Miércoles Santo

8 de abril de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • No escondí el rostro ante ultrajes (Is 50, 4-9a)
  • Señor, que me escuche tu gran bondad el día de tu favor (Sal 68)
  • El Hijo del hombre se va como está escrito; pero, ¡ay de aquel por quien es entregado! (Mt 26, 14-25)
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“Saber decir al abatido una palabra de aliento” (Is 50, 4-9a)

No es nada fácil consolar al que está abatido, saberle decir una palabra de aliento. A menudo las palabras pretenden hacerlo se quedan en el nivel de las banalidades y los tópicos (“¡hay que animarse!”). La palabra de Dios nos dice que para saber alentar, primero hay que saber escuchar y acoger una palabra que no es de este mundo, una palabra que viene directamente de Dios anunciando sorprendentemente que, para poder consolar, tengo que aprender a sufrir confiando en Dios. Ese es el precio. Cristo lo pagó y por eso él nos alienta y nos consuela. “El Señor me abrió el oído; yo no me resistí ni me eché atrás”.

Prestarle mi casa al Señor (Mt 26, 14-25)

San Mateo no nos ha dicho el nombre de aquel amigo del Señor al que Cristo le pidió prestada la casa para celebrar allí la Pascua con sus discípulos. Pero cada uno de nosotros está llamado a hacerle el mismo favor al Señor: prestarle mi casa, es decir, mi persona, mi tiempo, mi salud, mis bienes, “todo mi ser y mi poseer”, como diría san Ignacio de Loyola, para que Él celebre allí la Pascua con sus discípulos, es decir, con la Iglesia. Convertir mi persona, mi vida, en un lugar donde se alojan Cristo y su Iglesia, para celebrar la Pascua, es consentir en que la Cruz y la Resurrección se instalen en mi vida, aceptando que la pasión de Cristo se prolongue en mí (Col 1, 24) para que también su gloria se manifieste en mí (2Co 3, 18).

Emergencia sanitaria: Los hermanos son una gracia

Afirma san Atanasio hablando de la Pascua que es la fiesta que nos comunica la alegría de la salvación “ya que en todas partes nos reúne espiritualmente a todos en una sola asamblea, haciendo que podamos orar y dar gracias todos juntos, como es de ley en esta fiesta”. Así se cumplen las palabras del salmo “ved qué paz y qué alegría convivir los hermanos unidos” (Sal 132, 1). Pero este año no podrá ser, no nos podremos reunir. Que la imposibilidad de hacerlo sea un sacrificio que unimos al de Cristo en la Cruz, para que por Cristo, con Él y en Él, descienda sobre este mundo enfermo la misericordia divina. Y que la ausencia de los hermanos nos haga valorar y agradecer el don de su existencia, de su presencia. Pues uno siempre puede orar; pero orar acompañado de otros hermanos es una gracia muy especial.