1. El encuentro con Jesucristo.
El bautismo es la manera concreta como Jesucristo te encuentra en tu vida y te dice sígueme (Mc 2, 14). En él está en juego el ser mismo del cristiano. Uno no se hace cristiano por aprender una doctrina y practicarla sino por tener un encuentro con una persona, con Jesucristo, y comprender, a través de ese encuentro, que Él es el significado de la vida, que las cosas son como Él las ve (fe), que los anhelos del corazón son los que Él desvela y cumple a la vez (esperanza) y que la actitud correcta ante la realidad entera es la que Él proclama y vive (caridad).
En ese encuentro uno comprende, además, que ver, sentir y actuar como Él actúa, es algo que no nace de la carne y de la sangre (Jn 1, 13), es decir, que no surge espontáneamente del hombre, de una decisión de su libertad, sino que es algo que sólo puede ocurrir si uno nace de lo alto (Jn 3, 3), si el propio ser es, de nuevo, remodelado, estructurado, según el querer y el actuar de Dios: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios (Jn 3, 5). Por eso nadie puede hacerse cristiano a sí mismo, sino que tiene que ser hecho cristiano por otro, en realidad, por el mismo Dios. La libertad desempeña aquí un papel capital pero secundario: se trata de acoger lo que te es dado, lo que te es ofrecido y propuesto. Pero la iniciativa de la propuesta no es tuya, es de Dios. De ahí que para ser cristiano uno tenga que ser bautizado, es decir, tenga que agachar la cabeza -reconocer que no es la propia libertad la fuente última del significado- y acoger como un don del cielo el agua vivificadora que se derrama sobre él en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28, 19).