que el Resucitado prescindiera de ellos -pues ya había visto sobradamente lo que ellos daban de sí- y que eligiera otros nuevos discípulos. Y sin embargo no. Al convocarlos a Galilea el Señor resucitado les está diciendo que están perdonados, que sigue contando con ellos y que la historia que empezó con ellos, precisamente en Galilea, va a continuar: la misma historia es retomada ahora bajo el signo del perdón.

Así es como procede Dios también con nosotros: no retira nunca la elección que ha hecho de cada uno de nosotros por el bautismo -“los dones y la vocación de Dios son irrevocables” (Rm 11,29)-, y nos sigue considerando siempre sus “hermanos”, a pesar de todas nuestras infidelidades y pecados: “Si somos infieles, él permanece fiel, no puede negarse a sí mismo” (2Tm 2,13). Así de bueno y de maravilloso es Dios. Alegrémonos y no tengamos miedo de creer en Él.