El don de ciencia

 Lo propio del don de ciencia

Lo específico del don de ciencia es la contemplación de las relaciones que constituyen el juego de las causas segundas, es decir, el orden de la creación. El don de ciencia percibe las conexiones causales que unen a todos los seres del universo entre sí y con Dios, y el sentido espiritual que tienen esas conexiones. Por él juzgamos rectamente, según los principios de la fe, del uso de las criaturas, de su valor, utilidad o peligros en orden a la vida eterna.

Quienes poseen este don tienen la “ciencia de los santos” (Sb 10,10), según la cual personas que no han hecho ningún estudio de teología nos sorprenden por la seguridad con que perciben si un acto, una doctrina, una devoción, un consejo, una máxima cualquiera está o no está de acuerdo con la fe. Es admirable cómo Santa Teresa, a pesar de su humildad y rendida sumisión a sus confesores, nunca pudo aceptar la errónea doctrina de que en ciertos estados elevados de oración conviene prescindir de la consideración de la humanidad adorable de Cristo.

Los dos aspectos de las criaturas

El don de ciencia ofrece al cristiano una percepción de todo el juego de las causas segundas, contemplado desde el punto de vista de Dios; de tal manera que el cristiano pueda discernir el sentido espiritual que tienen las criaturas que le salen al paso. Es un don fundamentalmente contemplativo, pero que tiene una inmediata utilidad para la elaboración de un criterio de conducta, de una moralidad. El don de ciencia le hace comprender al hombre el camino de vida por el que el Señor lo llama a llegar a ser lo que es. Le revela interiormente la misión que corresponde a su vocación propia y a sus dones particulares (…) así como a comprender de qué manera cada estado de vida liga nuestra existencia a Cristo. Por eso mediante este don el Señor “conduce al justo por caminos rectos” (Sb 10,10), haciéndole percibir la red de conexiones que unen a todos los seres del universo entre sí y con su Creador. Se obtiene de este modo una percepción religiosa, espiritual, de la creación, del universo, a la que el propio Señor nos exhorta al invitarnos a mirar las aves del cielo y los lirios del campo y a descubrir en ellos el amor providente del Padre del cielo (Mt 6,25-34).

Esta percepción religiosa de las criaturas nos obliga a ver en todas ellas una expresión de la omnipotencia del Señor, y por lo tanto una alabanza de gloria a Dios (S1 18,2-3; Dn 3,52-90), pero también una fragilidad constitutiva que las incapacita radicalmente para saciar el corazón del hombre: “¡Vanidad de vanidades! -dice Cohelet  ¡vanidad de vanidades, todo vanidad!” (Qo 1,2). El don de ciencia nos instruye de este modo sobre la inconsistencia radical de todo el entramado de las realidades que pueblan nuestra experiencia histórica, mundana, poniéndonos en guardia frente al error que sería apoyar nuestra vida en ellas: “Por tanto, los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen. Los que lloran como si no llorasen. Los que están alegres, como si no lo estuviesen. Los que compran, como si no poseyesen. Los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen. Porque la apariencia de este mundo pasa” (1Co 7,29-31). No es, pues, raro, que el don de ciencia se manifieste en una especie de tristeza redentora y purificadora, en una especie de melancolía, de añoranza de un mundo que no esté ya “sometido a la vanidad” sino que esté “liberado de la servidumbre de la corrupción” y participe en “la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rm 8,20-21).

La “acedía” como rasgo determinante de la subjetividad contemporánea

Dicen los Padres del desierto que hay un pensamiento malo que ocupa la vida del monje, sobre todo en el centro de la jornada, durante las horas diurnas; ellos lo llaman acedía, término que significa dos cosas: el tedio y la ansiedad. Precisamente el tedio y la ansiedad son los males mayores de los que sufre el hombre contemporáneo.

El tedio es la señal del carácter prolijo, superfluo y fastidioso de todo lo que prácticamente nos ocupa. La ansiedad es a su vez la señal más pálida e imprecisa de la única cosa que importa, aunque ella no sabe decir por sí misma cuál ha de ser esta única cosa que importa. Tedio y ansiedad concurren conjuntamente a alimentar una tercera hermana, la tristeza: esa tristeza atmosférica y sin objeto preciso. Se trata de la “mala tristeza” o “tristeza de este mundo” de la que habla el Apóstol (2 Co 7,10).

Tedio, ansiedad y tristeza –en una palabra, acedía- definen sintéticamente la calidad del clima espiritual contemporáneo, que impide la generosidad del obrar, y que impone como inevitable la gravosa tarea de ocuparse de sí mismo, o de los propios “pensamientos”. Los “pensamientos”, en el lenguaje de los Padres del desierto, más que ideas son estados de ánimo, que generan después imaginaciones de la mente, pero que producen ante todo el efecto de replegar la mente sobre sí misma. Con motivo de este repliegue la mente se siente encerrada en un lugar angosto, del que parece que no puede salir mediante la acción, sino sólo divagando y fantaseando.

Pensemos en ese sutil sentimiento de angustia, o sólo de tedio, que alimenta en nosotros el deseo fácil de otra cosa, de otro lugar y de otra forma, que nos distraiga finalmente del presente. Este deseo alimenta a su vez la propensión al vagabundeo de la mente. La evagatio mentis es una de las tentaciones fundamentales de la vida; es un verdadero y propio “error”; para ninguna otra forma equivocada del vivir humano el término “error” parece mejor escogido. “Para el desgraciado todos los días son malos, el corazón contento tiene festín perpetuo”, dice un proverbio bíblico (Pr 15,15). Frente al sentimiento de angustia que demasiado a menudo  te oprime, no debes pues manifestar la calidad de los días –como sugiere el sabio- sino considerar la calidad de tu corazón; es preciso que corrijas cuanto hay en él de triste, para que también la calidad de los días pueda parecerte diferente. La imagen que usa Evagrio de la celda que se ha hecho inesperadamente demasiado estrecha y fastidiosa, es como la imagen del monje (o del hombre contemporáneo) que está demasiado trabado dentro de sí mismo.

El don de ciencia nos ayuda a vencer la acedía purificándonos de nosotros mismos, desvelando nuestras insuficiencias y los límites que nos hacen incapaces de alcanzar las aspiraciones de nuestro corazón. El Espíritu Santo nos conduce hacia la verdad sobre nosotros mismos. Para que el hombre, con sus límites y sus aspiraciones, pueda encontrar a Dios, no tiene que hacerse ilusiones sobre sí mismo. Debe empezar por conocer y nombrar sus pensamientos y sus sentimientos. Solamente cuando haya descubierto, en su diálogo interior, lo que él es verdaderamente y a lo que aspira, es cuando podrá brotar el conocimiento de la voluntad de Dios sobre él. 

De este modo el don de ciencia nos  sostiene y nos protege en nuestra fidelidad a Dios a lo largo de las crisis de la existencia, de los “desfiladeros estrechos” por los que tenemos que caminar: el Espíritu Santo nos ayuda a revisar todo a la baja –“Yo no soy mejor que mis padres” (1 R 19,4)- y al alza: “Porque para Dios nada hay imposible” (Lc 1,37), es decir, nos conduce a una percepción realista (y por lo tanto humilde) de nosotros mismos y a una confianza en Dios.

El don de ciencia y la bienaventuranza de las lágrimas

La tristeza o añoranza de la que hablábamos antes se manifiesta en un llanto lleno de dolor, como el de Jesús frente a Jerusalén (Lc 19,42), al percibir la malicia del comportamiento humano, la mala orientación espiritual de los hombres y de la sociedad (Lc 23,27-28). Por eso San Agustín y Santo Tomás de Aquino hacen corresponder el don de ciencia con la bienaventuranza de las lágrimas. 

Mateo escribe: Bienaventurados los afligidos, porque ellos serán consolados (5,3). Lucas afirma: Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis (6,21). El llanto y la risa, así como la aflicción, a la que se refieren los evangelios, no consisten en la materialidad psicológica de esos estados anímicos, sino que poseen un significado teológico. La risa designa la expresión orgullosa de la autonomía humana frente a Dios, mientras que el llanto expresa la conciencia de la dependencia de Dios en la adversidad, la certeza de que algún día Dios actuará y cambiará ese llanto en alegría, según las palabras del salmo: “Los que sembraban con lágrimas, cosechan entre cantares. Al ir iban llorando, llevando la semilla; al volver, vuelven cantando, trayendo sus gavillas (Sal 125, 5-6). El llanto del hombre, como expresión de la conciencia de su dependencia frente a Dios, conmueve al propio Dios, que es capaz de cambiar sus designios en atención a ese llanto, como ocurrió con el rey Ezequías (2Re 20,1-6).

No se trata, por lo tanto, de un simple llorar o de un simple reír, sino de las actitudes espirituales que están detrás de ello. Y eso es lo que expresa Mateo al hablar de los afligidos. Con esta expresión Mateo no indica una situación meramente pasiva, sino más bien una actitud activa, la de quienes están afligidos porque todavía Dios no reina por completo en la historia humana, porque ésta sigue estando llena de pecados cometidos contra Dios y de injusticias y faltas de amor hacia el prójimo, porque aparentemente es el mal quien triunfa en la historia. Mateo describe así la actitud propia de quien tiene “hambre y sed de justicia” (Mt 5,6) como dirá en la siguiente bienaventuranza. Se trata, pues, de la aflicción que nace al contemplar el olvido de Dios en el mundo, la indiferencia hacia Jesucristo, la resistencia al evangelio: “En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará; vosotros os entristeceréis, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo” (Jn 16,20). Se trata de la tristeza y la aflicción de quien constata que “el Amor no es amado”, según gritaba Francisco en las calles de Asís.

El don de ciencia está así a la base del don de lágrimas, por el que, en una gracia sensible, el Espíritu Santo hace subir a los ojos y a los labios -llanto y gemidos- el fondo de nuestra miseria: “Mi vida se consume en aflicción y mis años en suspiros” (Sal 30,11). Pero la tristeza cristiana es sin angustia porque nunca desespera. Es la compunción del corazón, una herida abierta por la gracia y dulcificada por ella: “Dichoso el hombre a quien corrige Dios: no rechaces el escarmiento del Todopoderoso, porque él hiere y venda la herida, golpea y cura con su mano” (Jb 5,17-18). Se trata de la “santa tristeza” que no deprime el corazón en el que toma posesión (a diferencia de la tristeza natural que nace de no poder saciar nuestras pasiones). Diádoco de Foticé (siglo V) se refiere a ella llamándola “tristeza amada por Dios”. En ella, según el testimonio de todos los que la han experimentado, existe un fondo de dulzura. Es la tristeza a la que se refiere León Bloy al terminar su novela “La mujer pobre” escribiendo: “Sólo hay una tristeza, la de no ser santos”.

Lo espiritual y lo intelectual

Quien no posee el don de ciencia, aunque sea muy inteligente, no consigue rebasar el nivel intelectual, el análisis de las causas y los efectos, pero en una clave siempre inmanente, sin rebasar el horizonte de este mundo, del ámbito que el Eclesiastés designa con la expresión bajo el sol y del que afirma: “He observado cuanto sucede bajo el sol y he visto que todo es vanidad y atrapar vientos” (Qo 1,14). Todo análisis intelectual, cualquiera que sea la clave interpretativa que emplee, -psicológica, económica, política, social, cultural, etc.-, es radicalmente insuficiente, precisamente porque se hace “bajo el sol”, es decir, porque no toma en consideración el elemento que, al final, resultará ser el más determinante: la relación viviente con Dios, la percepción de las implicaciones espirituales propias de los acontecimientos.

Esto último es lo propio del don de ciencia, gracias al cual el Espíritu Santo “ilumina los ojos del corazón” (Ef 1,18) y el hombre percibe, de manera intuitiva, el sentido espiritual propio de los acontecimientos concretos a los que está confrontado. Así se explica el profundo discernimiento que mostraba, por ejemplo, Santa Bernardita, la cual se negó rotundamente a aceptar cualquier regalo, como se negó a cambiar su propio rosario por un rosario de oro que le ofrecía un obispo, y exclamó ante el intento de cortarle un trocito de su delantal para tenerlo como reliquia: “¡Qué imbéciles! ¡Esa gente está loca!”.

El análisis espiritual es el único análisis que nos permite de verdad discernir los “signos de los tiempos”, es decir, la calificación espiritual propia de cada tiempo. El propio Señor urgió esta tarea al decir: “Cuando veis una nube que se levanta en el occidente, al momento decís: 'Va a llover', y así sucede. Y cuando sopla el sur decís: 'Viene bochorno', y así sucede. ¡Hipócritas! Sabéis explorar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no exploráis, pues, este tiempo?” (Lc 12,54-56). Porque cada tiempo tiene, en efecto, una “calificación espiritual” que le viene de su relación con Dios y con el plan divino de salvación: “Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo: Su tiempo el nacer y su tiempo el morir; su tiempo el plantar y su tiempo el arrancar lo plantado. Su tiempo el matar y su tiempo el sanar; su tiempo el destruir y su tiempo el edificar. Su tiempo el llorar y su tiempo el reír; su tiempo el lamentarse y su tiempo el danzar. Su tiempo el lanzar piedras, y su tiempo el recogerlas; su tiempo el abrazarse y su tiempo el separarse. Su tiempo el buscar, y su tiempo el perder; su tiempo el guardar y su tiempo el tirar. Su tiempo el rasgar y su tiempo el coser; su tiempo el callar y su tiempo el hablar. Su tiempo el amar y su tiempo el odiar; su tiempo la guerra y su tiempo la paz” (Qo 3,1-8). La sabiduría cristiana consiste en adecuar la propia acción a la calificación espiritual del tiempo. Y la percepción de esa calificación es lo que nos da el don de ciencia.

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