XXIX Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

22 de octubre de 2023

(Ciclo A - Año impar)





  • Yo he tomado de la mano a Ciro, para doblegar ante él las naciones (Is 45, 1. 4-6)
  • Aclamad la gloria y el poder del Señor (Sal 95)
  • Recordamos vuestra fe, vuestro amor y vuestra esperanza (1 Tes 1, 1-5b)
  • Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (Mt 22, 15-21)
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El Evangelio de hoy, queridos hermanos, nos permite comprender la curiosa y difícil, e incómoda, condición de los cristianos, que, por el bautismo, hemos muerto y resucitado con Cristo (Col 2, 12) y hemos sido sentados con Él en el cielo (Ef 2, 6), pero que, sin embargo, seguimos viviendo aquí en la tierra, en este mundo que es provisional y que desparecerá cuando vuelva el Señor y nos regale unos “nuevos cielos y una nueva tierra en los que habite la justicia” (2P 3, 13). Nuestra paradójica situación consiste en que, por el bautismo y la vida nueva que él nos otorga “somos ciudadanos del cielo” (Flp 3, 20), aunque todavía vivimos en la tierra y estamos sometidos a las leyes propias de este mundo terreno. Esta doble ciudadanía, del cielo y de la tierra, puede inducirnos a la tentación de despreciar las leyes de la tierra con la excusa de que nuestra ciudadanía más verdadera y definitiva es la del cielo. Y aquí la palabra del Señor nos advierte de que este desprecio no sería el camino adecuado.

Pues dad al César lo que es del César significa que el Señor declara legítimo el orden temporal y nos enseña que el cristiano, en principio, respeta ese orden temporal y se mueve en él con naturalidad, acatando las leyes que le son propias. A la luz de esta enseñanza de Jesús, san Pablo escribirá más tarde a los cristianos de Roma: “Todos deben someterse a las autoridades constituidas… Dad, pues, a cada uno lo que corresponda: al que tributo, tributo; al que impuesto, impuesto; al que respeto, respeto; al que honor, honor” (Rm 13,1.7).

La respuesta que da el Señor se basa en la distinción y la jerarquización entre el orden temporal y el orden divino. “Dad al César lo que es del César” significa: vosotros, en vuestra vida ordinaria manejáis un dinero que lleva la efigie del César; con ese dinero compráis y vendéis cosas, y no encontráis ninguna objeción religiosa para hacerlo. ¿Por qué ahora, cuando se trata de reconocer, mediante el pago de un impuesto, el orden temporal en el que os movéis en vuestra vida cotidiana planteáis una objeción? Sólo quien tiene puesto su corazón en el dinero, hace un drama de tener que pagar los impuestos; pagad lo que tengáis que pagar como reconocimiento del orden terreno en el que os movéis.

Estas palabras significan que el cristiano es ciudadano de dos reinos, el de Dios y el de César y que, mientras no entren en conflicto las leyes del César con la Ley de Dios, el cristiano debe cumplir las leyes de César. Así lo comprendieron los primeros cristianos quienes, a pesar de ser perseguidos por el poder imperial, nunca se rebelaron contra él, ni sostuvieron que el imperio era intrínsecamente perverso, sino que siempre reivindicaron su condición de fieles ciudadanos del imperio, aunque siendo fieles, en primer lugar, a Dios. Se negaron a adorar al emperador, porque sólo podían adorar al Dios de Jesucristo; rechazaron las costumbres inmorales de aquella sociedad, el aborto, el abandono de niños recién nacidos, el adulterio etc. etc.; pero nunca se negaron a participar en la vida del imperio, como unos ciudadanos más.

Y a Dios lo que es de Dios. Lo que significa que el César tiene derechos, pero no tiene derecho a todo, porque hay cosas que sólo se le pueden dar a Dios. Cuando el César -es decir, el estado, el gobierno, el parlamento, la sociedad, la cultura, la economía, el “poder”- pretenda que le demos lo que sólo corresponde a Dios, nosotros no se lo podremos dar. Los primeros cristianos no se sublevaron contra el imperio romano, pero cuando el emperador que lo presidía pretendía que ofrecieran incienso a su estatua, o que proclamaran que “el César es Señor”, prefirieron morir antes que hacerlo, porque el honor del incienso y el título de “Señor” (Kyrios) ellos lo reservaban para Cristo, para Dios y sólo para Él. Sólo Dios es Dios y sólo Él puede aspirar a que le demos nuestra conciencia, nuestro corazón. Cuando el César pretende configurar nuestra conciencia, decirnos los valores que tienen que guiar nuestra conducta, nosotros, los cristianos, tenemos que decirle que eso no le corresponde a él, que ese derecho sólo se lo reconocemos a Dios.

Por el bautismo, la luz del rostro de Dios está impresa en nosotros (cf. Sal 4,7) y todos nosotros “con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor” (2Co 3,18), y esa gloria del Señor sólo le pertenece a Él y sólo se la podemos dar a Él. En cambio el dinero, que pertenece a “la figura de este mundo que pasa” (1Co 7, 31), sí se lo podemos dar al César, en la medida en que le corresponda según el ordenamiento temporal de las cosas. Porque en el dinero no hay nada definitivo, nada llamado a la eternidad, mientras que en la conciencia y en el corazón sí. Que el Señor nos libre de la avaricia que es una idolatría (Col 3,5) y que nuestro corazón y nuestra conciencia sólo le pertenezcan a Él. Que así sea.