XXII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto


30 de agosto de 2020
(Ciclo A - Año par)







  • La palabra del Señor me ha servido de oprobio (Jer 20, 7-9)
  • Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío (Sal 62)
  • Presentad vuestros cuerpos como sacrificio vivo (Rom 12, 1-2)
  • Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo (Mt 16, 21-27)
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El evangelio de hoy, queridos hermanos, es la continuación inmediata del evangelio del domingo pasado, por lo que llama mucho la atención que Pedro, que fue declarado “dichoso” por el Señor y constituido “piedra” sobre la que edificar su Iglesia, sea ahora mismo llamado Satanás y conminado a alejarse de él. ¿Qué ha ocurrido en tan breve espacio de tiempo?
Ha ocurrido que el Señor ha revelado que tiene que realizar su misión como Mesías a través del sufrimiento, la muerte y su posterior resurrección, y esto –el sufrimiento y la muerte- ha descolocado totalmente a Pedro, que probablemente esperaba de Jesús que pusiera fin a toda necesidad y sufrimiento humano y no precisamente que fuera él mismo sometido al sufrimiento y a la muerte. La reacción de Pedro es como la de aquellos que piensan que un Dios que no me libra del dolor no me sirve para nada. Por eso Pedro intenta disuadir a Jesús de seguir ese camino. 
Lo primero que nos enseña este episodio es que Jesús reconoce una necesidad, –tenía que- dice por dos veces el evangelio, que se impone a su libertad y que su libertad acoge y asume porque él no ha venido a hacer su voluntad sino la del Padre del cielo, que le ha mandado que entregue su vida en rescate por muchos (Mt 20, 28). El Señor tiene que ofrecer su cuerpo como una “hostia viva, santa, agradable a Dios” (Rm 12, 1), tal como Pablo recomienda hacer a los cristianos. El camino de la gloria pasa por el sufrimiento y la muerte. Esto forma parte de la originalidad cristiana.

El Señor le recuerda a Pedro cuál es su lugar como discípulo: ir detrás del Maestro y no pretender darle lecciones al Maestro sobre cómo tiene que hacer las cosas. “Tú piensas como los hombres, no como Dios”. Los hombres  tienden a pensar que la única vida que tienen es esta vida terrena en la que estamos y que “guardarla”, conservarla, es el valor fundamental y primero, como también lo es el evitar todo lo posible el dolor y el sufrimiento. Dios, en cambio, ha decidido instaurar su Reino a través del sufrimiento y el dolor del único Inocente –que es su Hijo Jesucristo- el cual va a ofrecer libremente su vida, por amor a los hombres, para la salvación de todos. Para Dios nuestra vida terrena no es el valor supremo y último: el valor supremo es su Reino, en el que la felicidad de los hombres que participen de él será completa, sin llanto, ni muerte, ni dolor.

Ahora el Señor expone la ley fundamental de la salvación: amarle a Él más que a la propia vida y estar dispuesto a perder la vida por Él, a donarla junto con la vida de Cristo, para la salvación del mundo. Todo lo cual comporta, obviamente, un “negarse a sí mismo”, un “cargar con su cruz” y un “seguirle” a Él. Cuando en la celebración de la Eucaristía el sacerdote, al final de la plegaria eucarística dice: “por Cristo, con él y en él”, está expresando esta ley fundamental de la vida cristiana: donar la propia vida, unida a la de Cristo, para la salvación de los hombres.

Todo lo cual significa que para el tiempo que hemos de transcurrir sobre la tierra, Jesús no nos promete una vida fácil y tranquila, libre de sufrimientos y necesidades, en la cual se vean cumplidos nuestros deseos humanos. Jesús lo que nos promete es que Él estará con nosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28, 20), lo cual, por cierto, es el bien supremo, porque “estar con Cristo es con mucho lo mejor” (Flp 1, 23), y que podremos abordar todo lo que nos toque afrontar, contando con su compañía. En este tiempo de pandemia es importante tener muy en cuenta esto: no tenemos garantizada ninguna inmunidad; tenemos garantizada una compañía, la de Cristo que camina a nuestro lado y que, cuando cargamos con nuestra cruz, se pone Él también debajo de ella y nos ayuda a llevarla. Él es nuestro cirineo.

Él cura todas tus enfermedades

Que tenemos enfermedades espirituales es obvio, dice san Agustín, porque “todavía el alma es agitada por ciertas perturbaciones después de la remisión de los pecados, todavía se halla en medio de los peligros de las tentaciones, todavía se deleita con ciertas sugestiones, con otras no se deleita; con las que se deleita, alguna vez consiente y es atrapada por ellas. Estás enfermo, pero Él cura todas tus enfermedades (Sal 102, 3). No temas, se curarán todas tus dolencias, por grandes que sean. Porque mayor es el médico. Al Médico omnipotente no le sale al paso ninguna enfermedad incurable. Tú déjate únicamente curar; no apartes su mano; Él sabe lo que hace. No sólo te deleites cuando acaricia, sino tolérale también cuando saja”. San Agustín insiste: “Tú ponte únicamente bajo las manos del médico, pues Él aborrece al que rechaza sus manos (…) Te curará. Pero es necesario que quieras. Él cura a cualquier enfermo, pero no al que se opone a ello”. La curación definitiva y total llegará cuando esto corruptible se vista de incorrupción (1Co 15, 53).

(San Agustín)

XXI Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto


23 de agosto de 2020
(Ciclo A - Año par)







  • Pongo sobre sus hombros la llave del palacio de David (Is 22, 19-23)
  • Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos (Sal 137)
  • De él, por él y para él existe todo (Rom 11, 33-36)
  • Tú eres Pedro, y te daré las llaves del reino de los cielos (Mt 16, 13-20)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

En el evangelio de este domingo, queridos hermanos, llama la atención el hecho de que Jesús pregunta a los discípulos lo que piensan acerca de su persona.  Jesús no les ha preguntado nunca lo que piensan sobre su doctrina, qué les ha parecido, por ejemplo, el sermón de la montaña con las bienaventuranzas. Les pregunta, en cambio, sobre su persona, sobre su identidad, sobre quién es él. Y esto significa que esta cuestión es especialmente importante, que el centro de toda su obra no es su doctrina sino su persona, que el cristianismo no es, en primer lugar, adherir a una enseñanza o cumplir una moral, sino adherir a una persona, a la persona de Jesucristo.

La respuesta que da Pedro a la pregunta del Señor contiene dos afirmaciones distintas. “Tú eres el Mesías” significa tú eres el último y definitivo Rey y Pastor del pueblo de Israel, tú eres aquel en quién y por quien se cumplen las promesas hechas a los Patriarcas. “El Hijo de Dios vivo” significa tú tienes una relación única con Dios, caracterizada por el conocimiento recíproco y por la igualdad con Él,  tal como ya había dicho Jesús al afirmar: “Nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo” (Mt 11, 27).

La respuesta del Señor afirma, en primer lugar, que nadie puede conocer la identidad de Jesús si no se lo revela el Padre del cielo, que para reconocer en Jesús de Nazaret al Mesías de Israel y al Hijo de Dios vivo, hace falta recibir una gracia que otorga el Padre del cielo. Como dirá el propio Señor: “Nadie puede venir a mí si no se lo concede el Padre” (Jn 6, 65). Lo cual nos obliga a comprender que creer no es sencillo, que la fe es un misterio en el que se junta la disposición del corazón de cada uno y la gracia que baja del cielo. Por eso oramos por los que no tienen fe para que reciban la gracia de conocer quién es Jesús y creer en él. 

En segundo lugar, la confesión de la identidad de Jesús que hace Simón, el hijo de Jonás, provoca el que el Señor le revele cuál es la verdadera identidad suya. Y lo hace cambiándole el nombre, diciéndole de este  modo que su verdadera identidad no es la de ser “Simón, el hijo de Jonás”, sino la de ser “Kephas”, en arameo, es decir, “Pedro”, la de ser la piedra sobre la cual Cristo edificará su Iglesia. Y esto vale también para cada uno de nosotros: solo encontramos nuestra verdadera identidad en la Iglesia, es decir, en el lugar donde Cristo nos ha congregado haciéndonos miembros de su Cuerpo, tal como había sido  anunciado proféticamente en los salmos: “Se dirá de Sión: ‘Uno por uno todos han nacido en ella’; el Altísimo en persona la ha fundado” (Sal 86, 5). Alcanzamos nuestra verdadera identidad identificándonos con el lugar y la misión que Cristo nos da en Sión, es decir, en su Iglesia.

En tercer lugar, el Señor le da a Pedro las llaves no de la Iglesia, sino de lo que es más que la Iglesia, del Reino de los cielos. Con lo cual nos está indicando que, aunque la Iglesia y el Reino de los cielos son realidades distintas, no son, sin embargo, separables, y por eso el que es la piedra sobre la que Cristo edifica su Iglesia, tiene poder de “atar y desatar” no solo en la tierra sino también en el cielo. El reino de Dios no puede separarse ni de Cristo ni de la Iglesia. El reino, en efecto, se hizo presente en Cristo, en su persona y en su obra. Y no puede separarse de la Iglesia, que está ordenada precisamente a su realización y es su germen, su signo y su instrumento. Aunque sea distinta de Cristo está indisolublemente unida a él y al reino. 

El que Pedro reciba las llaves no significa que Pedro sea el dueño del Reino de los cielos, sino el administrador fiel que tiene que actuar en nombre de su amo, que es Dios, “atando y desatando”, es decir, declarando lo que está prohibido y lo que está permitido, lo que es compatible y lo que es incompatible para entrar en el Reino de los cielos. Es la tarea que tienen los sucesores de Pedro, que son los Papas, mediante la cual amos entendiendo, en el desarrollo cambiante de los tiempos, lo que nos abre y lo que nos cierra las puertas del Reino de los cielos. Demos gracias al Señor por este don que ilumina nuestro caminar en la tierra.

Meditación sobre el tiempo de Navidad

¿Por qué se celebra Navidad el 25 de diciembre?

¿Por qué se escogió el 25 de diciembre para celebrar el nacimiento de Cristo, dado que no se puede probar históricamente que ése fuese el día de su nacimiento? Hay tres hipótesis al respecto: 

a) La que se refiere al solsticio de invierno, fecha de la fiesta pagana del Sol invicto, instituida por el emperador Aureliano (270-275); Navidad sería la afirmación de que el verdadero sol de justicia (cf. Mal 4,2; Lc 1,78) es Cristo. Es la hipótesis de B. Botte, muy extendida.

b) La fecha del 25 de diciembre puede estar relacionada con la distancia de nueve meses entre esta fecha y el 25 de marzo, en la que, por tradición, se creía que coincidían el comienzo del mundo, la concepción de Jesús y su muerte. San Agustín se refería a esta tradición para el 25 de marzo. Hipótesis de L. Duchesne, actualizada por Th. J. Talley. [Lo interesante de esta tradición es el significado que tiene unir la historia de la creación con el nacimiento y la muerte de Cristo, que, al fin y al cabo, es lo que da sentido a la creación].

c) La que, en base al estudio de la cronología de los turnos sacerdotales en el Templo de Jerusalén, llegaría a la conclusión de que Zacarías sirvió en el Templo en el mes de octubre y seis meses después (marzo) sería la anunciación a la Virgen María. Según esta hipótesis, sostenida por A. Ammassari, la fecha del 25 de diciembre no sería simbólica sino histórica. 

El problema no tiene fácil solución en lo que se refiere a la cuestión de la fecha. 

¿Por qué instituyó la Iglesia la celebración de la Navidad?

Otra cosa es en cuanto a los motivos de fondo para la institución de la fiesta. En efecto, la fiesta de Navidad parece haber surgido como respuesta a la necesidad de afirmar la verdadera fe acerca de Cristo, el Verbo de Dios encarnado, frente a las herejías de los primeros siglos. La fiesta del Nacimiento del Señor, el 25 de diciembre en occidente y el 6 de enero en Oriente, contradice las ideas gnósticas y arrianas acerca de un Jesús que el día del bautismo fue "adoptado" como Hijo de Dios. Se trata de confesar y celebrar la verdadera fe en Jesús que confiesa que él es Hijo de Dios "consubstancial" al Padre, o sea, "de la misma naturaleza del Padre" y nacido de la Virgen María, tal como proclamó el Concilio de Nicea (325). Ésta es la preocupación básica que trasciende en los sermones y homilías de los Santos Padres sobre el misterio de la Navidad. Basta citar a san Gregorio Nacianceno en Oriente y a san León Magno en Occidente. La extraordinaria rapidez con que se extendió esta fiesta de Navidad, surgida en Roma, no parece explicarse suficientemente por el deseo de oponerse al atractivo del paganismo, sino más bien por lo que hoy llamaríamos un servicio a la fe y a la verdad del misterio de Cristo.

La celebración de la fiesta de Navidad no es un aniversario histórico sino la celebración del misterio del nacimiento del Hijo de Dios en Belén. El Hijo eterno del Padre, hecho Dios-con-nosotros por su encarnación, resucitado y glorificado está con nosotros y nos comunica la gracia propia de su nacimiento. Este misterio lo celebramos en el "hoy" de la salvación de Dios: dado que "hoy se ha dignado compartir con el hombre la condición humana" y "hoy que nos ha nacido el Salvador para comunicarnos la vida divina…, te pedimos que nos hagas igualmente partícipes del don de su inmortalidad" (oración colecta y poscomunión de la misa del día). La celebración del misterio es hacer presente y actual, en el tiempo, la gracia que aquel acontecimiento trajo al mundo y a los hombres.

La importancia de la solemnidad de Navidad se refleja en el hecho de que la liturgia romana ha elaborado cuatro misas en torno a ella: la de la vigilia, la de medianoche, la de la aurora y la del día de Navidad, con un total de doce lecturas y cuatro salmos responsoriales.

Relación íntima y profunda conexión entre Navidad y Pascua

"Después de la anual evocación del misterio pascual, la Iglesia no tiene nada más santo que la celebración del nacimiento del Señor y de sus principales manifestaciones" (Normas universales sobre el año litúrgico). Esto es lo que hace en el tiempo litúrgico de Navidad. 

Palabras sobre el hombre


Autor
Fernando Colomer Ferrándiz 

Título
Palabras sobre el hombre
Apuntes para una antropología filosófica 

Edita 
Instituto Teológico “San Fulgencio” (Murcia) 

ISBN 
978-84-09-21382-5 



Pedidos a:

Librería Diocesana 

Teléfono
(+ 34) 968 21 24 89 

Correo electrónico
librerias@diocesisdecartagena.org


Índice:

  • Complejidad
  • Intersubjetividad
  • Corporalidad
  • Espiritualidad
  • Libertad
  • Afectividad
  • Historicidad
  • Mortalidad

XX Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto


16 de agosto de 2020
(Ciclo A - Año par)







  • A los extranjeros los traeré a mi monte santo (Is 56, 1. 6-7)
  • Oh, Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben (Sal 66)
  • Los dones y la llamada de Dios son irrevocables (Rom 11, 13-15. 29-32)
  • Mujer, qué grande es tu fe (Mt 15, 21-28)
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El Evangelio de hoy, queridos hermanos, transcurre en la región de Tiro y Sidón, por lo tanto fuera de los límites de Israel. Es un detalle importante porque la protagonista de este episodio es una mujer cananea, es decir, no-judía, no perteneciente al pueblo de Israel. Y el tema de fondo que, sin ser nombrado, está presente en todo este episodio es el de la salvación de los que no pertenecen al pueblo de Israel, el de la salvación de los gentiles, de los paganos: ¿Tienen o no tienen acceso a la salvación? Y si lo tienen, ¿en qué condiciones?

De entrada llama la atención que el Señor responda con su silencio a los angustiosos gritos de una madre que pide compasión para su hija. Hay como una aparente indiferencia de Jesús que contrasta con el interés de los discípulos que le dicen al Señor que la atienda. Aunque, todo hay que decirlo, este interés está motivado por el hecho de que los gritos de la mujer les molestan: “Atiéndela, que viene detrás gritando”. Parece que los discípulos son muy misericordiosos, pero en realidad lo que quieren es acabar con aquella molestia: quieren sacársela de encima.

La respuesta del Señor -“sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel”- muestra, en primer lugar, que Cristo no es dueño de su misión, que no hace lo que él quiere sino lo que el Padre del cielo y el Espíritu Santo le indican. Jesús es un “trabajador por cuenta ajena”, que ha venido a realizar el designio de amor que la Santísima Trinidad ha acordado. Ese designio comporta “reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Jn 11, 52), tal como había anunciado el profeta Ezequiel (Ez 36, 24). Por eso el Señor centra su misión en el pueblo de Israel, lo cual no significa en modo alguno “reducir” la salvación de Dios a las dimensiones de un “pequeño pueblo”, porque en la perspectiva de Jesús, que es la de los profetas, tan pronto como Israel sea fiel a su verdadera vocación, se producirá la “peregrinación de las naciones hacia él”, atraídas por la belleza de de la salvación operada por Dios en él (Z 8, 23).  Por eso Jesús, que más adelante enviará a sus discípulos al mundo entero a proclamar el Evangelio (Mc 16, 15), ahora se centra con toda naturalidad en Israel, porque sabe que lo demás vendrá como consecuencia.  

La mujer insiste en su súplica y consigue alcanzar a Jesús, postrarse de rodillas ante él y pedirle: “Señor socórreme”. La respuesta de Jesús no está exenta de una cierta crudeza: “No está bien echar a los perros el pan de los hijos”. Con esta respuesta Jesús reitera que su misión se ciñe al pueblo de Israel. Y la grandeza espiritual de esta mujer reside en lo que ella respondió a Jesús: “Tienes razón, Señor”. Estas palabras indican que ella acepta el plan de Dios sin criticarlo y que suplica misericordia: “pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”. La mujer cree que Dios es sobreabundante en su misericordia y que de su designio de salvación hay “migajas” que rebosan y suplica humildemente beneficiarse de ellas. Entonces el Señor se rindió, porque lo que abre las compuertas de la misericordia es la aceptación humilde de la verdad. Y esta mujer la tuvo.

Ahora ya tenemos la respuesta a la cuestión de la salvación de los gentiles: todo hombre puede alcanzar la salvación con tal de que tenga fe. Y fe significa adhesión al plan de Dios, aunque ese plan no me guste o me coloque en una situación desfavorable. Porque la fe sabe que Dios es Bondad y que busca siempre el bien de los hombres. Que en todas las situaciones de perplejidad, de duda, de desconcierto, que podamos encontrar a lo largo de nuestra vida, digamos siempre, como esta mujer: “Tienes razón, Señor” y que luego supliquemos confiadamente su misericordia. Así alcanzaremos la salvación de Dios.

Asunción de la Bienaventurada Virgen María

15 de agosto


15 de agosto de 2020
(Ciclo A - Año par)







  • Una mujer vestida del sol, y la luna bajo sus pies (Ap 11, 19a; 12, 1-6a. 10ab)
  • De pie a tu derecha está la reina, enjoyada con oro de Ofir (Sal 44)
  • Primero Cristo, como primicia; después todos los que son de Cristo (1 Cor 15, 20-27a)
  • El Poderoso ha hecho obras grandes en mí; enaltece a los humildes (Lc 1, 39-56)
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Celebramos hoy, queridos hermanos, la solemnidad de la Asunción de la bienaventurada Virgen María, en cuerpo y alma, al cielo. Lo que la liturgia propone hoy a nuestra contemplación es el destino final en el que se encuentra la Madre del Señor desde que terminó el curso de su vida terrena, diciéndonos que ella ha alcanzado ya plenamente el estado glorioso que tendrán, a partir del último día, todos los justos resucitados o los que, por vivir todavía cuando vuelva el Señor, serán transformados sin pasar por la muerte, tal como anuncia san Pablo: “He aquí que os anuncio un misterio: no todos moriremos, pero todos seremos transformados” (1Co 15, 51).

Los santos que están en el cielo se encuentran en un estado todavía provisional, en cuanto que una parte de su ser, el cuerpo, ha quedado aquí en la tierra, dejando de ser un cuerpo viviente, bien porque haya conocido la corrupción del sepulcro, o bien porque, aunque esté incorrupto, no es un cuerpo viviente, ya que lo que da vida al cuerpo es el alma, y el alma ya no está allí. Su espíritu y su alma están con el Señor y son colmados por la felicidad de contemplar su gloria; pero su cuerpo espera paciente el día de la segunda venida de Cristo, de su venida gloriosa, el día de la Parusía, para resucitar por la fuerza y el poder del Espíritu Santo, y ser transformado en un cuerpo espiritual, un cuerpo glorioso, tal como afirma san Pablo: “Así también en la resurrección de los muertos: se siembra corrupción, resucita incorrupción (…) se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual” (1Co 15, 42.44), y volver a unirse con su espíritu y su alma en la felicidad total del cielo. 

Lo que celebramos hoy es el hecho de que la Virgen María ya está en ese estado glorioso en la totalidad de su ser, espíritu, alma y cuerpo, tal como declaró el Papa Pío XII, al proclamar la verdad de la Asunción. María posee anticipadamente lo que todos los justos poseerán cuando vuelva el Señor y se produzca la resurrección de la carne. La fiesta que celebramos hoy es, por lo tanto, la fiesta de nuestra esperanza, ya que María es nuestra hermana, es una de nosotros, y es bello contemplar que uno de nosotros ha llegado ya a la plenitud de la gloria que Cristo nos ofrece a todos lo que, por la fe y el bautismo, nos unimos a él para no formar más que un solo cuerpo en él. Conviene recordar que esto no significa que, aparte de Cristo, sólo ella se encuentra en esta situación de gloria definitiva y total. Una seria tradición patrística sostenía que los santos que resucitaron y se aparecieron a muchos en Jerusalén, tal como narra san Mateo (27, 52-53), también habrían llegado a la gloria definitiva. Pero la Iglesia sólo se ha pronunciado sobre la Virgen María, lo que no excluye que pueda haber otros casos que nos son desconocidos. 

La fiesta de hoy nos recuerda la verdad y la  belleza de la afirmación que hacemos en el Credo diciendo “creo en la resurrección de la carne”. Con ello afirmamos simultáneamente dos cosas: que el cuerpo que resucitará será el mismo cuerpo que vivió aquí en la tierra y que ese cuerpo será transfigurado en la resurrección tal como afirma san Pablo al decir que Cristo “transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo” (Flp 3, 21). 

Todo ello significa que la materia, la humilde materia, será incorporada también a la gloria de los hijos de Dios y que, por lo tanto, existe un porvenir escatológico también para el mundo, tal como afirma san Pablo: “La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel quela sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rm 8, 20-21). Pero ello no será fruto de una evolución propia del universo sino de la gracia de Dios acogida en el corazón de los creyentes.

Un corazón sencillo










Santa María, Madre de Dios,
consérvame un corazón de niño,
puro y limpio como agua de manantial.
Obtenme un corazón sencillo
que no se repliegue a saborear las propias tristezas;
un corazón magnánimo en donarse,
fácil para la compasión;
un corazón fiel y generoso que no olvide ningún bien
y no guarde rencor de ningún mal.
Fórmame un corazón dulce y humilde
que ame sin exigir ser amado,
contento de desaparecer en otros corazones,
sacrificándose ante vuestro divino Hijo;
un corazón grande e indomable,
para que ninguna ingratitud lo pueda cerrar
y ninguna indiferencia lo pueda cansar;
un corazón apasionado por la gloria de Cristo,
herido por Su amor,
con una llaga que no se cure sino en el cielo.


(P. L. de Grandmaison)

Oración en formato pdf




XIX Domingo del Tiempo Ordinario

 

9 de agosto

9 de agosto de 2020
(Ciclo A - Año par)







  • Permanece de pie en el monte ante el Señor (1 Re 19, 9a. 11-13a)
  • Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación (Sal 84)
  • Desearía ser un proscrito por el bien de mis hermanos (Rom 9, 1-5)
  • Mándame ir a ti sobre el agua (Mt 14, 22-33)
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En el encuentro con Dios que tuvo el profeta Elías en el monte Horeb, se nos revela, queridos hermanos, que nuestro Dios no se hizo presente en el huracán, ni en el terremoto, ni en el fuego, sino en el susurro de una suave brisa. Nuestra mentalidad humana asocia más fácilmente al Creador con las experiencias de fuerza y de poder –como son las tres primeras- que con la delicadeza de una suave brisa, descrita como un susurro. Esta suave brisa es un símbolo del Espíritu Santo que se hace presente en nuestro corazón de una manera muy silenciosa y suave, y cuya voz solo puede ser escuchada si en nosotros hay un profundo silencio. De ahí la importancia de la soledad y del silencio para encontrarse con Dios. 

Esa soledad y ese silencio es lo que buscaba el Señor el domingo pasado en el evangelio y no lo pudo tener a causa del gentío que lo esperaba. Ahora, después de haber saciado su hambre con la multiplicación de los panes y de los peces y de haberlos despedido, consigue por fin esa anhelada soledad y ese deseado silencio para poder orar. Y se queda él solo en el monte orando, hasta que se hace de noche. Ahí el Señor abriría su corazón al Padre del cielo y pondría ante Él el dolor por el asesinato de Juan el Bautista, para que el íntimo coloquio entre Él y el Padre del cielo, en la unidad del Espíritu Santo, le permitiera acoger esa realidad dolorosa con paz. 

La clave de todo, en Cristo, es la relación íntima con el Padre, en la unidad del Espíritu Santo. La clave de todo es la Santísima Trinidad, el ser mismo de Dios. Lo fue para Cristo en su vida terrena y lo es también para cada uno de nosotros. Si las iniciativas y las acciones de nuestra vida brotan de nuestra relación con la Trinidad, somos en verdad hombres y mujeres de Dios. Si no, no; seríamos más bien unos seres que elaboran sus propios proyectos y que le piden a Dios que los avale. Pero esos proyectos serían nuestros y no de Dios, y de ellos diría el Señor: “Porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos, oráculo del Señor” (Is 55, 8).

La barca sacudida por las olas con viento contrario en la que viajan los discípulos es un claro símbolo de la Iglesia. La Iglesia que camina en este mundo siempre tiene el viento en contra, porque “el mundo entero yace en poder del Maligno” (1Jn 5, 19) y “todo lo que hay en el mundo (es) la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas” (1Jn 2, 16), por lo que es bastante inimaginable que el viento de la historia vaya a favor de la Iglesia. La Iglesia siempre está a punto de ser engullida por las aguas que, en la simbólica bíblica representan el caos, la posibilidad de que todo sea engullido y de que la creación, que surgió de las aguas (Gn 1, 2), desaparezca de nuevo en ellas, como estuvo a punto de ocurrir en el diluvio (Gn 7, 19-21).

Que Cristo camine sobre las aguas es un signo magnífico del poder de Dios, de la soberanía de Dios sobre el caos, sobre toda forma de mal. Y por lo tanto quien cree en Cristo, quien se apoya en Él, no será engullido por las aguas, es decir, no sucumbirá ante las fuerzas del mal: “Y la fuerza que vence al mundo es nuestra fe” (1Jn 5, 4). De esa fuerza de la fe va a hacer experiencia Pedro cuando, obedeciendo a la llamada del Señor, camine sobre las aguas. El caminar de Pedro sobre las aguas es una bella imagen de la fe: mientras Pedro mira a Cristo, camina sobre las aguas como si fueran tierra firme; pero cuando, en vez de atender a Cristo, a su mirada y a su palabra, empieza a centrarse en el análisis de la situación (la fuerza del viento), entonces empieza a hundirse. La fuerza de la Iglesia, como la fuerza de la fe de cada uno de nosotros, reside en mirar a Cristo, en tener centrada la mirada de nuestro corazón en Él: entonces caminamos sobre las aguas casi sin darnos cuenta. 

Nuestra fragilidad hace posible que fácilmente nuestra mirada se desvíe del Señor y atienda a las circunstancias, al mundo, a la sociedad en la que estamos a sus presiones y exigencias. Entonces nos hundimos. Hagamos como Pedro: seamos conscientes de que nos hundimos –es decir de que empezamos a ser como los que no tienen fe- y digamos como él: “¡Señor, sálvame!”. En seguida el Señor extenderá su mano y nos salvará. Y también nosotros, como los discípulos, diremos: “Realmente eres Hijo de Dios”

Reconciliación

(En esta novela, Archibald Joseph Cronin, crea un personaje, el P. Francisco Chisholm, un sacerdote escocés, desconcertante por su peculiar carácter y su ingenuidad, que está de misionero en China, durante un periodo particularmente turbulento a causa del hambre, de la peste y de la guerra civil. En la misión que le encargan apenas hay nada y con muchos esfuerzos consigue levantar un templo, una casa parroquial, unas escuelitas y una vivienda para tres religiosas que han ido a ayudarle. La superiora de estas tres religiosas, la madre María Verónica, es una aristócrata alemana que no congenia para nada con el estilo sencillo y humilde del P. Francisco. La escena que vamos a leer sucede cuando la misión recibe la inspección eclesiástica de un sacerdote escocés preocupado por “hacer carrera” y por poder presentar estadísticas brillantes sobre conversiones, bautismos, matrimonios etc., -cosa que al P. Francisco le trae sin cuidado- que llega a la misión al día siguiente de que un terremoto haya destruido por completo el templo y dañado todo lo demás. El visitador eclesiástico, el P. Anselm Mealey, se ha comportado de manera despectiva con el P. Chisholm, cuyo trabajo no valora, y ahora se despide de camino a Japón antes de regresar a Europa) 

A la mañana siguiente se despidió el canónigo Mealey. Volvía a Nankín donde pasaría una semana en el vicariato y, desde allí, marcharía a Nagasaki para inspeccionar seis Misiones en el Japón. Ya estaba hecho su equipaje, la silla de mano que debía llevarle al junco le estaba esperando, y se había despedido de las hermanas y de los niños. Vestido para el viaje, con gafas de sol, el sombrero envuelto en gasa verde, mantuvo una conversación final con Chisholm en el recibidor. 
-¡Venga Francisco! –dijo Mealey, tendiéndole la mano de mala gana para hacer las paces-, separémonos como buenos amigos. El don de lenguas no nos ha sido concedido a todos. Creo que en el fondo tus intenciones son buenas. 
Y cogiendo una gran bocanada de aire en el pecho, añadió: 
-Es raro, pero me muero de ganas de partir. Llevo el ansia viajera en la sangre. Adiós. Au revoir. Auf Wiedersehend, Dios les bendiga a todos. 
Se echó por la cara la gasa mosquitera y subió en la silla porteadora. Los porteadores, rezongando, se agacharon, alzaron el artefacto y salieron. Al cruzar las oscilantes puertas de la Misión, Anselm agitó el pañuelo por la ventanilla. 
Al ponerse el sol, mientras daba su paseo vespertino favorito, cuando reinaba una quietud que parecía impregnarlo todo, el padre Chisholm se halló meditando entre los escombros de la iglesia. Sentado sobre un montón de escombros, recordaba a su antiguo director –en cierto modo, siempre había mirado a MacNabb con ojos de niño- y evocaba la exhortación que le hiciera aconsejándole valor . Ahora apenas le quedaba valor alguno. Las dos últimas semanas, con el esfuerzo continuo de soportar el tono condescendiente de su visita, le habían dejado exhausto. Sin embargo, quizá Anselm tuviera razón. ¿No habría fracasado ante los ojos de Dios y de los hombres? Había hecho tan poco… Y ese poco, tan costoso e indigno, casi había desaparecido. ¿Cómo podría continuar? Una intensa sensación de desesperanza le invadió. 
Sentado, con la cabeza inclinada, no oyó unos pasos a sus espaldas. La madre María Verónica tuvo que hablarle para que reparase en su presencia. 
-¿Le molesto? Francisco, bastante sorprendido, alzó la mirada. 
- No, no. Como ya ve –y no pudo reprimir una singular sonrisa-, no estoy haciendo nada. 
En la penumbra advirtió que su rostro tenía cierta palidez y que estaba bastante tensa. 
-Tengo algo que decirle –manifestó con voz cansina-. Yo… 
-Dígame. 
-Sin duda será humillante para usted. Pero me creo obligada a decírselo. Yo… lo siento. 
Al principio, las palabras salían indecisas, pero luego fueron ganando fuerza y pronto se convirtieron en un torrente. 
-Estoy profundamente disgustada por mi conducta con usted. Desde que nos conocimos me he portado de una manera bochornosa y pecaminosa. El diablo del orgullo me poseía. Siempre me ha poseído, desde niña… Ya entonces le tiraba objetos a ni niñera cuando me enfadaba. Desde hace semanas deseaba hablar con usted, pero mi orgullo me lo impedía. Y también mi odiosa terquedad. Estos diez últimos días he llorado por usted, viendo las bajezas y humillaciones de ese sacerdote, indigno de desatarle los zapatos. Padre, me odio a mí misma… Perdóneme, perdóneme… 
Su voz se perdió entre sollozos. Se postró ante él, cubriéndose el rostro con las manos. 
El cielo había perdido todo color, a excepción de cierto resplandor crepuscular tras los picos. También aquella luz se desvaneció poco a poco y la noche la envolvió. Una lágrima aislada surcó su mejilla… -
¿De modo que no se va usted de la Misión? 
-¡No, no! –respondió la monja, con el corazón desgarrado-. No, si usted me permite quedarme. Jamás he conocido a nadie a quien haya deseado servir tanto como a usted. Es usted el mejor… el espíritu más delicado que he conocido… 
-Calle, hija mía. Soy una pobre e insignificante criatura, un hombre vulgar… Estaba usted en lo cierto. 
-Tenga piedad de mí, padre –repuso ella. Sus sollozos parecían brotar, ahogados, de la tierra. 
-Y usted es una gran señora. Pero, a los ojos de Dios, los dos somos como niños. Podemos trabajar juntos, ayudarnos mutuamente… 
-Yo le ayudaré con todas mis fuerzas. Al menos puedo hacer algo en su favor. Puedo escribir a mi hermano. Él reconstruirá la iglesia y rehabilitará la Misión…, Tiene muchas posesiones y lo hará gustosamente. Pero usted ayúdeme… ayúdeme a vencer mi orgullo. 
 Siguió un largo silencio. La mujer sollozaba ahora con más suavidad. El corazón de Francisco se llenó de un gran afecto. Cogió a la madre María Verónica del brazo para ayudarla a levantarse, pero ella se negó a hacerlo. Entonces se arrodilló junto a ella y meditó en aquella noche limpia y apacible en que otro hombre pobre, común y corriente también se arrodilló entre las sombras de un huerto y ahora los contemplaba a los dos. 



Autor: A. J. CRONIN
Título: Las llaves del reino
Editorial: Palabra, Madrid, 2018, (pp. 298-300)









XVIII Domingo del Tiempo Ordinario

2 de agosto de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Venid y comed (Is 55, 1-3)
  • Abres tú la mano, Señor, y nos sacias (Sal 144)
  • Ninguna criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo (Rom 8, 35. 37-39)
  • Comieron todos y se saciaron (Mt 14, 13-21)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf
El evangelio de hoy, queridos hermanos, nos permite contemplar a Jesús cuando recibe la noticia de un acontecimiento doloroso, a saber, que han matado a Juan el Bautista. El Señor ante la realidad del dolor busca “un sitio tranquilo y apartado”, busca el silencio y la soledad, sin duda para entregarse a la oración y llevar ese acontecimiento doloroso al espacio en el que Cristo respira y vive, que es la relación con el Padre del cielo. Aquí encontramos ya una primera enseñanza para nosotros: ¿Cómo hemos reaccionado ante los acontecimientos dolorosos que nos han acontecido en estos últimos meses? ¿Hemos buscado, como Cristo, el silencio y la soledad para llevar todo ese dolor a la presencia de Dios en la oración y poder integrarlo en nuestra vida de una manera constructiva, en la confianza y la esperanza en Dios? Es un primer interrogante que nos lanza la Palabra de este domingo.

Sin embargo cuando Jesús llega al lugar en el que buscaba soledad y silencio se encuentra con una multitud de gente que le espera y que le busca. Y El Señor pospone su deseo de soledad y oración para atender a esas personas. Ya conocemos los sentimientos de Jesús cuando se encuentra frente a multitudes que le buscan: “Al ver tanta gente, sintió compasión de ellos, porque estaban vejados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor” (Mt 9, 36). La mirada de Jesús percibe el dolor y la necesidad de consuelo que tienen los hombres, como también su desamparo, la carencia de solicitud y cuidado hacia ellos: “no tienen pastor”, es como decir “nadie se preocupa de sus verdaderas necesidades”. Y entonces Jesús “curó a los enfermos” para mostrarles que Dios se preocupa de ellos, que, como escribirá más tarde san Pedro, testigo de todo esto, podemos confiarle a Dios todas nuestras preocupaciones “porque él cuida de nosotros” (1P 4, 7).

Y en esa misma línea de mostrar la solicitud paternal de Dios hacia su pueblo, el Señor realiza el gesto de la multiplicación de los panes y de los peces. Este gesto nos enseña, en primer lugar, que nuestra pobreza, nuestra falta de recursos, nuestra impotencia, no son en absoluto un impedimento para que Dios haga su obra a través de nosotros. Con una sola condición: que pongamos nuestra impotencia y nuestra incapacidad en las manos de Jesús: “Traédmelos”, dice Jesús, en relación a los cinco panes y dos peces que es lo único que tienen a mano. Hay una desproporción evidente entre esos cinco panes y dos peces y los “cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños”. Pero esa desproporción no es problema si la ponemos en las manos del Señor. Entonces el bien se multiplica.

Muchas veces en la vida experimentamos la desproporción entre el desafío que tenemos delante –cuidar a un padre o a una madre que se nos va, llenar de ternura y afecto sus últimos días en la tierra- y nuestras fuerzas, nuestros deberes, nuestras obligaciones, la necesidad de seguir trabajando para llevar adelante nuestra familia. Y nos ponemos muy nerviosos. Si llevamos a Jesús esa situación, si la ponemos de verdad en sus manos, Él hará posible lo imposible y, cuando todo haya pasado, nosotros mismos nos sorprenderemos al ver todo lo que hemos sido capaces de hacer -“dadles vosotros de comer”- gracias, desde luego, a Él.

Este milagro, como todos los milagros de Jesús, constituye una “señal”, como le gusta decir a san Juan (Jn 6, 14), que apunta en una determinada dirección: la Eucaristía. Porque el Hijo de Dios no ha venido a este mundo a solucionar nuestros problemas de alimentación o de salud, sino a traernos un pan bajado del cielo que da vida eterna (cf. Jn 6, 27. 32-35). Por eso el relato de Mateo pone en boca de Jesús las palabras que la liturgia recoge en la plegaria eucarística primera para la consagración del pan: “y elevando los ojos al cielo (…) dando gracias te bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos”.

En los meses pasados bajo la emergencia sanitaria no nos han faltado los alimentos del cuerpo, pero durante un tiempo considerable nos ha faltado “el pan vivo bajado del cielo” que es Cristo en la Eucaristía. Que esta situación nos sirva para tomar conciencia de que el gran bien no es la salud del cuerpo sino la vida eterna que Cristo nos da, y que sepamos valorar y agradecer el don de la Eucaristía.