IV Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

 31 de enero de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • Suscitaré un profeta y pondré mis palabras en su boca (Dt 18, 15-20)
  • Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: «No endurezcáis vuestro corazón» (Sal 94)
  • La soltera se preocupa de los asuntos del Señor, de ser santa (1 Cor 7, 32-35)
  • Les enseñaba con autoridad (Mc 1, 21b-28)
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          En el evangelio de este domingo se nos reitera la Buena Noticia de la llegada del Reino de Dios, que ya se nos anunció el domingo anterior. Y ello se hace, de manera muy gráfica, presentándonos a un hombre que tenía un espíritu inmundo al que Jesús libera. “Un espíritu inmundo” significa una fuerza que supera al hombre, que se apodera de él, que lo arrastra, que no le deja ser él mismo, que lo convierte en un guiñapo, en un cascarón de nuez arrastrado por la corriente, en un ser incapaz de gobernarse a sí mismo según la verdad y la dignidad de su propio ser. Eso es un “espíritu inmundo”. Y de esos, hay muchos: la soberbia, la avaricia, la ira, la lujuria, la pereza, la envidia, la gula etc. El evangelio nos enseña que todas esas fuerzas están, en realidad, dominadas por Satán, por el Maligno, que es el enemigo del género humano desde el principio.

          El evangelio de hoy nos da la Buena Noticia de que hay uno, Jesús, el Señor, que tiene verdadero poder sobre todas esas fuerzas oscuras que aplastan al hombre; y que Él, con su palabra poderosa, puede arrinconarlas, mandarles que dejen en paz al hombre para que éste puede ser de verdad lo que es: imagen y semejanza de Dios, y no un pelele en mano de unas fuerzas oscuras. De hecho, Jesús, cuando nos enseñe a orar, nos mandará pedir: “y líbranos del Mal”.

          El endemoniado se puso a gritar: ¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios. El demonio reconoce en Jesús aquél que ha venido a destronarlos, a expulsarlos del corazón, del alma y del cuerpo de los hombres; pues la llegada del Reino de Dios implica el fin del poder de los demonios.

          Notemos de paso que el demonio se vanagloria de conocer la identidad de Jesús, de saber que Él es “el Santo de Dios” (el demonio es un “listillo” y presume de ello). Sin embargo ese “saber” no le sirve de nada, porque lo que salva no es “saber” sino “confiar”: la fe que salva es la confianza en Dios por la certeza que tenemos de que Dios es Amor y perdona nuestros pecados. Ésa es la fe que salva, y no la “fe de los demonios” que lo saben todo sobre Dios, con toda exactitud, pero que no confían para nada en Él.

          Jesús ordena callar al demonio, porque la proclamación de la verdad que el demonio hace no sirve de nada, ya que está vacía de amor y de confianza en Dios. Los “listillos” no salvan al mundo, no liberan del mal. Lo que salva al mundo es el amor de Dios. “Y nosotros hemos conocido y hemos creído en el amor que Dios nos tiene” (1Jn 4, 16). Le ordena también: Sal de él. Explica san Jerónimo que es como si Jesús le dijera: “No me alegro de que me alabes, sino de que te marches. Sal de este hombre, deja libre esta morada que está dispuesta para Mí y que tú has usurpado. Abandona esta propiedad que es mía”, pues le hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, para ser “amigo de Dios”, para vivir con Él y en Él, y la presencia del demonio es incompatible con la presencia de Dios.

          Hermanos: los demonios, esas fuerzas que dominan al hombre y no le dejan vivir según su dignidad, existían y existen, y ningún avance de la ciencia ha conseguido eliminarlas. Basta pensar en el alcohol, en las drogas, en las ludopatías, en la pornografía y en tantas y tantas realidades que convierten al hombre del siglo XXI, con sus estudios universitarios, con sus ‘masters’, con sus ‘erasmus’, con sus idiomas perfectamente hablados etc. etc., en un adicto, en un ser dependiente. Y la medicina y la psicología, con mucho esfuerzo y sin ninguna garantía de éxito, intentan ayudar; pero no tienen ninguna receta mágica, porque el origen y la naturaleza del Mal, de todo lo que es Mal, sigue siendo muy misterioso. En resumidas cuentas, el hombre sigue necesitando un Salvador, porque, él solo, no sabe ni puede salvarse a sí mismo (como mucho consigue gestionar un poco mejor sus problemas).

          Hasta los espíritus inmundos les manda y le obedecen. Ésta es la Buena Noticia. En Cristo, Dios ha desplegado su poder eficaz para salvarnos, para liberarnos de las fuerzas demoníacas que se apoderan de nosotros y destruyen nuestra humanidad: de la envidia, de la frivolidad, de la voluntad de poder, del egoísmo atroz. Jesús es aquel que “con una sola palabra” puede librarnos, tal como confesamos antes de ir a comulgar: “Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”.

Navidad 2020



El problema sanitario se arreglará
con vacunas y medicamentos; 
siempre ha sido así.
El problema económico se resolverá 
a base de dinero y buena administración;
siempre ha sido así.
El problema antropológico 
que daña nuestro mismo ser
distanciándonos del otro,
viéndolo como un peligro potencial,
sintiéndonos seguros en nuestro aislamiento,
acostumbrándonos al enmascaramiento
que hace inútil la expresión de la cara
-espejo del alma-,
privándonos del beso,
del abrazo, del apretón de manos…
Ese problema ¿quién y cómo podrá arreglarlo?
Quién: nos ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor.
Cómo: acogiéndolo en nuestra miseria
para que de ella haga el trono de su misericordia.
Así será para siempre.

¡Santa y feliz Navidad!


(Luis Miguel Muñoz Ríos, pbro.)

III Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

24 de enero de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • Los ninivitas habían abandonado el mal camino (Jon 3, 1-5. 10)
  • Señor, enséñame tus caminos (Sal 24)
  • La representación de este mundo se termina (1 Cor 7, 29-31)
  • Convertíos y creed en el Evangelio (Mc 1, 14-20)
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          El evangelio de hoy nos presenta a Jesús que inicia su ministerio anunciando la Buena Noticia, diciendo que “se ha cumplido el plazo” y ya “está cerca el Reino de Dios”, es decir, que Dios, por fin, ha empezado a construir su Reino, a introducirlo en la historia. Jesús dice que está sucediendo algo y nos pide, en consecuencia, dos cosas: que creamos de verdad que eso (la introducción de su Reino en la historia humana) está sucediendo, y que nos convirtamos, es decir, que reajustemos nuestra vida, que cambiemos la orientación de nuestra vida, en función de este acontecimiento.

          Lo que está sucediendo es objeto de fe, hay que “creerlo”, porque no es algo evidente que se imponga por sí mismo a los ojos de todos. Porque Dios está introduciendo su Reino en la historia humana, pero al modo de un germen, de una semilla muy pequeña (“grano de mostaza”), de una levadura. Por eso Jesús nos pide que “creamos” esta Buena Noticia.

          Nos pide también la “conversión” que consiste, ante todo, en lo que nos ha recordado la segunda lectura de hoy: en una relativización de las estructuras de este mundo. Puesto que, si es verdad que Dios ha empezado a introducir su Reino en la historia humana, entonces todo debe ser subordinado a este acontecimiento extraordinario y, por lo tanto, ya no hay que absolutizar las realidades mundanas. En consecuencia “que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no lloraran; los que están alegres, como si no lo estuvieran; los que compran, como si no poseyeran … porque la apariencia de este mundo se termina”. Es decir, “este mundo”, este orden de cosas (las formas culturales, las leyes sociales, políticas, económicas etc.), que nos parece tan sólido y consistente, es en realidad provisional y sus días están contados. Por tanto sería un error absolutizar las estructuras de este mundo que está caducando ante el Reino de Dios.

          Y es en el contexto de este anuncio y de esta predicación de Jesús, como el Señor llama a sus primeros discípulos. San Marcos es como un pintor que dibuja un boceto, que construye un esquema esencial: narra las cosas según su esencia, sin adornarlas demasiado ni entrar en excesivos detalles. Y sin embargo, en su esquematismo, san Marcos nos dice muchas cosas.

          Nos dice, en primer lugar, que la iniciativa de la llamada viene siempre de Dios, de Jesús, que es Él quien llama: nadie puede arrogarse por sí mismo el título de discípulo de Jesús, de cristiano, si no es previamente llamado por Cristo.

          En segundo lugar nos recuerda que la llamada de Jesús posee una fuerza transformadora, creadora de un hombre nuevo, si es acogida con fe, si es obedecida: “os haré pescadores de hombres”.

          En tercer lugar nos recuerda que la llamada de Dios exige una ruptura, un abandono, de realidades muy importantes, como son la profesión y la familia: “dejaron las redes (…) dejaron a su padre Zebedeo con los jornaleros”. Es cierto que Dios no pide a todos estas rupturas; pero es igualmente cierto que todos tenemos que estar dispuestos a hacerlas si el Señor nos las pidiera. Familia y profesión son también realidades que pertenecen a este mundo que pasa y que tienen que ser relativizadas ante Dios y su Reino.

          En cuarto lugar nos enseña que el primer contenido de la llamada es pedirles que se vayan con Él, que vivan con Él. Por eso Marcos dice: “lo siguieron (…) se marcharon con Él”. Más adelante lo expresa de una manera más contundente: “Llamó a los que Él quiso (…) para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar” (Mc 3,13-14). Lo primero a lo que llama el Señor es a “estar con Él”; después ya irán a predicar. Por eso la vida cristiana se describe como un “seguimiento” de Jesús; es Él quien marca el camino, pero no nos dice de antemano cómo va a ser ese camino; lo único que nos dice es “ven conmigo”. El seguimiento no es un contrato laboral en el que se especifican los deberes y los derechos de cada uno, es una historia de amor en la que lo único de verdad importante es estar juntos, estar con Él. El cristianismo es, ante todo, amistad con Cristo, intimidad con Cristo. Por eso es tan importante la oración silenciosa, el saber “quemar tiempo” ante el Señor.

          En quinto y último lugar la llamada del Señor nos introduce en la comunidad de todos aquellos a los que Él también ha llamado y están con Él. Y así uno, por seguir a Jesús, se encuentra con una serie de gente con la que, tal vez, de otro modo, nunca se habría encontrado. Y esa gente se convierte poco a poco para él en una gente muy especial, porque es la gente que está dispuesta a vivir y a morir por Cristo. Esa gente se llama Iglesia, y es la nueva familia, creada por Jesús, como semilla y anticipo de su Reino. Que el Señor nos conceda un corazón lleno de agradecimiento por habernos llamado, por poder estar juntos, con Él. Que así sea.

El don de ciencia

 Lo propio del don de ciencia

Lo específico del don de ciencia es la contemplación de las relaciones que constituyen el juego de las causas segundas, es decir, el orden de la creación. El don de ciencia percibe las conexiones causales que unen a todos los seres del universo entre sí y con Dios, y el sentido espiritual que tienen esas conexiones. Por él juzgamos rectamente, según los principios de la fe, del uso de las criaturas, de su valor, utilidad o peligros en orden a la vida eterna.

Quienes poseen este don tienen la “ciencia de los santos” (Sb 10,10), según la cual personas que no han hecho ningún estudio de teología nos sorprenden por la seguridad con que perciben si un acto, una doctrina, una devoción, un consejo, una máxima cualquiera está o no está de acuerdo con la fe. Es admirable cómo Santa Teresa, a pesar de su humildad y rendida sumisión a sus confesores, nunca pudo aceptar la errónea doctrina de que en ciertos estados elevados de oración conviene prescindir de la consideración de la humanidad adorable de Cristo.

Los dos aspectos de las criaturas

El don de ciencia ofrece al cristiano una percepción de todo el juego de las causas segundas, contemplado desde el punto de vista de Dios; de tal manera que el cristiano pueda discernir el sentido espiritual que tienen las criaturas que le salen al paso. Es un don fundamentalmente contemplativo, pero que tiene una inmediata utilidad para la elaboración de un criterio de conducta, de una moralidad. El don de ciencia le hace comprender al hombre el camino de vida por el que el Señor lo llama a llegar a ser lo que es. Le revela interiormente la misión que corresponde a su vocación propia y a sus dones particulares (…) así como a comprender de qué manera cada estado de vida liga nuestra existencia a Cristo. Por eso mediante este don el Señor “conduce al justo por caminos rectos” (Sb 10,10), haciéndole percibir la red de conexiones que unen a todos los seres del universo entre sí y con su Creador. Se obtiene de este modo una percepción religiosa, espiritual, de la creación, del universo, a la que el propio Señor nos exhorta al invitarnos a mirar las aves del cielo y los lirios del campo y a descubrir en ellos el amor providente del Padre del cielo (Mt 6,25-34).

Esta percepción religiosa de las criaturas nos obliga a ver en todas ellas una expresión de la omnipotencia del Señor, y por lo tanto una alabanza de gloria a Dios (S1 18,2-3; Dn 3,52-90), pero también una fragilidad constitutiva que las incapacita radicalmente para saciar el corazón del hombre: “¡Vanidad de vanidades! -dice Cohelet  ¡vanidad de vanidades, todo vanidad!” (Qo 1,2). El don de ciencia nos instruye de este modo sobre la inconsistencia radical de todo el entramado de las realidades que pueblan nuestra experiencia histórica, mundana, poniéndonos en guardia frente al error que sería apoyar nuestra vida en ellas: “Por tanto, los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen. Los que lloran como si no llorasen. Los que están alegres, como si no lo estuviesen. Los que compran, como si no poseyesen. Los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen. Porque la apariencia de este mundo pasa” (1Co 7,29-31). No es, pues, raro, que el don de ciencia se manifieste en una especie de tristeza redentora y purificadora, en una especie de melancolía, de añoranza de un mundo que no esté ya “sometido a la vanidad” sino que esté “liberado de la servidumbre de la corrupción” y participe en “la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rm 8,20-21).

La “acedía” como rasgo determinante de la subjetividad contemporánea

Dicen los Padres del desierto que hay un pensamiento malo que ocupa la vida del monje, sobre todo en el centro de la jornada, durante las horas diurnas; ellos lo llaman acedía, término que significa dos cosas: el tedio y la ansiedad. Precisamente el tedio y la ansiedad son los males mayores de los que sufre el hombre contemporáneo.

El tedio es la señal del carácter prolijo, superfluo y fastidioso de todo lo que prácticamente nos ocupa. La ansiedad es a su vez la señal más pálida e imprecisa de la única cosa que importa, aunque ella no sabe decir por sí misma cuál ha de ser esta única cosa que importa. Tedio y ansiedad concurren conjuntamente a alimentar una tercera hermana, la tristeza: esa tristeza atmosférica y sin objeto preciso. Se trata de la “mala tristeza” o “tristeza de este mundo” de la que habla el Apóstol (2 Co 7,10).

Tedio, ansiedad y tristeza –en una palabra, acedía- definen sintéticamente la calidad del clima espiritual contemporáneo, que impide la generosidad del obrar, y que impone como inevitable la gravosa tarea de ocuparse de sí mismo, o de los propios “pensamientos”. Los “pensamientos”, en el lenguaje de los Padres del desierto, más que ideas son estados de ánimo, que generan después imaginaciones de la mente, pero que producen ante todo el efecto de replegar la mente sobre sí misma. Con motivo de este repliegue la mente se siente encerrada en un lugar angosto, del que parece que no puede salir mediante la acción, sino sólo divagando y fantaseando.

Pensemos en ese sutil sentimiento de angustia, o sólo de tedio, que alimenta en nosotros el deseo fácil de otra cosa, de otro lugar y de otra forma, que nos distraiga finalmente del presente. Este deseo alimenta a su vez la propensión al vagabundeo de la mente. La evagatio mentis es una de las tentaciones fundamentales de la vida; es un verdadero y propio “error”; para ninguna otra forma equivocada del vivir humano el término “error” parece mejor escogido. “Para el desgraciado todos los días son malos, el corazón contento tiene festín perpetuo”, dice un proverbio bíblico (Pr 15,15). Frente al sentimiento de angustia que demasiado a menudo  te oprime, no debes pues manifestar la calidad de los días –como sugiere el sabio- sino considerar la calidad de tu corazón; es preciso que corrijas cuanto hay en él de triste, para que también la calidad de los días pueda parecerte diferente. La imagen que usa Evagrio de la celda que se ha hecho inesperadamente demasiado estrecha y fastidiosa, es como la imagen del monje (o del hombre contemporáneo) que está demasiado trabado dentro de sí mismo.

El don de ciencia nos ayuda a vencer la acedía purificándonos de nosotros mismos, desvelando nuestras insuficiencias y los límites que nos hacen incapaces de alcanzar las aspiraciones de nuestro corazón. El Espíritu Santo nos conduce hacia la verdad sobre nosotros mismos. Para que el hombre, con sus límites y sus aspiraciones, pueda encontrar a Dios, no tiene que hacerse ilusiones sobre sí mismo. Debe empezar por conocer y nombrar sus pensamientos y sus sentimientos. Solamente cuando haya descubierto, en su diálogo interior, lo que él es verdaderamente y a lo que aspira, es cuando podrá brotar el conocimiento de la voluntad de Dios sobre él. 

De este modo el don de ciencia nos  sostiene y nos protege en nuestra fidelidad a Dios a lo largo de las crisis de la existencia, de los “desfiladeros estrechos” por los que tenemos que caminar: el Espíritu Santo nos ayuda a revisar todo a la baja –“Yo no soy mejor que mis padres” (1 R 19,4)- y al alza: “Porque para Dios nada hay imposible” (Lc 1,37), es decir, nos conduce a una percepción realista (y por lo tanto humilde) de nosotros mismos y a una confianza en Dios.

El don de ciencia y la bienaventuranza de las lágrimas

La tristeza o añoranza de la que hablábamos antes se manifiesta en un llanto lleno de dolor, como el de Jesús frente a Jerusalén (Lc 19,42), al percibir la malicia del comportamiento humano, la mala orientación espiritual de los hombres y de la sociedad (Lc 23,27-28). Por eso San Agustín y Santo Tomás de Aquino hacen corresponder el don de ciencia con la bienaventuranza de las lágrimas. 

Mateo escribe: Bienaventurados los afligidos, porque ellos serán consolados (5,3). Lucas afirma: Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis (6,21). El llanto y la risa, así como la aflicción, a la que se refieren los evangelios, no consisten en la materialidad psicológica de esos estados anímicos, sino que poseen un significado teológico. La risa designa la expresión orgullosa de la autonomía humana frente a Dios, mientras que el llanto expresa la conciencia de la dependencia de Dios en la adversidad, la certeza de que algún día Dios actuará y cambiará ese llanto en alegría, según las palabras del salmo: “Los que sembraban con lágrimas, cosechan entre cantares. Al ir iban llorando, llevando la semilla; al volver, vuelven cantando, trayendo sus gavillas (Sal 125, 5-6). El llanto del hombre, como expresión de la conciencia de su dependencia frente a Dios, conmueve al propio Dios, que es capaz de cambiar sus designios en atención a ese llanto, como ocurrió con el rey Ezequías (2Re 20,1-6).

No se trata, por lo tanto, de un simple llorar o de un simple reír, sino de las actitudes espirituales que están detrás de ello. Y eso es lo que expresa Mateo al hablar de los afligidos. Con esta expresión Mateo no indica una situación meramente pasiva, sino más bien una actitud activa, la de quienes están afligidos porque todavía Dios no reina por completo en la historia humana, porque ésta sigue estando llena de pecados cometidos contra Dios y de injusticias y faltas de amor hacia el prójimo, porque aparentemente es el mal quien triunfa en la historia. Mateo describe así la actitud propia de quien tiene “hambre y sed de justicia” (Mt 5,6) como dirá en la siguiente bienaventuranza. Se trata, pues, de la aflicción que nace al contemplar el olvido de Dios en el mundo, la indiferencia hacia Jesucristo, la resistencia al evangelio: “En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará; vosotros os entristeceréis, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo” (Jn 16,20). Se trata de la tristeza y la aflicción de quien constata que “el Amor no es amado”, según gritaba Francisco en las calles de Asís.

El don de ciencia está así a la base del don de lágrimas, por el que, en una gracia sensible, el Espíritu Santo hace subir a los ojos y a los labios -llanto y gemidos- el fondo de nuestra miseria: “Mi vida se consume en aflicción y mis años en suspiros” (Sal 30,11). Pero la tristeza cristiana es sin angustia porque nunca desespera. Es la compunción del corazón, una herida abierta por la gracia y dulcificada por ella: “Dichoso el hombre a quien corrige Dios: no rechaces el escarmiento del Todopoderoso, porque él hiere y venda la herida, golpea y cura con su mano” (Jb 5,17-18). Se trata de la “santa tristeza” que no deprime el corazón en el que toma posesión (a diferencia de la tristeza natural que nace de no poder saciar nuestras pasiones). Diádoco de Foticé (siglo V) se refiere a ella llamándola “tristeza amada por Dios”. En ella, según el testimonio de todos los que la han experimentado, existe un fondo de dulzura. Es la tristeza a la que se refiere León Bloy al terminar su novela “La mujer pobre” escribiendo: “Sólo hay una tristeza, la de no ser santos”.

Lo espiritual y lo intelectual

Quien no posee el don de ciencia, aunque sea muy inteligente, no consigue rebasar el nivel intelectual, el análisis de las causas y los efectos, pero en una clave siempre inmanente, sin rebasar el horizonte de este mundo, del ámbito que el Eclesiastés designa con la expresión bajo el sol y del que afirma: “He observado cuanto sucede bajo el sol y he visto que todo es vanidad y atrapar vientos” (Qo 1,14). Todo análisis intelectual, cualquiera que sea la clave interpretativa que emplee, -psicológica, económica, política, social, cultural, etc.-, es radicalmente insuficiente, precisamente porque se hace “bajo el sol”, es decir, porque no toma en consideración el elemento que, al final, resultará ser el más determinante: la relación viviente con Dios, la percepción de las implicaciones espirituales propias de los acontecimientos.

Esto último es lo propio del don de ciencia, gracias al cual el Espíritu Santo “ilumina los ojos del corazón” (Ef 1,18) y el hombre percibe, de manera intuitiva, el sentido espiritual propio de los acontecimientos concretos a los que está confrontado. Así se explica el profundo discernimiento que mostraba, por ejemplo, Santa Bernardita, la cual se negó rotundamente a aceptar cualquier regalo, como se negó a cambiar su propio rosario por un rosario de oro que le ofrecía un obispo, y exclamó ante el intento de cortarle un trocito de su delantal para tenerlo como reliquia: “¡Qué imbéciles! ¡Esa gente está loca!”.

El análisis espiritual es el único análisis que nos permite de verdad discernir los “signos de los tiempos”, es decir, la calificación espiritual propia de cada tiempo. El propio Señor urgió esta tarea al decir: “Cuando veis una nube que se levanta en el occidente, al momento decís: 'Va a llover', y así sucede. Y cuando sopla el sur decís: 'Viene bochorno', y así sucede. ¡Hipócritas! Sabéis explorar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no exploráis, pues, este tiempo?” (Lc 12,54-56). Porque cada tiempo tiene, en efecto, una “calificación espiritual” que le viene de su relación con Dios y con el plan divino de salvación: “Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo: Su tiempo el nacer y su tiempo el morir; su tiempo el plantar y su tiempo el arrancar lo plantado. Su tiempo el matar y su tiempo el sanar; su tiempo el destruir y su tiempo el edificar. Su tiempo el llorar y su tiempo el reír; su tiempo el lamentarse y su tiempo el danzar. Su tiempo el lanzar piedras, y su tiempo el recogerlas; su tiempo el abrazarse y su tiempo el separarse. Su tiempo el buscar, y su tiempo el perder; su tiempo el guardar y su tiempo el tirar. Su tiempo el rasgar y su tiempo el coser; su tiempo el callar y su tiempo el hablar. Su tiempo el amar y su tiempo el odiar; su tiempo la guerra y su tiempo la paz” (Qo 3,1-8). La sabiduría cristiana consiste en adecuar la propia acción a la calificación espiritual del tiempo. Y la percepción de esa calificación es lo que nos da el don de ciencia.

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II Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

17 de enero de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • Habla, Señor, que tu siervo escucha (1 Sam 3, 3b-10. 19)
  • Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad (Sal 39)
  • ¡Vuestros cuerpos son miembros de Cristo! (1 Cor 6, 13c-15a. 17-20)
  • Vieron dónde vivía y se quedaron con él (Jn 1, 35-42)
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El evangelio de hoy, queridos hermanos, nos enseña qué es y cómo se hace el cristianismo. En él vemos que el cristianismo es, ante todo, un encuentro personal con Cristo. En este encuentro interviene siempre alguien que actúa como mediador, como aquel que me presenta a Cristo (en el evangelio de hoy Juan el Bautista y Andrés) y, por supuesto, el Espíritu Santo que abre los ojos del corazón para que reconozcamos en Jesús al Mesías, al Hijo de Dios vivo, al Salvador, a Aquel que viene a cumplir los deseos del corazón del hombre.
El encuentro con Cristo, nos enseña el evangelio de hoy, requiere tiempo, requiere un trato sosegado, tranquilo, que permita acogerlo y dejar que nuestro corazón se pronuncie sobre Él. Por eso los dos discípulos de Juan, que se van a convertir en discípulos de Jesús, le preguntan: “Maestro, ¿dónde vives?”; es decir, donde podemos entrar en intimidad contigo, conocer tu mundo interior, los contenidos de tu corazón, lo que a ti te interesa, te urge, te entusiasma, te mueve. Y Jesús acepta introducirlos en su casa: “Venid y lo veréis”.

Notemos que Jesús no les da un libro, un código de conducta, unas normas que cumplir. Jesús les da su amistad, les abre su corazón, acepta hablar, platicar, con ellos, dejarse conocer por ellos. En el cristianismo, lo primero, hermanos, es una amistad, una relación, un encuentro vivo. En ese encuentro, en el trato con Jesús, ellos irán descubriendo una manera nueva de ser hombre, una manera distinta de vivir: la que encarna y realiza ese hombre, Jesús de Nazaret. Y de Él, de su Persona, de su manera de ser, los discípulos deducirán cómo debe vivir todo aquel que quiera ser discípulo suyo, todo aquel que quiera vivir en la amistad con Él.

Y esta manera de vivir se nota en todo. La segunda lectura de hoy la describe a propósito de la sexualidad diciendo que el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor; y el Señor para el cuerpo. Lo que significa que lo primero es una relación de amor, de pertenencia amorosa a Cristo y por eso el cuerpo “no es para la fornicación”, es decir, para la obtención de unas sensaciones, sino “para el Señor”, es decir, para vivir el misterio de una donación, de una entrega, de una alianza, realizada y vivida por amor. El cuerpo es para expresar, haciendo visible y tangible, el misterio nupcial por el que Cristo se une a cada uno de nosotros y nosotros a Él: “Que mi amado es para mí y yo soy para mi amado” (Ct 6,3). San Pablo escribe a los corintios: “Os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo” (2Co 11,2).

El cuerpo forma parte de nuestro ser personal y todo lo que concierne al cuerpo, concierne directamente a nuestro ser personal. Nosotros los cristianos no separamos lo que Dios ha unido; y Dios ha unido en el ser del hombre el cuerpo, el alma y el espíritu o corazón: por eso todo lo que afecta a una cualquiera de estas dimensiones de nuestro ser, afecta también a las demás. La fornicación, que nuestra sociedad banaliza, alienta y celebra a través de los medios de comunicación social,  separa el cuerpo del corazón: tomar el cuerpo de una persona o entregar el propio cuerpo a otra persona, sin tomar y entregar el propio corazón, es decir, la propia vida, la propia historia, el propio ser, es separar lo que Dios ha unido, y es mentir, porque mientras que mi cuerpo dice “soy tuyo”, mi corazón lo niega.

El cuerpo expresa a la persona humana en su fragilidad, en su debilidad, en sus carencias y necesidades; y precisamente por eso la entrega del propio cuerpo exige las máximas garantías. Por eso la Iglesia enseña que las relaciones sexuales sólo son legítimas dentro del matrimonio. Pues sólo la alianza nupcial, con la donación total y para siempre que comporta, es el marco en el que puede ser entregado y tomado el propio cuerpo; porque la fidelidad y la indisolubilidad del matrimonio garantizan que con la entrega del cuerpo se está entregando también el corazón y con él la totalidad del propio ser. Y sólo así estamos a la altura de la dignidad de la persona humana.

Y todo esto lo hemos aprendido de Él. Pues Él, Cristo, el Señor, no separaba sus gestos de su corazón. Cuando Él bendecía, cuando Él imponía las manos, cuando Él abrazaba a los niños, cuando tocaba a los enfermos, cuando permitía que la pecadora besara sus pies y los enjugara con sus lágrimas, era el Verbo de Dios quien bendecía, quien imponía las manos, quien abrazaba, quien tocaba o se dejaba besar. En Él no hay fisuras ni dualidades: su cuerpo expresa de manera transparente y perfecta la verdad de su corazón y de todo su ser. Sus gestos jamás mentían; mintió Judas con su beso, que no indicaba amistad sino traición; pero Él no mintió jamás. Contemplándole y tratándole, también nosotros vamos aprendiendo a no mentir jamás, ni con las palabras, ni menos aún, con los gestos. Y así va surgiendo en el mundo una humanidad nueva: la prolongación de la humanidad del Verbo de Dios, la presencia de Cristo en medio de los hombres, a través de nosotros. Que el Él nos conceda estar a la altura de esta vocación tan grande y tan bella.

Oración por la familia



Padre celestial, en la Sagrada Familia de Nazaret nos has dado un modelo de familia. 

Ayúdanos, oh Padre amoroso, a hacer de nuestra familia otro Nazaret, donde reinen el amor, la paz y la alegría. 

Ayúdanos a permanecer unidos en los momentos de gozo y de dolor, a través de la oración en familia. 

Que el Corazón de Jesús haga nuestros corazones mansos y humildes, como el suyo, y nos ayude a cumplir con nuestros deberes familiares de una manera santa. 

Que nos amemos los unos a los otros como Dios nos ama a cada uno, cada día más y más, y que nos perdonemos mutuamente nuestras faltas, como Tú perdonas nuestros pecados. 

Amén.

(Santa Teresa de Calcuta)

Bautismo del Señor

15 de agosto 

10 de enero de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • Mirad a mi siervo, en quien me complazco (Is 42, 1-4. 6-7)
  • El Señor bendice a su pueblo con la paz (Sal 28)
  • Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo (Hch 10, 34-38)
  • Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco (Mc 1, 7-11)
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          “Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo”. El cielo estaba cerrado desde que Adán, por el pecado original, había roto la comunión con Dios, porque el hombre, por el pecado, se había hecho un extraño en relación a Dios: ya no había comunicación entre el cielo y la tierra. “Vio rasgarse el cielo” significa, pues, que se ha vuelto a reestablecer la comunión entre el cielo y la tierra, entre Dios y los hombres.

          El Evangelio nos dice hoy que esto ocurre con Jesús, cuando Jesús se bautiza. Los Padres de la Iglesia nos enseñan que Jesús no se bautizó porque necesitara ser purificado de algún pecado, ya que él era el “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, sino que lo hizo para conferir a las aguas del Jordán y, a través de ellas, a las aguas del mundo entero, el poder de engendrar, por la fuerza y la acción del Espíritu Santo, hijos de Dios. Así San Proclo de Constantinopla afirma que, cuando Jesús se sumergió en las aguas del Jordán, fue como si el sol se sumergiera en el agua: el “sol de justicia que ha venido de lo alto”, se sumergía, en efecto, en el Jordán. Y San Máximo de Turín, por su parte, nos recuerda que “Cristo es bautizado no para ser él santificado por las aguas, sino para que las aguas sean santificadas por él, y para purificarlas con el contacto de su cuerpo. Más que de una consagración de Cristo, se trata de una consagración de la materia del bautismo”. Jesús se bautizó, pues, para instaurar nuestro propio bautismo, el bautismo que, recibido mediante el agua, es, sin embargo, bautismo “con Espíritu Santo y fuego”, que otorga la vida eterna, por el que se nos comunica la vida divina, que es la vida de la que vive Cristo, junto con el Padre, en la unidad del Espíritu Santo.

          El episodio de hoy nos recuerda que fuera de Cristo, al margen de Jesús, el cielo sigue cerrado, el hombre no recibe la vida divina, porque “no se nos ha dado a los hombres otro nombre, distinto del nombre de Jesús, en el que podamos obtener la salvación” (Hch 4,12), como proclamó San Pedro en Jerusalén. Sólo en Jesús el cielo se abre para nosotros y nosotros, por el bautismo, empezamos a ser hijos de Dios. Pues Dios sólo tiene un Hijo, que es Cristo; y sólo quien es in-corporado a ese único Hijo, llega a ser hijo de Dios. Ser hijo de Dios no es un “derecho humano”, sino un don divino, una gracia. Los hombres, por el mero hecho de existir, no somos hijos de Dios, sino criaturas suyas, a las que Dios ama con un amor de Padre y quiere que lleguen a ser hijos suyos por el bautismo, que nos hace miembros del Cuerpo del que Cristo es la Cabeza. El bautismo nos une orgánicamente a Cristo, nos hace miembros suyos, de manera que, cuando el Padre del cielo mira a su único Hijo, “el amado, el predilecto”, nos ve también a nosotros en Él.

          La Iglesia nos ofrece hoy un nuevo instrumento para conocer “la inagotable belleza, unicidad y actualidad del Don por excelencia que Dios ha hecho a la Humanidad: su único Hijo, Jesucristo, que es el Camino, la Verdad, y la Vida” (Jn 14,6). Ese instrumento, nos dice el Santo Padre Benedicto XVI, es el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, que hoy, por expresa voluntad de nuestro obispo, D. Juan Antonio Reig Pla, os presentamos. Este libro contiene “todos –y tan sólo- los elementos esenciales y fundamentales de la fe y de la moral católicas, formulados de manera sencilla, accesible a todos, clara y sintética”, nos dijo Benedicto XVI en el discurso de presentación del Compendio (nº 2).

          El Compendio sigue la estructura del Catecismo y presenta la fe de la Iglesia en Cristo Jesús en cuatro grandes partes:

- la lex credendi, es decir, la fe que la Iglesia Católica profesa, tomada del Símbolo Apostólico, ulteriormente explicitado y detallado por el Símbolo Niceno-Constantinopolitano,

- la lex celebrandi, es decir, la vida sacramental de la Iglesia, en la que se nos comunica la eficacia salvífica del Misterio pascual,

- la lex vivendi, es decir, la moral, los comportamientos y las decisiones éticas que el cristiano tiene que vivir para ser fiel a Cristo, y finalmente

- la lex orandi, la vida de oración, por la que el cristiano, imitando a Jesús, entra en el diálogo de intimidad con el Padre, en el Espíritu Santo.

          Os animo de corazón a que adquiráis este precioso instrumento, que sirve para recordarnos lo esencial de la fe que profesamos y para darla a conocer a otros.

          Que el Señor nos conceda vivir nuestra fe con agradecimiento y comunicarla a los demás con alegría.


Un jardín lleno de vida (Clara Rosales)

SINOPSIS 

Algunos de los principales fundamentos de la pedagogía de Dios son: libertad, límites, responsabilidad y ayuda amorosa disponible. Pero sin el conocimiento de los límites y del por qué de ellos, la libertad no es real y, en consecuencia, la responsabilidad no puede ser total. Esta alegoría cristiana y católica pretende hacer reflexionar a jóvenes en su etapa adolescente sobre el valor de la virginidad ya que entendemos que no es desde la temerosa y pusilánime antigua represión ni tampoco desde la negligente incitación moderna a la experimentación del placer sensorial que podrán tomar decisiones acertadas sobre sus cuerpos, sino desde la aproximación intuitiva al enorme Misterio que es el cuerpo humano, templo del Espíritu Santo. 

Así pues, esta historia también puede ser considerada Pro-Vida ya que la mayoría de embarazos no deseados suelen darse en mujeres jóvenes que no mantienen una relación estable, por tanto, si logramos que los jóvenes redescubran el valor de la virginidad que está positivamente relacionada con la propia libertad y es camino de respeto y auto-respeto, ya estaremos poniendo nuestros granito de arena a la causa.

Cabe mencionar que no es verdadera libertad tener sexo casual sin compromiso emocional para experimentar placer puesto que tarde o temprano supondrá, inevitablemente, consecuencias negativas para la salud espiritual y psicológica de la persona. Los jóvenes de hoy tienen derecho a conocer el daño que supone para su alma el tener relaciones sexuales desordenadas fruto de la confusión entre deseo y amor verdadero que se les inculca en nuestra sociedad actual. 

Soñemos un mundo en el cual la lucha Pro-vida (que nazcan todos los niños concebidos, es decir, que no se interrumpan los embarazos no deseados) deje de tener sentido porque entendamos que la concepción de nuevas vidas debe ser fruto del amor verdadero en el marco de una relación consagrada a Dios. Y esto último sólo es alcanzable si las parejas se han tomado su tiempo en discernir si están destinadas por Dios a ser amor y a concebir criaturas por amor a Dios y a la Vida. En pocas palabras, ser como Dios nos ha soñado desde los inicios de la creación. 

UN JARDÍN LLENO DE VIDA

Querida lectora o lector,

Quiero compartir contigo esta historia que llegó a mi oídos y que trata sobre una muchacha de la que desconozco su nombre y qué lugar de la tierra la vio nacer. Tampoco sé si se abrazaba lo suficiente con sus amigas, si tenían lema o eran feministas. Ignoro cuál era la forma de su cara, si su pelo era largo y cortado a la moda. También nos quedaremos sin saber cual era su estilo favorito de ropa, a qué música su cuerpo no se resistía o si tenía una larga lista de regalos pendientes. Y si te preguntas si tenía Instagram, lamento decirte que no podré complacer tu curiosidad. Por más que pregunté detalles concretos sobre ELLA no obtuve respuestas, así que, la historia, en definitiva, es ésta:

ELLA se estaba aproximando a aquella edad en la cual los padres deben dar un paso atrás y encomendar los hijos a la Vida.

Sus padres, cuando consideraron que había llegado el momento adecuado, le entregaron un pergamino enrollado y delicadamente sellado. Era el título de propiedad de un pequeño trozo de tierra ajardinada que le pertenecía a ELLA desde su nacimiento y que estaba localizado en un valle, atravesado por un pequeño riachuelo y rodeado de colinas forradas de pasto. 

Aquel día le contaron que aquella tierra era especialmente fértil debido a que sus antepasados la cultivaron con dedicación, paciencia y perseverancia durante generaciones.

Gracias a ellos aquel pequeño terreno ya ofrecía un aspecto exuberante y poseía un número considerable de árboles frutales, matas en flor, un espacio reservado para un huerto y un frondoso árbol de la mostaza con una singular casita de madera perfectamente encajada entre sus robustas ramas.

Fue un regalo inesperado para ELLA, y aunque no poseía conocimientos ni experiencia como jardinera, lo agradeció sinceramente y se propuso con genuina intención cuidarlo con esmero como acto de amor hacia su familia.

Éstos, como advirtieron en su semblante la preocupación sobre cómo mantener aquel hermoso vergel, le sugirieron que llamara a la que llamaban MUJER en la cual habían confiado sus antepasadas ante sus mismo dilemas.

Una vez entregado aquel legado a su hija, decidieron cumplir su sueño de viajar alrededor del mundo. Le dieron sus bendiciones para aquella nueva etapa y la despidieron ¿Cómo no? con unos últimos consejos:

En primer lugar cuidar y mantener lo que ya había de bueno y bello en el jardín. En segundo lugar, pero no menos importante, debía arrancar las malas hierbas que inevitable y sistemáticamente aparecerían. En tercer lugar, meditar sobre la posibilidad de sembrar el huerto o bien, dejar la tierra en reposo, puesto que también era una posibilidad. Le dijeron que si decidía cultivarlo debería tener en cuenta que precisaría de la colaboración de un chico para la siembra de semillas, el cultivo y el mantenimiento puesto que un huerto exigía mayor dedicación, presencia y responsabilidad que los árboles y los matorrales.

Para finalizar le dieron algunos consejos que ELLA escuchó fingidamente pues las cosquillas de la libertad y la expectación ante la idea de una vida independiente le empezaron a embargar los sentidos y el entendimiento.

Aquellos consejos finales hacían referencia al hecho de que era recomendable que aprendiera a percibir e identificar con inteligencia y astucia a los chicos que querrían visitar su precioso jardín y su casita, que por su exuberancia, los atraería irresistiblemente. 

Le advirtieron de que no se extrañara si algunos de ellos ocultaban sus verdaderas intenciones con tal de ser invitados y que por ello le sugerían que durante un tiempo razonable reservara su jardín para ella misma. Lo aconsejable para mantenerlo y aumentar su belleza era compartirlo y disfrutarlo con un chico que estuviera sinceramente interesado, no solo en admirarlo y disfrutarlo con ella, sino también en comprometerse a protegerlo, cuidarlo o incluso ayudarla a sembrarlo si era buena su sintonía. En cualquier caso, le dijeron, la decisión de con quién, cómo y cuándo compartir su jardín era de ella, así como la responsabilidad final de mantenerlo bello y lleno de vida.

También le sugirieron que si tenía alguna duda sobre algún chico en concreto, le podía preguntar a MUJER que tenía muy buen ojo para los buenos jardineros ya que dirigía junto a HOMBRE una escuela de formación de horticultura, entre otras disciplinas. 

En cuanto sus padres partieron, ELLA empezó a disfrutar de su recién estrenada libertad y, tal y como le habían pronosticado, los chicos no tardaron en presentarse a su vida. En la mayoría de las ocasiones, no podía negarlo, parecían más interesados en visitar su jardín que en conocerla a ELLA. Era consciente de que su jardín era muy hermoso y la casita muy apetecible, pero echaba de menos que alguno se interesara en saber quién era ella, si le gustaban los abrazos, qué le gustaba hacer en su tiempo libre, cuál era su comida favorita, qué opinaba sobre temas importantes, si echaba de menos a su familia o cuáles eran sus objetivos en la vida.

ELLA pensaba que tener un jardín y conocer chicos sería otra cosa…

Y terminó por acostumbrarse a que aquellos encuentros eran lo natural: tener conversaciones bastantes superficiales con los chicos y rechazar sistemáticamente sus intentos por conocer su jardín.

Hasta que apareció él…

Que no mostraba mayor interés que los demás por conocerla pero que tenía algo que la tentaba a complacer su deseo por conocer su jardín. La verdad es que ese algo que tenía él hacía que a ELLA le pareciera diferente a los demás.

Así que, finalmente, un día cedió y le invitó a visitar su jardín…

ELLA lo tenía todo perfectamente organizado. Había limpiado la casita del árbol y había llenado la nevera de refrescos. La cita se la había dado a las siete de la tarde porque había comprobado que era la hora perfecta para contemplar la puesta de sol tras las colinas y también porque a aquella hora las flores empezaban a desprender un aroma irresistible que convertía el paseo hasta el río en una experiencia única. 

Y llegó el esperado día.

Él llegó puntual y tras franquear la valla empezó a recorrer sin esperarla su jardín dando grandes muestras de entusiasmo: subió la escalera de madera a la casita como un ágil mono, se sirvió de la nevera un refresco, saltó al suelo desde una rama y arrancando con cara de bobo algunas flores se dirigió al río a darse un baño en sus aguas tibias. Sus exclamaciones de aprobación eran continuas y a ELLA le dieron la tranquilidad de que su jardín le había gustado. Después del baño recibió una llamada y tuvo que marcharse. Fue muy atento en la despedida y ELLA, aunque algo confusa por la fugacidad de la visita y por su sensación de haber sido una simple espectadora, se quedó fantaseando con la próxima ocasión en que vendría a visitarla. Soñó que tendrían una buena charla en la casita, verían abrazados la puesta del sol e irían juntos, y de la mano, al río absorbiendo plácidamente el aroma de las flores ¡sin arrancarlas!

Durante meses él siguió visitando su jardín, a veces sin avisar, y ELLA, aunque con dudas, siempre le abría con la esperanza de que algún día sería diferente. Durante aquel tiempo, ELLA, que se dedicaba casi exclusivamente a esperar las visitas de él y a fantasear en como algún día serían, llegó a desatender tanto su jardín que algunos arbustos y árboles se secaron, los pájaros dejaron de visitarlo y un día, de repente, aquel silencio la hizo estremecer. 

Como si un soplo de aire hubiera quitado una venda invisible de sus ojos se dio cuenta de que aquella sequedad en la tierra de sus antepasados era debida a que había dejado de regar y de quitar las malas hierbas y que aquella tristeza que la había invadido era el resultado de que planes como ir a la casita a ver la puesta del Sol o hacer excursiones a las montañas de los alrededores habían dejado de existir en su agenda. Todo por estar disponible por si él decidía visitarla…

Al hacer el balance de consecuencias de aquel periodo lloró mucho y tuvo que admitir que había sido negligente y faltado a su responsabilidad con el legado de sus antepasados que ahora lucía triste y seco. Ante aquel panorama desértico tomó la determinación de contactar a la MUJER. 

Tal y como le habían enseñado, guardó silencio, cerró los ojos y la nombró: MUJER, ven en mi auxilio.

La MUJER, a cuyos oídos ya había llegado la noticia del declive del jardín de ELLA, fue dichosa al recibir aquella llamada y acudió rápidamente y con dulzura la consoló.

Cuando ELLA terminó de desahogarse la MUJER le explicó que de no pasar por un proceso de formación, a los chicos les era muy difícil, por no decir imposible, saber valorar y respetar la belleza de un jardín como el suyo. También le recordó que ELLA, como le habían explicado sus padres, era la responsable de mantener el jardín y de escoger con sabiduría con quien iba a compartirlo para disfrutarlo y cultivarlo. También la consoló contándole que lo que le había pasado era bastante habitual pero que su jardín iba a recuperar su esplendor con el tiempo y un atento y fiel cuidado. 

Antes de despedirse la MUJER la animó a mantener contacto con ella y a frecuentar su escuela para aprender a hacer crecer más frondosos sus árboles, más grandes sus frutos, aumentar la variedad de sus flores y ¿por qué no? conocer a excelentes jardineros…era muy posible que hubiera un ÉL perfecto para compartir su jardín.

ELLA guardó en su corazón el cariño y las palabras de MUJER que le dieron confianza al aceptarla como guía para su vida y su libertad.

FIN


A continuación, querido lector y lectora, encontrarás sendas oraciones a Jesús y a María por si sientes el deseo de pedirles con alegría y desde la libertad que guíen e iluminen tu camino

MARÍA

“La nueva Eva”

MUJER…

que por tu obediencia permitiste que la Gracia

penetrara de nuevo en nuestro linaje humano

Deseo que seas mi Maestra en mi camino de crecimiento espiritual

Enséñame:

A amarme como Dios me ama

A tratar mi cuerpo con respeto

pues es templo del Espíritu Santo

A desplegar la verdadera feminidad

tal y como Dios la soñó

A discernir quién es el hombre

con el cual Dios quiere que me una

A tener mi propio criterio y la valentía

para ser diferente guardando mi virginidad

A atesorar en las amistades verdaderas

una fuente de amor, alegría y seguridad

A conocer mis talentos para desarrollarlos

y glorificar a Dios

A dejarme guiar por el Espíritu Santo

que iluminará mi camino y fortalecerá mis debilidades

A profundizar en los Santos Sacramentos

Y a perseverar en mi práctica espiritual

y

A ser una cristiana alegre, auténtica y coherente

mostrando con mi ejemplo

que seguir a Jesús

es la verdadera revolución

del SXXI


JESÚS


“El nuevo Adán”

HOMBRE…

que nos amaste tanto que te dejaste sacrificar

para ofrecer la Salvación al linaje humano

Deseo que seas mi Maestro en mi camino de crecimiento espiritual

Enséñame:

A amarme como Dios me ama

A tratar mi cuerpo con respeto

pues es templo del Espíritu Santo

A ver en la mujer no sólo un cuerpo

sino a tu hermana e Hija de Dios

A desplegar la verdadera masculinidad

tal y como Dios la soñó

A discernir quién es la mujer

con la cual Dios quiere que me una

A tener mi propio criterio y la valentía

para ser diferente guardando mi virginidad

A atesorar en las amistades verdaderas

una fuente de amor, alegría y seguridad

A conocer mis talentos para desarrollarlos

y glorificar a Dios

A dejarme guiar por el Espíritu Santo

que iluminará mi camino y fortalecerá mis debilidades

A profundizar en los Santos Sacramentos

Y a perseverar en mi práctica espiritual

y

A ser un cristiano auténtico, alegre y coherente

mostrando con mi ejemplo

que seguirte

es la verdadera revolución

del SXXI

Epifanía del Señor

15 de agosto 

6 de enero de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • La gloria del Señor amanece sobre ti (Is 60, 1-6)
  • Se postrarán ante ti, Señor, todos los pueblos de la tierra (Sal 71)
  • Ahora ha sido revelado que los gentiles son coherederos de la promesa (Ef 3, 2-3a. 5-6)
  • Venimos a adorar al Rey (Mt 2, 1-12)
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          Cuando el Señor eligió a Abraham lo hizo para que, a través de su descendencia, fueran bendecidos “todos los linajes de la tierra” (Gn 12,3), “todos los pueblos de la tierra” (Gn 18,18). De Abraham sacaría Dios más tarde un pueblo, Israel, que tendría como misión en el mundo ser el portador de la salvación de Dios para todos los hombres. Pues “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1 Tm 2,3-4). Por eso ya desde antiguo el profeta Isaías exhortó a Israel a “ensanchar” su corazón, para acoger en su seno a la multitud de los gentiles: “Tus hijos llegan de lejos…Te inundará una multitud de camellos, los dromedarios de Madián y de Efá” (Is 60,1-6). Este misterio, escondido durante siglos eternos en Dios, es el que ahora, con la venida de Cristo, ha sido revelado: que “también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la promesa en Jesucristo, por el Evangelio” (Ef 3,6). Pues Jesucristo es la descendencia de Abraham en la que son bendecidas todas las naciones de la tierra.         Por eso los magos preguntan “dónde está el rey de los judíos”. Es la misma inscripción que se pondrá sobre la cruz: Jesús Nazareno, Rey de los judíos. La salvación de Dios viene, en efecto, de los judíos. Pero es una salvación ofrecida a todos los hombres. Los magos que llegan de Oriente reconocen en Jesús al “rey de los judíos” por el que se les ofrece la salvación también a ellos, que no son judíos.

 a) Ponerse en movimiento, buscar al Señor

          Los magos, queridos hermanos, son un ejemplo de fe. Por eso los recordamos hoy y los celebramos en la liturgia. Ellos, sin saberlo, repitieron el gesto de Abraham, salieron de su tierra y de la casa de sus padres, para encaminarse hacia la tierra en la que buscaban al Señor. Ellos asumieron el riesgo de un viaje impreciso con tal de buscar el rostro del Señor. Fueron fieles al anhelo profundo de su corazón. En ellos se cumplieron las palabras del salmo 26: “Dice de ti mi corazón: ‘Busca mi rostro’. Tu rostro buscaré, Señor, no me ocultes tu rostro” (Sal 26,8). El anhelo profundo del corazón del hombre es el deseo de Dios, la búsqueda de su rostro. Y una de las desgracias más profundas de nuestro tiempo es el olvido de este anhelo

 b) Adorar al Señor: reconocer su poder y confesar su verdad

          Cuando por fin encuentran al niño se postran ante Él. En Oriente postrarse ante alguien es reconocerle como señor lleno de poder, ante el que uno se sabe dependiente, como ante un rey o un dios. Cuando Cristo camine sobre las aguas en medio de la tormenta, “los que estaban en la barca se postraron ante él diciendo: ‘Verdaderamente eres Hijo de Dios’” (Mt 14,33). Cuando María Magdalena y la otra María, en el domingo de resurrección, encuentren al Señor se echarán a sus pies y lo adorarán (Mt 28,9). Al postrarse ante Él y adorarlo, los magos le reconocen también como su Señor, como el Rey y el Pastor de los pueblos gentiles, es decir, de los paganos.

          Los magos confesaron la verdad de Cristo, y por esta confesión alcanzaron la salvación. Pues “si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo” (Rm 10,9). Aunque en el Evangelio los magos no pronuncian ninguna palabra con sus labios, sí la pronuncian con sus dones. Pues el oro significa que Jesús es rey, el incienso que es Dios y la mirra que es un hombre mortal, sometido al sufrimiento y a la muerte. Y de este modo ellos confiesan la verdad del Verbo que se ha hecho carne y, proféticamente, de su misterio pascual.

 c) Donación, ofrecimiento de dones

          Finalmente los magos nos recuerdan que el movimiento de la fe se tiene que expresar en una donación, que creer es dar y dar sin pedir nada a cambio, como hicieron ellos con el niño Jesús, al que ofrecieron dones sin pedirle nada a cambio. Con ello demostraron poseer una fe de gran pureza, pues la pureza de la fe consiste en su desinterés, en su gratuidad. Los magos vieron sólo a un niño con su madre -sin ningún esplendor especial-, y sin embargo le reconocieron como Dios y Señor y le ofrecieron sus dones a cambio de nada, sin pedir nada a cambio. La verdadera fe en primer lugar reconoce y ofrece, da (de ahí lo adecuado de hacer regalos en esta fiesta de la Epifanía).

          Que el Señor nos conceda una fe como la de los magos, que nos haga capaces de ponernos en movimiento ante la menor indicación del Señor, de confesar la verdad de Cristo ante los hombres, de arrodillarnos ante Él y de ofrecerle dones. Que así sea.

Sólo hay una tristeza

Clotilde tiene hoy cuarenta y ocho años, aunque demuestra no menos de un siglo. Más hermosa que antes, se parece a una columna de plegarias, la última columna de un templo derruido por los cataclismos.

Sus cabellos se han vuelto completamente blancos y los ojos, quemados por las lágrimas que han puesto surcos en su rostro, apenas conservan su brillo. Nada ha perdido de sus fuerzas, sin embargo. 

Casi nunca se la ve sentarse. Siempre en camino de una iglesia a otra, de uno a otro cementerio; no se detiene sino para arrodillarse, y se diría que no conoce otra actitud. 

Tocada sólo con la capucha de un largo manto negro que llega hasta el suelo, y desnudos en las sandalias los invisibles pies, una energía más que humana la sostiene desde hace diez años, sin que ni el frío ni la tempestad la amedranten. Su domicilio es el de la lluvia que cae. 

No pide limosna. Se limita a recibir con una dulce sonrisa lo que le ofrecen, y lo da en secreto a los desdichados. 

Cuando encuentra a un niño, se arrodilla delante de él, como hacía el gran Cardenal Bérulle, y con la mano infantil traza una cruz sobre su frente. 

Los cristianos cómodos y bien vestidos a quienes molesta lo Sobrenatural y “dicen a la Prudencia: Tú eres mi hermana”, la consideran trastornada; pero el pueblo humilde es respetuoso con ella y algunas pordioseras de iglesia la creen una santa. 

Silenciosa como los espacios del cielo, cuando habla tiene el aire de regresar de un mundo de bienaventuranza situado en un universo desconocido. Se advierte eso en su voz lejana, que la edad ha hecho más grave sin alterar su dulzura, y mejor aún se advierte en sus palabras mismas. 

-Todo lo que sucede es digno de adoración – dice frecuentemente, con el aire de una criatura mil veces colmada que no encontrase otra fórmula para expresar los movimientos de su corazón o de su mente, sea en ocasión de una peste universal, sea en el momento de verse devorada pro las fieras. 

Por mucho que se sepa que es una vagabunda, los agentes de policía, sorprendidos de su ascendiente, jamás han tratado de molestarla. 

-Debe de ser usted muy desdichada, mi pobre señora –le dijo una vez un sacerdote, que por fortuna era un verdadero padre, al verla anegada en lágrimas junto al Santo Sacramento expuesto. 

-Soy completamente dichosa –le contestó ella-. No se entra en el Paraíso mañana, ni pasado mañana, ni dentro de diez años; se entra hoy, cuando se es pobre y se está crucificada. 

-HODIE mecum eris in paradiso –murmuró el sacerdote, que se sintió conmovido de amor. 

A fuerza de sufrir, esta cristiana viviente y fuerte ha comprendido que no hay, sobre todo para la mujer, sino un medio de estar en contacto con Dios, y que ese medio, absolutamente único, es la Pobreza. No la pobreza fácil, interesante y cómplice, que ofrece su limosna a la hipocresía del mundo, sino la pobreza difícil, irritante y escandalosa, que es preciso socorrer sin esperanza de gloria y que no tiene nada que dar en compensación. 

Hasta ha comprendido, no muy lejos ya de lo sublime, que la Mujer no existe verdaderamente sino a condición de hallarse sin pan, sin techo, sin amigos, sin esposo y sin hijos, y que sólo así podrá obligar a su Salvador a descender hasta ella. 

Un solo testigo de su pasado, Lázaro Druida, la ve todavía algunas veces. Es el único vínculo que no ha roto. El alto pintor de Andrónico es demasiado grande para que lo visitara la fortuna, cuya práctica secular es hacer girar su rueda entre las inmundicias. Eso permite a Clotilde ir a su casa sin exponer sus andrajos de vagabunda y de “peregrina del Santo Sepulcro” al lodo de un lujo mundano. 

De cuando en cuando va a poner en el alma del profundo artista un poco de su paz, de su grandeza misteriosa; luego vuelve a su inmensa soledad, en medio de las calles llenas de gente. 

-Sólo hay una tristeza –le dijo la última vez-, y es la de no ser SANTOS… 



Autor: Léon BLOY

Título: La mujer pobre

Editorial: ZYX, Madrid, 1968, (pp. 237-239)




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Domingo segundo después de Navidad

15 de agosto 

3 de enero de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • La sabiduría de Dios habitó en el pueblo escogido (Eclo 24, 1-2. 8-12)
  • El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (Sal 147)
  • Él nos ha destinado por medio de Jesucristo a ser sus hijos (Ef 1, 3-6. 15-18)
  • El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1, 1-18)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

          Al contemplar el misterio del niño que nos ha nacido en Navidad, surge inevitablemente la pregunta: ¿quién es este niño, cuál es su verdadera identidad? De él se nos dicen cosas extraordinarias, que es el Mesías, el Señor, el Salvador, que es “maravilla de consejero”, “príncipe de la paz”. ¿Por qué es todas estas cosas? ¿Quién es él?

          A esta pregunta responde san Juan en el evangelio de hoy, que es el prólogo de su evangelio con la mayor profundidad posible. Y su respuesta dice: él es la palabra de Dios. No dice que es “una” palabra de Dios, sino “la” palabra de Dios. En la historia del pueblo de Israel Dios se ha manifestado desde el primer momento como aquel que habla; no como un Dios silencioso y cerrado, recluido en sí mismo, inalcanzable en su silencio, sino como el Dios que habla y comunica los designios de su corazón y hace promesas y nos indica cuál es la actitud que espera de nosotros. Dios habló a Abraham, nuestro padre en la fe; habló a Moisés y por su medio entregó al pueblo de Israel las “diez palabras”, es decir, los diez mandamientos que nos indican la manera correcta de vivir para estar en comunión con Él; habló también a través de los profetas en muchísimas y muy distintas circunstancias de la historia de Israel y con sus palabras advirtió, amenazó, consoló, exhortó etc. a su pueblo. Pero ahora no nos ha dicho “una” palabra más, sino que nos ha entregado su Palabra, en singular y con mayúscula.

          El autor de la Carta a los Hebreos lo dice de la siguiente manera: “Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo el universo” (Hb 1,1-2). Juan lo dice afirmando que Jesús es la Palabra de Dios y haciendo tres afirmaciones sobre ella: que es eterna e increada como Dios, que vive en permanente unidad con Dios y que es Dios del mismo modo que Dios es Dios. Por lo tanto el niño que nos ha nacido es Dios es persona que ha venido a nosotros, que se ha hecho uno de nosotros. Un acontecimiento verdaderamente inaudito.

          “La palabra se hizo carne”: así es como Juan enuncia este acontecimiento. El término “carne” en la Sagrada Escritura no indica una parte del hombre, no indica su cuerpo, sino el hombre en su totalidad. Pone de relieve que el hombre es débil, caduco, un ser sometido al dolor y a la muerte. “Hacerse carne” quiere decir que la palabra de Dios se ha hecho un verdadero ser humano, caduco y mortal y que es así, en su fragilidad, como Él es luz y vida para los hombres (puesto que Juan nos ha dicho que la “Palabra era la vida y que la vida era la luz de los hombres”). Esto significa que Dios nos va a dar vida y a iluminar en la fragilidad y en la debilidad, lo cual preanuncia el misterio de la Cruz: quien quiera ser iluminado por este niño, por Cristo, tendrá que aceptar el misterio de la cruz, tendrá que “cargar con su cruz” y “seguirlo”  (Mt 16,24-25).

          Este hombre, Jesús, que es “la Palabra hecha carne” está “lleno de gracia y de verdad”. En Jesús, en efecto, se nos revela la gracia de Dios, es decir, su favor, su benevolencia, su misericordia, algo a lo que no teníamos derecho pero que Dios, en su bondad, nos ha entregado en Cristo: “en él tenemos por su sangre la redención, el perdón de los pecados” (Ef 1,7). Y al mismo tiempo está “lleno de verdad” porque él mismo es la Verdad: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,4). Por Jesús y sólo por Él, los hombres podemos conocer que Dios es “misericordia y verdad” al mismo tiempo, que la misericordia no está reñida con la verdad ni ésta con aquella. Por Jesús podremos también nosotros ser misericordiosos y verdaderos, bondadosos con los hombres, pero sin ignorar la verdad de las cosas, sin dejar de llamar a las cosas por su nombre.

          A partir de ahora lo importante es encontrarse con este niño, encontrarse con Cristo, unirse a Él, vivir en comunión con Él. Ésa es la gran suerte que se puede tener en esta vida. Juan reconoce que él la ha tenido y se refiere al grupo de aquellos que comparten esa dicha con él: nosotros “hemos contemplado su gloria”, es decir, su belleza, el esplendor luminoso que procede de Él y que es el mismo esplendor que se experimenta ante la presencia de Dios. También nosotros, los que estamos aquí reunidos celebrando la eucaristía pertenecemos a ese afortunado grupo de los discípulos, de quienes contemplamos su gloria, de quienes experimentamos que, unidos a Él, crece nuestra humanidad, somos más humanos, aflora en nosotros lo que sólo Él nos puede dar: el ser misericordiosos y verdaderos al mismo tiempo. Hablar de él, darle a conocer a los demás es el mayor favor que podemos hacer a cualquier hombre. Que el Señor nos conceda sabiduría y valentía para hacerlo. Amén.