XVIII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

1 de agosto de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • Haré llover pan del cielo para vosotros (Éx 16, 2-4. 12-15)
  • El Señor les dio pan del cielo (Sal 77)
  • Revestíos de la nueva condición humana creada a imagen de Dios (Ef 4, 17. 20-24)
  • El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed (Jn 6, 24-35)
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El evangelio de hoy, queridos hermanos, es un fragmento del largo discurso que Jesús hizo en la sinagoga de Cafarnaún después de haber multiplicado los panes y los peces.

Los milagros que hacía el Señor le reportaban disgustos y preocupaciones, porque él los hacía como “signos” de una realidad que era la verdaderamente importante y definitiva, la del Reino de Dios que él había venido a instaurar, y Jesús constataba que, para muchos hombres, no eran signo de una realidad ulterior y definitiva, sino que eran ya el cumplimiento de lo que anhelaban: anhelaban únicamente la satisfacción de sus necesidades materiales. De ahí el amargo reproche que hace el Señor: “Me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros” (Jn 6,26). Es una manera de decir: vuestras aspiraciones no rebasan el ámbito de lo material, del hambre y de la sed del cuerpo, mientras que yo he venido para saciar el hambre y la sed de vuestro corazón. El Señor les pide –nos pide- una reorientación del deseo y del esfuerzo por satisfacerlo: “Trabajad no por el alimento que perece sino por el que perdura para la vida eterna” (Jn 6,27).

Lo que está en juego en esta cuestión es la identidad del ser del hombre, el saber si el hombre es solo un animal un poco más complejo que los demás animales, o si verdaderamente es un ser que trasciende el mundo animal porque está habitado por un deseo que nada de este mundo puede saciar, el deseo de Dios: “Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti, mi carne tiene ansia de ti como tierra reseca, agostada sin agua” (Sal 62,2). “No es un tenue deseo el que tiene el hombre de ver a Dios, sino que lo desea con un ardor parecido al de la sed”, comenta san Jerónimo. Jesús ha venido a saciar este deseo constitutivo del ser del hombre. El hambre y la sed del corazón requieren un alimento que no es material sino celestial, el “pan del cielo”. Y lo que Dios espera de nosotros es que busquemos este pan del cielo y que lo reconozcamos en su único Hijo Jesucristo, enviado por Él a nosotros: “La obra de Dios es esta: que creáis en el que él ha enviado” (Jn 6,29).

Por eso Jesús declara con toda contundencia: “Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás” (Jn 6,35). El hambre y la sed del corazón del hombre se manifiestan como hambre y sed de Verdad, de Bien y de Belleza, es decir, como cumplimiento y realización del deseo de conocer, de comprender (verdad), del deseo de realizar con nuestra libertad la plenitud de nuestro ser (bien) y del deseo de vivir en una armonía consigo mismo, con los demás y con el cosmos perfecta (belleza). Y Jesús pretende ser el cumplimiento de todo eso. Por eso declarará más adelante: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,6). El apóstol evangelista escribe camino, verdad y vida, con mayúsculas, para subrayar que no se trata de “un” camino, de “una” verdad y de “una” vida, sino de la plenitud absoluta de ellos.

La pretensión de Jesús es única en toda la historia de la humanidad. Los grandes hombres espirituales –Buda, Confucio, Lao Tse, los que escribieron los Veda etc.- han hablado todos diciendo: yo he encontrado un camino que conduce a la verdad y a la vida, y a continuación cada uno de ellos nos ha narrado lo que ha encontrado; y quienes han adherido a ese hallazgo, a esa intuición, han constituido las diferentes religiones que hay en el mundo. Pero ninguno de ellos se ha atrevido a afirmar que su propia persona fuera tanto el camino, como la meta del camino (la verdad y la vida). El único que ha hecho esta afirmación es Jesucristo y muchos creyeron –y creen- que esa es una pretensión excesiva, desmesurada: “¿Por quién te tienes a ti mismo?” (Jn 8,53) le preguntaron los judíos a Jesús, para declarar más tarde: “No queremos apedrearte por ninguna obra buena, sino por una blasfemia y porque tú, siendo hombre, te haces a ti mismo Dios” (Jn 10,33).

Nosotros, los cristianos, creemos que la afirmación de Jesús no es una pretensión desmesurada, porque él no es un hombre que se hace Dios, sino Dios que se ha hecho hombre, que ha venido a nosotros por su propia iniciativa. Por eso venimos todos los domingos a celebrar la eucaristía para recibirle a Él, el pan del cielo, el único que puede saciar el hambre y la sed de nuestro corazón, el único que puede dar plenitud a nuestra humanidad. Y esto no ha sido un invento nuestro, sino un don de Dios por el que le estamos muy agradecidos.

Dame las riquezas de tu gloria


¡Oh Dios! Esplendor de los santos, esperanza de los viadores, luz de la patria, faro de nuestro caminar, postrado en tu santa presencia, yo te invoco.

Te invoco a ti. Te llamo a mí y en mí. Ven a mí, habita en mí. Te deseo, te quiero, te necesito, tengo hambre y sed de ti (Sal 62, 2). Eres la luz de mis ojos, el calor de mi corazón; la ayuda de mi fuerza, el alimento de mi vida. Te invoco, ¡oh único necesario de mi camino! Tengo necesidad de ti, de tu luz para ver, de tu amor para amar, de tu fuerza para obrar…

Que tu Espíritu Santo derrame en mi corazón su caridad. No quiero recibir el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de ti, para conocer los dones que nos haces.

¡Oh Padre! Dame las riquezas de tu gloria, la fortaleza de tu Espíritu para vigorizar en mí al hombre interior. Concédeme el poseer en mi corazón la inhabitación de Cristo. Dame la raíz y el fundamento de la caridad, para que pueda comprender con todos los santos, cuál es su altura, anchura y profundidad, que pueda entender la ciencia de las ciencias: la caridad de Cristo, llenándome de toda la plenitud de Dios (Ef 3, 16).

Francisco de Sales Pollien
(1853-1936)

Santiago Apóstol

15 de agosto 

25 de julio de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • El rey Herodes hizo pasar a cuchillo a Santiago (Hch 4, 33; 5, 12. 27-33; 12, 2)
  • Oh, Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben (Sal 66)
  • Llevamos siempre y en todas partes en el cuerpo la muerte de Jesús (2 Cor 4, 7-15)
  • Mi cáliz lo beberéis (Mt 20, 20-28)
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          Celebramos hoy, queridos hermanos, la fiesta del apóstol Santiago, patrono de España. La riqueza de la liturgia de la palabra de este día nos ofrece abundantes puntos de reflexión, que constituyen llamadas a nuestra conversión como católicos y como católicos españoles.

          La primera lectura nos ha recordado la contundente respuesta que Pedro y los demás apóstoles dieron ante las autoridades religiosas judías: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. Es una llamada a revisar nuestra jerarquía de valores y a preguntarnos qué es, de verdad, lo primero en nuestra vida, es decir, cuál es el criterio que prevalece sobre todos los demás a la hora de tomar nuestras decisiones. Si nuestro criterio es no distinguirnos de los demás, ser como todos, no llamar la atención, ser socialmente correctos, ajustándonos al comportamiento de la mayoría, entonces Dios no es el primero en nuestra vida, sino que lo primero es una determinada imagen de nosotros mismos que no queremos que desentone de la mayoría social; lo primero serría no querer tener problemas. El cristiano tiene que tener la audacia de poner a Dios, a su voluntad y a su santa ley, como lo más importante en su vida, aunque ello le genere algún problema.

          La segunda lectura nos ha recordado que la existencia cristiana está poblada de peligros, porque “nos aprietan por todos los lados (…) estamos apurados (…) acosados (…) nos derriban”, y nos invita a ver en todas esas dificultades una participación en la muerte de Jesús “para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo”. La vida de Jesús es la vida del Resucitado, la vida misma de Dios. Y Cristo resucitado lleva en su cuerpo glorioso sus cinco llagas gloriosas y benditas abiertas, como un memorial viviente de su pasión y muerte en la cruz, que nos recuerdan que esa vida suya de resucitado ha nacido de la extrema debilidad e impotencia de la cruz, y que es un don de Dios. Hay aquí una paradoja de la vida cristiana que consiste en que la fuerza de Dios se complace en manifestarse en nuestra debilidad, tal como le dijo el Señor a san Pablo. “Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza” (2Co 12, 9). Conscientes de esto, los cristianos no podemos dejar de hablar, de proclamar la verdad de Dios y la verdad del hombre que, en Cristo, se nos ha manifestado: “Creí, por eso hablé”. El anuncio de esta verdad, que es el Evangelio, se nos ha confiado a nosotros, y aunque estemos en unas condiciones adversas no podemos dejar de realizarlo, porque es esencial para la salvación del mundo.

          Finalmente el evangelio pone ante nuestros ojos el contraste entre la mentalidad de los hombres –aquí representada por la madre de los Zebedeos- que piensa en la relevancia social, incluso en el Reino de Dios, y la mentalidad de Cristo que cede toda disposición de su Reino a la voluntad del Padre del cielo, mostrando así la desapropiación de  su propia obra, que él entrega, sin condiciones, al Padre para que Él disponga de ella según su voluntad. El que nos enseña a orar diciendo: “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”, practica él mismo esa petición.

          Al mismo tiempo, el Señor aprovecha la ambición de la madre de los Zebedeos para señalar la condición ineludible para estar con él en su Reino: beber el mismo cáliz que él va a beber. El cáliz simboliza el destino que uno tiene que asumir y que, en el caso de Cristo, consiste en su entrega sacrificial por la salvación del mundo en la cruz. La pregunta que Cristo hace a Santiago y Juan es, por lo tanto, si están dispuestos a compartir su destino. Ellos responden sin dudar que sí, y aunque tal vez en esa respuesta haya una cierta presunción, es sin embargo la respuesta adecuada. También nosotros debemos de estar interiormente dispuestos a compartir el destino de Cristo, sabiendo que esta disposición sólo podrá hacerse realidad por su gracia que actúa en nosotros, en el seno mismo de nuestra debilidad. Así lo han experimentado los santos mártires que a menudo eran hombres o mujeres cobardes y débiles, pero que fueron sostenidos por la gracia de Dios para dar su vida por Cristo. Los demás apóstoles se indignan contra Santiago y Juan, y ello muestra, como recuerda san Juan Crisóstomo, lo imperfectos que aún eran. Es que todavía no habían recibido el Espíritu Santo.  Que Él venga sobre nosotros para que seamos hoy en día testigos de Cristo en España.

El santo y la prostituta

(En una pequeña aldea griega de Anatolia, dominada por los turcos, el pope Grigoris, párroco del lugar, elige a Manoliós, un humilde pastor, para representar a Jesús en la próxima Semana Santa. En esa misma aldea hay una viuda, Katerina, que ejerce la prostitución. Todos lo saben y todos la desprecian, aunque muchos hombres la desean y la frecuentan. Manoliós se ha alejado del pueblo y se ha unido a un grupo de cristianos perseguidos, procedentes de otro lugar, que se han refugiado en la montaña cercana a la aldea, y se deja guiar espiritualmente por el pope que los acompaña, el pope Fotis. Manoliós y Katerina se sienten misteriosamente atraídos el uno por el otro, aunque no se sabe bien la naturaleza de esa atracción, que no parece ser de orden exclusivamente sexual. Y en ese contexto, repentinamente, a Manoliós se le ha producido la lepra en pleno rostro, de tal modo que su figura se ha vuelto extremadamente repugnante.)

          Y sí, Manoliós había pasado por la ermita, había encendido la vela, y todo el día, arrodillado en la penumbra, había estado mirando a Cristo con ganas de hablarle, pero se avergonzaba, no sabía cómo expresarse…Y Cristo, desde el iconostasio, lo miraba a su vez, y también él quería hablarle, pero temía asustarlo, y guardaba silencio.

          Así pasaron el día entero, callados, el uno frente al otro, como dos enamorados cuyo corazón se desborda, pero su boca languidece y calla.

          Ya de noche, poco antes de que pasaran los tres amigos, Manoliós se levantó y besó la mano de Cristo; ya se lo habían dicho todo, ya no tenían nada que contarse, abrió la puertecita y se encaminó a la aldea.

          “He dicho lo que tenía que decir –pensaba contento-. Nos hemos puesto de acuerdo, me ha dado su bendición, voy”.

          Y bajaba alegre y aliviado el sendero.

          Se había enrollado el ancho pañuelo alrededor de la cabeza, dejando descubiertos solo los ojos. Estaba anocheciendo cuando entró en la aldea. Tomó los callejones más apartados, caminaba rápido, no encontró ni un alma. Giró en una esquina, nadie en la calle. Extendió decidido la mano y tocó a la puerta de Katerina.

          Al poco se oyeron las chinelas de la viuda en el patio.

          - ¿Quién es?-se oyó la voz fresca desde adentro.

          -Abre-respondió Manoliós, cuyo corazón había comenzado a temblar.

          -¿Quién es?-preguntó de nuevo la voz.

          -Yo, yo, Manoliós.

          De inmediato la puerta se abrió y la viuda abrió los brazos.

          -¿Eres tú, Manoliós?–dijo contenta-. ¿Qué buen viento te ha traído? Entra.

          Entró y cerró la puerta. Se asustó.

          Se detuvo, miró las dos macetas de claveles en la penumbra y los grandes guijarros blancos del patio que brillaban. Su corazón temblaba.

          -¿Por qué traes envuelta la cara?-le preguntó la viuda-. ¿Tienes miedo de que te vean? ¿Te da vergüenza? Entra. Entra, Manoliós, no tengas miedo, no te voy a comer.

          Manoliós se había quedado inmóvil, mudo, en la mitad del patio. Distinguía veladamente la cara de la viuda que irradiaba destellos, y también sus manos blancas y su pecho semidescubierto…

          Día y noche pienso en ti, Manoliós-decía la viuda-. No puedo dormir. Y si me quedo dormida, te veo en sueños…Día y noche te llamo: ¡ven!, ¡ven! ¿Y esta noche, mira, has venido! Bienvenido, Manoliós.

          -He venido para librarte de mí, Katerina-dijo tranquilo Manoliós-. Para que dejes de pensar en mí, para que ya no me llames. He venido para que sientas asco de mí, Katerina, hermana.

          -¿Qué yo sienta asco de ti, Manoliós?-gritó la viuda-. Pero si tú eres mi única esperanza en la vida. Tú, sin saberlo, sin quererlo, sin que yo lo quiera tampoco, tú eres mi salvación…No te asustes, Manoliós. No es mi cuerpo el que te está hablando, es mi alma. Porque yo también tengo alma, Manoliós.

          -Tienes encendido el candil. Vamos adentro para que me veas.

          -Vamos, dijo la viuda, y tomó a Manoliós de la mano con ternura.

          Entraron. La cama de la viuda, ancha, bellamente tendida, ocupaba toda la alcoba; encima estaba el icono de la santísima Virgen, con una lamparita pequeña de vidrio rosado enfrente. En el alto lampadario había un candil de tres picos encendido.

          -Sé fuerte, Katerina-dijo Manoliós y se colocó debajo de las tres llamas-. Acércate, mírame.

          Lo dijo, y poco a poco comenzó a desenrollar el pañuelo.

          Aparecieron los labios hinchados, agrietados, azules; luego las mejillas espumosas, partidas, de las que supuraba un  líquido espeso y amarillento que parecía pus; luego la frente abombada, muy roja, como carne viva.

          La viuda, con los ojos desorbitados, no hacía sino mirarlo…Y de pronto se llevó las manos a los ojos para no ver, se lanzó sobre Manoliós y se soltó en llanto.

          -¡Manoliós, mi Manoliós!-le decía-, ¡amor mío!

          Manoliós la retiró con delicadeza.

          -¡Mírame! ¡Mírame!-le gritó-. No llores, no me abraces. ¡Mírame!

          -¡Amor mío! ¡Amor mío!-volvió a gritar, sin querer despegarse de él.

          -¿No te doy asco?

          -¿Cómo puedes darme asco, niño mío?

          -Tengo que dártelo, Katerina, tengo que dártelo, hermana mía. Para que te salves…, para que yo también me salve.

          No quiero salvarme. Si me salvo de ti, Manoliós, estoy perdida.

          Manoliós se derrumbó sobre un banco al lado de la cama, desesperado.

          -Ayúdame, Katerina-dijo suplicante-, ayúdame a salvarme…Yo también pienso en ti, y no quiero. ¡Ayuda a mi alma para que no peque!

          La viuda se apoyó contra la pared, estaba palidísima. Miraba a Manoliós y su corazón se derretía, era como si un hijo suyo estuviera ahogándose y la llamara en medio de la noche…

          -¿Qué puedo hacer por ti, mi niño?-susurró al fin-. ¿Qué quieres que haga?

          Manoliós guardaba silencio.

          -¿Quieres que acabe con mi vida?-preguntó la viuda-. ¿Quieres que acabe con mi vida para que tú te salves?

          -¡No! ¡No!-gritó Manoliós asustado-. De ese modo tu alma se perdería, y no quiero.

          Guardaron nuevamente silencio. Y al cabo de un momento:

          -Quiero salvarte-dijo Manoliós-, solo así podré salvarme yo, hermana. De mí depende tu alma.

          -¿De ti depende mi alma, Manoliós?-gritó la viuda, y su corazón dio un vuelco-. Tómala, llévala adonde tú quieras. Piensa en Cristo. También de él dependía el alma de Magdalena.

          -¡En él pienso!-gritó Manoliós, y de pronto se sintió aliviado-. En él pienso, hermana, de día y de noche.

          -Sigue su camino, Manoliós. ¿Cómo salvó a Magdalena, la prostituta? ¿Tú sabes? Yo no sé. Haz conmigo lo que quieras.

          Manoliós se levantó.

          -Me voy. Has hablado, hermana, y me he sentido aliviado.

          -Y tú también, Manoliós, has hablado y me he sentido aliviada. Me has llamado hermana…

          Manoliós comenzó de nuevo a envolverse la cara con el ancho pañuelo. De nuevo solo sus ojos quedaron al descubierto.

          -¡Adiós, hermana!-dijo-. Volveré.

          La viuda lo tomó de nuevo de la mano, atravesaron el patio. Katerina alargó el brazo y, en medio de la oscuridad, cortó un puñado de claveles.

          -Tómalos-dijo-. Que Cristo esté contigo, Manoliós. Abrió la puerta, miró. Ni un alma en la calle.

          -No le abriré mi puerta a nadie-dijo la viuda-. ¡Esperaré a que vuelvas, Dios mediante!

          Manoliós cruzó el umbral y desapareció en la noche.

 


Autor: Nikos KAZANTZAKIS

Título: Cristo de nuevo crucificado

Editorial: Acantilado, Barcelona, 2018, (pp. 184-188)




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XVI Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

18 de julio de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • Reuniré el resto de mis ovejas, y les pondré pastores (Jer 23, 1-6)
  • El Señor es mi pastor, nada me falta (Sal 22)
  • Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos ha hecho uno (Ef 2, 13-18)
  • Andaban como ovejas que no tienen pastor (Mc 6, 30-34)
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          Los apóstoles le contaron (a Jesús) todo lo que habían hecho y enseñado. Después de su primera misión, los apóstoles dan cuenta al Señor de todo lo que han hecho, porque ellos saben que no tienen ninguna legitimidad fuera del envío del Señor y que todo lo que ellos han dicho y hecho ha sido un encargo que el Señor les ha dado, y que, por lo tanto, ellos responden ante Él. Los apóstoles -la Iglesia, por lo tanto- dependen por completo del Señor, ante el cual tienen que “dar cuenta”. Esto también vale de cada uno de nosotros, que tendremos que dar cuenta ante Dios de todo lo que hemos dicho y hecho con los dones que Él nos ha dado, el primero de los cuales es el ser, la vida, la existencia.

          Venid vosotros solos a descansar un poco. El Señor se preocupa del descanso de los apóstoles. Para Él la vida no se nos ha dado para trabajar, trabajar y seguir trabajando, sino también para descansar, para contemplar, para recuperar el propio ser. El Señor no es hiperactivo, ni es de los que confunden la vitalidad con la agitación. Él quiere que estemos presentes en todo lo que hacemos con una presencia verdaderamente humana, personal; y para eso es imprescindible descansar, recuperarse, unificar el propio ser.

          Muchas personas no saben descansar porque tiene miedo al silencio, no saben hacer silencio para percibir la presencia del Señor y unirse a Él. Pues el descanso tiene que consistir en estar más íntimamente con Él. Por eso dice “venid” y no dice “marchaos”. Lo que de verdad descansa el corazón del hombre y le permite unificarse y recuperarse es la intimidad con Jesús. Hacer de las vacaciones un tiempo de alejamiento de Dios es la mejor manera de asegurarse un desastre. “Venid a mí los que estáis cansados y agobiados y yo os daré descanso” (Mt 11,28).

          Le dio lástima de ellos, porque andaban como oveja sin pastor. El Señor cree que los hombres necesitamos pastores, necesitamos alguien que nos conduzca, que nos guíe. Porque la vida es muy compleja y para el hombre es muy fácil confundirse. Es cierto que, al orgullo humano, le cuesta reconocer que necesita pastores; pero no por ello dejamos de necesitar la ayuda de alguien que tenga más experiencia y que nos ame de verdad, que quiera nuestro bien. La función del pastor es como la del padre: alguien que ayuda a crecer, que indica cuáles son los caminos que nos hacen crecer y cuáles los que nos llevan al abismo. Una de las desgracias mayores de nuestro tiempo es la crisis de paternidad, lo difícil que es encontrar a alguien que nos haga de padre –no de ‘colega’, ni de ‘amigo’, ni de ‘compa’. El Señor siente lástima al ver a aquellas gentes así, como sin duda sigue sintiendo lástima al ver a tantos hombres, y en especial a tantos jóvenes, que verdaderamente no saben adonde ir.

          Y se puso a enseñarles con calma. El Señor está dispuesto a hacernos de padre, a ser nuestro pastor. La primera necesidad que tiene el hombre es la Verdad (y no el afecto, como muchos creen), y por eso Jesús se pone a enseñar. “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4). Jesús da, antes que nada, el alimento del alma, que es la luz de la Verdad, para que el hombre pueda vivir según su dignidad. A continuación, como nos cuenta san Marcos, les dará también el alimento del cuerpo, multiplicando los panes y los peces. Pero las cosas deben de seguir la justa jerarquía. Cuando sólo hay preocupación por las necesidades materiales, se trata al hombre como un animal de engorde, ignorando su dignidad, que le viene de su apertura a la Verdad.

Correr con esperanza

Quienes corren con esperanza no se preocupan de ir mirando los tropiezos del camino, es más, ni siquiera se preocupan de indagar sobre tales tropiezos. Pero cuando salen del mar, entonces ven esos tropiezos y glorifican a Dios, porque han sido liberados de todas aquellas tempestades y de muchos escollos que ni siquiera conocían, pues no se preocupaban de prestar atención a tales cosas.

Quienes, por el contrario, atormentan sin cesar sus entendimientos y quieren ser muy sabios, quienes dedican su alma a dar vueltas en torno a tales pensamientos y temores; quienes hacen muchos preparativos, miran y reflexionan sobre las causas de tales tropiezos y de los pensamientos disolutos; esos, en su mayor parte, se encontrarán siempre a la puerta de su casa. Pues de hecho, el perezoso, cuando se le pide que vaya, dice: “Hay un león en el sendero y un asesino por los caminos” (Prov 22,13). O es como aquellos que dicen: “Allí hemos visto gentes valerosas y a sus ojos somos pequeños como langostas” (Nm 13,33); o aún más: “Sus ciudades son fuertes y sus fortificaciones se elevan hasta el cielo” (Dt 1,28). Éstos, en el momento de su muerte, seguirán estando en el comienzo de su camino. ¡Ellos son siempre los más sabios, pero nunca empiezan a caminar!

Isaac de Nínive – Siglo VII


XV Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

11 de julio de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • Ve, profetiza a mi pueblo (Am 7, 12-15)
  • Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación (Sal 84)
  • Él nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo (Ef 1, 3-14)
  • Los fue enviando (Mc 6, 7-13)
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“Instituyó Doce, para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar, con poder de expulsar los demonios” (Mc 3,14-15). Con estas escuetas palabras nos narra san Marcos la elección de los doce apóstoles. En el evangelio de hoy vemos cómo Jesús, después de que los Doce lleven ya un tiempo con él, los envía, por primera vez, a predicar, y cuáles son las instrucciones que les da para ello.

De dos en dos es un símbolo de la comunidad, de la Iglesia, de que los evangelizadores no anuncian un “asunto propio” sino que son portadores de la fe y la vida de un pueblo, de una comunidad.

Dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos porque hay que mostrar que el poder de Dios, que ellos proclaman al anunciar la cercanía del Reino de Dios, es superior a las fuerzas del mal, a los poderes que afligen, oprimen, y humillan al hombre. Si Dios viene ya a instaurar su Reino, el mal tiene que empezar a ser derrotado, se tiene que empezar a ver que el Bien es superior al mal: “No te dejes vencer por el mal, antes bien vence al mal con el bien” (Rm 12,21).

Los misioneros siempre han realizado abundantes obras de caridad hacia aquellos a quienes les anuncian la cercanía del Reino de Dios: escuelas, hospitales, comedores, viviendas, técnicas de trabajo etc. etc. Y sobre todo la enseñanza del perdón y de la misericordia: que perdonar a quien te ha hecho daño libera tu corazón del odio y del resentimiento (“espíritus inmundos”) y te hace libre de verdad.

(No llevéis) ni pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja, ni una túnica de repuesto. Es una manera de decir, como escribirá más tarde san Pablo, “que la gente sólo vea en vosotros servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios” (1Co 4,1), es decir, que quede claro que vuestro asunto es Cristo, es el Evangelio, es el Señor, que no parezca que vuestro asunto es otra cosa, es una cultura o una política o una economía. Como le dijo Pedro al lisiado que pedía  al puerta del Templo de Jerusalén: “No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, ponte a andar” (Hch 3,6).

 Un bastón y sandalias. Aunque en aquella época se caminaba descalzo, parece ser que, para los viajes largos, se imponía el uso de sandalias y de un bastón. Con ello seguramente se nos está insinuando que habrá que ir muy lejos a anunciar el evangelio y que, quienes lo hagan, tendrán que considerarse a sí mismos como peregrinos, tal como leemos en el libro del Éxodo, cuando al dar las instrucciones para comer la Pascua se dice: “la cintura ceñida, las sandalias en los pies, el bastón en la mano” (Ex 12,11). Los cristianos, aquí en la tierra, somos siempre “extraños y forasteros” (Hb 11,13), porque nuestra verdadera patria es la Jerusalén del cielo, ella es “nuestra madre” como dice san Pablo (Ga 4,26), ella es la “ciudad asentada sobre cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Hb 11,10).

Sacudíos el polvo de los pies para probar su culpa. Es curioso el contraste entre las instrucciones que se refieren a las personas de los misioneros, a los que se les dice que no se preocupen de sí mismos y que acepten la hospitalidad que les den sin buscar otra mejor, y el rigor que el Señor impone cuando se trata, no de los evangelizadores, sino del Evangelio, del Mensaje que ellos anuncian. Cuando este Mensaje sea rechazado, hay que realizar este gesto solemne con el que se hace comprender con claridad que con este rechazo  se está tomando una decisión fundamental en relación con la salvación. El Evangelio se ofrece a la libertad de los hombres que pueden acogerlo o rechazarlo, porque “la fe no es de todos” (2Ts 3,2), pero tiene que quedar bien claro que el rechazo del Evangelio establece una ruptura, una separación que es determinante. “Sacudir el polvo” de su calzado significa: estamos separados, no hay relación alguna entre nosotros, pertenecemos a campos diversos, no tenemos nada en común. Es un gesto muy fuerte el que manda el Señor a los apóstoles.

 Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban. En este gesto de ungir con aceite a los enfermos, que es un gesto muy antiguo que el Señor asumió, hay como un germen del sacramento de la unción de enfermos. La preocupación por la salud de los hombres es un signo del amor de Dios.

 Que también en cada uno de nosotros se note que nuestro “asunto”, el que de verdad nos interesa, es Cristo, su Persona, su Evangelio; que estamos aquí de paso y que nuestro corazón está puesto en el cielo y no en la tierra; que tengamos ternura y tiempo para los enfermos, sobre todo para los incurables. Para que se vea que de verdad esperamos el Reino de Dios.

Cómo explicar el alma humana a un niño


I.- EN NOSOTROS HAY COSAS INVISIBLES

Dentro de nosotros hay cosas que son muy importantes para nosotros y que no se pueden ver: ni las vemos nosotros, ni las ven los demás. 

Por ejemplo, tenemos pensamientos que los demás no ven: yo puedo estar pensando en hacer algo malo o algo bueno a otro, y él ni siquiera lo sospecha.

Tenemos también sentimientos que los demás desconocen, a no ser que nosotros se lo digamos,  o que se lo manifestemos de alguna manera. Por ejemplo, sentimientos de alegría, de tristeza, de rabia, de enfado, de esperanza, de compasión etc. etc.

Tenemos también anhelos, es decir, deseos de cosas que no hemos alcanzado y que nos gustaría alcanzar. Por ejemplo, el deseo de que una determinada persona se fije en mí, que me quiera, que se ocupe de mí, que me haga caso; o el deseo de que un familiar o un amigo enfermo se cure; o el deseo de hacer un viaje, o de estudiar una carrera determinada, o de poseer una cosa que no tengo.

Todas estas cosas –pensamientos, sentimientos, deseos- son muy reales en nosotros, y sin embargo no se ven. Existe, pues, en nosotros, un mundo interior, una vida interior, que es invisible pero que es muy real y que hace que a veces nos sintamos felices y contentos, y otras veces tristes y desgraciados.

II.- YO SOY YO AUNQUE CAMBIE MI CUERPO Y MI MUNDO INTERIOR

Yo soy siempre yo, siempre el mismo, aunque a veces esté triste y otras veces alegre, aunque unas veces haga cosas buenas y otras veces cosas malas. Pero yo soy siempre el mismo y por eso los demás pueden decir, por ejemplo, que estoy triste, o que estoy contento, o que he hecho una cosa estupenda, o que, al contrario, he hecho una trastada o que me he portado mal.

Incluso si tuviera un accidente muy grave con el coche y me tuvieran que cortar una pierna y también un brazo, y además perdiera un ojo, yo, sin embargo, seguiría siendo yo, seguiría siendo el mismo.

¡Qué misterio más grande es este del yo! Pues bien, este yo que es siempre el mismo, aunque unas veces esté triste y otras contento, este yo que sigue siendo el mismo aunque cambie mucho mi cuerpo, este yo que no se ve por fuera pero que está siempre dentro de mí, es lo que llamamos el alma. Y cuando nos morimos nos dejamos aquí en la tierra nuestro cuerpo, pero nuestro yo, con todo nuestro mundo interior, es decir, nuestra alma, se va y se encuentra con Dios.

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XIV Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

4 de julio de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • Son un pueblo rebelde y reconocerán que hubo un profeta en medio de ellos (Ez 2, 2-5)
  • Nuestros ojos están en el Señor, esperando su misericordia (Sal 122)
  • Me glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo (2 Cor 12, 7b-10)
  • No desprecian a un profeta más que en su tierra (Mc 6, 1-6)
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          La cuestión central en el evangelio de Marcos, como en los demás evangelios, es la de la identidad de Jesús, la de saber quién es en verdad este hombre al que llamamos Jesús de Nazaret. La salvación la alcanzan precisamente aquellos que descubre su verdadera identidad y la confiesan abiertamente, como aquel centurión que, al ver la manera como Jesús había expirado, dijo: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Mc 15,39).

          Para conocer la identidad de una persona puede ayudarnos conocer su familia, su lugar de nacimiento y sobre todo de crecimiento, su cultura, su profesión, su círculo de relaciones. Pero todo esto no basta. Al final cada uno manifiesta su verdadero ser, su identidad propia, en aquello que, libremente, hace, en su manera personal de comportarse, de hablar, de actuar, manera que puede coincidir o no coincidir con los modos y maneras de su familia, de su pueblo, de los de su profesión etc.

          Los habitantes de Nazaret  conocían mejor que nadie el entramado de relaciones familiares, vecinales y profesionales de Jesús. Sin embargo, por lo menos en esta ocasión, no fueron capaces de reconocer su verdadera identidad. El evangelio nos dice que ellos se hallaban confrontados a unos hechos que no respondían a ese entramado familiar, vecinal y profesional de Jesús. Estos hechos son su sabiduría y sus milagros. Sus paisanos veían estos hechos, los reconocían, pero los censuraban, puesto que pensaban en su corazón: “no puede ser”, “él es uno de los nuestros y como ninguno de nosotros posee esa sabiduría y hace esos milagros, él tampoco los puede hacer”. “Y desconfiaban de él”, dice el evangelio. En el fondo se decían a sí mismos: “aquí hay trampa, esto no puede ser”.

          La fe, queridos hermanos, se fundamenta sobre los hechos; la increencia, en cambio, sobre los prejuicios, en base a los cuales se censura la realidad. Los hechos provocan preguntas que conducen (o pueden conducir) a la verdad; los prejuicios expresan sentimientos propios, y no precisamente muy nobles, que alejan de la verdad. La fe se basa en una atención a la realidad; la increencia en una censura de la realidad.

          Los hechos que ofrecía (y que sigue ofreciendo) Jesús, pueden ser de naturaleza moral o de naturaleza física. De naturaleza moral son los que manifiestan su sabiduría. Cuando estuvo entre los samaritanos estos le dijeron a la mujer de Samaria: “Ya no creemos por tus palabras; que nosotros mismos le hemos oído y sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo” (Jn 4,42). Cuando fueron a detenerle los guardias del Templo, por orden de los sumos sacerdotes y de los fariseos, “los guardias volvieron a los sumos sacerdotes y los fariseos. Éstos les dijeron: «¿Por qué no le habéis traído?» Respondieron los guardias: «Jamás un hombre ha hablado como habla ese hombre.»” (Jn 7,45-46). De naturaleza física son, en cambio, los milagros: el agua que se convierte en vino, para que unos novios no sufran la humillación de que falte vino en su banquete de bodas, la tempestad que se calma con solo su palabra, el leproso que es curado con un solo toque de Jesús, la multitud que come hasta la saciedad con cinco panes y dos peces etc. etc.

          Los milagros requieren la fe, suponen la fe. Porque los milagros no son “excepciones a las leyes naturales”, como se suele decir de manera bastante desafortunada, sino una ordenación nueva de la realidad que es posible cuando los hombres reconocen que Jesús es el Señor de todo, que en Él está presente y actuante el poder de Dios. Y por otro lado, fundamentan la fe. Por eso el Señor los realiza a veces, aunque no haya apenas fe en Él. Como en Nazaret, donde “no pudo hacer allí ningún milagro”, pero, sin embargo, “curó algunos enfermos, imponiéndoles las manos”, según dice el evangelio de hoy.

          La censura de la realidad se expresa diciendo “no puede ser”: no puede ser que el hombre viva castamente y que encuentre felicidad en ello; no puede ser que el hombre sea generoso, que comparta sus bienes y que experimente que “hay más felicidad en dar que en recibir” (Hch 20,35), según dijo el Señor; no puede ser que alguien no busque el poder, el dominio sobre los demás, el destacar y sobresalir, no es posible que alguien sea de verdad humilde. “No es posible”: éste es el lenguaje de la increencia, que no cree que existe Jesucristo, que es Dios, que nos da el Espíritu Santo y que, por la acción del Espíritu Santo en mí, yo puedo ser de verdad un hombre nuevo. Nosotros existimos para decir, con la palabra y sobre todo con nuestra vida, que “es posible”.

          Que el Señor nos conceda perseverar en la fe. Pero que nos siga concediendo también esa apertura a la realidad, esa pasión por los hechos, que es la actitud humana que conduce a la fe. Que nos conceda amar apasionadamente la realidad, sin censurarla, puesto que ella nos conduce a Dios. Que así sea.

Líbrame de la esterilidad espiritual

Dios de los espíritus y de toda carne, no permitas

que yo tenga los dolores de parto y no dé a luz nada;
que yo me lamente y que no derrame lágrimas;
que yo medite y que ningún suspiro brote de mí;

que yo acumule nubes pero sin ninguna lluvia;
que yo corra pero no alcance la meta;
que yo grite y que Tú no me escuches;
que yo suplique y me quede sin una mirada tuya;

que yo implore y no obtenga misericordia;
que yo Te invoque y no reciba ningún socorro;
que yo inmole y que mi sacrificio no te sea agradable;
que yo Te vea y salga con las manos vacías.

Dame tus bienes,
escúchame antes de que Te invoque,
oh Tú el único Poderoso.
Sálvame Tú que eres Compasivo.
Escúchame Tú que eres Misericordioso.


San Gregorio de Narek
(944-1010)