Cada hombre es único
IV Domingo de Pascua
25 de abril de 2021
(Ciclo B - Año impar)
- No hay salvación en ningún otro (Hch 4, 8-12)
- La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular (Sal 117)
- Veremos a Dios tal cual es (1 Jn 3, 1-2)
- El buen pastor da su vida por las ovejas (Jn 10, 11-18)
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La Buena Noticia que nos da la
liturgia de este domingo es que hay
salvación para el hombre. “Salvación” no significa una especie de
“jubilación aceptable”, es decir, una buena renta, una buena salud, no tener
enemigos y estar con los que quiero. “Salvación” significa mucho más, significa
un nuevo nivel de la existencia, un nuevo nivel del ser, que san Pedro expresa
hablando de que estamos llamados a ser “partícipes de la naturaleza divina” (2P
1, 4).
Son palabras mayores. Ninguno de
nosotros es Dios y entre Dios y cada uno de nosotros hay un abismo
infranqueable. Sin embargo “salvación” significa que Dios quiere “deificarnos”,
hacernos “dioses por participación” en su única y propia naturaleza divina. Así
es como podemos ser llamados “hijos de Dios, pues ¡lo somos!” dice san Juan en
la segunda lectura de hoy, aunque aún no se ha manifestado lo que llegaremos a
ser: “seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es”.
Ser “hijo de Dios” significa
parecerse a Dios, ya que los hijos se parecen siempre a los padres (aunque a
veces los padres piensen y digan que no). Dios es humilde, es generoso y
magnánimo, es casto y puro y se complace en perdonar. Él quiere “salvarnos”, es
decir, hacer de nosotros seres parecidos a Él: hombres y mujeres humildes,
generosos y magnánimos, castos, puros y llenos de misericordia.
A esta salvación nos conduce el
Señor como un “buen pastor”. El buen pastor ama a las ovejas y se preocupa de
ellas, de su crecimiento y bienestar, no porque así recibe un salario de
dinero, sino porque las ama y quiere que las ovejas sean, que crezcan, que
alcancen su propia plenitud. Uno no se hace sacerdote “para ganar un sueldo”,
sino para dar su vida por las ovejas como hace Cristo, el sumo y eterno
sacerdote, y para compartir el gozo y la alegría de Cristo, que consiste en que
sus ovejas sean, crezcan y lleguen a su plenitud, que consiste en llegar a ser
“partícipes de la naturaleza divina”.
El sacerdocio ministerial posee una
gran belleza: la de hacer presente a Cristo para que los hombres lo puedan
encontrar y abrazarse a Él, que es el único que salva, como dice san Pedro en
la primera lectura de hoy: “bajo el cielo, no se nos ha dado otro nombre que
pueda salvarnos”. Jesús es la piedra que desecharon los arquitectos (es decir,
los constructores de la sociedad, los que “planifican” como tiene que ser este
mundo, los que hacen ingeniería social etc. etc.) y que se ha convertido en
“piedra angular” (la piedra que termina el edificio, que lo remata, que lo
ordena por completo); “ningún otro puede salvar” sigue diciendo Pedro.
¿Por qué “ningún otro puede salvar”?
La respuesta nos la da Jesús al decir: “Yo entrego mi vida para poder
recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder
para entregarla y tengo poder para recuperarla”. ¿Hay alguien que pueda decir
esto sin mentir? Estas palabras significan que Jesús es Dios: sólo Dios puede
disponer de la vida con esta soberanía y libertad. Y por eso sólo Él puede
salvar, Él que está libre de la necesidad de morir y que ha muerto libremente
por nuestra salvación.
Demos gracias a Dios por habernos dado a su propio Hijo como buen pastor para nosotros, y abracémonos fuertemente a Él. Que nada ni nadie nos separe de Él, fuera del cual no hay salvación.
El don de sabiduría
Quién es sabio
El sabio, para los antiguos, era aquel
cuya mirada, habiéndose elevado de entrada sobre la causa suprema de un
conjunto cualquiera, era capaz de valorar y de ordenar todos sus elementos,
desde el vértice de todos ellos, es decir, desde la causa suprema. Así pues la
mirada propia de la sabiduría es una mirada descendente
y sintética. “Descendente” porque desde
la causa suprema, desde el vértice, contempla todo el conjunto; “sintética”
porque contempla el todo, el conjunto, sabiamente ordenado, porque lo contempla
todo desde la causa suprema, desde el vértice. Obviamente, y así lo vieron los
antiguos, esta mirada pertenece en propio a Dios, a la Causa suprema.
Si aplicamos esto a nuestra fe tenemos
que afirmar que, después del don de ciencia, que ha hecho sentir al cristiano
el vacío de las cosas y cómo el Absoluto está exilado de lo contingente, y
después del don de inteligencia, que ha iluminado los misterios cristianos, el
don de sabiduría le hace participar, en la noche profunda de la fe, de la
Sabiduría que, desde lo alto, con poder y suavidad, dispone y ordena todas las
cosas, de un extremo al otro del universo.
Bajo
la acción del don de sabiduría el cristiano lo ve todo a la luz de Dios,
contempla la creación entera envuelta en la claridad refulgente de la Trinidad:
“¡O lux, beata Trinitas!”. Y es a la luz del Ser Increado y de las Perfecciones
divinas como, gracias al don de sabiduría, el cristiano aprecia y mide las
decisiones más concretas de la vida cotidiana que empiezan así a ser vividas
“sub specie aeternitatis”. De este modo se produce un verdadero cambio de
mentalidad en el cristiano, porque el que se une al Señor se hace un solo
espíritu con él (1Co 6,17), hasta el punto de afirmar: nosotros tenemos
la mente de Cristo (1Co 2,16).
El don de inteligencia nos comunica las intuiciones primordiales de nuestra fe. El don de ciencia escruta sus repercusiones dentro del ámbito de las causas segundas. El don de sabiduría, por su parte, sitúa todas estas verdades en el conjunto del plan de la Providencia, esclareciendo los misterios unos por otros: el misterio eclesial por el marial, el de la Redención por el de la Encarnación, y todos los misterios a la luz del supremo misterio o misterio fontal, el de la Santísima Trinidad. Por eso decimos que el don de sabiduría tiene una función “arquitectónica” en la comprensión de las verdades de nuestra fe.
Las tres sabidurías
La
cultura cristiana nos presenta tres formas de sabiduría: filosófica, teológica
y mística. La sabiduría filosófica se adquiere mediante la reflexión personal,
realizada a la luz de la razón. Por ella podemos llegar a adquirir una visión
contemplativa del conjunto de los seres supeditados al poder sin límites y a la
atracción de “Aquel que es”, del Primer Principio, del Origen, del Uno, del
Increado, en una palabra, de Dios.
La
sabiduría teológica es la reflexión racional sobre los datos de la fe, para
integrarlos todos ellos en una visión coherente y orgánica, en la que se
percibe el encadenamiento y la conexión de las diferentes verdades. La teología
es una ciencia humana, falible como todo lo humano. Se elabora empleando
categorías humanas con las que se acogen los datos revelados. El análisis, la
justificación y la crítica de estas categorías corresponde a la filosofía.
Según las diferentes categorías que se emplean surgen diferentes teologías. La
teología aplica una forma filosófica a unos elementos extraños y diferentes a
la filosofía: los datos de la Revelación.
La sabiduría mística, en cambio, no procede por conceptualización y dialéctica discursiva, como la sabiduría teológica, sino por experiencia de las cosas divinas, por vía de amor. Es una sabiduría experimental, “sabrosa” (de “sapere”, saborear). Esta sabiduría es por completo divina, tiene su origen y su causa en Dios, que la comunica a sus amigos (los santos) teniendo en cuenta el temperamento, las aptitudes, la educación, las tendencias somáticas y psíquicas de cada sujeto humano. Está hecha de “claridades nocturnas”, de “noches” a la vez “obscuras y luminosas”. En ella todo está regulado por las libres intervenciones personales del Espíritu Santo.
Un patrimonio de todo cristiano que viva en gracia de Dios
La pregunta obvia es la siguiente: La
sabiduría, que es un don tan preciado, ¿reside en todos aquellos que viven en
estado de gracia? Santo Tomás responde afirmativamente pero precisa que lo hace
en grados diferentes. Podemos distinguir un modo
menor y un modo mayor de presencia
de la sabiduría en el alma del cristiano que vive en gracia de Dios.
El modo
menor actúa confiriendo la rectitud de juicio necesaria para ordenar la
propia vida a la salvación eterna. Santo Tomás cita la afirmación de la primera
carta de san Juan donde habla de la “unción” que el cristiano ha recibido y en
base a la cual “nadie os puede engañar” (1Jn 2,27). En este modo menor el don de sabiduría puede
intervenir episódicamente de una manera poderosa, en ciertas circunstancias
decisivas, para hacer capaz al cristiano de aceptar una gran cruz (la muerte de
un hijo, por ejemplo) o para ayudarle a vencer una gran tentación.
El modo mayor del don de sabiduría se produce cuando un alma vive abrasada por el amor de Dios: entonces adquiere una certeza nueva, incomparable, de orden experimental, por la que se le hace evidente que “en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rm 8,28). La consecuencia es una paz divina que invade toda el alma. Al séptimo don del Espíritu Santo corresponde la séptima bienaventuranza, la de los pacíficos. Pues por el don de sabiduría, en su modo mayor, el alma se sumerge en el Océano de la paz divina (“Océano de paz” llama santa Catalina de Siena a Dios), y se sitúa ya por encima de todas las tempestades. Ningún escándalo turba la paz del alma y una gran magnanimidad caracteriza el obrar de quienes están en esta situación.
Un conocimiento por connaturalidad
El
conocimiento “instintivo”, por connaturalidad, bajo la influencia dominante de
un elemento afectivo, que inspira y modifica intrínsecamente la manera misma de
conocer, es un hecho universal de todos los seres que, por el “peso de su
naturaleza” (“pondus naturae”) tienden a su propio bien. Pero sólo en el hombre
este hecho universal se hace consciente, como atracción hacia todas las formas
de que se reviste el bien en el reino mineral, vegetal, animal, espiritual y
aun en el orden divino reservado a las Tres Personas de la Trinidad. Se trata
de un discernimiento que denominamos “instintivo” porque no procede de un
razonamiento explícito, sino de la inclinación profunda y connatural de todo el
ser afectivo del hombre. Así, por ejemplo, una madre adivina los sentimientos
de su hijo o de su hija mucho mejor que el psicoanalista más agudo,
precisamente en base a la connaturalidad amorosa existente entre ella y sus
hijos.
Pues lo mismo acontece, con mayor fuerza todavía y mayor perfección, en el orden sobrenatural, en el que el cristiano es introducido en la vida íntima de Dios, por una renovación interior, por una transformación radical que le va divinizando y que va creando en él inclinaciones e instintos nuevos. Pues se trata de una verdadera participación en la naturaleza y en la vida divina. La gracia da al bautizado el ser de Dios, el pensar como Dios, el amar y obrar a la manera de Dios, haciendo de él “otro Cristo”, que vive según el mismo Espíritu. El hombre divinizado está connaturalizado con Dios en todos los planos del ser, del conocimiento, del amor, de la acción y del gozo. La gracia imprime en él, hasta en sus menores reacciones, el “estilo” divino, de tal manera que “espontáneamente” va actuando al modo de Dios: Porque los que son movidos por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios (Rm 8,14). Todas sus inclinaciones se van, así, divinizando. Aunque en su constitución antropológica sigue siendo mineral, vegetal, animal y racional, va siendo “deificado”, es decir, va siendo hecho, por la acción de la gracia de adopción, disponible para recibir los impulsos del Espíritu Santo que le inclinan hacia Dios. La gracia nos va divinizando, nos va configurando con la Trinidad, nos va asemejando, en los hondones de nuestro ser y en nuestras facultades, a la Naturaleza, al Ser y al Obrar de Dios, depositando en nosotros nuevas tendencias afectivas que nos inclinan hacia las Tres Personas divinas como hacia el Bien connatural a nuestro ser divinizado.
El objeto de este conocimiento: la unión amorosa con Dios
Cuando el hombre, divinizado por la gracia y sobreelevado por la
adopción filial, es introducido en el nivel mismo de Dios, se incorpora al
movimiento amoroso que suscita en él el Espíritu Santo en persona. Dejándose
llevar por este dinamismo, “en las alas del Espíritu”, el hombre es introducido
en el movimiento mismo de la Trinidad y saborea Su dulzura. La Trinidad
creadora aparece entonces como meta final de todo el movimiento de los cuerpos y
de los espíritus, hasta que la creación entera sea consumada en la Unidad
divina y Dios sea todo en todo (1Co
15,28).
Mediante el don de sabiduría “saboreamos” la verdad de la inhabitación
divina en nosotros, misterio inalcanzable para la razón, pero claramente
revelado por el Señor: Si alguno me ama guardará mi palabra y mi Padre lo
amará y vendremos a él y haremos morada en él (Jn 14,23): Si me amáis,
guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito,
para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el
mundo no puede recibir porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conocéis,
porque mora con vosotros (Jn 14,15-17). Dios es “inviscerado” en lo más
hondo del ser del hombre, en una experiencia de amor, que hace que el hombre se
embriague amorosamente de Él, de sus riquezas íntimas, de su inagotable Bondad,
de su Belleza infinita, que provoca en el alma unos efectos de dulzura y de
suave deleite, -gustad y ved cuán suave es el Señor (Sal
33,9)-transformando todo el ser del hombre en una ardiente inclinación hacia
Él.
Esta unión amorosa con Dios es diferente de la presencia de Dios en todas las criaturas por el simple hecho de ser su Creador, es decir, por la causalidad creadora. Se trata, en efecto, de una presencia de amistad, de Dios como Padre y Amigo, que supone el amor -si alguno me ama-, es decir, la gracia y la caridad, por las que descubrimos a Dios no ya como el Agente creador (cosa que puede descubrir la filosofía), sino como Persona viva y amiga, como Padre amoroso (abba). En esta unión amorosa el “místico” experimenta, no con ideas claras ni con términos formulables, sino por presencia de amor, que en Dios hay “más” bien del que puede darnos a conocer nuestra limitada y fragmentaria inteligencia. Y es precisamente este “más allá” de todo conocimiento (intelectual, objetivante) lo que pasa ahora a ser determinante: el alma se abisma en las profundidades de Dios, no por un conocimiento conceptual, sino por atracción de amor: Por eso doblo mis rodillas ante el Padre (...) para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento (Ef 3,14-19).
La bienaventuranza de la paz
Santo
Tomás, siguiendo a San Agustín, hace corresponder el don de sabiduría con la
bienaventuranza de los pacíficos que serán llamados hijos de Dios (Mt
5,9), porque la paz no es otra cosa que “la tranquilidad del orden” y
establecer el orden (para con Dios, con el prójimo y consigo mismo) es lo
propio de la sabiduría.
Lo opuesto a la sabiduría es la
estulticia o necedad espiritual, que consiste en cierto embotamiento del juicio
y del sentido espiritual, que nos impide discernir o juzgar las cosas de Dios
según el mismo Dios (por contacto, gusto o connaturalidad).
Peor aún es la fatuidad que comporta
la incapacidad total para juzgar de las cosas divinas. El hombre
naturalmente no comprende las cosas del Espíritu de Dios; son necedad para él.
Y no las puede conocer pues sólo espiritualmente pueden ser juzgadas (1Co 2,14).
La
lujuria y la ira, que manifiestan el comportamiento “natural” del hombre, son
los vicios que más se oponen al don de sabiduría, favoreciendo en nosotros la
estulticia y la fatuidad.
La
paz es como un cesto majestuoso en el que el Espíritu Santo ha depositado todos
sus dones. Por eso esta séptima bienaventuranza corresponde de manera muy
particular al misterio de Pentecostés y es, por ello mismo, la bienaventuranza
de la misión. Jesús, que entrega su Espíritu a su Iglesia, envía a su pueblo
por el mundo a realizar la obra mesiánica por excelencia, la paz. Los
discípulos enviados no deben llevar ni sandalias, ni bastón (Mt 10,10),
con lo que no podrán ni defenderse, ni huir velozmente, y están obligados a la
no violencia, a una actitud absolutamente pacífica. Paz a esta casa (Lc
10,5) debe de ser su saludo, esa paz con la que el Resucitado saludaba a los
suyos.
La razón
profunda de la paz que invade el alma del cristiano la expresó san Pablo en la
Carta a los romanos al afirmar: “Sabemos que para los que aman a Dios, todo
concurre al bien, para aquellos que han sido llamados según su designio” (Rm
8,28). Esta afirmación se sustenta sobre un principio metafísico típicamente
cristiano: puesto que Dios es Amor, el mal es vencido siempre por el bien. San
Agustín lo expresó diciendo: “Puesto que Dios todopoderoso, a quien compete el
soberano dominio de todas las cosas, es soberanamente bueno, no permitiría jamás que sobreviniese algún
mal a sus obras, si no fuera porque su omnipotencia y su bondad fueran a sacar
el bien de ese mismo mal” (Enchiridion).
Este principio metafísico vale tanto en el orden de la naturaleza como en el
orden de los valores espirituales, aunque en el orden espiritual es mucho más
misterioso. La mirada del hombre sabio se sustenta en esta gran verdad. Que el
Señor nos la conceda.
III Domingo de Pascua
18 de abril de 2021
(Ciclo B - Año impar)
- Matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos (Hch 3, 13-15. 17-19)
- Haz brillar sobre nosotros, Señor, la luz de tu rostro (Sal 4)
- Él es víctima de propiciación por nuestros pecados y también por los del mundo entero (1 Jn 2, 1-5a)
- Así está escrito: el Mesías padecerá y resucitará de entre los muertos al tercer día (Lc 24, 35-48)
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En el Evangelio que acabamos de
escuchar vemos cómo los discípulos no acaban de creer que Cristo ha resucitado,
a pesar de que lo tienen delante de ellos y pueden verlo y tocarlo. Sin embargo
ellos piensan más bien que es un fantasma, un producto mental pero sin
consistencia carnal, corporal. Por eso Jesús les muestra las manos y los pies,
les invita a que le toquen (“palpadme”); pero no basta. Entonces el Señor les
pide algo de comer y come un trozo de pez asado delante de ellos; pero tampoco
basta. Los discípulos permanecen en silencio, no acaban de creerlo, no le
confiesan como al Señor resucitado.
Entonces Jesús les explica que su
crucifixión y resurrección es el cumplimiento “de todo lo escrito en la ley de
Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí”. San Lucas nos entrega a
continuación la clave de la situación: “les abrió el entendimiento para
comprender las Escrituras”. Cristo resucitado ha abierto el entendimiento de su
Iglesia, para que ella comprenda las Escrituras y, de ese modo, comprenda quién
es Él, porque para conocer quién es Jesús es
imprescindible reconocer en él la realización del designio salvador de Dios.
Dicho de otra manera, es imprescindible el conocimiento y la comprensión
profunda del Antiguo Testamento. De lo contrario no se puede saber quién es
Jesús. Porque Jesús no es una especie de meteorito caído del cielo, sino Aquél
que da cumplimiento a todo lo anunciado en el Antiguo Testamento. Esta gracia
de iluminación del entendimiento para
comprender la Sagrada Escritura la ha recibido la Iglesia y no el individuo
aislado. Por eso hay que leer la Sagrada Escritura siempre con los ojos de la Iglesia, que es la Esposa
del Señor, iluminada y esclarecida por Él: sólo quien lee las Escrituras con
los ojos de la Esposa la lee correctamente. Y entonces entiende quién es Jesús.
Mientras no se recibe esta gracia
“no se comprende” y se actúa por
ignorancia, que fue como actuó el pueblo de Israel al entregar a Jesús a
Pilato, cuando éste ya había decidido soltarlo, tal como afirma Pedro en la
primera lectura de hoy. La “ignorancia” impide ver que Jesús es el Mesías,
Aquel por quien el Padre del cielo va a operar la salvación del mundo. Entonces
se piensa que es un “exaltado” más de los muchos que hay en la historia y que
puede ser tranquilamente canjeado por cualquier cosa, por Barrabás, por
ejemplo. Es una monstruosidad, pero fue realizada “por ignorancia”. San Pedro
nos dice que Dios se sirvió de esta ignorancia para realizar su designio de
salvación, según el cual “el Mesías tenía que padecer”. Así se realiza el plan
de Dios y se ofrece a todo el mundo el
perdón de los pecados, tal como afirma San Juan en la segunda lectura.
Para acogerse a ese perdón, a esa “absolución general” que Dios ha dado al mundo entero en la muerte y resurrección de Jesucristo, es necesaria la conversión, es decir, la voluntad y la determinación de vivir “según sus mandamientos”. Hace falta renunciar a la mentira que sería decir “yo le conozco”, es decir, yo confieso que Jesús es el Salvador del mundo pero yo vivo como si no lo conociera, como si sus palabras no indicaran un camino diferente al que indica el mundo. No. Hay que intentar vivir como Él nos ha dicho que hemos de vivir -en su amor: “amaos como yo os he amado”- y no resignarse a la mentira de proclamarle Mesías y Salvador y vivir como viven quienes no le conocen.
Mi nombre
Tú lo sabes, Señor.
Tú conoces mi nombre
que hay en tu corazón
y es solamente mío.
El nombre que tu amor
me dará para siempre,
si respondo a tu voz.
Pronuncia esa palabra
de júbilo o dolor…
¡Llámame por el nombre
II Domingo de Pascua
11 de abril de 2021
(Ciclo B - Año impar)
- Un solo corazón y una sola alma (Hch 4, 32-35)
- Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia (Sal 117)
- Todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo Cristo (1 Jn 5, 1-6)
- A los ocho días llegó Jesús (Jn 20, 19-31)
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“Mira, también Isabel, tu pariente,
ha concebido un hijo en su vejez” (Lc 1,36), le dijo el ángel a la Virgen en la
anunciación. Con estas palabras le daba un signo
que la ayudara a creer, a dar crédito a lo que se le estaba diciendo de parte
de Dios. A Dios le gusta siempre darnos signos que nos sirvan de apoyo para
nuestra fe.
El Evangelio de hoy nos presenta la
figura de Tomás que exige un signo concreto, determinado, para creer;
exactamente exige “ver y tocar” las llagas del Resucitado para dar fe al
testimonio que le están dando los demás discípulos. Y el Señor, en su infinita
misericordia, le concedió el signo que pedía. Entonces Tomás hizo un acto de fe
sorprendente, el acto de fe más rotundo y explícito que encontramos en todo el
Nuevo Testamento: “Señor mío y Dios mío”. Como observa San Agustín: “Veía y
tocaba al hombre y confesaba a Dios, a quien no veía ni tocaba”.
El acto de fe, queridos hermanos,
supone siempre un “salto” cualitativo entre lo que vemos y tocamos –los signos
que Dios nos da- y aquello que confesamos, que es la divinidad de Jesucristo.
Es cierto que hay “argumentos” para creer; pero de ninguno de estos argumentos
se puede deducir con una necesidad lógica irrefutable el acto de fe. El acto de
fe es un misterio en el que entran en juego la libertad de Dios, su gracia, su
amor, la acción del Espíritu Santo, y la libertad del hombre. Porque lo que el
acto en fe pone en juego es el corazón del hombre, su centro más íntimo, el
hontanar del que brota la libertad, la inteligencia y el afecto del ser humano.
Y el corazón del hombre es un misterio en el que sólo Dios puede penetrar. Por
eso el Señor nos mandó que no juzgáramos (“no juzguéis y no seréis juzgados”):
porque el corazón del hombre es algo que escapa a nuestra mirada y queda
reservado a la mirada del Señor, tal como Dios le dijo a Samuel: “El hombre ve
las apariencias, pero el Señor ve el corazón” (1S 16,7).
Observemos que la Virgen María no le
pidió a Dios ningún signo, sino tan sólo le hizo una pregunta que era obligada
en su situación: “¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?” (Lc 1,34). Fue
Dios en su generosidad quien le ofreció el signo del embarazo de su pariente
Isabel. En cambio Tomás no sólo se atrevió a pedir un signo, sino que determinó
él mismo el signo que tenía que ser: ver y tocar las heridas del Señor. Y a
pesar de este atrevimiento, que debemos considerar excesivo, Dios se lo
concedió.
En una ocasión el Señor se quejó de
que le pidieran signos para creer: “Si no veis signos y prodigios, no creéis”
(Jn 4,50), le dijo a un funcionario real que le pedía por la salud de su hijo,
aunque inmediatamente le concedió lo que pedía. También Santa Teresita le pidió
un signo al Señor que le confirmara el arrepentimiento del criminal Pranzini
que iba a ser ejecutado y por cuya salvación ella había ofrecido muchos
sacrificios y rogado mucho al Señor. Y cuando supo que poco antes de ser
ejecutado besó el Crucifijo que se le mostraba, Teresita entendió que éste era
el signo que el Señor le daba de que sus plegarias habían sido escuchadas.
¿Qué debemos hacer? ¿Debemos
exigirle o suplicarle signos a Dios que nos ayuden a creer? Exigirle nunca, porque ¿quién soy yo
para exigir algo a Dios, yo que soy “polvo y ceniza”, como decía Abraham,
nuestro padre en la fe (Gn 18,27)? Sí podemos, en cambio, suplicarle que nos los dé, para ayudar la debilidad de nuestra fe,
como hizo Santa Teresita. Lo mejor, sin embargo, es hacer como la Santísima
Virgen María que ni se los exigió ni tan siquiera los suplicó, sino que tuvo un corazón atento a la acción de Dios,
un corazón en el que ella “guardaba y meditaba” (Lc 2,51) todo cuanto le
ocurría. Entonces ella veía muchos signos:
- el embarazo de su prima Isabel,
- la acogida de San José en su casa,
- la llegada de los pastores y de
los magos,
- las palabras de Simeón y de Ana
- y hasta el odio feroz de Herodes,
todo eran signos que Dios le regalaba para que ella creyera cada vez más. Y María “vio y creyó”. Porque, como dice el libro de la Sabiduría, Dios “se deja encontrar de los que no le exigen pruebas y se manifiesta a los que no desconfían de él” (Sb 1,2). Que el Señor nos conceda un corazón semejante al de María, para que, sin exigir signos, “veamos” los que Él nos da y “creamos” cada vez con más fuerza en Él.
Soledad, enfermedad y vejez
(El protagonista de la novela, Paul Rayment, es un fotógrafo jubilado, divorciado y sin hijos, que es atropellado por un joven cuando él va en bicicleta y, como consecuencia del accidente, tienen que amputarle una pierna. Ahora se encuentra en el hospital, en una habitación doble, y hace las siguientes consideraciones, que ponen de relieve la diferencia entre un trato exquisitamente profesional y el amor como presencia que acompaña y ayuda a caminar hacia el propio destino. Paul percibe una falta de piedad hacia los ancianos y ver surgir en él la tentación del suicidio, ya que nadie entiende que lo más valioso del hombre no es lo que puede producir o hacer sino, sencillamente, su presencia)
Dos
vejestorios. Dos tipos viejos en el mismo barco. Las enfermeras son buenas, son
amables y joviales, pero bajo su enérgica
eficiencia él puede detectar -y no se equivoca, lo ha visto demasiado a
menudo en el pasado- una indiferencia final hacia su destino, el suyo y el de
su compañero. En el joven doctor Hansen percibe, bajo la preocupación amable,
la misma indiferencia. Es como si en algún nivel inconsciente esos jóvenes a
quienes les han asignado cuidar de ellos supieran que no les queda nada que
aportar a la tribu y que por tanto ya no cuentan. “¡Tan jóvenes y tan
despiadados! –se lamenta para sus adentros-. ¿Cómo he ido a caer en sus manos?
¡Es mejor que los viejos se encarguen de los viejos y los muertos de los
muertos! ¡Y qué locura es estar tan solo en el mundo!”
Hablan
de su futuro, lo incordian para que haga los ejercicios que lo preparan para
ese futuro, lo apuran para que salga de la cama. Pero para él no hay futuro, la
puerta del futuro ha sido cerrada con llave. Si existiera una manera de acabar
consigo mismo mediante alguna acción puramente mental lo haría de inmediato,
sin perder más tiempo. Tiene la cabeza llena de historias de personas que ponen
en práctica su propio final: que pagan metódicamente las facturas, escriben
notas de despedida, queman viejas cartas de amor, etiquetan llaves, y luego,
una vez que todo está en orden, se ponen su mejor traje de los domingos, se
tragan las pastillas que han ido reuniendo para la ocasión, se tumban en su
cama recién hecha y se disponen a desaparecer, Todos ellos héroes anónimos, sin
nadie que cante su hazaña. “He decidido no ser una molestia.” De lo único de lo
que no se pueden ocupar es del cuerpo que dejan atrás, ese montón de carne que
al cabo de un par de días comenzará a apestar. Si fuera posible, si estuviera
permitido, cogerían un taxi hasta el crematorio, se colocarían delante de la
puerta fatal, se tragarían su dosis y, antes de que la conciencia se apagara,
apretarían el botón que los precipitaría al otro lado convertidos en nada más
que una palada de ceniza, casi ingrávida.
Está
convencido de que pondría fin a su vida si pudiera, ahora mismo. Y, al mismo
tiempo que lo piensa, sabe que no lo va a hacer. Es solo el dolor, junto con
las noches interminables de insomnio en este hospital, esta zona de humillación
en la que no hay donde esconderse de la mirada despiadada de los jóvenes, lo
que le hace desear la muerte.
Las
implicaciones de estar soltero, solitario y solo se le hacen palpables de forma
más pronunciada al final de la segunda semana de estancia en la tierra de la
blancura.
-¿No
tiene familia? –dice la enfermera de noche, Janet, la que se permite bromear
con él-. ¿No tiene amigos? –Arruga la nariz al hablar, como si fuera una broma
que él les está gastando a todos.
-Tengo
todos los amigos que quiero –responde él-. No soy Robinson Crusoe. Simplemente
no quiero ver a ninguno.
(Más adelante cuando ya está en su casa, y
se ha enamorado de la asistenta que le atiende, -Marijana, una mujer croata
emigrada a Australia con su marido y sus tres hijos-, aparece en su vida una
inesperada mujer, la señora Elizabeth Costello, escritora divorciada y madre de
dos hijos, que intenta hacerle comprender que es una insensatez aspirar al amor
erótico en su circunstancia. Costello identifica amor con “amor erótico” e
ignora que los cuidados puedan ser impartidos con mucho amor, aunque no erótico)
¿Cuánto
amor necesita alguien como usted después de todo, Paul, hablando objetivamente?
¿O alguien como yo? Nada. Nada de amor. Los viejos como nosotros no necesitamos
amor. Lo que necesitamos es que nos cuiden: alguien que nos coja la mano de
tanto en tanto cuando empezamos a temblar, que nos preparen una taza de té y
nos ayude a bajar las escaleras. Que alguien nos cierre los ojos cuando llegue
el momento. Los cuidados no son amor. Los cuidados son un servicio que
cualquier enfermera que se gane el sueldo puede proporcionar, siempre y cuando
no le pidamos más.
(…)
-En
cualquier caso –insiste él-, mientras intentaba entender qué hace usted en mi
vida, se me han ocurrido un montón de hipótesis (…) Antes de que sea demasiado
tarde, me gustaría llevar a cabo algún acto que sea, perdone la palabra, una
bendición, aunque sea modesta, en la vida de los demás. ¿Por qué, se
preguntará? En última instancia, porque no tengo hijos a los que bendecir como
padre. No tener hijos fue el gran error de mi vida, se lo aseguro. Y por eso mi
corazón sangra todo el tiempo. Por eso hay una blessure en mi corazón (…) Jesucristo y su corazón sangrante nunca
ha desaparecido de mi memoria, aunque ya hace tiempo que abandoné la Iglesia.
¿Por qué digo esto? Porque no quiero hacer más daño a Jesucristo con mis
acciones. No quiero hacer sangrar su corazón (…) Así pues, me digo: “¿Me
aprobaría Jesucristo?” Esa es la pregunta que en la actualidad me hago todo el
tiempo. Ese es el criterio que intento satisfacer. No tan escrupulosamente como
debería, lo admito. El perdón, por ejemplo: no tengo intención de perdonar al
chico que me atropelló con su coche, no importa lo que diga Jesucristo. Pero
Marijana y sus hijos… Quiero extender una mano protectora sobre ellos, quiero
bendecirlos y hacerlos prosperar.
(…)
¿Cómo se llama cuando alguien conoce lo peor de nosotros, lo peor y lo más hiriente, y en vez de soltarlo lo que hace es reprimirlo y seguir sonriéndonos y haciendo bromitas? Se llama afecto. ¿Dónde más en el mundo, en esta etapa final, va a encontrar usted afecto, feo vejestorio? Los dos somos feos, Paul, viejos y feos. Y más que nunca nos gustaría llevar en nuestros brazos la belleza del mundo. Ese anhelo nunca muere en nosotros.
Autor: J. M. COETZEE
Título: Hombre lento
Editorial: Penguin Random House, 2008 (pp. 18-19; 150-153; 231)
Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor
4 de abril de 2021
(Ciclo B - Año impar)
- Hemos comido y bebido con él después de su resurrección de entre los muertos (IHch 10, 34a. 37-43)
- Este es el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo (Sal 117)
- Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo (Col 3, 1-4)
- Él había de resucitar de entre los muertos (Jn 20, 1-9)
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En la historia de Jesús habían
hablado los hombres pronunciando las palabras que los hombres solemos
pronunciar: traición, cobardía, acusaciones falsas o distorsionadas,
resentimientos, avaricia, voluntad de poder, cálculos políticos por encima de
la verdad etc. etc. Todas estas palabras habían conducido a Jesús a la muerte.
Y el sepulcro hacia el que caminaban María la Magdalena y la otra María, un
sepulcro nuevo en el que nadie todavía había sido depositado (Jn 19, 41-42),
era el lugar en el que había desembocado la historia de aquel hombre
excepcional llamado Jesús de Nazaret.
Pero en la alborada de aquel “primer
día de la semana”, es decir, de aquel domingo, después de que hubieran hablado
los hombres con sus palabras de muerte, iba a hablar Dios, el Cielo iba a tomar
la palabra. Y cuando habla el Cielo, la tierra se estremece: por eso se produjo
un temblor de tierra y un ángel del Señor vino a decirnos lo que Dios pensaba
sobre todo lo que había ocurrido.
El aspecto del ángel era como el
relámpago y su vestido era blanco como la nieve. Estamos, pues, ante un ser de
luz, y su misma presencia indica que entramos en un mundo nuevo, en el mundo
donde todo es luz, porque “Dios es Luz, sin tiniebla alguna” (1Jn 1,4):
entramos ya en el Reino de Dios. Y lo primero que el Reino de Dios dice, a
propósito de la muerte de Cristo, es “no temáis (…) ha resucitado”, es decir,
la muerte no ha sido la última palabra sobre la vida de Jesús de Nazaret, sino
que éste, tal como había dicho, ha vencido a la muerte. Y la prueba de ello era
que el ángel que les hablaba estaba sentado sobre la “gran piedra” que cubría
la entrada del sepulcro (Mt 27,60) y que él mismo había corrido. De modo que lo
que parecía un callejón sin salida -una tumba cerrada con una gran piedra-, ya no
tenía ahora ningún carácter agobiante y cerrado.
“Venid a ver el sitio donde yacía”,
les dice el ángel a las mujeres. Lo que parecía la estación término del viaje
de la vida, resulta que ha sido un humilde apeadero en el que se ha esperado el
definitivo tren de la Vida. Por eso quiere el ángel que lo vean las mujeres:
para que se cercioren de lo que más tarde dirá san Pablo: “¿Dónde está, oh
muerte, tu victoria?” (1Co 15,55). Por eso el poeta católico Paul Claudel hizo
escribir en su tumba: “Aquí yacen los restos y la semilla de Paul Claudel”. El
sepulcro ya no es el lugar donde se depositan los “restos” de una existencia
humana, como si dijéramos “lo que ha sobrado”, sino que esos restos son
“semilla” del hombre nuevo, es decir, del verdadero, único e irrepetible ser de
ese hombre cuyos restos depositamos en el sepulcro, tal como afirma san Pablo:
“Así también en la resurrección de los muertos: se siembra corrupción, resucita
incorrupción; se siembra vileza, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita
fortaleza; se siembra un cuerpo animal, resucita un cuerpo espiritual” (1Co
15,42-44). Tal es el don que Cristo, con su muerte y resurrección, nos ha
regalado. Y llegará un día, por la misericordia de Dios, en que visitaremos
nuestra propia tumba y la recordaremos como un misterioso útero en el que se
gestó el definitivo y glorioso ser de cada uno de nosotros.
El ángel les transmite el encargo de
anunciar a los discípulos la resurrección del Señor y de darles cita en
Galilea. Y cuando ellas parten a toda prisa para cumplir esta misión, el propio
Señor les sale al encuentro y les dice tres cosas:
1) “Alegraos”: la alegría es
dada como una orden, porque si Cristo ha resucitado, lo ha hecho como
“primicia” de los que han muerto (1Co 15,20), por lo tanto como realización
anticipada de lo que nos espera a cada uno de nosotros. Eso significa que el
ser personal, único e irrepetible de cada uno de nosotros, no se perderá en el
vacío ni se disolverá en el todo cósmico (como si ese todo fuera la matriz de
la que ha surgido nuestro ser), sino que será ese ser personal de cada uno el
que recibirá la piedrecita blanca con su verdadero nombre (Ap 2,17). La alegría
sólo es posible si no se pierde cada rostro humano.
2) “No tengáis miedo”. La
historia humana se basa, en gran medida, sobre el miedo, que es una de las
fuerzas más poderosas que mueven a los hombres. Si Cristo ha vencido a la
muerte, quienes son de Cristo y están con Él, ya no tienen que regir su
conducta por la ley del miedo, sino por la ley de Cristo, que es la caridad, ya
que la caridad ha derrotado a la fuente de todos los miedos, la muerte.
3) “Que vayan a Galilea, allí me verán”. Galilea es el lugar de los comienzos, la historia de Jesús, como dijo san Pedro, “empezó en Galilea” (Hch 10,37). Volver a Galilea es volver al “amor de antes” (Ap 2,4), a aquel momento precioso en el que aquellos hombres se encontraron con Jesús y éste les dijo: “Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres” (Mt 4,19) y ellos le siguieron. Volver a Galilea significa que la misión de anunciar a los hombres el Reino de Dios sigue vigente, que la retomamos, porque Cristo ha resucitado.
Viernes Santo
2 de abril de 2021
(Ciclo B - Año impar)
- Él fue traspasado por nuestras rebeliones (Is 52, 13 - 53, 12)
- Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu (Sal 30)
- Aprendió a obedecer; y se convirtió, para todos los que lo obedecen, en autor de salvación (Heb 4, 14-16; 5, 7-9)
- Pasión de nuestro Señor Jesucristo (Jn 18, 1 - 19, 42)
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La vida de Jesús, queridos hermanos,
fue como la nuestra, como es toda vida humana. En ella el peso de las
circunstancias, de las “casualidades”, fue enorme y determinó gran parte de su
desarrollo. Pero lo típico de Jesús fue que él supo discernir, a través de todo
ello, una llamada del Padre del cielo,
una misión que el Padre le
encomendaba, y que supo entregarse a ella de todo corazón. Por eso el Señor no
vivió sus circunstancias como fatalidad sino como vocación, como llamada, como misión.
De ahí procede el señorío que Jesús muestra en su pasión:
“Sabiendo todo lo que venía sobre él”, dice el evangelista para explicar su
comportamiento. En efecto, hay multitud de detalles que indican que aquel
hombre que estaba siendo víctima de un complot humano contra él, vivía toda
esta situación con una serenidad, con un dominio, impensables en alguien que sólo fuera víctima. Así Jesús sale al
paso de quienes van a detenerle y los impresiona con su contundente respuesta
–“Yo soy”- (que evoca el nombre mismo de Dios revelado a Moisés en la zarza
ardiente), defiende a los suyos (“si me buscáis a mí dejad marchar a éstos”),
reprende a Pedro por usar la espada porque “el cáliz que me ha dado mi Padre,
¿no lo voy a beber?”-, le habla de igual a igual a Pilato instruyéndole sobre
el origen divino del poder que ostenta (recordándole, por lo tanto, que tendrá
que dar cuentas del uso que haga de él).
Todo ello muestra que Jesús no vive
su pasión -su vida- desde el estrecho horizonte que va del nacimiento a la
sepultura, sino que la vive desde su relación -en su caso eterna- con el Padre
del cielo. Y por eso, en él, todo es diferente: por eso emerge él sobre la
situación de la cual es víctima. Así quiere el Señor que nosotros, queridos
hermanos, vivamos también nuestra vida: que en la maraña inextricable de las
circunstancias de la vida nosotros sepamos discernir la llamada que el Padre
del cielo nos hace, la misión que, a través de ella, nos confía, y que nos
entreguemos a ella con entusiasmo, con pasión.
Me viene a la mente la figura de san
Maximiliano Kolbe que, en el campo de exterminio de Auschwitz, donde los
hombres eran tratados como números, tuvo el coraje de de dirigirle la palabra
en público, delante de todos, al jefe del campo para pedirle sustituir a otro
hombre en el martirio. A través de aquellas penosas circunstancias él supo
discernir una llamada del Padre del cielo a dar su vida, a imagen de Cristo, en
lugar de otro. Por eso él parece un triunfador más que una víctima, porque lo
determinante para él no fue el horizonte de la historia -el breve trayecto que
va del nacimiento a la muerte- sino la relación con Dios, la relación con la
eternidad. Cuando en los días siguientes desde el bunker de la muerte se oían
cantos a la Virgen María -en vez de lamentos y maldiciones- y oraciones llenas
de confianza al Señor, se puso de manifiesto que aquel hombre, y los compañeros
condenados junto con él, no vivían para el tiempo sino para la eternidad, y que
la dignidad del hombre no procede de lo que consigue en la historia sino de su
capacidad de transcender la historia por la relación con Dios, por la
obediencia amorosa a su llamada.
El Señor espera de cada uno de nosotros que sepamos vivir así, como vivió Cristo y como han vivido los santos. Todos somos víctimas de nuestras circunstancias; pero si las vivimos discerniendo a través de ellas una llamada del Señor y entregándonos generosamente a ella, entonces, al igual que Cristo y como reflejo suyo, “reinaremos” en nuestra pasión, venceremos en nuestra derrota y, a través de todo ello, se manifestará el poder de Dios en nuestra debilidad. Que el Señor nos lo conceda.
Jueves Santo
1 de abril de 2021
(Ciclo B - Año impar)
- Prescripciones sobre la cena pascual (Éx 12, 1-8. 11-14)
- El cáliz de la bendición es comunión de la sangre de Cristo (Sal 115)
- Cada vez que coméis y bebéis, proclamáis la muerte del Señor (1 Cor 11, 23-26)
- Los amó hasta el extremo (Jn 13, 1-15)
- Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf
La Iglesia celebra hoy tres dones
que el Señor nos entregó en la última cena: el don de la Eucaristía, el don del
sacerdocio ministerial y el don del mandamiento nuevo que, un poco más
adelante, formula Jesús diciendo: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis
los unos a los otros. Que, como yo os he
amado, así os améis también vosotros los unos a los otros” (Jn 13,34) y que
Jesús ha ejemplificado en el lavatorio de los pies. Estos tres dones gravitan
en torno a la Eucaristía, que es la entrega sacrificial del propio Cristo, el
don de su Persona: el sacerdocio existe para que la Eucaristía sea posible y en ella recibamos el amor con el que nos
hemos de amar, que no es una simple filantropía o solidaridad puramente humana,
sino el amor con el que Cristo nos ama; ese amor se llama misericordia.
En la última cena, Cristo anticipó sacramentalmente la entrega sacrificial
de sí mismo que iba a hacer unas cuantas horas después, muriendo en la cruz.
“Haced esto en memoria mía” fue la orden, dada por Cristo, de celebrar la
Eucaristía, para que su cuerpo entregado y su sangre derramada estuvieran
presentes a lo largo de los siglos, acompañando a los hombres, y los hombres
nos pudiéramos acoger siempre a ese cuerpo roto y a esa sangre derramada.
“Haced esto”, “esto” que acabo de hacer -tomar el pan, partirlo y dároslo
diciendo que es mi cuerpo, y tomar la copa de vino y dárosla diciéndoos que es
mi sangre- “esto” significa, pues, “mi cuerpo entregado” y “mi sangre
derramada”.
La ley de la sangre en la Biblia
establece que “quien vertiere sangre de hombre, por otro hombre será su sangre
vertida” (Gn 9,6). Porque la sangre del hombre derramada clama al cielo, y Dios
es sensible a su clamor. “Se oye la sangre de tu hermano clamar desde el suelo”
(Gn 4,10), le dijo Dios a Caín. Y el clamor de la sangre pide justicia, es
decir, que se aplique la ley de la sangre y que sea derramada la sangre de
quien derramó la sangre de un hombre.
Sin embargo la sangre de Cristo,
derramada en la cruz, la sangre que Él nos da a beber en la Eucaristía, no
clama al cielo pidiendo justicia sino suplicando perdón: “Padre, perdónalos, porque
no saben lo que se hacen” (Lc 23,34). Y esto es un acontecimiento nuevo en la
historia humana, que inaugura una nueva posibilidad; esta posibilidad se llama misericordia. El amor con el que tenemos
que amar los cristianos se llama misericordia. Es un amor que va más allá de la
justicia, que carga con el mal que me ha hecho el otro y expía por él,
suplicando perdón. Lo cual, por cierto, no es humano sino divino. Él nos da a
comer su cuerpo y a beber su sangre, para que este amor que hay en Él, que está
más allá de todo lo humano y cuyo nombre es misericordia,
habite también en nosotros.
“Haced esto en memoria mía”. La “memoria” que la Iglesia hace en la Eucaristía no
es un mero recuerdo de un acontecimiento pasado, sino una re-presentación, un volver a hacer presente de manera
incruenta, lo que se realizó en el Calvario de manera cruenta. “Haced esto en
memoria mía” significa, pues: recordamos lo que Tú hiciste, y esto que Tú
hiciste, Señor Jesús, se hace presente ahora en medio de nosotros, desplegando
toda su fuerza salvadora. Tú derramaste tu sangre pidiendo perdón para todos,
abriendo las compuertas de la misericordia divina sobre el mundo y la historia
humana, y ese manantial de misericordia que Tú abriste aquel 14 de Nisán en ese
pequeño monte llamado Calvario, sigue manando aquí y ahora.
El sacrificio de Cristo en la cruz
unió la tierra con el cielo. La tierra
es la violencia y la sangre derramada; el cielo es la misericordia que perdona
a todo el que se acoja humildemente a ese perdón. Arrancando de un punto único en el espacio y el tiempo
-bajo Poncio Pilato y en un pequeño lugar llamado Jerusalén- el sacrificio de
Cristo se hundió en la eternidad divina, donde fue guardado y está disponible
para ser derramado sobre el mundo cada vez que sea llamado. Y eso es lo que ocurre cuando un sacerdote
celebra la santa misa. Por eso nos ha dicho san Pablo: “Cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la
muerte del Señor, hasta que vuelva”.
La
Iglesia celebra la Eucaristía para que el sacrificio de la cruz se haga
presente a lo largo de la historia humana, y cada hombre tenga la oportunidad
de contemplarlo con fe y de poder decir, como el buen ladrón, “acuérdate de mí
cuando vengas con tu Reino” (Lc 23,42), o como el centurión, “verdaderamente
este hombre era hijo de Dios” (Mc 15,39). Y para que, por este acto de fe,
pueda alcanzar la salvación, aunque su vida haya sido, hasta ese momento, la de
un malhechor (como el buen ladrón) o la de un pagano (como el centurión).
“Porque, si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón
que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo” (Rm 10,9).
Que seamos fieles a la celebración dominical de la Eucaristía; que sepamos agradecer al Señor un don tan grande; que nos acojamos siempre a ese manantial de misericordia para que él lave nuestros pecados; y que cada uno de nosotros sea siempre misericordioso con los demás. Amén.