La paternidad espiritual

Quien ha encontrado un padre espiritual en el que tiene una confianza completa y con quien se siente libre para poder contarlo todo, ha encontrado un verdadero tesoro.

La apertura del fondo del corazón es una experiencia muy bella, pero es muy rara, ya que exige un padre o una madre espiritual que tenga también una apertura sin reserva, una discreción extrema, un respeto total de la libertad de quien se confía a él.

La misión de este guía será solamente la de secundar la acción del Espíritu Santo en el alma, dejando toda libertad al alma que él conduce y sobre todo al Espíritu Santo que la conduce y al que no debe, nunca ni en modo alguno, intentar substituir. Tarea delicada que sólo podrá realizar con una gran humildad, aceptando de antemano que otros puedan ser más perspicaces que él.

Se trata de ayudar a la persona a profundizar en su docilidad a la voz interior por la que Dios se manifiesta y a enseñarle a volar con sus propias alas. No es padre o madre espiritual quien pretende serlo y, en general, si alguien insiste en proponerse como tal, lo sensato es desconfiar de él.

La paternidad espiritual, que debe ser una escuela de libertad interior, puede convertirse en una esclavitud cuando se quiere imponer de manera exclusiva. Es una desviación terrible porque pretende usurpar el lugar de Dios, que es el único dueño de las almas. Nadie puede imponerse –o ser impuesto- como director espiritual. El padre espiritual debe ser elegido libremente por quien se acoge a su paternidad, y nunca debe dar órdenes a quien se confía a él.


Autor: DYSMAS DE LASSUS

Título: Risques et dérives de la vie religieuse

Editorial: Les Éditions du Cerf, Paris, 2020, (pp. 236-239 ; 293)




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Domingo de Ramos

15 de agosto 

28 de marzo de 2021

(Ciclo B - Año impar)






Procesión:

Domingo de Ramos: Evangelio de la conmemoración de al entrada de Jesús en Jerusalén

Jesús viajaba siempre a pie, excepto cuando atravesaba el lago de Galilea, que lo hacía en barca. Por lo tanto debió de constituir una sorpresa desconcertante verlo empeñado en entrar en Jerusalén no como un simple peregrino sino montado en un asno. Había hecho todo el camino hasta Jerusalén a pie y, cuando ya quedaba muy poco, cuando estaban ya en el monte de los Olivos, Jesús se empeñó en que trajeran un borrico y en entrar cabalgando sobre él en la ciudad santa.

¿Por qué se empeñó en ello? Sin duda alguna porque quería hacer ver que Él era el Rey prometido por el profeta Zacarías para los últimos tiempos: “¡Exulta sin freno, hija de Sión; grita de alegría, hija de Jerusalén! He aquí que viene aquí tu rey: justo él y victorioso, humilde y montado en un asno, en un pollino, cría de asna” (Za 9,9).

La imagen de un rey montado en un pollino tiene algo de desconcertante: un rey monta en un caballo, en un brioso y mayestático corcel. Sin embargo ya Zacarías había dicho que ese rey sería humilde. La humildad del rey que es Jesús se manifiesta también en que el asno sobre el que cabalga no es suyo, es prestado, en que no tiene tampoco silla de montar y en que no lleva soldados con él. Por lo tanto no es un rey convencional, como todos los reyes de este mundo. De hecho Él dirá ante Pilato: “Mi reino no es de este mundo”.

La gente, al ver llegar así a Jesús, alfombra el camino con sus mantos. Éste es un gesto que tiene un precedente bíblico: cuando el profeta Eliseo mandó ungir rey de Israel a Jehú, inmediatamente quienes estaban con él se apresuraron a “tomar cada uno su manto que colocaron bajo él encima de las gradas” (2Re 9,13). El gesto significa que reconocen como ungido del Señor a aquel bajo cuyos pies colocan sus mantos. La gente también gritaba: “¡Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David!”.

Este grito ya nos anuncia que hay un equívoco grande en esta situación. Porque Jesús nunca había anunciado la llegada del reino de David sino la llegada del Reino de Dios. El reino de David, aunque fuera querido por Dios, fue un reino humano más, un reino político, con su ejército, con sus impuestos, con todo el aparato humano que comporta un reino político. Nada de esto hay en Jesús, ningún poder mundano le acompaña, Él sólo trae consigo su persona; a Él sólo le interesa la relación de cada uno de nosotros con Dios. Por eso los mismos que ahora le aclaman gritaran el viernes santo: “¡Crucifícale!”.

¿Y yo que quiero de Jesús, que arregle este mundo o que traiga el Reino de Dios?Oh, Dios, crea en mí un corazón puro (Sal 50)

  • No escondí el rostro ante ultrajes, sabiendo que no quedaría defraudado (Is 50, 4-7)
  • Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Sal 21)
  • Se humilló a sí mismo; por eso Dios lo exaltó sobre todo (Flp 2, 6-11)
  • asión de nuestro Señor Jesucristo (Mc 14, 1 — 15, 47)
  • Homilía del Evangelio de la misa: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

          
Desde el inicio de su evangelio, san Marcos ha hecho notar que Jesús, con sus “acciones de poder” (exorcismos y curaciones), ha desvelado, de manera casi natural, el misterio de su personalidad. Y por eso muchas personas lo han reconocido como “el Santo”, “el Hijo de Dios”, “el Mesías”. Sin embargo siempre o casi siempre Jesús ha impuesto un silencio total a quienes proclamaban en voz alta su identidad de Mesías o de Hijo de Dios. Ahora sin embargo, al llegar a la pasión, Jesús va a hacer todo lo contrario: Él mismo va a proclamar ante las autoridades judías y ante Pilato el secreto de su personalidad, de su profunda identidad.

Ante los sumos sacerdotes, los ancianos del pueblo y los escribas, Jesús se declara Mesías e Hijo de Dios, afirmando que lo verán “sentado a la derecha de Dios, viniendo sobre las nubes del cielo”. Esto le vale la acusación de blasfemo y provoca el que sea declarado reo de muerte; a continuación empiezan a escupirle, le cubren el rostro con un velo y lo abofetean.

Ante Pilato, Jesús se declara rey de los judíos. Esta respuesta no es tan clara como la que dio ante los sumos sacerdotes y los escribas, porque es difícil saber en qué sentido Jesús es “rey de los judíos”, ya que no tiene armas, ni ejército, ni predica la rebelión contra el emperador. Sin embargo Pilato la toma suficientemente en serio como para azotarlo, coronarlo de espinas y ponerla como título de la condena sobre la cruz: INRI, “Jesús Nazareno, Rey de los Judíos”.

Y una vez que Jesús es clavado y levantado en la cruz se produce el juicio de este mundo, que va a depender de la actitud que cada cual tome ante el Crucificado. Los sumos sacerdotes no pueden reconocer el poder de Dios en alguien que está clavado en una cruz; por lo tanto Jesús no puede ser el enviado de Dios, el Mesías salvador. Y lo dicen claramente: “Que baje ahora de la cruz para que veamos y creamos”. Es decir, si ha venido a librarnos del dolor, que se libre Él mismo del dolor y creeremos en Él; pero difícilmente nos podrá librar del mal a nosotros, ni no se puede libar Él mismo. El razonamiento es impecable desde un punto de vista puramente humano; lo que ocurre es que el punto de vista de Jesús no es humano sino divino, y Dios no coincide con nosotros en Su peculiar manera de vivir la historia y de estar en el mundo. Porque la manera de estar de Dios en la historia humana es la Cruz. ¿Dónde estaba Dios en Auschwitz?, se preguntan ampulosamente algunos; la respuesta es: en aquellos que eran asesinados en las cámaras de gas.

Sin embargo hubo un hombre, por lo menos uno, un pagano, el centurión romano que había sido encargado por Pilato de dirigir la ejecución de Jesús, que viendo cómo moría Jesús, dijo en voz alta: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”. Algo vería el centurión, en la manera de sufrir y morir de Jesús, que le impulsó a decir estas palabras, a creer en Él.

El desafío, queridos hermanos, no es “librarse de la cruz”, sino vivir la cruz con “aquella admirable paciencia con que el más bello de los hijos de los hombres ofreció su rostro, lleno de hermosura, a los salivazos de los malvados; sus ojos, cuya mirada gobierna el universo, al velo con que se los taparon los inicuos; su espalda a los azotes, su cabeza, venerada por los principados y potestades, a la crueldad de las espinas; toda su persona a los oprobios e injurias; aquella admirable paciencia, finalmente, con que soportó la cruz, los clavos, la lanzada, la hiel y el vinagre, todo ello con dulzura, con mansedumbre, con serenidad”, como escribe el beato Elredo. El verdadero desafío es asumir la cruz que nos toca a cada uno con esta confianza infinita en el amor de Dios.

El don de consejo


 Definición

Por el don de consejo el hombre, bajo la inspiración del Espíritu Santo, intuye rectamente, en los casos particulares, lo que conviene hacer en orden al fin último sobrenatural. Lo propio del don de consejo es el estar ordenado a los casos particulares, es decir, a lo concreto de la vida cotidiana. Así pues mediante este don ajustamos nuestros actos al plan eterno con el que Dios gobierna el mundo. El Espíritu Santo, por el don de consejo, nos descubre las sendas de Dios, los designios de la Providencia, los caminos del Señor, siempre tan diferentes de nuestros caminos.

En la Sagrada Escritura encontramos numerosos episodios donde se percibe la acción del Espíritu Santo a través del don de consejo. Así, por ejemplo, en la empresa de Judit para liberar al pueblo de Dios del ejército de Holofernes, en el juicio de Salomón, en la conducta de Daniel para salvar a Susana de la calumnia de los dos viejos. Por supuesto que en Jesús el don de consejo, como todos los dones del Espíritu Santo, está presente y actuante en grado perfectísimo. Por eso sorprende la “facilidad” y la “naturalidad” con que el Señor actúa en las situaciones más comprometidas: su proceder con la mujer adúltera y sus acusadores, su silencio ante Herodes, su respuesta a quienes le preguntan si es o no es lícito pagar el tributo al César etc. También en los apóstoles vemos actuar este don como cuando Pablo hace que se enzarcen en una discusión los fariseos y los saduceos, o cuando apela al tribunal del César.

El substrato antropológico

El substrato antropológico del don de consejo es la virtud cardinal de la prudencia, a la que este don perfecciona. La prudencia “dispone la razón práctica a discernir, en toda circunstancia, nuestro verdadero bien y a elegir los medios adecuados para realizarlo”, afirma el Catecismo de la Iglesia Católica (nº 1835). La prudencia se mueve en el orden de los medios; supone el conocimiento de los fines y ella se centra en determinar, en la situación concreta en que nos hallamos, cuáles son los medios más adecuados para caminar hacia el fin querido.

La prudencia, advierte el Catecismo, no debe ser confundida con la timidez o el miedo, ni con la duplicidad ni la disimulación (nº 1806). A menudo se presenta la prudencia como la virtud de hallar siempre el “justo medio”. Esta visión es correcta si entendemos que el “justo medio” significa el óptimo dinámico que la situación puede dar; pero sería muy incorrecta si lo entendiéramos como equidistancia entre los extremos opuestos, o más todavía como actitud contemporizadora. La verdadera prudencia no busca “no pillarse los dedos”, sino sacar el máximo partido posible a la situación concreta en la que se está, en orden a la obtención del fin último. 

Prudencia y don de consejo

La prudencia es por excelencia la virtud del jefe, de todo aquel que tiene responsabilidad sobre otras personas. Es importantísima a nivel individual y también a nivel familiar, profesional, político y eclesial. Por el don de consejo, bajo la acción directa y especial del Espíritu Santo, se simplifica el trabajo de la prudencia. Ésta, en efecto, como virtud humana que es, actúa bajo la modalidad del juicio: juzga rectamente lo que hay que hacer en un momento dado, guiándose por las luces de la razón, iluminada por la fe. El don de consejo, en cambio, intuye rápidamente lo que debe hacerse bajo el “instinto” o moción del Espíritu Santo: sus “razones” son razones divinas que muchas veces ignora la misma alma que realiza aquel acto. Por eso el modo de la acción es discursivo en la virtud de la prudencia e intuitivo, divino o sobrehumano, en el don de consejo.

Es indispensable la intervención del don de consejo para perfeccionar la virtud de la prudencia. Porque hay casos en los que hay que decidir con tal rapidez que no permiten un análisis sereno de los diferentes elementos que están en juego. Así ocurre, a veces, en el ministerio sacerdotal. Y siempre es una tarea que supera las posibilidades de la virtud de la prudencia la “conciliación de los contrarios”, tantas veces necesaria en la vida: conciliar la suavidad y la firmeza, la necesidad de guardar un secreto y la necesidad de no faltar a la verdad, el trato afectuoso con la castidad más exquisita, la necesidad de silencio y vida interior y la necesidad de entregarse y servir a los demás, la prudencia de la serpiente con la sencillez de la paloma (Mt 10,16).

Algunos efectos del don de consejo

          1) Nos impide confundir el bien y el mal en los casos particulares.  En general y en abstracto es fácil y sencillo, para el alma que vive en gracia de Dios, el distinguir el bien y el mal, la obra del Espíritu Santo y la obra del espíritu del mal. Sin embargo, en las situaciones concretas de la vida, es bastante fácil equivocarse y creer que uno actúa espiritualmente cuando, en realidad, lo hace carnalmente. La aplicación de los principios morales y antropológicos a la particularidad de nuestra vida y de la de los demás, es una tarea en la que es muy fácil equivocarse: uno puede creer que es “aceptación de sí mismo” lo que en realidad es pactar con la propia maldad o debilidad; uno puede creer que está sufriendo una purificación especial del Espíritu Santo, cuando en realidad es que no soporta la más mínima contrariedad; uno puede creer que busca afanosamente la perfección querida por Dios cuando en realidad es esclavo de su propia imagen y va buscando el que los demás le tengan por santo etc. etc. No conviene olvidar la afirmación del apóstol: Porque esos tales son unos falsos apóstoles, unos trabajadores engañosos, que se disfrazan de apóstoles de Cristo. Y nada tiene de extraño: que el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz. Por tanto, no es mucho que sus ministros se disfracen también de ministros de justicia (2Co 11,13-15).

          La sociedad en la que vivimos tiende siempre a presionarnos para que elijamos lo “social y culturalmente correcto”, independientemente de que sea o no acorde con la Palabra de Dios. Sin embargo Cristo nos pide que permanezcamos libres en relación a lo que socialmente se considera correcto, para que seamos fieles a lo que nos pide el Señor: “No os acomodéis a este mundo; al contrario, transformaos y renovad vuestro interior para que sepáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto” (Rm 12,2). “Discernid”, dice el Apóstol: frente a los consejos de los hombres hay que preferir el consejo del Espíritu Santo que nos inspira las decisiones necesarias para guardarnos del error y del pecado.

          2) Nos ayuda a obrar sabiamente, es decir, en armonía y consonancia con el plan de Dios, con el designio de salvación que el Señor va desarrollando a lo largo de la historia. El desarrollo concreto de este plan de salvación cualifica los diferentes momentos de la vida humana: “Hay un momento para todo y un tiempo para cada cosa bajo el cielo: un tiempo para nacer y un tiempo para morir; un tiempo para plantar y un tiempo para arrancar lo plantado; un tiempo para matar y un tiempo para curar; un tiempo para destruir y un tiempo para edificar; un tiempo para llorar y un tiempo para reír; un tiempo para lamentarse y un tiempo para bailar; un tiempo para tirar piedras y un tiempo para recogerlas; un tiempo para abrazar y un tiempo para abstenerse de abrazos; un tiempo para buscar y un tiempo para perder; un tiempo para guardar y un tiempo para tirar; un tiempo para rasgar y un tiempo para coser; un tiempo para callar y un tiempo para hablar; un tiempo para amar y un tiempo para odiar; un tiempo para la guerra y un tiempo para la paz” (Qo 3,1-8). La percepción de la “calificación divina” de cada tiempo concreto no es tarea fácil para el hombre, que puede muy fácilmente equivocarse y creer, por ejemplo, que es “tiempo de coser” cuando es en realidad “tiempo de rasgar”. Entonces el hombre puede actuar lleno de buena voluntad pero de un modo necio. El don de consejo nos ayuda a percibir correctamente la “cualidad divina” de cada tiempo, para obrar en consonancia con ella.

          3) Aumenta extraordinariamente nuestra docilidad y sumisión a los  legítimos superiores. A primera vista puede parecer paradójico que, precisamente quien posee el don de consejo, sea quien pida consejo y lo siga obedientemente. Pero en realidad no hay más paradoja que la del Dios bíblico, que ha querido ser un Dios que pasa a través de los hombres, que actúa a través de ellos, que establece unas mediaciones y se las toma, Él el primero, realmente en serio. Por eso, en perfecta coherencia con el plan divino, el hombre guiado por el Espíritu Santo, bajo la acción del don de consejo, se siente inclinado a pedir consejo a los legítimos representantes de Dios en la tierra, y a obedecerles dócilmente. Así ha ocurrido siempre en la vida de los santos, siendo, quizás, el caso más célebre el de Santa Teresa de Jesús, a la que el propio Señor le mandaba que obedeciese al confesor, incluso cuando el confesor le decía una cosa diferente de la que el propio Señor le indicaba (cfr. Vida 26,5).

          “Sin consejo nada emprendas, así no tendrás que arrepentirte de lo hecho”, afirma la Sagrada Escritura (Si 32,19). El hombre necesita siempre un consejo, en el orden profesional, conyugal, sentimental o personal. De ahí la conveniencia de tener un padre espiritual, pues, como afirma San Buenaventura, “el hombre no debe aconsejarse a sí mismo, sino que debe pedir el consejo a otro”.

El don de consejo y la bienaventuranza de la misericordia

Al don de consejo corresponde, según San Agustín, la bienaventuranza de la misericordia. No en el sentido de que produzca por sí mismo los actos de misericordia, sino en el sentido de que los inspira: conduciéndonos por los vericuetos de la vida concreta, a través de nuestra propia debilidad y de la del prójimo, este don nos inclina a comprender que la actitud más correcta ante la vida es la misericordia.

La percepción de la complejidad del hombre junto con la de la complejidad de lo concreto –que siempre está tejido por innumerables factores que escapan en gran medida a la libertad del hombre-, permite comprender que la única esperanza de salvación para el ser humano radica en la misericordia. Pues el hombre, frente a la complejidad de lo real, es un ser necio, que no “atina” con lo correcto, tal como recuerda el libro de Qohelet (8, 16-17) 

La revelación del Dios de misericordia

Cuando Moisés suplicó a Dios ver su gloria, Dios le contestó que haría pasar ante su vista toda su bondad y que pronunciaría delante de él el nombre de Yahveh (Ex 33,18-23): Yahveh pasó por delante de él y exclamó: "Yahveh, Yahveh, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad (Ex 34,6). Es el propio Dios quien explica el misterioso significado de su Nombre, revelado en Ex 3,13 ("Yo soy el que soy"), en términos de misericordia, precisamente en el momento en que Israel acaba de cometer su mayor pecado (el becerro de oro). El obrar de Dios a lo largo de la historia sólo se puede entender desde esta clave de misericordia, como canta el salmo 135, que repite en cada versículo porque es eterna su misericordia. La misericordia, más que un atributo divino, se identifica con el ser mismo de Dios. Así lo intuyó y lo expresó Santa Teresita al afirmar que “Dios es sólo amor y misericordia”.

La palabra hebrea que designa la misericordia -rajamim- está emparentada con el sustantivo rejem que significa el útero materno. Misericordia significa, por lo tanto, un comportamiento con el prójimo semejante al de la madre con su hijo: ¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido (Is 49,15), dice Yahveh a su pueblo. Misericordia significa una imposible indiferencia ante la miseria del prójimo, aunque sea el propio prójimo el causante de su miseria. Misericordia significa cargar con la miseria del prójimo, cualquiera que sea su causa. Exactamente como hace una madre con la miseria de su hijo. Exactamente como le sucedió al padre de la parábola, que cuando vio de lejos venir a su hijo conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente (Lc 15, 20).

La revelación del Dios de misericordia siempre ha sido difícil de aceptar para los hombres, que en la estrechez de nuestro corazón preferimos, a menudo, un dios justiciero. Así Jonás se lamentaba de la excesiva "blandura" de Dios para con los hombres (Jon 4,1-3). Así le ocurrió también a Juan el Bautista. Él creía en la venganza divina contra los malvados y en la exaltación de los justos sobre los impíos. Él sentía cercano al Mesías y pensaba que habían llegado los tiempos de restablecer por completo el orden de las cosas según la Ley: Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente? (...) Y ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego (Lc 3, 7 y 9). Cuando vio cómo actuaba Jesús, sintió que no encajaba en el cuadro que él había dibujado. De ahí su desilusión, su inquietud y sus interrogantes. Por eso envió a sus discípulos a preguntarle: ¿Eres tú el que tiene que venir o hemos de esperar a otro? (Mt 11,3). Jesús respondió citando al profeta Isaías cuando enumera los diferentes signos mesiánicos, y añadiendo una coletilla: ¡Y dichoso aquel que no halle escándalo en mí! (Mt 11,6).

La misericordia de Dios constituye, para el hombre que no ha sido transfigurado por la gracia, un motivo de escándalo. Es necesario el trabajo interior del Espíritu Santo en el corazón, para que el hombre pueda sintonizar con Dios: andaré por el camino de tus preceptos, cuando me ensanches el corazón dice un salmo. Porque el ser mismo de Dios, su perfección, se identifica con su misericordia, como se comprende al confrontar Lc 6,36 -Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso-con Mt 5,48: Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto.

En el esquema de Santo tomas de Aquino la miseri­cordia corresponde a la virtud de la prudencia y al don de consejo. Esto significa que está entroncada con la Sabiduría divina. Y es que el misericordioso no se resigna a la miseria de los hombres e inventa multitud de caminos para remediarla. Así se explica el comportamiento de Dios a lo largo de la historia, que no se ha cansado de inventar numerosas alianzas, con Adán, con Noé (Gn 9,8-17), con Abrahán (Gn 15 y 17), con Moisés (Ex 24), con David (2Sam 7. S1 88,21-38), con el sacerdocio (Nm 25,10-13). Y lo mismo sigue haciendo con cada uno de nosotros a lo largo de toda nuestra vida: después de cada una de nuestras caídas, contemplando nuestra miseria, repite las palabras que pronunció por boca del profeta Ezequiel: “Pero yo me acordé de la alianza pactada contigo en los días de tu juventud y renovaré contigo una alianza eterna (…) Porque seré yo quien renueve mi alianza contigo, y sabrás entonces que yo soy el Señor, para que te acuerdes y te avergüences y no te atrevas a abrir más la boca de sonrojo, cuando yo te haya perdonado todo lo que has hecho, dice el Señor Dios” (Ez 16,60.62-63).  La misericordia se las ingenia de mil maneras para hacer fecunda la alianza, desarrollando una “sabiduría” que es “multiforme”, que sabe encontrar posibilidades para la gracia de Dios, en las variadas circunstancias de la vida. El don de consejo, y la virtud de la prudencia, están al servicio de esta sabiduría amorosa de Dios, que busca siempre en las circunstancias variadas y concretas de la vida, una oportunidad para la gracia.

Irían bien aquí algunas frases de Péguy sobre Dios “acechando” al hombre para salvarlo 

Vulnerabilidad y transfiguración

Para ser misericordioso se precisa una condición fundamental: hay que ser vulnerable. La misericordia, por ser redención, es un injerto que hace pasar la vida del fuerte al débil. Pero el injerto supone una doble herida: entre la rama que recibe y la que da. Por tanto era menester que Dios fuera vulnerable, como también lo somos nosotros. Hay una gran fiesta de la Iglesia que celebra la vulnerabilidad de Dios: la fiesta del sagrado Corazón. Corazón vulnerable de Dios, manifestado en el corazón vulnerable de Cristo.

Era menester que Jesús fuera vulnerable y quedara herido para que se manifestara, de este modo, su misericordia. A través de todas estas crisis la miseria del hombre entró en su corazón. La conoció. Tuvo experiencia de ella. Y esa miseria le pareció inaceptable al bienaventurado Hijo de Dios. De ahí aquella inmensa pasión de misericordia que se elevó en su corazón. Era preciso transfigurar a ese hombre miserable.

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La divinización del hombre: el don de la gloria

Catequesis parroquial nº 163
(Charla cuaresmal nº 3)

Autor: D. Fernando Colomer Ferrándiz
Fecha: 25 de febrero de 2021

V Domingo de Cuaresma

15 de agosto 

 21 de marzo de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • Haré una alianza nueva y no recordaré los pecados (Jer 31, 31-34)
  • Oh, Dios, crea en mí un corazón puro (Sal 50)
  • Aprendió a obedecer; y se convirtió en autor de salvación eterna (Heb 5, 7-9)
  • Si el grano de trigo cae en tierra y muere, da mucho fruto (Jn 12, 20-33)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

          La vida de Jesús aparece toda ella polarizada hacia un punto, su muerte y resurrección, que Él designa como “la hora”. En las bodas de Caná Jesús le dijo a su madre: “Mujer, todavía no ha llegado mi hora” (Jn 2,4). “La hora” de Jesús es simultáneamente la hora de su muerte y de su glorificación, de su abatimiento y de su esplendor, porque “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto” (v. 24).

          En este evangelio Jesús afirma, en cambio, que “ha llegado la hora” de su glorificación. Y lo afirma por dos razones: porque unos gentiles -griegos- quieren “ver a Jesús”, es decir, creer en Él y porque esto sucede después de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, cuando ya estamos muy cerca de su crucifixión. “Cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” dice el Señor (v. 32). Y Él ve, en estos griegos, “temerosos de Dios”, que aunque no son judíos, se han convertido al Dios de Israel y que ahora le buscan a Él, como el cumplimiento y la plenitud de la revelación de ese mismo Dios, como los primeros brotes de esa fecundidad espiritual que su muerte va a producir. Nosotros sabemos, en efecto, por el libro de los Hechos de los apóstoles, que serán estos “prosélitos” los que mejor acogerán el Evangelio cuando los apóstoles empiecen a predicarlo después de Pentecostés.

          La “hora” de Jesús va a consistir en su muerte-resurrección, y él la llama su “glorificación”. “Glorificar” en la Biblia significa manifestar el verdadero ser de Dios, mostrar con claridad que Dios es Amor (1Jn 4,8). “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre” significa, pues, que por la entrega sacrificial de Jesús en la cruz, se va a mostrar con claridad que Dios es Amor, que “tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).  El Padre del cielo ha amado tanto a los hombres que ha entregado a su único Hijo como “víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero” (1Jn 2,2). Así hemos conocido que “Dios es Amor”, por la donación que el Padre ha hecho de su Hijo amado, por el consentimiento amoroso con el que Jesús ha aceptado esta entrega y se ha ofrecido al Padre en la cruz “por el Espíritu eterno”, como afirma la Carta a los Hebreos (Hb 9,14), y así toda la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo está implicada en el misterio de la cruz, revelando que “Dios es Amor”.

          Ante la proximidad de “su hora”, el Señor siente su alma “agitada” por la proximidad de su muerte. Como todo ser humano, también el Señor la teme y la rehuye: se siente perturbado por su propio destino de muerte. Pero entonces reza el Padrenuestro. Su manera de rezarlo se resume en una frase: “¡Padre, glorifica tu nombre!” (v. 28). Con estas palabras Jesús no se deja llevar por su propio deseo humano, sino que acepta la voluntad de Dios, el camino que el Padre ha trazado para Él. “¡Padre, glorifica tu nombre!” quiere decir: “Estoy de acuerdo con el significado de mi destino, tal como Tú, Padre de bondad, lo has establecido; es más, te pido que se cumpla, que se realice según tu voluntad”.

          Y como respuesta a esta oración se oye desde el cielo una voz que al decir “lo he glorificado y volveré a glorificarlo”, autentifica solemnemente la postura de Jesús. Con estas palabras el Padre del cielo está declarando que la pasión y la muerte en las que va a entrar Jesús son, en realidad, un proceso de “glorificación”. ¿Puede el sufrimiento y la muerte ser un proceso de “glorificación”? Sí, así lo vemos en la vida de los santos. Pienso, por ejemplo, en san Maximiliano Kolbe: su prisión en el búnker del hambre y su asesinato fueron una auténtica “glorificación”, revelaron que su verdadero ser era todo él caridad. Pienso en tantas personas de nuestra parroquia y de cualquier parte que con el sufrimiento se vuelven más puras, más transparentes, más humildes y disponibles: “Me estuvo bien el sufrir, así aprendí tus mandatos”, dice un salmo.

          “Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va  a ser echado fuera” (v. 31). Cuando Jesús reza el Padrenuestro el demonio es derrotado, es expulsado del mundo, porque el oficio del diablo es “separar” al hombre de Dios y cuando un hombre le dice a Dios “hágase tu voluntad”, entonces el diablo no tiene nada que hacer, está perdido, ha sido expulsado. Cuando rezamos de verdad el Padrenuestro, cuando adherimos al camino que Dios nos va trazando a lo largo de la vida, entonces el demonio es expulsado de nuestra vida.

          Nuestra vida, como la vida de Jesús, camina también hacia su “hora”, que es la hora de la muerte. Y también el Señor quiere que, para cada uno de nosotros, esa hora sea la de nuestra “glorificación”. Para ello hemos de preparar la hora de nuestra muerte con todos los “ahora” de nuestra vida. Vivir el momento presente en la verdad y la caridad es lo que nos prepara para nuestra hora. Y en este sentido cada “ahora” es “nuestra hora”. El verdadero desafío espiritual consiste en rezar el Padrenuestro en cada “ahora”. A la Virgen se lo pedimos al decirle que ruegue por nosotros “ahora y en la hora de nuestra muerte”. Amén.

Meditación sobre la muerte

Catequesis parroquial nº 162
(Charla cuaresmal nº 2)

Autor: D. Fernando Colomer Ferrándiz
Fecha: 24 de febrero de 2021


San José

15 de agosto 

19 de marzo de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • El Señor Dios le dará el trono de David, su padre (Lc 1, 32) (2 Sam 7, 4-5a. 12-14a. 16)
  • Su linaje será perpetuo (Sal 88)
  • Apoyado en la esperanza, creyó contra toda esperanza (Rom 4, 13. 16-18. 22)
  • Tu padre y yo te buscábamos angustiados (Lc 2, 41-51a)
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          No sería correcto interpretar que la Virgen y san José se “despistaron” en relación a su hijo Jesús a la hora de regresar desde Jerusalén a Nazaret. Y esto por dos razones. En primer lugar porque el niño Jesús acababa de cumplir 12 años, como el evangelio se preocupa de subrayar. Doce años era y es la edad en la que un niño judío empieza a ser considerado “adulto”: se le declara “hijo de la Ley”, que a partir de ahora tiene la obligación de estudiar, y adquiere también el deber de defender a su pueblo Israel. A partir de los doce años se produce una inflexión en el trato que los padres dispensan a su hijo: un control agobiante ya no sería pertinente, una cierta libertad y capacidad de iniciativa propia resultan ya necesarias. En segundo lugar, en las caravanas de la época los varones y las mujeres caminaban en grupos distintos y diferenciados, mientras que los niños podían elegir libremente entre caminar en uno u otro grupo. Con toda probabilidad María pensaría que iba con José y José con María. Al reunirse al anochecer para acampar es cuando se percataron de su error.

          Durante tres días estuvieron buscándolo. María y José nos dan ejemplo de lo que hay que hacer cuando se pierde a Cristo: buscarlo sin parar hasta encontrarlo. Una vez que se ha conocido a Jesús, vivir sin Él es verdaderamente miserable e insoportable: hay que ponerse a buscarlo hasta encontrarlo. Cuando perdemos a Cristo por el pecado mortal, hay que ponerse inmediatamente a buscarlo por el arrepentimiento y la confesión sacramental, en vez de quedarse chapoteando en los propios pecados.

          “Tres días” estuvieron buscándolo “angustiados”. Esos tres días fueron como un anticipo del misterio pascual, de la entrega sacrificial del Señor. “Al tercer día resucitó”, decimos en el Credo; al tercer día María y José lo encontraron de nuevo y fue para ellos como un “resucitar” interior de su propia alma. Este episodio prepara a la Virgen, con 21 años de antelación, a vivir el triduo pascual. Estos tres días fueron, para María y José, como un via crucis anticipado por las mismas calles de Jerusalén por las que, años más tarde, Cristo pasará llevando la cruz.

          Durantes esos tres días María y José no se hicieron ningún reproche. A diferencia de Adán, que reprochó a Eva el que le ofreciera del fruto prohibido, María y José no se hacen ningún reproche. Con ellos empieza una humanidad nueva, cuyo “Adán” es su hijo Jesús. Y en esa nueva humanidad “ni la mujer sin el varón, ni el varón sin la mujer, en el Señor” (1Co 11,11), sino un “hombre nuevo” (Col 3,10) (cf. Ga 3,27-28). Sufren los dos en silencio y buscan los dos a Jesús, es decir, a Dios.

          La respuesta de Jesús cuando lo encuentran en el Templo viene a decirles que era allí, en el Templo, donde debían haberle buscado inmediatamente, porque Él no podía estar en otro lugar distinto de la casa de su Padre. Con esta respuesta Jesús les revela su propio misterio: que el “lugar” donde Él habita siempre es el corazón y la voluntad de su Padre del cielo. Ese es su verdadero hogar. Como dirá más adelante: “mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado” (Jn 4,34).

          Al decirles esto, Jesús les recuerda que su prioridad absoluta es el Padre del cielo y su voluntad, y que la obediencia que Él da a José y a María es una obediencia supeditada siempre al Padre del cielo. Porque fue el Padre del cielo quien les dio a Jesús como hijo, tanto a María como a José. Pues Jesús no es fruto de una unión carnal entre María y José, sino que es un don de Dios para María y para José: a los dos les pidió el Padre del cielo que recibieran a Jesús como hijo, en una maternidad y paternidad virginales. Y por eso cuando ahora María le dice a Jesús: “mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados”, María reconoce y proclama que José es verdadero padre de Jesús, porque toda paternidad viene del Padre del cielo (Ef 3, 14-15), que fue quien entregó a su único Hijo como hijo no sólo a ella sino también a él, a san José, en un don virginal.

          Nuestros padres terrenos merecen el nombre de “padre” en la medida en que se parecen al único y verdadero Padre, que es el del cielo. “No llaméis a nadie padre en la tierra, porque uno solo es vuestro padre, el del cielo”, dirá Jesús (Mt 23,9). San José es quien más ha merecido el nombre de padre en la tierra, porque es el que más se ha parecido al padre del cielo, porque san José amó virginalmente a María y a Jesús, y el amor virginal, de pura donación, que no reclama nada para sí, que no busca ni siquiera la justa reciprocidad de ser correspondido, es la esencia del Padre del cielo.

          José y María eran humildes y reconocieron que no entendieron el alcance de las palabras de Jesús. María y José son los dos santos más grandes que ha habido en la tierra y que hay en el cielo. Pero no dejan de ser dos seres humanos, y la ley de lo humano es la progresión gradual. Necesitarán tiempo para que, con la ayuda de la gracia de Dios, vayan entendiendo lo que Jesús les reveló en aquel momento. Que el Señor nos conceda algo de la humildad de José y de María, de su amor virginal y de su búsqueda ardiente de Dios; para que también en nuestras vidas se revele el misterio de Cristo.

¿Quién soy yo? La unicidad irrepetible de cada hombre

Catequesis parroquial nº 161
(Charla cuaresmal nº 1)

Autor: D. Fernando Colomer Ferrándiz
Fecha: 23 de febrero de 2021

IV Domingo de Cuaresma

15 de agosto

 

14 de marzo de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • La ira y la misericordia del Señor serán manifestadas en el exilio y en la liberación del pueblo (2 Crón 36, 14-16. 19-23)
  • Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti (Sal 136)
  • Muertos por los pecados, estáis salvados por pura gracia (Ef 2, 4-10)
  • Dios envió a su Hijo para que el mundo se salve por él (Jn 3, 14-21)
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        Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que sea levantado el Hijo del hombre, para que el que crea tenga en él vida eterna. El evangelio de hoy remite a un episodio del peregrinar de Israel por el desierto camino de la tierra prometida, cuando los israelitas murmuraron contra Dios y contra Moisés diciendo: “¿Por qué nos habéis subido de Egipto para morir en el desierto? Pues no tenemos ni pan ni agua, y estamos cansados de ese manjar miserable (= el maná)” (Nm 21,5). Este pecado de increencia, de falta de fe en el plan de Dios, en su designio salvífico, hizo que el Señor enviara unas serpientes venenosas que mordían a los israelitas; entonces Moisés intercedió por ellos y el Señor le mandó construir una serpiente de bronce puesta sobre un mástil “y si una serpiente mordía a un hombre y éste miraba la serpiente de bronce, quedaba con vida” (Nm 21,9).

          Este episodio tiene un profundo significado: es como una explicación del pecado original y como una profecía de Cristo elevado en la cruz. Por un lado nos recuerda que estamos heridos por la mordedura de “la serpiente antigua, el llamado diablo y Satanás, el seductor del mundo entero”, como dice el Apocalipsis (Ap 12,9), y que esa mordedura ha inoculado en nosotros el veneno de la increencia, de la duda, del cansancio, de la deserción de nuestra adhesión al plan de Dios (porque se realiza por caminos ‘desagradables’). Por otro lado nos anuncia que hay un remedio para ese mal y que ese remedio es la fe en Dios: en vez de mirarnos a nosotros mismos y a nuestras condiciones reales de vida, mirar a Otro, mirar a Dios, mirar a Cristo elevado sobre el mástil de la cruz. Pues el rito de mirar a la serpiente de bronce no salvaba a los hebreos de manera mágica, sino a causa de su significación simbólica que era precisamente ésta: apoyarse en Otro, recurrir a Dios. Así lo explica ya el Antiguo Testamento, en el libro de la Sabiduría: “el que a ella se volvía, se salvaba, no por lo que contemplaba, sino por ti, Salvador de todos” (Sb 16,7).

          ¿Por qué “es necesario”, como afirma Jesús, que Él sea crucificado para que se realice el plan de Dios? Porque el veneno de la desconfianza en Dios, de la increencia, que la serpiente ha inoculado en los hombres, sólo puede ser sanado haciendo ver que Dios no es tal como dice la serpiente, sino que Dios es Amor (1Jn 4,16). La serpiente le dijo a nuestra madre Eva que Dios era un ser envidioso de nuestra posible felicidad, un ser que nos mira como a ‘rivales’ a los que él tiene que humillar para dejar muy claro que el más poderoso es él: “De ninguna manera moriréis. Es que Dios sabe muy bien que el día que comiereis de él (= el árbol prohibido), se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal” (Gn 3,4-5). Y la única manera de arrancar de nuestra sangre este veneno de la sospecha y la desconfianza hacia Dios es mostrar que Dios es Amor y que lo sigue siendo incluso cuando el hombre lo hiere, lo desprecia, lo insulta, lo ridiculiza y lo mata. Porque incluso entonces Él sigue amándonos. Y eso es la cruz: “Padre, perdónales, porque no saben lo que se hacen” (Lc 23,34). O como dice san Pablo: “en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir-;  mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5, 7-8). Por eso “era necesaria” la cruz: para curarnos de la desconfianza y del resentimiento que la serpiente ha puesto en nosotros.

          Pero para que esa curación sea efectiva es imprescindible la fe, que aquí se describe como un mirar a Cristo en vez de seguir mirándome a mí mismo. Mirar a Cristo en la cruz significa que yo me des-centro de mí mismo y me centro en Él, que acepto mirarme a mí mismo, y a los demás, y a toda la realidad desde Él, con la mirada de Él, tal como Él nos mira desde la cruz. Y así nace en mí un hombre nuevo. “Padre, ¿cómo puedo perdonarme a mí misma?” me preguntó una vez una mujer. “Apoyándote en Cristo, mirándote a ti misma con la mirada con la que te mira Él”, le respondí. “Mirarán al que traspasaron”, profetizó Zacarías (Za 12,10). El hombre nuevo depende de la orientación de la mirada, como ocurrió cuando Pedro caminaba sobre las aguas: mientras miraba a Cristo, el milagro era posible; en cuanto empezó a mirar la fuerza del viento y la violencia de las olas, se hundió (Mt 14,23-33).

          Hay un extraño misterio que se opone a la fe: que los hombres prefieren las tinieblas a la luz porque sus obras son malas. La luz es el Amor de Dios; las tinieblas son el egoísmo atroz que llevamos dentro. El Señor nos avisa para que lo controlemos, para que no le permitamos que nos lleve a hacer el mal y a odiar a la luz. Quien ama la luz llama mal al mal, pecado al pecado, asesinato a lo que es un asesinato; quien ama las tinieblas es capaz de llamar a todo eso “derechos”, como ocurre en el aborto. Que el Señor nos conceda la humildad de la luz: mejor es reconocernos pecadores que negar que hemos pecado.

Dios de los perdones



¡Bendito seas, Señor, Dios nuestro, de eternidad en eternidad! ¡Y sea bendito el nombre de tu gloria que supera toda bendición y alabanza! ¡Tú, Señor, tú el único! Tú hiciste los cielos, el cielo de los cielos y toda su mesnada, la tierra y todo cuanto abarca, los mares y todo cuanto encierran. Todo esto tú lo animas, y los astros de los cielos ante ti se prosternan. Tú eres el Dios de los perdones, clemente y entrañable, tardo a la cólera y rico en bondad.

Tú amonestaste a nuestros padres para que volvieran a tu ley, pero ellos, altivos, no obedecieron tus preceptos y pecaron contra tus normas, que dan la vida al hombre si las cumple (…) Fuiste paciente con ellos durante muchos años, tu espíritu los amonestó por tus profetas, pero no prestaron atención y los entregaste en manos de pueblos paganos. Mas, por tu gran compasión, no los aniquilaste ni abandonaste, porque eres un Dios clemente y compasivo.

Ahora, Dios nuestro, Dios grande, valiente y terrible, fiel a la alianza y leal, no menosprecies las aflicciones que les han sobrevenido a nuestros príncipes, sacerdotes y profetas, a nuestros padres y a todo tu pueblo (…) Eres inocente en todo lo que nos ha ocurrido, porque tú obraste con lealtad y nosotros somos culpables.

(Del capítulo 9 del libro de Nehemías)

III Domingo de Cuaresma

15 de agosto 

7 de marzo de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • La ley se dio por medio de Moisés (Jn 1, 17)( Éx 20, 1-17)
  • Señor, tú tienes palabras de vida eterna (Sal 18)
  • Predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los hombres; pero para los llamados es sabiduría de Dios (1 Cor 1, 22-25)
  • Destruid este templo, y en tres días lo levantaré (Jn 2, 13-25)
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El evangelio de hoy posee un cierto carácter turbador porque nos presenta al Señor actuando bajo un ángulo que no es el de la amabilidad y la dulzura sino el de la exigencia y el rigor. Los cuatro evangelistas nos narran este episodio y nos lo presentan como la primera acción de Jesús en Jerusalén, como si el Señor, la primera vez que sube, durante su ministerio, a la ciudad santa, hubiera tenido una urgencia que le preocupara y que quería cumplimentar cuanto antes. ¿Qué es, pues, lo que está en juego en toda esta cuestión para que Jesús actúe de esta manera?
    Lo que está en juego se llama PUREZA. Y pureza significa nitidez, que se vea claramente lo que cada cosa es, que se perciba claramente que el Templo es sólo el lugar de la presencia de Dios, la casa de su Padre, y no un lugar de comercio, y no un mercado. La clave de toda esta cuestión es la palabra “sólo”. El rostro del Padre del cielo es tan bello que Jesús quiere que, en el Templo, resplandezca sólo su luz.

La enigmática respuesta de Jesús -“destruid este templo y entres días lo reedificaré”- significa: “Yo soy el verdadero Templo, el lugar auténtico de la presencia de Dios y por eso poseo autoridad para determinar qué condiciones debe de tener este Templo que es imagen de mí”. Con esta palabra Jesús nos desvela y nos introduce en el misterio del templo. Este misterio se articula en cuatro afirmaciones fundamentales. 

(1) La primera de ellas es que el cuerpo físico de Cristo es el verdadero templo porque, como dirá san Pablo, “en él habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad” (Col 2,9). Por eso los cristianos no tendrán inconveniente en abandonar Jerusalén: porque allí donde se celebra la Eucaristía está el verdadero templo ya que Cristo se hace corporalmente presente en ella.

(2) Pero el cuerpo de Cristo es también “la Iglesia que es su Cuerpo, la plenitud del que lo llena todo en todo”, como escribe san Pablo (Ef 1,22-23). El cuerpo glorioso de Cristo resucitado es la fuente del cuerpo eclesial, al cual comunica su propia vida y en el cual se extiende y se prolonga a lo largo de la historia humana.

(3) Viviendo en la Iglesia y recibiendo en ella la vida divina, el cuerpo del cristiano se convierte también en templo, en lugar de la presencia de Dios: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios le destruirá a él; porque el templo de Dios es sagrado, y vosotros sois ese templo” (1Co 3, 16-17). 

(4) Finalmente los cristianos construimos templos con piedras o ladrillos o maderas, lugares destinados al encuentro con Dios mediante la celebración de la divina liturgia y la oración personal.

El evangelio de hoy nos recuerda que Cristo nos exige vivir el misterio del templo, en todas sus manifestaciones, con  PUREZA. 

(1) Recibir el cuerpo eucarístico de Cristo con pureza, significa recibirlo en gracia de Dios, tal como la Iglesia nos enseña, confesándonos antes si lo necesitamos.

(2) Vivir la Iglesia con pureza significa no utilizarla nunca para nada que no sea la adoración y la alabanza divina. No buscar, por ejemplo, que la Iglesia cante la gloria de mis difuntos sino la gloria de Dios…

(3) Vivir el propio cuerpo con pureza significa no convertirlo en un mercado de sensaciones sino en transparencia del amor de Dios. Y esto es la castidad: un misterio de amor, del Amor con el que Dios nos ama, enteros, alma y cuerpo. “¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? ¡Habéis sido bien comprados! Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo. (1Co 6, 19-20).

(4) Vivir los templos que construimos con pureza significa venir a ellos a orar, a encontrarse con Dios, y no a cultivar las relaciones humanas. Y ello exige el silencio.

Que el Señor nos conceda vivir con PUREZA el misterio del templo, en todas sus dimensiones. Para que Él sea glorificado en nosotros. Amén.

La grandeza del amor

(Asistimos al relato que Charlotte, la abuela francesa del joven Andrei, hace a su nieto, durante un paseo estival por la estepa rusa, de la violación de la que fue víctima en su juventud, cuando, en un viaje, atravesaba un desierto. Fruto de esa violación nació un hijo, Serge, tío de Andrei. El relato pone de relieve la grandeza del abuelo Fiódor, ya difunto, que acogió siempre como a hijo propio el fruto de la violación de su joven esposa)

Un día, Charlotte me habló de la violación… Su voz serena tenía ese tono que parecía decir: “Por supuesto, ya sabes de qué se trata… Ya no es un secreto para ti”. Yo confirmaba esa entonación con una serie de pequeños “sí, sí” pronunciados con alegre indolencia. Me daba miedo, al levantarme, tras escuchar aquel relato, ver a otra Charlotte, ver un rostro que ostentase la expresión indeleble de una mujer violada. Pero lo primero que se grabó en mi cerebro fue aquel resplandor luminoso. 

Un hombre tocado con un turbante y vestido con una especie de abrigo, muy grueso y caluroso, sobre todo en medio de las arenas del desierto que le rodeaban. Unos ojos oblicuos como cuchillas, la cobriza piel curtida de su cara redonda y reluciente de sudor. Es joven. Con gestos febriles, intenta asir el puñal curvo que pende de su cinturón, al otro lado del fusil. Esos pocos segundos parecen interminables. Porque el desierto y el hombre de gestos apresurados son vistos  por una minúscula parcela de la mirada, por ese intersticio entre las pestañas. Una mujer postrada en el suelo, con el vestido hecho jirones y el pelo revuelto medio enterrado en la arena, parece enquistarse para siempre en ese paisaje vacío. Un hilillo rojo cruza su sien izquierda. Pero está viva. La bala le ha desgarrado la piel bajo el pelo y se ha hundido en la arena. El hombre se contorsiona buscando el arma. Desea que la muerte sea más física –el cuello rebanado, el chorro de sangre empapando la arena-. El puñal que busca ha caído al otro lado, cuando, poco antes, los faldones de su larga prenda ampliamente abiertos, se debatía sobre el cuerpo aplastado… Tira de su cinturón con rabia, lanzando miradas de encono al rostro petrificado de la mujer. De repente, oye un relincho. Vuelve la cabeza. Sus compañeros galopan ya lejos; sus perfiles, en lo alto de una cresta, se recortan con nitidez en el fondo del cielo. Se siente de pronto extrañamente solo: él, el desierto a la luz del crepúsculo, aquella mujer agonizante. Escupe rabioso, golpea con su bota puntiaguda el cuerpo inerte y, con la agilidad de un caracal, salta al caballo. Cuando se desvanece el ruido de los cascos, la mujer abre lentamente los ojos. Comienza a respirar, vacilante, como si hubiera perdido la costumbre. El aire sabe a piedra y a sangre…

La voz de Charlotte se confundió con el leve silbido de los sauces. Luego calló. Pensé en la ira de aquel joven uzbeco: “¡Necesitaba a toda costa degollarla, reducirla a una carne sin vida!”. Y comprendí, con lucidez ya viril, que no era una simple crueldad. Recordé de pronto los primeros minutos que seguían al acto amoroso, cuando el cuerpo deseado un instante antes se tornaba de pronto inútil, desagradable a la vista y al tacto, casi hostil. Recordé a mi joven compañera en la balsa nocturna: era cierto, le reprochaba no desearla ya, sentirme decepcionado, notarla allí, pegada a mi hombro… Llevando mi pensamiento hasta el límite, desplegando ese egoísmo de macho que me aterraba y me tentaba a la par, pensé: “¡La verdad es que, después del amor, es mejor que la mujer desaparezca!”. Y se me apareció de nuevo aquella mano febril buscando el puñal.

(…)

Ya en las calles de Saranza , al caer la noche, agregó a manera de emocionado epílogo:

-Tu abuelo –dijo muy quedo- jamás sacó a relucir esta historia. Jamás… Y quería a Serge, tu tío, como si fuese su propio hijo. Incluso quizá más. Es duro, para un hombre, aceptar que su primer hijo haya nacido de una violación. Sobre todo si piensas que Serge no se parecía a nadie de la familia. No, nunca quiso hablar de eso…

Noté un leve temblor en su voz. “Amaba a Fiódor”, pensé sencillamente. “Él hizo que aquel país, en el que ella tanto había sufrido, pudiera ser el suyo. Y sigue amándole. Después de tantos años sin él. Le ama en esta estepa nocturna, en esta inmensidad rusa. Le ama…”.

El amor se me apareció de nuevo en toda su dolorosa simplicidad. Inexplicable. Inexpresable.



Autor: Andrei MAKINE

Título: El testamento francés

Editorial: Tusquets Editores, Barcelona, 1997, (pp. 222-226)




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