Todos los santos

15 de agosto 

1 de noviembre de 2020

(Ciclo A - Año par)





  • Vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas (Ap 7, 2-4. 9-14)
  • Esta es la generación que busca tu rostro, Señor (Sal 23)
  • Veremos a Dios tal cual es (1 Jn 3, 1-3)
  • Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo (Mt 5, 1-12a)
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- Cantidad. Lo primero que llama la atención en esta fiesta es la afirmación que hace la Iglesia de que hay muchos, muchísimos santos: “una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar” (Ap). Los que la Iglesia venera, inscribiéndolos en el catálogo de los santos, son una pequeñísima parte de esa muchedumbre. En ella están tantos y tantos hermanos nuestros, que han sido en esta tierra padres y madres de familia, hombres y mujeres solteros, sacerdotes, religiosos, personas más o menos anónimas que, a pesar de sus fallos, han abierto su corazón a Dios. Nosotros esperamos que en esa muchedumbre estén nuestros antepasados, nuestros seres queridos; también nuestros enemigos, aquellos con los que no hemos sabido entendernos aquí en la tierra: que después, en el cielo, estemos por fin todos juntos y reconciliados.

- Identidad y diferencia. Todos los santos reflejan el rostro bendito del Señor, alguno o algunos de los rasgos de ese rostro. El evangelio de hoy nos ha descrito ese rostro mediante las nueve bienaventuranzas que nos narra san Mateo. Cada uno de los santos ha reflejado en su vida alguna de esas bienaventuranzas, ha sido una pequeña encarnación del rostro de Cristo. Y por eso está en el cielo. Los santos son Cristo en medio de nosotros; no valen por sí mismos, sino por Aquel que se hace presente en ellos. 

Todos los santos han tenido que “purificarse a sí mismos” (2ª lect.): todos han tenido que hacer renuncias, cambios, rupturas, esfuerzos en la propia vida. Ninguno ha nacido santo. Todos han “lavado y blanqueado su túnica en la sangre del Cordero”, es decir, todos han unido su destino al destino de Cristo, dándole a Dios plena libertad para configurarlo como Él quisiera. Todos han tenido, pues, que aceptar cosas con las que no contaban; ninguno se ha diseñado a sí mismo; todos han consentido en que el Espíritu Santo dibujara en ellos el rostro de Cristo con los acentos y los matices que Él quisiera. En todo esto coinciden todos los santos, en todo esto son idénticos.
En cambio son diferentes en todo lo demás. No hay dos santos iguales, pues los hay “de toda nación, razas, pueblos y lenguas” (Ap). De modo que hay santos divertidos y santos aburridos, amables y severos, comprensivos y exigentes, poéticos y filosóficos, activos y contemplativos, pacíficos y guerreros, con una vida ordinaria y con una vida extraordinaria, inocentes y penitentes. Y es normal que nos gusten unos más que otros. “No es santo de mi devoción”, pero es santo, y eso es lo que importa, aunque yo no le tenga devoción.

- Los santos nos están esperando, con un deseo ardiente, que en ellos se hace oración, de que nos incorporemos a su número. ¡Qué triste tiene que ser una vida en la que no hay nadie esperándonos! Porque nuestro corazón espera presencias que le correspondan, rostros amigos con los que poder compartir y habitar, y deseamos que ellos también nos esperen a nosotros, como Tobías esperaba a Sara y Sara a Tobías, aunque ninguno de los dos lo sabía y fue el arcángel san Rafael quien les ayudó a reconocerse mutuamente como hechos el uno para el otro.
A nosotros nos espera el Señor y todos los que están con Él, todos los santos. Nos espera la Virgen María, nos espera san José, nos esperan (…) que cada cual ponga aquí los santos de su devoción, aunque también nos esperan los otros. Ellos oran por nosotros para que nuestro viaje aquí en la tierra transcurra bien, para que no nos salgamos del camino, para que tengamos los menos accidentes y las menos heridas posibles. Porque nos aman y desean nuestra compañía. Ellos son nuestra familia más verdadera y el cielo es nuestro hogar. Que sepamos vivir  a la altura de nuestra vocación de “ciudadanos del cielo” (Flp 3,20) y moradores de la casa de Dios. Que tengamos claro nuestro destino.

El misterio del mal

Catequesis parroquial nº 159

Autor: D. Fernando Colomer Ferrándiz
Fecha: 21 de octubre de 2020

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XXX Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto


25 de octubre de 2020

(Ciclo A - Año par)





  • Si explotáis a viudas y a huérfanos, se encenderá mi ira contra vosotros (Éx 22, 20-26)
  • Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza (Sal 17)
  • Os convertisteis, abandonando los ídolos, para servir a Dios y vivir aguardando la vuelta de su Hijo (1 Tes 1, 5c-10)
  • Amarás al Señor tu Dios, y a tu prójimo como a ti mismo (Mt 22, 34-40)
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          La pregunta que le hacen hoy al Señor en el evangelio tiene pleno sentido dentro del judaísmo, donde hay 613 preceptos -entre mandatos y prohibiciones- que constituyen la Torah, La Ley de Dios, que el judío piadoso tiene que cumplir. ¿Cuál es el más importante de todos estos preceptos, aquel en cuya observancia está Dios más interesado, aquel que, en cierto modo, nos da la clave de todos los demás?

          La respuesta del Señor empieza con una palabra: amarás. Con ello ya se nos está diciendo que la clave de todos los preceptos es el amor. “Amor” es una palabra que nosotros asociamos inmediatamente al sentimiento, a la afectividad. Sin embargo conviene recordar que, el amor, en la Biblia, designa, ante todo, una decisión de vincularse a alguien, a quien se le conceden, por esa vinculación, unos derechos sobre uno mismo, y a los actos concretos que alimentan esa decisión: amar es hacer alianza con aquel a quien se ama. Y “hacer alianza” significa unir mi destino al destino de otro y saber que, a partir del momento en que he sellado una alianza,  yo puedo contar siempre con esa persona, para caminar hacia mi destino, como ella puede contar conmigo para caminar hacia el suyo.

          El Señor nos recuerda que Dios ha hecho alianza con nosotros y que la fidelidad de Dios a esa alianza es tan grande que la única actitud correcta por parte nuestra es la de amarle “con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser”. Efectivamente, la fidelidad de Dios a la alianza que ha hecho con  nosotros es tan grande que llegará hasta la Cruz, hasta la entrega de su propio Hijo en la Cruz. Nadie nos ha amado tanto como Él, y por eso Él merece el amor “total” (“con todo tu…”) que Cristo nos recuerda.

          Pero ¿cómo podemos “amar” a Dios? ¿Qué le podemos dar nosotros que Él no posea ya de antemano? El reconocimiento de su presencia, de su compañía, de su acompañamiento en nuestro caminar. Lo que le podemos dar a Dios es vivir nuestra vida sin dudar nunca de que él camina con nosotros, de que Él está siempre cerca de nosotros y de que nos está siempre amando. Vivir nuestra vida sabiéndonos acompañados por Él, aunque nuestra vida sea un infierno. Amar al Señor es decirle “Tú no tienes culpa de nada”, “Tú no me debes nada” y darle gracias por su compañía.

          “Llamó a los que él quiso (…) para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar” (Mc 3, 13-14). El primer objetivo de la elección que hace Cristo de los Doce es para que estuvieran con él: Dios quiere nuestra presencia, nuestra compañía, y por eso, la manera de amarle, de reconocer su amor, es dársela. Y eso, queridos hermanos, es la oración: el tiempo que yo le doy a Dios para que Él, misteriosamente, disfrute de mi compañía. Porque Él me ha elegido, en primer lugar, para que “esté con Él”. Así se empieza a cumplir el primer mandamiento.

          Y puesto que Dios te ha amado, haciendo alianza contigo, sin que tú lo merecieras -“por pura gracia estáis salvados” (Ef 2,5)-, haz tú también alianza con todos los hombres, aunque no lo merezcan. Comprométete con ellos, con su caminar; que ellos puedan contar contigo para alcanzar su destino (que, al igual que el tuyo, es Cristo). “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”: querrás su propia realización como quieres la tuya, desearás su plenitud como deseas la tuya.

          Y de nuevo aquí no hay que confundir el amor con la afectividad, con los sentimientos. Para poder amar bien al prójimo hay que percibirlo a la luz de la Verdad, que es Cristo. Por eso escribe san Pedro: “Por la obediencia a la verdad habéis purificado vuestras almas para un amor fraternal no fingido; amaos, pues, con intensidad y muy cordialmente uso a otros” (1 Pe 1,22-23). Es la “obediencia a la verdad”, es decir, el amor a Dios, que es la Verdad, la que purifica nuestra mirada para ser capaces de un amor fraternal no fingido.

          Que el Señor nos conceda ser hombres y mujeres de oración y ser obedientes a la verdad; para que cumplamos estos dos mandamientos “que sostienen la Ley entera y los Profetas”. Amén.

El don de temor


 Introducción: el papel de los dones del Espíritu Santo en la vida cristiana

          Los Padres de la Iglesia han comparado los dones del Espíritu Santo a las velas de un barco: sirven para recoger el viento, es decir, el “soplo” del Espíritu. Para vivir como “hijos de Dios” los hombres necesitamos una auténtica renovación de nuestro ser, la creación en nosotros de un nuevo “organismo” que nos permita actuar como hijos de Dios. Esta va a ser la función de los dones del Espíritu Santo que son, en realidad, “dona totius Trinitatis”, pero que atribuimos por apropiación, a la Persona del Espíritu Santo, como una obra del Amor de Dios santificando a los hombres. La creación en nosotros de este nuevo “organismo interior” nos hará capaces de actuar “al modo divino”, de obrar de una manera deiforme, como unos hijos que se parecen de verdad a su Padre Dios. A través de ellos Dios nos comunica su propia manera de pensar, de amar y de obrar, en la medida en que le es posible a una criatura participar en el modo mismo del obrar divino. En realidad se trata de la creación de un nuevo sujeto en el que toda la subjetividad sea vehículo, transparencia, receptáculo, de la subjetividad de Cristo, tal como afirma Pablo: Y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí  (Gálatas 2, 20). De tal manera que, a través de sus dones, el Espíritu Santo “dibuja” en nosotros el rostro bendito del Ungido, de Cristo, con lo que nosotros empezamos a parecernos a Él, y por eso empiezan a realizarse en nosotros las bienaventuranzas. Las bienaventuranzas son, ante todo, el retrato del rostro de Jesús, de su manera de ser, de sentir, de reaccionar, de actuar. Por eso a medida que somos “cristificados” van apareciendo en nosotros. Los doctores de la Iglesia han establecido una correspondencia entre los dones del Espíritu Santo y las bienaventuranzas: cada don crea en nosotros una de las bienaventuranzas.

          En la vida cristiana hay un umbral: es el punto en el que el hombre ya no intenta practicar las virtudes de un modo humano, sino más bien dejarse llevar por el Espíritu. Hasta ese momento el cristiano ha sido un adulto que ha decidido y ha hecho, con la ayuda de Dios, lo que ha podido. A partir de ahora se va a convertir en un niño, va a entrar en un abandono total. Este “umbral” se identifica con el “caminito” de Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, que consiste en “dejarse llevar” por la acción del Espíritu Santo. Pues la esencia de este camino espiritual consiste en que “es Jesús quien lo hace todo, yo no hago nada”. Santa Teresita descubrió que la debilidad (“soy una nada muy pequeña”) es el lugar donde actúa la fuerza de Dios, con tal que uno reconozca con toda franqueza la propia impotencia ante Dios y le pida a Jesús que Él sea nuestra “justicia y santidad”, renunciando a apropiarse cualquier mérito. Y esto es vivir según la dinámica de los dones del Espíritu Santo.

                    En la “escala” de los dones del Espíritu Santo la cumbre está ocupada por el don del sabiduría; pero el primer escalón para llegar a esa cumbre es el don de temor de Dios. Por eso la Escritura afirma que “el principio de la sabiduría es el temor de Dios” (Sal 110, 10).

 El don de temor de Dios

          Cabría pensar que la palabra “temor” no tiene cabida en el cristianismo. Ante lo divino y sus manifestaciones, el hombre siente naturalmente temor. Así lo vemos en muchísimos lugares de los Evangelios, como cuando Jesús calma la tempestad con solo su palabra (Mc 4,41), o como cuando expulsa a la Legión de demonios que poseían al endemoniado de Gerasa (Mc 5,15), o en la misma Transfiguración del Señor sobre el monte (Lc 9,34). Por eso la novedad que Cristo aporta se puede describir como una liberación del temor: “Para que, libres de temor, le sirvamos en santidad y justicia, en su presencia, todos nuestros días” (Lc 1,74-75). De hecho, una de las frases que se repiten con frecuencia en los Evangelios es “no temáis”, “no temas” (Mt 10,28-31; 14,27; 28,5 y 10; Lc 1,30; 2,10; 5,8; 8,85; Hch 27,24). San Pablo describe la novedad cristiana con estas palabras: “Y vosotros no habéis recibido un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abba, Padre!” (Rm 8,15) Y San Juan, por su parte, sentencia: “No cabe temor en el amor; antes bien, el amor pleno expulsa el temor, porque el temor entraña castigo; quien teme no ha alcanzado la plenitud en el amor” (1Jn 4,18).

          Sin embargo el propio Nuevo Testamento utiliza la palabra “temor” en un sentido positivo, como una de las características de la experiencia cristiana. Así lo vemos en San Pablo: “Sed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo” (Ef 5,21); “Teniendo, pues, estas promesas, queridos míos, purifiquémonos de toda mancha de la carne y del espíritu, consumando la santificación en el temor de Dios” (2Co 7,1). Y en San Pedro: “Y si llamáis Padre a quien, sin acepción de personas, juzga a cada cual según su conducta, conducíos con temor durante el tiempo de vuestro destierro” (1Pe 1,17). Y también en San Lucas: “Las iglesias gozaban de paz en toda Judea, Galilea y Samaria; pues se edificaban y progresaban en el temor del Señor y estaban llenas de la consolación del Espíritu Santo” (Hch 9,31). Notemos esta última cita donde el progreso “en el temor del Señor” va unido a “la consolación del Espíritu Santo”.

          Un texto de San Hilario puede ayudarnos a resolver esta aparente contradicción y a descubrir la esencia de este don. Dice así “En cambio, con respecto al temor del Señor, hallamos escrito: Venid, hijos, escuchadme: os instruiré en el temor del Señor. Así, pues, el temor de Dios ha de ser aprendido, ya que es enseñado. No radica en el miedo, sino en la instrucción racional; ni es el miedo connatural a nuestra condición, sino que consiste en la observancia de los preceptos, en las obras de una vida inocente, en el conocimiento de la verdad. Para nosotros el temor de Dios radica en el amor, y en el amor halla su perfección”.

          En la Biblia, en efecto,  “temer a Dios” es la expresión típica de la fidelidad a la Alianza. El temor de Dios implica el amor con el que Israel responde al amor con que Dios lo ama, así como una obediencia absoluta a todo lo que manda.           Por eso cuando los grandes profetas anuncian la plenitud de la salvación, incluyen siempre, como uno de sus componentes esenciales, el temor del Señor. Isaías, por ejemplo, al hablar del Mesías, afirma que uno de los rasgos determinantes de su ser es el temor de Yahveh: “Saldrá un vástago del tronco de Jesé, y un retoño de sus raíces brotará. Reposará sobre él el espíritu de Yahveh: espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y de temor de Yahveh. Y le inspirará el temor de Yahveh” (Is 11,1-3). Y Jeremías por su parte, cuando describe la plenitud de la salvación futura, afirma: “He aquí que yo los reúno de todos los países a donde los empujé en mi ira y mi furor y enojo grande, y les haré volver a este lugar, y les haré vivir en seguridad, serán mi pueblo y yo seré su Dios; y les daré otro corazón y otro camino, de suerte que me temerán todos los días para bien de ellos y de sus hijos después de ellos” (Jr 32,37-39).

 El significado del temor de Dios

          El “temor de Dios” instaura, ante todo, una jerarquía de valores en la cual “lo más querido”, lo más amado, es Dios. Uno “teme” perder lo que más ama, uno “teme” traicionar, no estar a la altura, del ser más querido. En esta línea se sitúa el temor de Dios y así se comprenden perfectamente las palabras de la Escritura antes citadas. El temor de Dios es el inicio de la sabiduría porque, al establecer la correcta jerarquía de valores, se convierte en un principio ordenador que orienta la mirada del hombre y engendra en él la verdadera comprensión de la realidad: “Plenitud de la sabiduría es temer al Señor” (Eco 1,16).

          El temor de Dios, como nos indica San Hilario, no es “el miedo connatural a nuestra condición” de seres finitos, que existen en un mundo limitado, sometidos a una serie de necesidades cuya satisfacción es incierta. Esta condición del hombre como ser-en-el-mundo hace de él un ser frágil, fácilmente presa del “temor” de no poder satisfacer sus necesidades, y a menudo víctima del “miedo” a las diferentes y numerosas desgracias que pueden afligir la vida del hombre sobre la tierra. Precisamente el “temor de Dios” libera al hombre de todos sus miedos: en la medida, en efecto, en que Dios va siendo para mí “el primero”, “lo más querido”, me libero de todos mis miedos, puesto que el “tesoro de mi corazón” –según la expresión evangélica: “donde está tu tesoro allí está tu corazón”- está libre de todas las contingencias de la vida terrena y nada, ni la misma muerte, me puede separar de él: “Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús” (Rm 8, 38-39). Por eso no tiene nada de sorprendente que la respuesta más audaz frente a los enfermos de sida haya venido de los cristianos: el temor de Dios los hace capaces de vencer todos los miedos.

          Juan Pablo II comenta que la expresión auténtica y plena del temor de Dios es Cristo mismo. Cristo quiere que tengamos miedo de todo lo que es ofensa a Dios. Lo quiere porque ha venido al mundo para liberar la libertad del hombre, que está cautiva por el poder del pecado, según la palabra del Señor: “el que comete pecado es un esclavo” (Jn 8, 34). De modo que el temor de Dios nos libera de todos los miedos haciéndonos temer únicamente a “Aquel que pueda arrojar alma y cuerpo en el abismo” y liberándonos por lo tanto del temor de quien “sólo puede matar el cuerpo” (Lc 12, 5).

 Efectos del don de temor de Dios

          El efecto fundamental de este don es una docilidad especial al Espíritu Santo para apartarse del pecado y someterse totalmente a la voluntad divina. Todos los dones del Espíritu Santo expresan, comunicándolo al hombre, aspectos del ser divino (la inteligencia, la sabiduría, la fortaleza, etc.). El don del temor expresa la santidad divina, el alejamiento radical y absoluto de Dios en relación con el mal, la inocencia del Cordero, que es sin mancha desde antes de la fundación del mundo (1Pe 1, 19). Dios es absolutamente incompatible con el mal, hasta el punto incluso de que sus ojos son demasiado puros para ver el mal (Ha 1, 12-13), y de que, como explica Santo Tomás de Aquino, Dios no tiene idea del mal.

          Siendo Dios radicalmente incompatible con el mal y siendo yo un hombre pecador, se comprende mi “temor” a no estar nunca suficientemente purificado, para poder acogerle en mi corazón: aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador (Lc 5, 10) tal como dijo Pedro a Jesús. “Todos nosotros estamos agradecidos a Pedro por lo que dijo aquel día”, comenta Juan Pablo II. El don de temor nos sitúa en esta perspectiva tan verdadera y tan fundamental y nos induce a apartarnos radicalmente del pecado, avivando en nosotros la conciencia de la absoluta santidad de Dios y, por lo tanto, de la correlativa pureza que es imprescindible para vivir junto a Él. El don de temor nos libra así de la falsa familiaridad con Dios, de toda chabacanería y vulgaridad en la relación con Él, obligándonos a considerar siempre el abismo que nos separa de Él. De este modo aviva en nosotros nuestra conciencia creatural y nos permite adquirir la sabiduría propia de un “corazón sensato”: enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato (Sal 89,12).

          Pues entre Dios y el hombre existe siempre un abismo infinito que el hombre no puede franquear por sí sólo; tan sólo mediante el Espíritu Santo que todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios (1Co 2, 10), se puede franquear este abismo de vértigo. La Inmaculada sintió este vértigo: Ella se conturbó (Lc 1, 29). Quien no percibe este desnivel infinito entre el hombre y Dios, quien no experimenta ninguna conmoción interior antes de orar, o de comulgar, o de confesarse, o de recibir el sacramento del orden o del matrimonio; quien no siente nunca “temor y temblor” ante la proximidad de Dios, no suele ser un auténtico “espiritual”, sino más bien un superficial o un atolondrado. Sólo mediante la recepción del Espíritu Santo se puede superar este “vértigo”: Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor (Rm 8, 15). Los verdaderos santos son los últimos, entre todos los habitantes de la tierra, a quienes se les ocurriría presumir de su propia salvación.

          El don de temor produce en nosotros, al mismo tiempo, el sentimiento vivo de la grandeza y de la santidad de Dios, y la conciencia de nuestra pequeñez (“Yo soy todo y tú eres nada”: la diferencia entre “El que es” y el que ha sido creado de la nada, que tan presente estaba en Santa Catalina de Siena), y de nuestra impureza, de nuestro pecado. Como consecuencia de ello -y siempre sobre la base de que Dios es el amor de nuestro corazón- nos inspira un gran horror al pecado (el “antes morir que pecar” de Santo Domingo Savio), una determinación firme de apartarnos del mal y, caso de cometer pecado, un vivísimo arrepentimiento. En este contexto se comprenden las “exageraciones” de los santos, que han hecho de todo con tal de no cometer pecado. En una sociedad como la nuestra, que ha hecho de la “tolerancia” el valor supremo, es importante recordar que no es legítimo ser tolerante con el mal en la propia vida, y que quien no tenga la audacia de decir no, de hacer rupturas, acabará siendo cómplice del mal: El don de temor desarrolla en nosotros una extrema vigilancia para evitar el mal y todo lo que conduce a él.

 El don de temor de Dios y la primera bienaventuranza

          Santo Tomás hace corresponder el don de temor con la primera bienaventuranza, la de los pobres de espíritu, porque este don nos hace sentir “pequeños” ante Dios, lo cual es propio del pobre de espíritu. Pobres de espíritu son los que se someten humildemente a Dios, los que aceptan gozosamente su pertenencia a Él, los que viven “colgados del cuello de Dios” como sugiere el salmo 130 (“como un niño en brazos de su madre”), esperándolo todo de Él. Son los que han renunciado a ser los dueños de su propia vida porque han consentido en que sea Dios quien dirija su propia vida, haciéndolo con un gran gozo y un profundo agradecimiento. Así se han hecho como los niños, condición indispensable parta entrar en el Reino de Dios (Mt 18, 3). Pues el niño es el símbolo de una existencia desposeída de todo y que transcurre, sin embargo, en una gran seguridad. Porque el niño confía sin límites en sus padres y lo espera todo de ellos. Así lo han entendido los santos. Santa Teresita del Niño Jesús escribe: “La santidad no está en tal o cual práctica de piedad sino que consiste en una disposición del corazón que nos hace humildes y pequeños en los brazos de Dios, conscientes de nuestra debilidad y confiados hasta la audacia en su bondad de Padre”.

          La bienaventuranza de la pobreza de espíritu es la traducción temporal de la manera eterna de existir que tiene Jesús como Hijo de Dios. Pues el Hijo existe a partir de su Padre, en una dependencia total que es fuente de una comunión igualmente total. Así vivió Jesús su vida terrena, en una desapropiación absoluta, refiriéndola en cada instante, en un movimiento incondicional de amor, a su Padre del cielo. Hasta el punto de poder afirmar que “mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado” (Jn 4, 34).

          Jesús no definía nunca su porvenir sino que lo recibía de alguien mayor que él y, de este modo, crecía su libertad e irradiaba una seguridad absoluta, y sus palabras y sus gestos creaban constantemente espacios espirituales en los que invitaba a entrar a los demás. Y todo esto provenía de su pobreza: “Yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Las palabras que os digo, no las digo de mí mismo, sino el Padre que vive en mí es quien hace sus obras” (Jn 14, 10-11).     En esta inmensa pobreza espiritual encontraba el medio de enriquecer a sus discípulos. Porque para él las cosas no eran nunca ídolos sino iconos de la presencia y del amor del Padre. Las maravillas del Padre, el mundo, la historia, todas las cosas eran suyas. Al no haberlas idolatrado nunca, las vivía sin apego alguno y las comunicaba tal como las recibía. Y lo hacía sin envidia, sin celos, sin mezquindad. Le gustaba multiplicar los panes, hacer surgir la vida. Le resultaba imposible despedir a los hombres con las manos vacías.

          Donde Jesús vivió paradigmáticamente el temor de Dios fue en el huerto de los olivos, donde el yo humano de Cristo se resiste ante el designio salvador del Padre y lo que éste comporta. Y ahí fue donde Jesús mostró que para él lo primero era el Padre del cielo y su voluntad, que ésta era la jerarquía de valores (y la consiguiente “sabiduría”) vigente en él: “Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz, pero que no sea como yo quiero, sino como quieras tú” (Mt 26,39). Al rezar el primer misterio doloroso, supliquemos el don de temor de Dios para cada uno de nosotros. 

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Próxima catequesis parroquial

 PARROQUIA SAN LEÓN MAGNO


MIÉRCOLES, 21 de octubre de 2020


18:30 h Catequesis parroquial

D. Fernando Colomer Ferrándiz 

"EL MISTERIO DEL MAL"


19:30 h Adoración

20:00 h Eucaristía

XXIX Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto


18 de octubre de 2020

(Ciclo A - Año par)





  • Yo he tomado de la mano a Ciro, para doblegar ante él las naciones (Is 45, 1. 4-6)
  • Aclamad la gloria y el poder del Señor (Sal 95)
  • Recordamos vuestra fe, vuestro amor y vuestra esperanza (1 Tes 1, 1-5b) 
  • Dad al César lo que es del César y a Dios (Mt 22, 15-21)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

Dad al César lo que es del César. Con esta respuesta, queridos hermanos, el Señor declara legítimo el orden temporal y nos enseña que el cristiano, en principio, respeta ese orden temporal y se mueve en él con naturalidad, acatando las leyes que le son propias. A la luz de esta enseñanza de Jesús, san Pablo escribirá más tarde a los cristianos de Roma: “Todos deben someterse a las autoridades constituidas… Dad, pues, a cada uno lo que corresponda: al que tributo, tributo; al que impuesto, impuesto; al que respeto, respeto; al que honor, honor” (Rm 13,1.7). 

Estas palabras significan que el cristiano es ciudadano de dos reinos, el de Dios y el de César y que, mientras no entren en conflicto las leyes del César con la Ley de Dios, el cristiano debe cumplir las leyes de César. Así lo comprendieron los primeros cristianos quienes, a pesar de ser perseguidos por el poder imperial, nunca se rebelaron contra él, ni sostuvieron que el imperio era intrínsecamente perverso, sino que siempre reivindicaron su condición de fieles ciudadanos del imperio, aunque siendo fieles, en primer lugar, a Dios. Se negaron a adorar al emperador, porque sólo podían adorar al Dios de Jesucristo; rechazaron las costumbres inmorales de aquella sociedad, el aborto, el abandono de niños recién nacidos, el adulterio etc. etc.; pero nunca se negaron a participar en la vida del imperio, como unos ciudadanos más.

Y a Dios lo que es de Dios. Lo que significa que el César tiene derechos, pero no tiene derecho a todo, porque hay cosas que sólo se le pueden dar a Dios. Cuando el César -es decir, el estado, el gobierno, el parlamento, la sociedad, la cultura etc.- pretenda que le demos lo que sólo corresponde a Dios, nosotros no se lo podremos dar. Los primeros cristianos no se sublevaron contra el imperio romano, pero cuando el emperador que lo presidía pretendía que ofrecieran incienso a su estatua, o que proclamaran que “el César es Señor”, prefirieron morir antes que hacerlo, porque el honor del incienso y el título de “Señor” (Kyrios) ellos lo reservaban para Cristo, para Dios y sólo para Él. Sólo Dios es Dios y sólo Él puede aspirar a que le demos nuestra conciencia, nuestro corazón. Cuando el César pretende configurar nuestra conciencia, decirnos los valores que tienen que guiar nuestra conducta, nosotros, los cristianos, tenemos que decirle que eso no le corresponde a él, que ese derecho sólo se lo reconocemos a Dios.

Nosotros nos debemos, pues, a una doble obediencia: a las leyes humanas y a las leyes divinas. En consecuencia hemos de pagar al César lo que le corresponde porque lleva su imagen y a Dios lo que le corresponde porque es su imagen y semejanza. Por el bautismo, la luz del rostro de Dios está impresa en nosotros (cf. Sal 4,7) y todos nosotros “con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor” (2Co 3,18), y esa gloria del Señor sólo le pertenece a Él y sólo se la podemos dar a Él. En cambio el dinero, que pertenece a “la figura de este mundo que pasa” (1Co 7, 31), sí se lo podemos dar al César, en la medida en que le corresponda según el ordenamiento temporal de las cosas. Porque en el dinero no hay nada definitivo, nada llamado a la eternidad, mientras que en la conciencia y en el corazón sí. Que el Señor nos libre de la avaricia que es una idolatría (Col 3,5) y que nuestro corazón y nuestra conciencia sólo le pertenezcan a Él. Que así sea.
 

A Ti el único Dios celeste

A Ti
el único Dios celeste,
Altísimo, Bienhechor,
a Ti pertenece el poder,
a Ti el perdón,
a Ti la curación,
a Ti la liberalidad.

A Ti pertenecen los favores,
a Ti solo los dones gratuitos,
a Ti la expiación.
a Ti la protección,
a Ti las soluciones incomprensibles,
a Ti los inventos insospechados,
a Ti las medidas inconmensurables:
Tú eres el inicio y Tú eres el fin.

Pues jamás las tinieblas de la cólera
obscurecen la luz de tu misericordia:
ninguna miseria te somete.
¡Tú superas todas las palabras!


San Gregorio de Narek

XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

11 de octubre de 2020

(Ciclo A - Año par)





  • Preparará el Señor un festín, y enjugará las lágrimas de todos los rostros (Is 25, 6-10a)
  • Habitaré en la casa del Señor por años sin término (Sal 22)
  • Todo lo puedo en aquel que me conforta (Flp 4, 12-14. 19-20)
  • A todos los que encontréis, llamadlos a la boda (Mt 22, 1-14)
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La parábola del evangelio de hoy nos habla, queridos hermanos, de la historia de la salvación y nos la describe como un banquete de bodas, subrayando el carácter dramático que lo acompaña.

Ya en el Antiguo Testamento el amor de Dios hacia los hombres se nos había revelado como un amor esponsal, tal como lo vemos en el Cantar de los cantares, en el profeta Oseas y también en el profeta Isaías, que llega a pronunciar esta contundente frase: “el que te creó te desposa” (Is 54,5). Estas bodas se han cumplido en la encarnación del Hijo de Dios, en la que “Dios Padre casó a su Hijo cuando le unió a la naturaleza humana en el seno de la Virgen, cuando quiso que el que era Dios en la eternidad, se hiciese hombre en el tiempo”, según afirma san Gregorio Magno.

El carácter dramático que acompaña a estas bodas reside, en primer lugar, en la indiferencia con la que los invitados a la boda responden a la invitación de Dios: “Los convidados no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios”. El interés por las cosas de este mundo y de esta vida se antepone al deseo de Dios: no se encuentra tiempo para atender la invitación de Dios. Y el drama sube de tono cuando algunos, no sólo no atienden a la invitación divina, sino que esta invitación genera en ellos una agresividad tal que “echaron mano a los criados y los maltrataron hasta matarlos”. Así ha ocurrió con los profetas y con Jesucristo, y así sigue ocurriendo con los cristianos hoy en día. 

Dios Padre aprovecha el rechazo de los primeros invitados a la boda -el pueblo de Israel- para ampliar la invitación a todos los pueblos: “Id ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis convidadlos a la boda”. San Pablo meditará mucho sobre este misterio en los capítulos 9, 10 y 11 de su carta a los Romanos y afirmará que el rechazo que el grueso del pueblo de Israel ha hecho de la salvación ofrecida en Cristo “ha sido una riqueza para el mundo” (Rm 11, 12). Y concluye: “Porque si su reprobación ha sido la reconciliación del mundo ¿qué será su readmisión sino una resurrección de entre los muertos?” (Rm 11, 15).

El lugar donde se celebra el banquete de bodas es la Iglesia y en ella nos encontramos, como dice la parábola, con hombres “malos y buenos”. San Gregorio Magno comenta este detalle con mucha fuerza: “Porque en la Santa Iglesia abundan los hombres carnales y escasean los espirituales (…) Porque ancho es el camino que conduce a la perdición y son muchos los que andan por él; pero el que conduce a la vida es estrecho y son pocos los que caminan por él (Mt 7,13)”. Y, sigue diciendo el santo Papa, “mientras vivamos aquí, es necesario que recorramos mezclados el camino de este mundo. Sólo se nos distinguirá cuando lleguemos al término de nuestro viaje”. Por lo tanto, concluye san Gregorio, “si sois buenos, tolerad a los malos con moderación mientras estéis en este mundo. Pues el que no tolera a los malos, él mismo manifiesta por su intolerancia que no es bueno; pues rehúsa ser Abel el que no es ejercitado por la maldad de Caín”.

El banquete de la fiesta de bodas es la Eucaristía y para participar en él hemos de “cambiar de traje”, hemos de “vestirnos de fiesta”, de ponernos el traje adecuado. En la Biblia el traje simboliza el estado completo del hombre ante Dios, la condición del hombre tal como aparece a los ojos de Dios (cf. Ap 3, 4.5.18). Puesto que para la participación en el banquete de bodas se requiere un vestido de boda, se desprende que no estamos preparados para la comunión con Dios en cualquier estado, que hay cosas que hay que quitar -porque sobran, porque estorban- y cosas que hay que poner, porque faltan y que, sin embargo, deberían estar, para poder vivir correctamente este acontecimiento. 

El traje de fiesta es, hermanos, la caridad; no el bautismo y la fe, sino la caridad. Por el bautismo y la fe entramos en la casa del banquete de bodas, es decir, en la Iglesia. Pero tan sólo la caridad nos da el traje de fiesta, es decir, la necesaria conversión. Pretender participar del banquete de bodas sin este traje de fiesta es un atrevimiento que provoca nuestra propia condena, como nos recuerda la advertencia del  apóstol San Pablo: “Examínese, pues, cada cual (…) Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condena” (1 Co 11,28-29). Se nos recuerda la necesidad de la conversión. Por eso la Iglesia nos enseña que para comulgar hemos de estar en gracia de Dios.

Que el Señor nos conceda el coraje de la conversión, el coraje de la caridad, para que participemos dignamente de la Eucaristía. Amén.

La consonancia

 (Asistimos a la conversación entre dos adolescentes que viven en Kajdai, una aldea de Siberia, rodeados por la taiga, en un clima extremadamente frío. Han ido a una isba en la que hay una sauna y se han dado un baño, azotándose después la espalda con hojas de abedul y saliendo desnudos a la nieve a cuarenta y ocho grados bajo cero. Después, en el calor de la isba, charlan entre sí, mientras uno de ellos, al que apodan Samurai, enciende un puro. Samurai es huérfano pero vive con una mujer, Olga, que se ha hecho cargo de él y que le hace de madre. Es una mujer que ha vivido en Occidente, en París, y que intenta transmitirle una sabiduría que viene de los libros, de los años y de la experiencia)

- Olga dice que todos esos mujiks  que fuman cigarrillos apestosos no saben vivir.

-¿Cómo que no saben vivir? –pregunté alzando la cabeza desde el banco.

-Que se resignan a la mediocridad.

-¿Qué…?

-Pues eso, que quieren ser como todo el mundo. Eso es lo que dice Olga. Se copian los unos a los otros. Un trabajo mediocre, una mujer mediocre con quien harán mediocremente el amor. Unos mediocres, vamos…

-¿Y tú?

-Yo fumo puros.

-¿Es porque son más caros, entonces?

-No es sólo eso. Fumarse un puro es…Bueno…es un acto estético.

-¿Cómo?

-¿Cómo te lo explicaría? Olga lo dice tan bien…

-Estéti… ¿Qué es eso?

-De hecho, es la manera de hacer las cosas. Todo depende de la manera como hacemos las cosas, y no de lo que hacemos…

-Bueno, es normal. Si no, nos azotaríamos con ortigas…

-Claro…Pero mira, Juan, Olga dice que la belleza empieza cuando la forma de hacer las cosas cobra importancia. Precisamente cuando sólo importa la forma. No hemos estado azotándonos la espalda por lavarnos, ¿me entiendes?

-No del todo…

Samurai calló. El aroma de su cigarro onduló por encima del barreño. Comprendí que estaba buscando palabras que expresasen lo que le había explicado Olga.

-Mira –murmuró finalmente, aspirando el humo con los ojos semicerrados-. Por ejemplo, Olga dice que para estar con una mujer no hace falta tener un sexo así de grande –Samurai agarró de nuevo el hacha y enarboló el mango, largo, ligeramente curvado-. Que no es eso lo que importa.

-¿Eso te ha dicho?

Sí…Aunque no con las mismas palabras.

Me senté en el banco para observar mejor a Samurai. Pensé que estaba a punto de revelarme un gran misterio.

-Entonces, ¿qué es lo que importa cuando uno “lo hace” con una mujer? –pregunté con una entonación falsamente neutra para no ahuyentar su confesión.

Samurai continuó callado hasta que, como si le desengañara de antemano mi incapacidad para comprender, respondió con cierta sequedad:

-La consonancia…

-Pero… ¿qué consonancia?

-La consonancia entre todas las cosas: las luces, los olores, los colores…

Samurai se volvió hacia mí dentro del barreño y empezó a hablar con vehemencia:

-Olga dice que el cuerpo de una mujer es capaz de detener el tiempo gracias a su belleza. Todo el mundo corre y se afana…Pero tú, tú vives en el interior de esa belleza…

Siguió hablando, primero de forma entrecortada y luego con una entonación cada vez más segura. Probablemente no había comprendido las palabras de Olga hasta que había empezado a explicármelas. 

Yo le escuchaba distraído. Me pareció captar lo esencial. Lo que veía en ese momento era el rostro de aquella rubia desconocida, a la orilla del río. Sí, eso era una consonancia: las aguas del Olei , su frescor, la fragancia de la hoguera, el silencio expectante de la taiga. Y la presencia femenina, que se concentraba intensamente en la delicada curva del cuello de la rubia desconocida, a quien yo escudriñaba por encima de la danza de las llamas.

-¿Sabes, Juan? Si no fuera por eso, el amor se reduciría a lo que hacen los animales.



Autor: Andrei MAKINE

Título: A orillas del amor

Editorial: Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2001, (pp. 46-48)







XXVII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto

 4 de octubre de 2020

(Ciclo A - Año par)





  • La viña del Señor del universo es la casa de Israel (Is 5, 1-7)
  • La viña del Señor es la casa de Israel (Sal 79)
  • Ponedlo por obra, y el Dios de la paz estará con vosotros (Flp 4, 6-9)
  • Arrendará la viña a otros labradores (Mt 21, 33-43)
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La imagen de la viña sirve, tanto en el evangelio como en la primera lectura de hoy, para describirnos sintéticamente el drama de la historia de la salvación. Este drama consiste precisamente en que Dios, para realizar su plan de salvación universal, ha elegido una porción de la humanidad a la que ha cuidado y educado con todo cariño, para que le sirviera de instrumento de su obra de salvación; y esta porción de la humanidad, que es la casa de Israel, que es la Iglesia, que es el alma de cada bautizado, en vez de existir para el Señor, en vez de florecer y fructificar para Él, ha querido existir, florecer y fructificar para sí misma, en vez de para Dios. 

Para recordarle que la razón de su existencia era ser el pueblo de Dios, es decir, su pertenencia total al Señor, el Señor ha ido enviando a los profetas. Cada uno de ellos, a su manera y según las circunstancias de su tiempo, ha dicho en el fondo lo mismo: no existís para vosotros mismos sino para Dios, la razón de ser de vuestra existencia no es que exista un pueblo más, sino que ese pueblo sea de Dios, y que por lo tanto exista, funcione, actúe, florezca y dé frutos para Dios, como signo de la presencia de Dios en medio de los hombres y de su voluntad salvadora. Y este mensaje ha sentado siempre mal, porque los miembros de ese pueblo han querido existir para ellos en vez de para Dios. Por eso han maltratado a los profetas. 

Finalmente, Dios se ha jugado la gran carta enviando a su propio Hijo. Éste les ha repetido lo mismo, les ha dicho que su razón de ser no era existir como una nación independiente frente al imperio romano, sino dar gloria a Dios. Y el resultado ha sido su muerte en la cruz: lo que el Hijo les decía, no era lo que ellos querían oír. Y desde entonces hasta ahora, y hasta que vuelva el Señor, la cuestión sigue siendo la misma: ¿de quién y para quién soy yo? ¿De quién y para quién es la Iglesia?

“Todo es vuestro, vosotros sois de Cristo y Cristo de Dios”, afirma san Pablo (1Co 3,21-23). Cada uno de nosotros es de Cristo  puesto que, por la fe y el bautismo, ha sido injertado en Cristo, hecho miembro del Cuerpo del cual Él es la Cabeza. Yo ¿de quién soy? ¿Quién es mi propietario? ¿A quién pertenecen mis frutos? Cuando un cristiano se hace esta pregunta la respuesta es clara: soy de Dios y de su Hijo, que es Cristo, y los frutos de mi vida son suyos, le pertenecen a Él. Reconocer y vivir esto es ser cristiano, como lo perciben, a veces dramáticamente, los paganos que se preparan al bautismo: “He decidido no bautizarme, dijo una joven japonesa a las hermanas que la habían preparado al bautismo, porque he comprendido que si me bautizo ya no seré la dueña de mí misma”. Le habían dado una buena catequesis de preparación al bautismo.

Ser cristiano es pertenecer a Otro, pertenecer a Cristo y, por él, con Él y en Él, en la unidad del Espíritu Santo, al Padre. Para nosotros pertenecer a Cristo, ser suyos, no es tener un amo despótico que nos tiraniza, no es una esclavitud alienante, sino una pertenencia de amor, como dice el Cantar de los cantares: “Que mi amado es para mí y yo soy para mi amado (Ct 2,16). Nosotros le damos libremente nuestro corazón, todo nuestro ser, porque nadie corresponde mejor, de una manera más radical, más total, a lo que nuestro corazón anhela. Y queremos que nuestros frutos, sean muchos o pocos, sean para Él: “Para ti son mis perfumes, Señor”, decía santa Teresita.

Que el Señor nos lo conceda.