Meditación sobre el tiempo de Navidad

¿Por qué se celebra Navidad el 25 de diciembre?

¿Por qué se escogió el 25 de diciembre para celebrar el nacimiento de Cristo, dado que no se puede probar históricamente que ése fuese el día de su nacimiento? Hay tres hipótesis al respecto: 

a) La que se refiere al solsticio de invierno, fecha de la fiesta pagana del Sol invicto, instituida por el emperador Aureliano (270-275); Navidad sería la afirmación de que el verdadero sol de justicia (cf. Mal 4,2; Lc 1,78) es Cristo. Es la hipótesis de B. Botte, muy extendida.

b) La fecha del 25 de diciembre puede estar relacionada con la distancia de nueve meses entre esta fecha y el 25 de marzo, en la que, por tradición, se creía que coincidían el comienzo del mundo, la concepción de Jesús y su muerte. San Agustín se refería a esta tradición para el 25 de marzo. Hipótesis de L. Duchesne, actualizada por Th. J. Talley. [Lo interesante de esta tradición es el significado que tiene unir la historia de la creación con el nacimiento y la muerte de Cristo, que, al fin y al cabo, es lo que da sentido a la creación].

c) La que, en base al estudio de la cronología de los turnos sacerdotales en el Templo de Jerusalén, llegaría a la conclusión de que Zacarías sirvió en el Templo en el mes de octubre y seis meses después (marzo) sería la anunciación a la Virgen María. Según esta hipótesis, sostenida por A. Ammassari, la fecha del 25 de diciembre no sería simbólica sino histórica. 

El problema no tiene fácil solución en lo que se refiere a la cuestión de la fecha. 

¿Por qué instituyó la Iglesia la celebración de la Navidad?

Otra cosa es en cuanto a los motivos de fondo para la institución de la fiesta. En efecto, la fiesta de Navidad parece haber surgido como respuesta a la necesidad de afirmar la verdadera fe acerca de Cristo, el Verbo de Dios encarnado, frente a las herejías de los primeros siglos. La fiesta del Nacimiento del Señor, el 25 de diciembre en occidente y el 6 de enero en Oriente, contradice las ideas gnósticas y arrianas acerca de un Jesús que el día del bautismo fue "adoptado" como Hijo de Dios. Se trata de confesar y celebrar la verdadera fe en Jesús que confiesa que él es Hijo de Dios "consubstancial" al Padre, o sea, "de la misma naturaleza del Padre" y nacido de la Virgen María, tal como proclamó el Concilio de Nicea (325). Ésta es la preocupación básica que trasciende en los sermones y homilías de los Santos Padres sobre el misterio de la Navidad. Basta citar a san Gregorio Nacianceno en Oriente y a san León Magno en Occidente. La extraordinaria rapidez con que se extendió esta fiesta de Navidad, surgida en Roma, no parece explicarse suficientemente por el deseo de oponerse al atractivo del paganismo, sino más bien por lo que hoy llamaríamos un servicio a la fe y a la verdad del misterio de Cristo.

La celebración de la fiesta de Navidad no es un aniversario histórico sino la celebración del misterio del nacimiento del Hijo de Dios en Belén. El Hijo eterno del Padre, hecho Dios-con-nosotros por su encarnación, resucitado y glorificado está con nosotros y nos comunica la gracia propia de su nacimiento. Este misterio lo celebramos en el "hoy" de la salvación de Dios: dado que "hoy se ha dignado compartir con el hombre la condición humana" y "hoy que nos ha nacido el Salvador para comunicarnos la vida divina…, te pedimos que nos hagas igualmente partícipes del don de su inmortalidad" (oración colecta y poscomunión de la misa del día). La celebración del misterio es hacer presente y actual, en el tiempo, la gracia que aquel acontecimiento trajo al mundo y a los hombres.

La importancia de la solemnidad de Navidad se refleja en el hecho de que la liturgia romana ha elaborado cuatro misas en torno a ella: la de la vigilia, la de medianoche, la de la aurora y la del día de Navidad, con un total de doce lecturas y cuatro salmos responsoriales.

Relación íntima y profunda conexión entre Navidad y Pascua

"Después de la anual evocación del misterio pascual, la Iglesia no tiene nada más santo que la celebración del nacimiento del Señor y de sus principales manifestaciones" (Normas universales sobre el año litúrgico). Esto es lo que hace en el tiempo litúrgico de Navidad. 

Con estas palabras del documento que explica la organización del año litúrgico, se subrayan dos cosas: la importancia que para la liturgia tiene la solemnidad del Natalis Domini o nacimiento del Señor y la especial vinculación que este misterio tiene respecto de la Pascua. Los antiguos calendarios litúrgicos de la Iglesia de Roma repiten la espléndida rúbrica del 25 de diciembre: Nacimiento del Señor en la carne: Pascua. 

La liturgia sabe que el único misterio de Cristo, aunque celebrado a lo largo del año litúrgico aspecto por aspecto y episodio por episodio, permanece uno e indivisible en cada celebración o fiesta.  En Navidad Cristo nace para morir y resucitar. El nacimiento del Señor es primicia, comienzo, del misterio de nuestra salvación. La liturgia bizantina de la Navidad compara los pañales ajustados del Niño recién nacido con las vendas mortuorias del Viernes Santo, y a los magos con las mujeres que van al sepulcro a honrar el cuerpo exánime del Señor.

“HOY NOS HA NACIDO UN SALVADOR, EL MESÍAS, EL SEÑOR” (Lc 2, 11)

La concepción cristiana del tiempo

Si el Eterno ha entrado en la historia, tal como los cristianos celebramos en Navidad, eso significa que para nosotros el tiempo y la eternidad poseen una relación peculiar, no son dos magnitudes extrañas la una a la otra, sino de algún modo incluidas la una en la otra.

El Apocalipsis llama a Jesucristo ''Alfa y Omega" (22,13; 1,8), "el Primero y el Último" (1,18; 21,6). Como Dios que es, Jesucristo es "el que era, el que viene" (1,4.8; 4,8). Con estas expresiones Jesucristo se identifica con Dios, pero identificándose al mismo tiempo con una existencia histórica concreta, vivida desde la concepción hasta la muerte. De hecho el Cristo del Apocalipsis afirma: "Estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del hades" (1,18). 

La concepción cristiana del tiempo no es, por lo tanto, puramente lineal, ya que, en el seno mismo del decurso temporal, histórico, se ha producido un acontecimiento –Cristo– que rebasa todo el desarrollo del tiempo, transcendiéndolo y englobándolo a la vez, y estas dos dimensiones del tiempo se hallan tan íntimamente imbricadas que es imposible separarlas. De tal manera que, para el cristiano, en la temporalidad humana se transparenta la supratemporalidad de la Trinidad.

Dentro de la historia, en el seno del tiempo, se ha producido una existencia histórica, la de Jesús de Nazaret, que rebasa el tiempo, que lo engloba y lo contiene. Y si todo el tiempo está contenido en la Persona y la existencia de Cristo, entonces, desde cualquier punto del devenir temporal, desde cualquier momento de la historia humana, se puede conectar con Cristo y con el significado salvador de su existencia, de su nacimiento, crecimiento, predicación, milagros, exorcismos, pasión, muerte y resurrección, ascensión y glorificación. Porque "ayer como hoy, Jesucristo es el mismo y lo será siempre" (Hb 13,8), y este Jesucristo, siempre el mismo, se identifica con un ahora histórico en el que Dios "ha reconciliado al mundo consigo" (2Co 5,19).

Como explica el CEC: "todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente" (CEC 1085). Y así el misterio pascual de Jesucristo, al cual pertenece la Navidad, como toda la existencia histórica del Señor, puede hacerse presente en todo tiempo humano, porque los domina todos. En consecuencia, para el cristianismo, la estructura del tiempo, de la historia humana, es la de ser una anámnesis (memoria de de lo que Dios ha hecho por nosotros), un kairós (acontecimiento revestido por Dios de un valor salvífico para el hombre) y un éschaton (culminación última y definitiva del acontecimiento salvador) del único y gran kairós que es Cristo. Esta estructura del tiempo la expresa el cristianismo en su liturgia, en la que toda celebración constituye un kairós que, recordando, hace presente y anticipa (memorial).

La consecuencia que todo esto tiene es que el cristianismo habla siempre en presente, su tiempo verbal no es el pasado ni el futuro, aunque se refiera a  acontecimientos históricamente situados en el pasado (Navidad) o históricamente esperados en el futuro (Parusía, Segunda venida de Cristo). Por eso Cristo nos enseñó a pedir "danos hoy nuestro pan de cada día (Mt 6, 11) y el Nuevo Testamento se habla constantemente en presente: "hoy nos ha nacido el Salvador" (Lc 2,11), "hoy ha entrado en esta casa la salvación" (Lc 19,9), "hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23,'43), "ahora es el tiempo de la gracia, ahora es el día de la salvación" (2ª Co 6,2), "atended hoy a su voz... , amonestaos mutuamente día a día mientras dure este hoy” (Hb 3, 7.13) (Cf. CEC 1165).

La existencia cristiana no está, por lo tanto, polarizada en el futuro, como lo está la existencia judía en el espera del Mesías, ni tampoco en el pasado, como ocurre en las religiones naturales donde se vive en una inmensa nostalgia por el tiempo de los orígenes, en los que los seres poseían toda la intensidad y frescura de su ser recién recibido de los dioses. Los cristianos no somos los hombres de la utopía ni tampoco los de la nostalgia, sino los hombres de la presencia, porque el Resucitado sostiene en su mano el devenir entero de la historia humana y porque Él nos acompaña, está con nosotros ("yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo"), y Él puede otorgar significado salvador a cualquier acontecimiento de la historia humana. Lo que significa que no hay nada, por negativo que sea, que no pueda ser revestido de un carácter salvador si nosotros lo vivimos por Cristo, con Él y en Él. Cuando la historia se reviste de una negatividad tan grande que se convierte en un infierno, como ocurrió, por ejemplo, en Auschwitz, incluso ahí el cristiano puede convertir ese infierno en acontecimiento redentor. Las figuras de san Maximiliano Kolbe y de Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), entre otras muchas absolutamente desconocidas, están ahí para recordárnoslo.

Y esto es lo que la liturgia de la Navidad proclama incansablemente. En ella el adverbio latino hodie, "hoy" aparece con mucha frecuencia. San León Magno ha dedicado diez de sus homilías al misterio de la Navidad insistiendo mucho en el hodie y en la presencia activa de la salvación en la celebración del mismo. Cristo, a quien la Escritura llama "Oriente", porque es el "sol que nace de lo alto",  llena de luz toda la tierra, y el que existía antes de todos los astros, el gran Cristo, brilla sobre todos los seres más que el sol. "Por eso para nosotros, que creemos en Él, se instaura un día de luz, largo, eterno, que no se extingue: la Pascua mística", afirma san Hipólito. En esta perspectiva hemos de interpretar los textos del tiempo de Navidad en los que está presente el término "hoy". "Hoy nos ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor" (salmo responsorial de la misa de medianoche).

El misterio de la Navidad nos exhorta a no vivir en la nostalgia del  retorno a un pasado remoto, ni en la espera de un futuro que todavía no existe (utopía), sino a vivir completamente centrados en el presente, en el día a día, que podemos y debemos vivir como participación en la hora de Cristo, que es la hora de la salvación del mundo. Esto significa que el cristiano no tiente proyecto sino vocación, que no es el hombre que "hace proyectos" sino que se sitúa cada día ante Dios y dice, como Samuel, "habla, Señor, que tu siervo escucha". Pues el mundo nuevo  que esperamos no lo tenemos que construir nosotros, sino que es Dios quien lo construye y quien nos lo regala (la Jerusalén celeste desciende del cielo). A nosotros lo único que nos toca es acogerla según las modalidades que Dios nos vaya indicando.

El admirable intercambio

"El Hijo de Dios se hace hombre para que los hombres lleguemos a ser hijos de Dios", así expresan los Padres de la Iglesia la esencia de lo que acontece en Navidad. Se trata, como dicen ellos, de un admirable intercambio.

Navidad constituye la paradoja de que el Eterno entra en el tiempo, el Dios ilimitado se limita, la Palabra del Padre se hace niño pequeño, mudo, acostado en un pesebre en medio de animales "sin palabra". Y todo ello tiene como finalidad el ofrecimiento gratuito, por gracia, de poder participar de la naturaleza divina, tal como dice san Pedro (cf. 2 Pe 1,4). 

Así lo expresan las diferentes oraciones de la liturgia navideña. La oración colecta, redactada por san León Magno dice: "¡Oh Dios, que de modo admirable has creado al hombre a tu imagen y semejanza, y de un modo más admirable todavía  elevaste su condición por Jesucristo!, concédenos compartir la vida divina de Aquel que hoy se ha dignado compartir con el hombre la condición humana". Y también en la oración sobre las ofrendas: "Acepta, Señor, nuestras ofrendas en esta noche santa, y por este intercambio de dones en el que nos muestras tu divina largueza haznos partícipes de la divinidad de tu Hijo, que, al asumir la naturaleza humana, nos ha unido a la suya de modo admirable".  

El Prefacio III de Navidad lo sintetiza proclamando: "Por él, hoy resplandece ante el mundo el maravilloso intercambio que nos salva, pues al revestirse tu Hijo de nuestra frágil condición, no sólo confiere dignidad eterna a la naturaleza, sino que por esta unión admirable nos hace a nosotros eternos".

Todo lo cual significa que el cristianismo no es "humano" sino divino, que es un don, una realidad, que viene a nosotros de fuera de nosotros, que llega a nosotros como un regalo de Dios y no como el fruto de una conquista de nuestra libertad y de nuestro trabajo. Nosotros, con mucho esfuerzo y mucho trabajo, podemos desarrollar un humanismo más o menos conseguido. Pero lo que nunca podremos es llegar a participar de la naturaleza divina, a ser dioses por participación como dicen los Padres de la Iglesia.

Y esta gran novedad se anuncia en la afirmación de fe del nacimiento virginal de Cristo, que significa que Él no es fruto de la unión de un hombre y de una mujer, sino que es una pura gracia, un don del cielo que es acogido por la humanidad en el seno virginal de María. El que María dé a luz "sin dolor ni desgarramiento", significa la ruptura de la cadena de nacimientos que están intrínsecamente vinculados al dolor y a la muerte. Pues como muy bien afirma san Agustín, Incerta omnia, sola mors certa, de modo que cada vez que nace un niño "el niño que vemos nacer crecerá o no crecerá; quizás llegue a viejo, y quizás no; quizás sea rico, quizás sea pobre; quizás será honrado, quizás despreciado; puede ser que tenga hijos y también puede ser que no los tenga… (…) Pero, ¿puede decir de igual manera que ese hombre quizás muera o quizás no? En cuanto un hombre nace hay que decir de él que no podrá escapar a la muerte" . Y este abocamiento a la muerte es lo que se preanuncia en los dolores de parto.

El parto virginal de María, exento de dolor, anuncia un mundo nuevo, anuncia un nuevo eón, una nueva etapa de la historia de la salvación que se inicia. Es la etapa en la que la muerte ya no va a tener la última palabra porque va a ser vencida precisamente por ese Niño que yace en el pesebre y que es, en realidad, un puro Viviente, en el cual no hay la más mínima sombra de la nada. Estamos ante algo verdaderamente nuevo, ante una vida que supera las leyes de nuestra vida terrena, estamos ante la vida misma de Dios que ha venido a nosotros y se nos hace accesible. Ese Niño dirá "yo soy la Vida".

Este acontecimiento inaudito de la venida a nosotros de la Vida que es Dios ha sido provocado por el hecho de que Dios no es sólo Vida sino también Amor. Por debajo del acontecimiento de la Navidad está el eros divino, el deseo amoroso de Dios que no puede soportar la condición desastrosa en que el hombre se ha colocado por el pecado y decide bajar a salvarlo. Navidad acontece por que Él ha venido "saltando por los montes, brincando por las colinas", como el Esposo enamorado que va al encuentro de su Esposa, para el cual no hay obstáculo que no pueda superar el deseo ardiente de su amor. Todo el Cantar de los cantares es como una profecía de la Navidad. El deseo imposible para el hombre de "besar" a Dios, se expresa de forma desgarradora en las palabras del Cantar que pronuncia la Esposa (es decir, la humanidad): "¡Ah, si tú fueras mi hermano, te podría besar al encontrarte en la plaza". Pero tú, Adonai, no eres mi hermano, eres el Señor, eres el Invisible e Inaccesible. Navidad es la buena noticia de que el Inaccesible se hace tan accesible como un niño recién nacido, al que puedo besar y lavar y ayudar a crecer.

La Navidad posee un "carácter nupcial", es el inicio de las bodas de Dios con la humanidad, de Cristo con su Iglesia. Bodas que nacen del deseo que Dios tiene del hombre. Este deseo ya se manifestó en el Paraíso, cuando Dios preguntó: ¿Adán, dónde estás?" (Gn 3,9). Porque  "Dios tiene sed del hombre" (O. Clément). Esa sed del amor del hombre que tiene Dios es la que le llevará a la encarnación: Tu, ad liberandum suscepturus hominem, non horruisti Virginis uterum, canta la liturgia en el Te Deum. Y el hombre, aunque no lo sepa, también tiene una inmensa sed de Dios; pero tiene miedo, y sus miedos y su egoísmo le han llevado a levantar un "muro de separación"  entre Dios y él. Jesús, portador del amor divino, aceptará ser clavado en ese muro, en la cruz, y, clavado en él, proclamará: "Tengo sed".

Y estas bodas entre Dios y los hombres, que se inician en la Navidad, van a ser unas "bodas de sangre". Es lo que nos recuerda la octava de la Navidad dentro de la cual se celebran tres fiestas de mártires: san Esteban el 26 de diciembre, los santos Inocentes el 28 de diciembre y santo Tomás Becket, obispo de Canterbury y canciller del reino bajo Enrique II, que murió mártir en 1170. Tanta concentración de mártires durante la octava sugiere la idea de un cierto carácter martirial del tiempo de Navidad: las bodas místicas que el Verbo de Dios realiza con la humanidad van a ser unas "bodas de sangre", que se consumarán en el lecho de la Cruz. Y parece como si ya se anticipara esta verdad en la celebración del nacimiento de Cristo, sugiriéndonos que la respuesta adecuada a este misterio es el martirio, la entrega de la propia vida por Él, según lo que afirma san Agustín en su célebre sermón 329 donde hablando de los mártires afirma que ellos "han devuelto lo que se había desembolsado a su favor, cumpliendo lo que dice san Juan: Como Cristo dio su vida por nosotros, también nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos. Y leemos en otro lugar de la Escritura: Si te sientas a comer a una mesa bien abastecida, repara con atención lo que te ponen delante, porque luego tendrás que preparar tú algo semejante (…) Los mártires se dieron cuenta de lo que comían y bebían y por esto quisieron corresponder con un don semejante". Navidad es para la Cruz y la Eucaristía, y la respuesta correcta al Amor que se nos revela y entrega en ellas es el martirio. Por eso el tiempo luminoso y gozoso de la Navidad se viste de rojo.

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