El segundo mandamiento

 


1.      El misterio del nombre.

 El nombre expresa, en la Biblia, el misterio de una persona, su ser y su misión aquí en la tierra. En este sentido el nombre expresa el secreto último de cada persona, y está siempre, en parte, escondido a los ojos de los demás hombres y es conocido, en su integralidad, sólo por Dios: Al vencedor le daré maná escondido; y le daré también una piedrecita blanca, y, grabado en la piedrecita, un nombre nuevo que nadie conoce sino el que lo recibe, dice el Señor (Apocalipsis 2,17). Dios, que sondea el corazón y los riñones, es decir, que conoce el secreto de cada persona, llama a cada hombre por su nombre, es decir, dirigiéndose a su misterio más íntimo y personal. Por eso Jesús, hablando de sí mismo como el buen Pastor, afirma que a sus ovejas las llama a cada una por su nombre (Juan 10,3).

En la relación del hombre con Dios ocurre, a veces, que Dios le cambia el nombre. El cambio de nombre significa que la acción de Dios va a cambiar profundamente el ser de esa persona para ajustarlo a la misión que Dios mismo le va a confiar. Así ocurrió con Abraham, que se llamaba Abram y Dios le cambió su nombre por el de Abraham que significa “padre de muchedumbre de pueblos”; con ello se pone de manifiesto la vocación que Dios le otorga, la misión que le encomienda (Génesis 17,5). Igualmente sucede con Jacob a quien Dios cambia el nombre y lo llama Israel porque has sido fuerte contra Dios (Génesis 32,29). Lo mismo ocurre con Simón: Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás (...) Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (Mateo 16,17-18). Con este cambio de nombre Jesús revela a Simón su vocación más íntima y personal, la misión que el Padre del cielo le encomienda.

 2.      El nombre del Señor.

 A lo largo de la historia de la salvación el hombre, en su relación con Dios, desea siempre conocer el nombre del Señor, que es tanto como decir conocer el ser mismo de Dios, su secreto más íntimo y personal. Cuando Jacob terminó de luchar contra Dios Jacob le preguntó: “Dime por favor tu nombre” – “¿Para qué preguntas mi nombre?” Y le bendijo allí mismo (Génesis 32,30). Dios se niega a entregar su nombre a Jacob, a quien, sin embargo, bendice, dándole así a entender simultáneamente dos cosas: que su Nombre es un misterio inaferrable y una bendición para el hombre, es decir, la apertura de un porvenir para la humanidad.

Este anhelo de conocer el nombre de Dios será satisfecho por Dios mismo ante Moisés: Contestó Moisés a Dios: Si voy a los israelitas y les digo: El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros; cuando me pregunten: ¿Cuál es su nombre?, ¿qué les responderé? Dijo Dios a Moisés: “Yo soy el que soy” (Éxodo 3,13-14). La expresión hebrea se puede traducir también por “Yo seré el que seré”. Dios se da, por lo tanto, un nombre sin definirse, sin referirse a nada distinto de sí mismo, sin encerrarse en ninguna idea que el hombre pudiera manejar a su antojo, sino remitiendo únicamente a su libre obrar. Es como si dijera: a través de lo que yo iré haciendo con vosotros, vosotros iréis sabiendo quién soy. Cuando aparece Jesús el misterio del Nombre de Dios no se desvanece sino que aumenta más todavía. Pues aunque contemplamos un rostro humano –el de Jesús– Dios se nos revela a través de él como Padre, Hijo y Espíritu Santo, en una plenitud que nos supera por completo. Por eso dice el Señor: Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer (Juan 17,26).

La excelsitud del nombre de Dios se expresa en la Biblia diciendo que ese Nombre es santo: Así dice el Excelso y Sublime, el que mora por siempre y cuyo nombre es Santo (Isaías 57,15). La santidad del nombre de Dios significa su carácter inaferrable para el hombre, su transcendencia, el hecho de que ese Nombre no puede ser manipulado por el hombre. Pero significa también que ese nombre es fuente de salvación –de bendición– para el hombre: No hago esto por consideración a vosotros, casa de Israel, sino por mi santo nombre (...) Os tomaré de entre las naciones, os recogeré de todos los países y os llevaré a vuestro suelo (Ezequiel 36,22ss). Aunque nuestras culpas atesten contra nosotros, Yahveh, obra por amor de tu Nombre (Jeremías 14,7). El nombre de Dios es para nosotros fuente de salvación y de vida eterna. Pues la vida eterna empieza a habitar en nosotros por el bautismo que recibimos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

 3.      No tomarás el nombre de Dios en vano.

 “No tomarás el nombre de Dios en vano”. Esta fórmula recoge el mandamiento bíblico no tomarás en falso el nombre del Señor tu Dios (Éxodo 20,7; Deuteronomio 5,11). Este mandamiento se refiere directamente a nuestro lenguaje, a nuestra manera de hablar, y con él Dios quiere inculcarnos la actitud correcta que debemos adoptar ante Su Nombre. El lenguaje, en efecto, tiene mucha importancia en la vida del hombre, pues al hablar el hombre expresa los contenidos de su corazón –de la abundancia del corazón habla la boca (Lucas 6,45)–  y por ello mismo lo que sale de la boca, eso es lo que mancha al hombre (Mateo 15,11), como dice el Señor. 

Como quiera que el nombre del Señor es santo, el hombre debe usarlo con respeto y veneración, sabiendo que es ya de por sí algo inaudito el que el nombre de Dios entre en nuestro lenguaje humano. Por eso enseña Jesús: No juréis en modo alguno (...) Sea vuestro lenguaje: “sí, sí; no, no”: que lo que pasa de aquí viene del Maligno (Mateo 5,34-37). El hombre tiene tendencia a querer avalar su propia palabra y su propio lenguaje con el recurso al nombre de Dios. Pero el Señor nos inculca una gran sobriedad en nuestro lenguaje, como muestra de nuestro respeto hacia la santidad de Su Nombre. Pues no conviene nunca olvidar la distancia inconmensurable que existe entre el hombre y Dios. En este sentido el sentido de lo sagrado es un componente de la actitud cristiana ante Dios, por el que se expresa la conciencia del carácter absolutamente único y excepcional, del ser de Dios.

La blasfemia se opone directamente al segundo mandamiento. Consiste en proferir contra Dios –interior o exteriormente– palabras de odio, de reproche, de desafío, o de insulto. Consiste también en faltarle al respeto en las expresiones, o en abusar del nombre de Dios. La prohibición de la blasfemia se extiende también a las palabras contra la Iglesia de Cristo, los santos y las cosas sagradas. También se blasfema cuando, sin injuriar directamente a Dios, se utiliza Su Nombre para justificar prácticas criminales, reducir pueblos a servidumbre, torturar o dar muerte, pues Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. No es un Dios de muertos, sino de vivos (Mateo 22,32). Siendo Dios el autor y la fuente de la vida, es una grave blasfemia el pretender legitimar la muerte en Su Nombre. La blasfemia es de por sí un pecado grave.

El segundo mandamiento nos prohíbe igualmente el uso mágico del nombre del Señor. Pues la magia expresa la voluntad de poder del hombre, y no es lícito que el hombre utilice el nombre de Dios como un instrumento a su servicio. Pues Dios no ha revelado el misterio de Su Nombre –de su ser íntimo y personal– para que el hombre lo emplee de modo utilitario en la satisfacción de sus necesidades o en el cumplimiento de sus deseos, sino para que el hombre entre en la intimidad divina por la adoración, la alabanza, la acción de gracias y la súplica confiada.

Este mandamiento nos prohíbe también el juramento en falso. Siguiendo el ejemplo del apóstol San Pablo, que en distintas ocasiones usó el juramento, poniendo  a Dios por testigo de que estaba diciendo la verdad (2ª Corintios 1,23; Gálatas 1,20), la Iglesia ha entendido siempre las palabras del Señor diciéndonos no juréis, no como una prohibición absoluta, sino como una restricción del uso del juramento, que sólo debe ser reservado para causas graves y justas. Pues el juramento consiste en poner la veracidad divina como garantía de la propia veracidad. El juramento compromete, por ello, el nombre del Señor y por eso nunca se debe jurar en falso pues ello equivale a invocar a Dios como testigo de una mentira.

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I Domingo de Adviento

15 de agosto 

28 de noviembre de 2021

(Ciclo C - Año par)






  • Suscitaré a David un vástago legítimo (Jer 33, 14-16)
  • A ti, Señor, levanto mi alma (Sal 24)
  • Que el Señor afiance vuestros corazones, para cuando venga Cristo (1 Tes 3, 12 - 4, 2)
  • Se acerca vuestra liberación (Lc 21, 25-28. 34-367)
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Cada vez que celebramos la Eucaristía, cuando Cristo, el Señor, se acaba de hacer presente entre nosotros, exclamamos llenos de agradecimiento y de alegría: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús!”. Y después del Padrenuestro el sacerdote realiza una oración que termina diciendo: “Mientras esperamos la gloriosa venida de Nuestro Señor Jesucristo”.

Escuela de la fe #06: Nos acordamos de lo que vendrá


Nos acordamos de lo que vendrá



D. Fernando Colomer Ferrándiz
26 de noviembre de 2021

Letanías de la humildad

Jesús manso y humilde de corazón, óyeme.

Del deseo de ser lisonjeado, líbrame Jesús
Del deseo de ser alabado, líbrame Jesús
Del deseo de ser honrado, líbrame Jesús
Del deseo de ser aplaudido, líbrame Jesús
Del deseo de ser preferido a otros, líbrame Jesús
Del deseo de ser consultado, líbrame Jesús
Del deseo de ser aceptado, líbrame Jesús

Del temor de ser humillado, líbrame Jesús
Del temor de ser despreciado, líbrame Jesús
Del temor de ser reprendido, líbrame Jesús
Del temor de ser calumniado, líbrame Jesús
Del temor de ser olvidado, líbrame Jesús
Del temor de ser puesto en ridículo, líbrame Jesús
Del temor de ser injuriado, líbrame Jesús
Del temor de ser juzgado con malicia, líbrame Jesús

Que otros sean más estimados que yo,
Jesús dame la gracia de desearlo.
Que otros crezcan en la opinión del mundo y yo me eclipse,
Jesús dame la gracia de desearlo.
Que otros sean alabados y de mí no hagan caso,
Jesús dame la gracia de desearlo.
Que otros sean empleados en cargos y a mí se me juzgue inútil,
Jesús dame la gracia de desearlo.
Que otros sean preferidos a mí en todo,
Jesús dame la gracia de desearlo.
Que los demás sean más santos que yo con tal que yo sea todo lo santo que pueda, Jesús dame la gracia de desearlo.

Concédeme, Jesús:

- el conocimiento y el amor de mi nada,
- el perpetuo recuerdo de mis pecados,
- la persuasión de mi mezquindad,
- el aborrecimiento de toda vanidad,
- la pura intención de servir a Dios,
- la perfecta sumisión a la voluntad del Padre,
- el verdadero espíritu de compunción,
- la decidida obediencia a mis superiores,
- el odio santo a toda envidia y celo,
- la prontitud en el perdón de las ofensas,
- la prudencia en el callar los asuntos ajenos,
- la paz y la caridad con todos,
- el ardiente anhelo de desprecios y humillaciones,
- el ansia de ser tratado como Tú y la gracia de saber aceptarlo santamente.

Oración

Oh Jesús que, siendo Dios, te humillaste hasta la muerte y muerte de cruz, para ser ejemplo perenne que confunda nuestro orgullo y amor propio. Concédenos la gracia de aprender y practicar tu ejemplo, para que humillándonos como corresponde a nuestra miseria aquí en la tierra, podamos ser ensalzados hasta gozar eternamente de ti en el cielo. Amén.

Cardenal Merry del Val

Nuestro Señor Jesucristo, Rey del universo

15 de agosto 

21 de noviembre de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • Su poder es un poder eterno (Dan 7, 13-14)
  • El Señor reina, vestido de majestad (Sal 92)
  • El príncipe de los reyes de la tierra nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios (Ap 1, 5-8)
  • Tú lo dices: soy rey (Jn 18, 33b-37)
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Cuando el Señor multiplicó los panes y los peces, la multitud entusiasmada quiso hacerlo rey; y entonces Jesús “huyó de nuevo al monte, él solo” (Jn 6,15). Sin embargo ahora, ante Poncio Pilato, cuando va a ser azotado, coronado de espinas y crucificado, el Señor entiende que se halla en el contexto adecuado para proclamar su realeza: “Tú lo dices: Soy Rey”.

La realeza de Cristo es proclamada en este contexto porque así se puede percibir con claridad su verdadera naturaleza. “Mi reino  no es de este mundo”. Los reinos de este mundo están fundamentados en la lógica del poder, cuya arma es la violencia ejercida por medio de los ejércitos: ejércitos de militares, ejércitos de los medios de comunicación, ejércitos de las finanzas. En cambio el reino de Cristo no se fundamenta en la lógica del poder sino en la lógica de la verdad, cuya arma es el testimonio: “Yo para esto he nacido y he venido al mundo: para ser testigo de la verdad”.

Lo propio de la violencia es que se ejerce sobre el hombre para arrancarle lo que el hombre no quiere dar. Lo propio del testimonio es que en él el hombre, voluntariamente, avala lo que testimonia con su propia vida, paga con su persona la verdad que proclama. Así lo va a hacer Jesús, que dentro de poco va a ser azotado, coronado de espinas y crucificado. Aceptando todo ello por amor, Jesús va a testimoniar que Dios es Amor (1Jn 4,8). Su sangre derramada no va a clamar venganza, sino perdón: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).

El poder lucha contra la verdad y aplica la violencia contra ella. El poder flagelará a Jesús, lo coronará de espinas y lo presentará al pueblo diciendo con ironía: “Aquí tenéis al hombre” (Jn 19,5). ¿Sabía Pilato y sabían los judíos que, efectivamente, ese hombre coronado de espinas y flagelado era “el hombre”, es decir, el Hijo del hombre que vio venir Daniel sobre las nubes y al que se le dará “poder eterno” y “un reino que no cesará?”. Sin duda que no. Y sin embargo lo era. En la batalla entre el poder y la verdad, la verdad suele ser azotada y escarnecida; y sin embargo la última palabra será de la verdad.

El poder humilla a la verdad y en esa humillación la verdad resplandece. Pero sólo la perciben “los que son de la verdad”: “Todo el que es de la verdad, escucha mi voz”, le dice Jesús a Pilato. Hay aquí un profundo misterio que toca el corazón del hombre, que pasa por cada uno de los corazones. El corazón tiene que elegir entre el poder y la verdad. El poder tiene una enorme capacidad de fascinación, porque asegura el dominio y la disposición de las cosas de este mundo, incluyendo a las personas, a las que intenta dominar mediante la seducción o la fuerza. La verdad, en cambio, tiene una belleza humilde que viene de otro mundo. De hecho Pilato intuirá este misterio y le preguntará a Jesús: “¿De dónde eres tú?” (Jn 19,9).

Jesús no es de aquí, no es de este mundo. Y por eso su reino “no es de este mundo”. Jesús es de otro lugar. Ese “lugar” es el corazón del Padre que es sólo “amor y misericordia”. Y ése es el lugar más extraño para un mundo marcado por el egoísmo y la violencia. Jesús aceptará soportar esa violencia para que a través de ella resplandezca la dulzura de Aquel que es la Verdad: “en su pasión no profería amenazas”, escribe san Pedro (1Pe 2,23).

Ser del reino de Cristo exige dejarnos lavar “por su sangre” por la que se nos perdonan los pecados y se nos va dando una nueva mentalidad y una nueva sensibilidad con la que hemos de valorar todo lo que la realidad pone ante nuestros ojos y entre nuestras manos. “Nosotros tenemos la mente de Cristo” (1Co 2,16), afirma san Pablo. Y también: “Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Flp 2,5). Y eso significa introducir una anomalía, una “incorrección” en el reino del poder, que es el reino de este mundo. Eso comporta para nosotros la incomodidad de recordar a todos que “se puede vivir de otra manera”, que existe otra lógica distinta de la del poder: la lógica de la verdad y del amor.

Observa san Agustín que Cristo no dijo “mi reino no está aquí”, sino “mi reino no es de aquí”. A su reino pertenecen todos los que “son de la verdad y escuchan su voz”: “Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo”, dijo el Señor en su oración sacerdotal, la noche del jueves santo (Jn 17,16). Sus discípulos “están en el mundo” (Jn 17,11), aunque no son del mundo, porque Cristo, al elegirlos, los ha sacado del mundo (Jn 15,19). Tal es, hermanos, nuestra condición: la elección de Cristo nos ha sacado del mundo, no en un sentido físico sino espiritual, porque ya nos somos del poder sino de la verdad. Ello hace difícil nuestra condición: oremos para que, sometidos a la violencia del poder, sepamos dar como Cristo testimonio de la verdad. Él fue “el Testigo fiel” (Ap 1,5): que su fidelidad sostenga nuestra debilidad, para que, como él, demos el “hermoso testimonio” (1Tm 6,13) ante los Poncio Pilatos de nuestro tiempo.

Identidad y diferencia

El algún momento de aquellos años (del inicio de la democracia) la cultura dejó de ser algo que una persona adquiría con su esfuerzo personal y se convirtió en el ámbito colectivo en el que se nacía; ya no era un proyecto, sino un destino; una vuelta a la comunidad del origen y no una solitaria emancipación, recluirse en los límites en vez de asomarse al mundo. Una cultura personal se adquiere con mucho tesón y mucho esfuerzo a lo largo de la vida, igual que se adquiere la destreza para tocar un instrumento o hablar un idioma extranjero: una cultura autóctona se posee sólo por nacer en ella. En otras épocas la derecha había creído en las esencias, la izquierda en los devenires; la derecha en lo originario y lo inamovible, la izquierda en lo que se construye sobre la marcha, en lo que puede hacerse mejor. La derecha, desde el Romanticismo alemán, había celebrado lo autóctono, la izquierda, lo universal; la derecha, la lealtad a la tierra y a la sangre; la izquierda, el internacionalismo y la ciudadanía del mundo.

No sin asombro fuimos descubriendo, desde la llegada de la democracia, que toda aquella quincalla regresaba convertida en cultura popular, y que ahora lo correcto no era irse, sino quedarse, y si hacía falta regresar, y celebrar como propias las mismas cosas que no mucho tiempo atrás parecían antiguallas lamentables (…) Primero se hizo compatible ser de izquierdas y ser nacionalista. Después se hizo obligatorio. A continuación declararse no nacionalista se convirtió en la prueba de que uno era de derechas.

La democracia tiene que ser enseñada porque no es natural, porque va en contra de inclinaciones muy arraigadas en los seres humanos. Lo natural no es la igualdad sino el dominio de los fuertes sobre los débiles. Lo natural es el clan familiar y la tribu, los lazos de sangre, el recelo hacia los forasteros, el apego a lo conocido, el rechazo de quien habla otra lengua o tiene otro color de pelo o de piel. Y la tendencia infantil y adolescente a poner las propias apetencias por encima de todo, sin reparar en las consecuencias que pueden tener para los otros, es tan poderosa que hacen falta muchos años de constante educación para corregirla. Lo natural es exigir límites a los demás y no aceptarlos en uno mismo. Creerse uno el centro del mundo es tan natural como creer que la Tierra ocupa el centro del universo y que el Sol gira alrededor de ella. El prejuicio es mucho más natural que la vocación sincera del saber. Lo natural es la barbarie, no la civilización, el grito o el puñetazo y no el argumento persuasivo, la fruición inmediata y no el empeño a largo plazo.

Cuando la barbarie triunfa no es gracias a la fuerza de los bárbaros sino a la capitulación de los civilizados (…) No creo que las personas tengan que estar atadas a sus territorios de origen. Hay quien desea quedarse igual que hay quien desea irse y las dos actitudes merecen respeto. Al que quiere quedarse es delito expulsarlo, o hacerle la vida tan difícil que no le quede más remedio que intentar el destierro. Al que quiere irse no es lícito cerrarle la frontera ni llamarle desertor. Cada uno es como es (…) al que se queda a veces se le mira por encima del hombro. Pero es más frecuente que se desconfíe del que se ha marchado. En España se ha alimentado a conciencia el sedentarismo satisfecho. Quedarse en la tierra es mantenerse fiel a las raíces. Irse tiene algo de traición.

Admiro (de los EE UU) el talento para respetar y celebrar las diferencias y al mismo tiempo para resaltar las pocas cosas fundamentales que se tienen en común, y que bastan para sostener una convivencia; la insistencia en los actos y no en los orígenes; el derecho que se reconoce a cualquiera de desprenderse en mayor o menor medida de la identidad con que llegó y de inventarse fantasiosamente a sí mismo (…) En las escuelas públicas de Nueva York se hablan ciento noventa idiomas, y basta un paseo por la calle o un trayecto breve en el metro para cruzarse con personas de casi cualquier lugar del mundo. Pero los habitantes de Nueva York se las han arreglado para ponerse de acuerdo en lo que los une, o al menos para no insistir obsesivamente en lo que distingue a cada grupo. Me gusta que la identidad americana resida en un guión: el guión que une mexicano y americano, chino y americano, japonés y americano, irlandés y americano, árabe y americano, lo que sea. Mi corazón ilustrado se conmovió cuando le pregunté en Nueva York a un taxista con cara y acento chino cuál era su origen, y me contestó con toda naturalidad; “A-B-C: American born Chinese”. Y no me olvido lo que me dijo un taxista paquistaní que iba escuchando en la radio las noticias sobre un asalto a una mezquita de Lahore: “Para mí es más seguro ser musulmán en Estados Unidos que en mi país de origen. Por eso me gusta ser americano”.

No se trata de renunciar a lo que uno es: es aceptar la parte en la que nos parecemos a otros, lo que tenemos en común que nos constituye tanto como lo que nos diferencia. Habrá que hacer ahora la pedagogía democrática aplazada de la aceptación verdadera del otro, la fraternidad objetiva de la ciudadanía por encima de la consanguinidad de la tribu. Aceptarnos no es claudicar de nuestros ideales, sino aceptar la realidad, y por lo tanto renunciar al delirio. Contra lo que es habitual entre nosotros, la negación no tiene por qué ser la única manera de afirmar. Se puede ser algo y algo más también. Se puede ser dos o tres cosas al mismo tiempo, en diversos grados, en proporciones desiguales y cambiantes, con articulaciones flexibles. Nadie en su vida privada es de una sola pieza, ni siquiera el integrista más obsesionado puede librarse de toda contaminación, por ejercer continuamente su perfección identitaria, territorial sexual o ideológica. Sólo en lo abstracto es posible la pureza: por eso todos los fanáticos tienen en común el mismo desprecio por lo confuso y lo mezclado y lo impredecible de la vida real y de las personas de carne y hueso.



Autor: Antonio Muñoz Molina

Título: Todo lo que era sólido

Editorial: Planeta, 2015, (pp. 72-73, 74, 78, 102-103, 166-168, 185-186, 227, 229-230)



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XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

14 de noviembre de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • Entonces se salvará tu pueblo (Dan 12, 1-3)
  • Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti (Sal 15)
  • Con una sola ofrenda ha perfeccionado definitivamente a los que van siendo santificados (Heb 10, 11-14. 18)
  • Reunirá a sus elegidos de los cuatro vientos (Mc 13, 24-32)
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En el evangelio de hoy encontramos, queridos hermanos, tres afirmaciones a propósito del final de la historia humana y tres recomendaciones sobre la manera de vivir el tiempo presente.

La primera afirmación sobre el fin del mundo es que el mundo, efectivamente, tendrá un final. Todo esto significa que el mundo, en su condición actual, no es la última obra de Dios, puesto que Dios no ha agotado su poder creador con la creación de este mundo en el que estamos, sino que Él llevará más allá el mundo actual, mediante una nueva creación, tal como leemos en el Apocalipsis:  “Mira que hago nuevas todas las cosas” (Ap 21,5); y también: “Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva -porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron” (Ap 21,1). La creación la hizo Dios por su Palabra y por eso recuerda Jesús que “el cielo y la tierra pasarán pero mis palabras no pasarán”. Y sus palabras tienen poder para crear un mundo nuevo.

La segunda afirmación nos dice que, con el fin del mundo, desaparecerá la separación entre el ámbito en el que Dios está presente y se hace directamente accesible (el cielo) y el ámbito en el que nosotros vivimos (la tierra): “Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad”. Lo que ahora no se ve -Cristo en su gloria-, entonces se verá: quedará patente, a los ojos de todos, el reinado de Dios. Ahora Dios reina en el cielo y aquí en  la tierra las cosas van como van. Cuando vuelva el Señor, su reinado se extenderá también y por completo a la tierra.

Y en tercer lugar el Señor nos dice que cuando Él vuelva reunirá a sus elegidos “de los cuatro vientos, del extremo de la tierra al extremo del cielo”. Los elegidos del Señor hoy estamos dispersos por toda la tierra: somos “los suyos”, su familia -“¿Quién es mi madre y mis hermanos? (…) Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mc 3,33-35)- y Él va a venir a reunirnos a todos y a llevarnos a la casa del Padre para celebrar allí la fiesta que no tiene fin. Pero ahora vivimos en la dispersión: en una misma familia, en una misma ciudad, en una misma nación, unos son de Cristo y otros no lo son (aunque sólo el Señor conoce a los suyos, como dice San Agustín). Hay cristianos que están dispersos y ocultos en los países musulmanes.

La Eucaristía de cada domingo es como un anticipo de esa reunión final que hará el Señor: nos reunimos en su Nombre y Él viene sacramentalmente a nosotros, nos habla y se nos da como alimento; y todo esto es como un anticipo de lo que el Señor hará cuando Él venga, no ya en la humildad del sacramento, sino en la majestad de su gloria. Por eso en cada Eucaristía “nos acordamos de lo que vendrá”, como dicen los Padres de la Iglesia.

El Señor nos inculca también tres actitudes para vivir el tiempo presente, el discurrir de nuestra historia personal, inserta en la historia de toda la humanidad. La primera de ellas es no encerrarse en el momento presente, no vivirlo como si esto fuera todo, porque no lo es: el presente anuncia el tiempo futuro (parábola de la higuera), y debemos vivirlo teniendo en cuenta ese futuro que viene.

La segunda es la recomendación de no especular con fechas, a no estar preocupados con la cronología, con el cuándo. La razón profunda de esta recomendación es que todo depende de la libertad de Dios. Con el fin del mundo ocurre como con la muerte personal de cada uno: es un encuentro con Dios, con Jesús que viene a buscarnos, y Él viene cuando Él quiere. La libertad de Dios no es programable.

La tercera es vivir el tiempo presente con el convencimiento de que “el Señor está viniendo”. Y esto vale, muy en especial, de los desajustes cósmicos, de los terremotos, de las inundaciones, de las sequías, de los tsunamis, de las alteraciones meteorológicas notables. El Señor nos invita a ver en todo ello un signo de que Él está viniendo y, en consecuencia, a vivirlo como una invitación a prepararnos a Su venida, al encuentro con Él.

Que el Señor nos conceda vivir estas actitudes, es decir, ser suyos y vivir de cara a Él. Que así sea.

Frases...

 “El hombre solo se conoce a sí mismo verdaderamente a partir de su propio límite”


Dietrich Bonhoeffer

XXXII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

7 de noviembre de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • La viuda preparó con su harina una pequeña torta y se la llevó a Elías (1 Re 17, 10-16)
  • Alaba, alma mía, al Señor (Sal 145)
  • Cristo se ofreció una sola vez para quitar los pecados de todos (Heb 9, 24-28)
  • Esta viuda pobre ha echado más que nadie (Mc 12, 38-44)
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La liturgia de la Palabra de hoy nos presenta la figura de dos viudas. La viuda, junto con el huérfano y el extranjero encarnan, en la Biblia, la figura del pobre, del desamparado, de aquel cuya situación personal y social es tan frágil que no puede contar de manera segura con ninguna ayuda humana; de ahí que sean unas personas que están presentes de manera especial en el corazón de Dios, que se complace en ser su valedor, su refugio, su amparo; si gritan a Él, el Señor escucha sus súplicas (Sal 33, 7); si confían en Él y se abandonan a Él pertenecen al grupo de los anawim, de los humildes, de los pobres de espíritu.

Las dos viudas de la liturgia de hoy nos dan un ejemplo de lo que es amar. Amar es afirmar a otro y ellas nos enseñan que para afirmar a otro no hace falta estar afirmado uno mismo, sino que, desde la propia debilidad, desde la propia pobreza, siempre se puede amar, siempre se puede dar. Nosotros tendemos a pensar que para dar, primero tengo que tener (que ser más); y sin embargo ellas nos enseñan que esto no es cierto, que la caridad bien entendida empieza por el otro, y que para amar -para dar- lo único que hace falta es hacerlo. Lo cual es muy consolador, porque significa que siempre podremos amar: si somos pobres, si estamos enfermos, si perdemos nuestras facultades sensibles, si ya no valemos nada, siempre podremos amar. Entre otras cosas porque cuando no puedo hacer nada por los demás puedo consentir en que los demás hagan cosas por mí y eso es una forma muy importante de amar: dejar que los otros me amen, dejar que los otros se ocupen de mí, cuando yo no puedo hacerlo. Porque lo más importante para amar es la humildad.

Los enfermos incurables, los minusválidos, nos hacen un bien inmenso. En primer lugar  porque nos recuerdan la bondad del ser, nos recuerdan que el ser es siempre bueno cualesquiera que sean las condiciones en que se dé. Hemos de dar gracias a Dios por estos hermanos que aceptan ser en condiciones difíciles e incómodas y que al hacerlo nos recuerdan la bondad del ser y de Aquel que da el ser, que es Dios. Y en segundo lugar porque nos dan la oportunidad de amar, de ayudarles a vivir, y nos enseñan la humildad de dejar que nos ocupemos de ellos.

Amar es afirmar a otro. La viuda del Evangelio afirma a Dios, afirma al Templo, que es la presencia de Dios en medio de los hombres, a costa de sí misma: ama a Dios más que a sí misma. La viuda de Sarepta, en la primera lectura de hoy, afirma también a Dios, al “hombre de Dios”, que es el profeta Elías, a costa de sí misma y de su propio hijo. Ella acepta la desconcertante frase del profeta: “pero primero hazme a mí un panecillo y tráemelo; para ti y para tu hijo lo harás después”. Obedeciendo a la palabra de Elías, ella ama a Dios, en la persona del “hombre de Dios”, más que a sí misma y que a su propio hijo y vive anticipadamente la palabra de Jesús: “el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí” (Lc 10,37).

Mantener a la Iglesia, hermanos, es nuestra manera de amar a Dios, de hacer posible la presencia de Dios en medio de los hombres. No ciertamente la presencia metafísica de Dios, por sus atributos de inmensidad y de ubicuidad, sino la presencia histórica, salvífica de Dios, la que Él ha querido tener fundando la Iglesia, que es Su Pueblo, Su Cuerpo, su Templo, es decir, el lugar de Su presencia en medio de los hombres. Por eso mantener a la Iglesia es para nosotros un deber y un honor, una manera de amar a Dios, de amar a Jesucristo, de seguir haciendo posible el anuncio del evangelio, tal como nos indica el quinto mandamiento de la Iglesia que ordena: “ayudar a la Iglesia en sus necesidades”.

Creer y orar en la vejez

Con la llegada inesperada de la vejez, cambia la fe y, sobre todo, la oración. La fe se despoja, se desnuda y a menudo crecen las dudas. La vejez no es el tiempo de la fe fácil, porque afloran muchas preguntas que parecían mudas en medio de la fiebre de la vida activa. Llega uno a plantearse incluso la pregunta de si nos habremos equivocado en todo, si no habrá sido todo una gran y duradera ilusión… Fuerzas oscuras invaden el corazón del viejo y oscurecen aquella relación tan límpida y transparente vivida con aquel “tú” invocado antes como Dios y Señor. No es que el Señor guarde silencio, haya enmudecido o casi se divirtiera sometiéndonos a la prueba: no, somos nosotros los que sabemos escuchar menos y vacilamos por oligopistía, por “poca fe” (Mt 17, 20). Según mi propia experiencia, lo que nos permite superar cada día las dudas y vencer la tentación de la insignificancia es el amor a Jesucristo. Se puede debilitar la fe, pero el amor se refuerza: y como el amor es la única fuerza que está en condiciones de vencer a la muerte, vence también así el debilitamiento de la fe.

Signo del cambio de la fe es la forma de la oración, este tutear a Dios después de haber escuchado su voz sutil presente en su palabra, en los otros y en la vida cotidiana. Ya no se reza de rodillas o postrado, porque el cuerpo se cansa al tomar ciertas posiciones; se reza tal vez mucho tiempo sentado, con la mirada no perdida en el vacío, sino en busca de lo invisible. En ocasiones, los ancianos parecen dormir cuando rezan, y puede suceder que en realidad estén adormecidos, pero su ofrenda de un cuerpo viejo y cansado, su estar ante la Presencia que invocan es, de por sí, oración. Tal vez no digan muchas oraciones, pero tiene la posibilidad de “ser oración”: oración susurrada, oración como movimientos de unos labios mudos, oración como repetición de fórmulas aprendidas de pequeños, invocaciones como jaculae, como flechas lanzadas. Y si la oración es un juicio, en el caso de los viejos es permanecer expuestos a la luz de Dios sin protección y sin defensas.

“Los viejos saben que el Señor sabe y que no tienen necesidad de hacerlo tan largo”, decían y siguen diciendo los ancianos que conozco. Verdaderamente, envejece la oración en su forma, hasta que llega la hora en que se dice únicamente un “sí”, “amén” y ninguna otra palabra, porque ya no quedan más fuerzas. He conocido a monjes que, en las últimas horas antes del éxodo de este mundo, no querían tener ante ellos más que un icono. Sus miradas lo buscaban, intentaban fijar sus ojos en él, y algunas veces aparecían las lágrimas y otras un esbozo de sonrisa en un diálogo mudo.

Orar es, ante todo, escuchar y ser conscientes de una presencia que, aunque ya no es posible de alcanzar verbalmente, se sigue invocando de todos modos, mirando su imagen. Las oraciones de los viejos presentes en la Biblia o en la tradición cristiana ya no se recitan, sino que solo se viven.



Autor: Enzo BIANCHI

Título: La vida y los días. Sobre la vejez

Editorial: Sal Terrae, 2019, (pp. 104-106)




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