La grandeza del amor

(Asistimos al relato que Charlotte, la abuela francesa del joven Andrei, hace a su nieto, durante un paseo estival por la estepa rusa, de la violación de la que fue víctima en su juventud, cuando, en un viaje, atravesaba un desierto. Fruto de esa violación nació un hijo, Serge, tío de Andrei. El relato pone de relieve la grandeza del abuelo Fiódor, ya difunto, que acogió siempre como a hijo propio el fruto de la violación de su joven esposa)

Un día, Charlotte me habló de la violación… Su voz serena tenía ese tono que parecía decir: “Por supuesto, ya sabes de qué se trata… Ya no es un secreto para ti”. Yo confirmaba esa entonación con una serie de pequeños “sí, sí” pronunciados con alegre indolencia. Me daba miedo, al levantarme, tras escuchar aquel relato, ver a otra Charlotte, ver un rostro que ostentase la expresión indeleble de una mujer violada. Pero lo primero que se grabó en mi cerebro fue aquel resplandor luminoso. 

Un hombre tocado con un turbante y vestido con una especie de abrigo, muy grueso y caluroso, sobre todo en medio de las arenas del desierto que le rodeaban. Unos ojos oblicuos como cuchillas, la cobriza piel curtida de su cara redonda y reluciente de sudor. Es joven. Con gestos febriles, intenta asir el puñal curvo que pende de su cinturón, al otro lado del fusil. Esos pocos segundos parecen interminables. Porque el desierto y el hombre de gestos apresurados son vistos  por una minúscula parcela de la mirada, por ese intersticio entre las pestañas. Una mujer postrada en el suelo, con el vestido hecho jirones y el pelo revuelto medio enterrado en la arena, parece enquistarse para siempre en ese paisaje vacío. Un hilillo rojo cruza su sien izquierda. Pero está viva. La bala le ha desgarrado la piel bajo el pelo y se ha hundido en la arena. El hombre se contorsiona buscando el arma. Desea que la muerte sea más física –el cuello rebanado, el chorro de sangre empapando la arena-. El puñal que busca ha caído al otro lado, cuando, poco antes, los faldones de su larga prenda ampliamente abiertos, se debatía sobre el cuerpo aplastado… Tira de su cinturón con rabia, lanzando miradas de encono al rostro petrificado de la mujer. De repente, oye un relincho. Vuelve la cabeza. Sus compañeros galopan ya lejos; sus perfiles, en lo alto de una cresta, se recortan con nitidez en el fondo del cielo. Se siente de pronto extrañamente solo: él, el desierto a la luz del crepúsculo, aquella mujer agonizante. Escupe rabioso, golpea con su bota puntiaguda el cuerpo inerte y, con la agilidad de un caracal, salta al caballo. Cuando se desvanece el ruido de los cascos, la mujer abre lentamente los ojos. Comienza a respirar, vacilante, como si hubiera perdido la costumbre. El aire sabe a piedra y a sangre…

La voz de Charlotte se confundió con el leve silbido de los sauces. Luego calló. Pensé en la ira de aquel joven uzbeco: “¡Necesitaba a toda costa degollarla, reducirla a una carne sin vida!”. Y comprendí, con lucidez ya viril, que no era una simple crueldad. Recordé de pronto los primeros minutos que seguían al acto amoroso, cuando el cuerpo deseado un instante antes se tornaba de pronto inútil, desagradable a la vista y al tacto, casi hostil. Recordé a mi joven compañera en la balsa nocturna: era cierto, le reprochaba no desearla ya, sentirme decepcionado, notarla allí, pegada a mi hombro… Llevando mi pensamiento hasta el límite, desplegando ese egoísmo de macho que me aterraba y me tentaba a la par, pensé: “¡La verdad es que, después del amor, es mejor que la mujer desaparezca!”. Y se me apareció de nuevo aquella mano febril buscando el puñal.

(…)

Ya en las calles de Saranza , al caer la noche, agregó a manera de emocionado epílogo:

-Tu abuelo –dijo muy quedo- jamás sacó a relucir esta historia. Jamás… Y quería a Serge, tu tío, como si fuese su propio hijo. Incluso quizá más. Es duro, para un hombre, aceptar que su primer hijo haya nacido de una violación. Sobre todo si piensas que Serge no se parecía a nadie de la familia. No, nunca quiso hablar de eso…

Noté un leve temblor en su voz. “Amaba a Fiódor”, pensé sencillamente. “Él hizo que aquel país, en el que ella tanto había sufrido, pudiera ser el suyo. Y sigue amándole. Después de tantos años sin él. Le ama en esta estepa nocturna, en esta inmensidad rusa. Le ama…”.

El amor se me apareció de nuevo en toda su dolorosa simplicidad. Inexplicable. Inexpresable.



Autor: Andrei MAKINE

Título: El testamento francés

Editorial: Tusquets Editores, Barcelona, 1997, (pp. 222-226)




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