El sufrimiento de los sacerdotes


Lo que hay de Misterioso en el sacerdote es que progresivamente entra en los sentimientos de Cristo (…) Porque el mayor sufrimiento de Cristo fue ciertamente el de vivir en una humanidad tan desviada de Dios, tan indiferente a lo divino, tan opaca a la luz. Él es la palabra que no es escuchada, es el Dios que no es acogido, es el testigo que no es creído. Es el pastor al que las ovejas abandonan: “Los suyos no le han acogido”.

Este sufrimiento de la Encarnación, en una humanidad que rechaza a Dios, es el sufrimiento del sacerdote. Él sufre, con las dimensiones del mundo, por cada miseria, por cada impureza, por cada odio, por cada injusticia, por cada pecado. Sufre con Cristo, más que por cualquier otra cosa, por esta indiferencia hacia lo divino, por este cierre a la gracia, por esta opacidad, por este tedio, por este asco de Dios. Está atrapado en este Misterio de un Dios que ama y que no es amado.

Él mismo, tan a menudo malinterpretado y rechazado, tan a menudo condenado por los fariseos y entregado a los paganos, que al menos entienda que su sufrimiento es el sufrimiento mismo de Cristo. Y, de hecho, la condición propia del Salvador es llevar a Dios donde hay un rechazo de Dios; y finalmente, esta pasión a causa del pecado del mundo, ofrecida hasta el fin, es la obra misma de la Redención. Por eso, semejante sufrimiento no puede secar en él las fuentes de la alegría.

(L. LOCHET, Le prêtre, sacrement de Jésus-Christ, en L’Anneau d’Or, 63-64 (1955), p. 296)

I Domingo de Cuaresma

15 de agosto 

 26 de febrero de 2023

(Ciclo A - Año impar)





  • Creación y pecado de los primeros padres (Gen 2, 7-9; 3, 1-7)
  • Misericordia, Señor, hemos pecado (Sal 50)
  • Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Rom 5, 12-19)
  • Jesús ayuna cuarenta días y es tentado (Mt 4, 1-11)
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La liturgia de la palabra de este primer domingo de cuaresma nos plantea el problema del hombre en toda su crudeza y radicalidad. Pues el verdadero problema del hombre es elegir entre Dios y Satán, entre “el amor hacia sí mismo hasta el desprecio de Dios” y “el amor hacia Dios hasta el desprecio de sí mismo”, como dijo san Agustín en la Ciudad de Dios: los dos amores que dan lugar a las dos ciudades, la ciudad terrestre y la ciudad celestial.

Los textos de hoy nos presentan a los dos principios dinámicos que dan lugar a las dos ciudades: el primer Adán, que elige “el amor hacia sí mismo hasta el desprecio de Dios” y el segundo y definitivo Adán, que es Cristo, que elige, al contrario, “el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo”. Queda a la libertad de cada hombre el decidirse por uno u otro Adán, por el primero o por el segundo, y en esa elección se juega el hombre su destino eterno.

Frases...

Contemplar cada uno de los pecados que he cometido como un favor de Dios. Un favor es que la imperfección esencial que se encuentra disimulada en el fondo de mí se manifieste parcialmente ante mí un día cualquiera, a una hora cualquiera, en una circunstancia determinada. Yo deseo, suplico que mi imperfección se manifieste ante mí por entero, tanto como sea capaz de aguantar la mirada del pensamiento humano. No para que se cure, sino, aún cuando no haya de curarse, para que yo esté en la verdad.


Simone Weil

A imagen y semejanza de Dios


1. Un ser distinto de todos los demás.

Cuando Dios va a crear al hombre aparece en la Biblia por primera vez un misterioso plural: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, como semejanza nuestra” (Génesis 1,26). La aparición del hombre es la aparición del ser en razón del cual todo lo demás ha sido creado. Por eso Dios, en ese momento, no da una orden (“hágase la luz”, “hágase la tierra”, “que la tierra florezca de plantas”) sino que se da un consejo a sí mismo. Este misterioso plural –“hagamos”– puede ser entendido de varias maneras: como una palabra pronunciada en el consejo intratrinitario, como una expresión dirigida a los ángeles, o como una palabra dirigida al mismo hombre. Este último sentido subraya el carácter de libertad propio del ser que va a ser creado. Es como si Dios apelara ya de antemano a la libertad y la colaboración del hombre, para que éste pueda alcanzar la plenitud de su ser.

2. Criatura: un ser referencial.

Que el hombre es una criatura significa que es una pura referencia a Dios, su Creador. Que el hombre es imagen y semejanza de Dios quiere decir que el hombre ha sido creado mirando a Dios, tomando como modelo el ser mismo de Dios y que, en consecuencia, el hombre sólo encuentra su “mismidad”, su verdadero ser, en Dios. Precisando más hay que afirmar que el modelo divino, en su absoluta pureza, es Cristo, imagen del Dios invisible (Colosenses 1,15): Dios Padre, al crear al hombre, está mirando a Cristo, su Hijo, pues, según vimos, Dios crea como Padre y, por ello mismo, crea hijos en el Hijo, crea al hombre para que su paternidad sea manifestada por la aparición de una multitud de hijos. Esto significa que la verdad del hombre es el Hijo, es Cristo, que, en consecuencia, si el hombre quiere comprenderse a sí mismo y descubrir su verdadera vocación, tiene que mirar a Cristo.

Desnudez y misericordia

Catequesis parroquial nº 173

Autor: D. Fernando Colomer Ferrándiz
Fecha: 15 de febrero de 2023

VII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

19 de febrero de 2023

(Ciclo A - Año impar)





  • Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Lev 19, 1-2. 17-18)
  • El Señor es compasivo y misericordioso (Sal 102)
  • Todo es vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios (1 Cor 3, 16-23)
  • Amad a vuestros enemigos (Mt 5, 38-48)
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Hoy el Señor nos sigue explicando esa manera de vivir propio de los suyos, de los que le pertenecemos desde el día de nuestro bautismo, y lo hace dándonos dos “mandamientos”, dos pautas de conducta, una negativa y otra positiva, es decir, dándonos una prohibición general y un mandamiento positivo.

La prohibición general dice así: “no hagáis frente al que os agravia”. Con esta prohibición el Señor nos está indicando que no debemos actuar según la lógica de la reciprocidad que sugiere “tratar a cada uno según él nos trata”: si alguien nos trata bien, tratarlo bien, y si alguien nos trata mal, tratarlo mal.

Al acostarse










Concede a mis párpados
un sueño ligero,
para que mi voz
no permanezca muda mucho tiempo.

Tu creación velará
para salmodiar con los ángeles.

Que esté mi sueño siempre
habitado por tu presencia.

Y que la noche no retenga
ninguna de las manchas del pasado día.

Que las locuras de la noche
no pueblen mis sueños.

Separado incluso del cuerpo,
te canta el Espíritu, ¡oh Dios!

Padre, Hijo
y Espíritu Santo.
A Ti el honor, el poder y la gloria
por los siglos de los siglos.

Amén.

(San Gregorio Nacianceno [329-390])

VI Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

12 de febrero de 2023

(Ciclo A - Año impar)





  • A nadie obligó a ser impío (Eclo 15, 15-20)
  • Dichoso el que camina en la ley del Señor (Sal 118)
  • Dios predestinó la sabiduría antes de los siglos para nuestra gloria (1 Cor 2, 6-10)
  • Así se dijo a los antiguos; pero yo os digo (Mt 5, 17-37)
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El domingo pasado nos decía el Señor que, por nuestra manera de vivir según su palabra, somos la sal de la tierra y la luz del mundo. Hoy el Señor nos explica algunos contenidos de  esa forma de vivir que él nos inculca y crea en nosotros, por el don de su Espíritu Santo. Y en concreto nos habla de la manera como hemos de vivir los conflictos de la vida humana, del mundo interior de los deseos y de nuestra relación con la Verdad.

En la vida humana suelen haber conflictos y la manera más contundente de resolverlos es la eliminación del otro, la muerte de la persona con la que estamos en conflicto. Por eso la palabra de Dios, ya desde el monte Sinaí, nos dijo: “No matarás”. Sin embargo el Señor añade ahora: no basta con que no mates, tienes que eliminar de tu corazón toda maldad y de tus labios toda palabra hiriente hacia los demás, incluido, por supuesto, tu enemigo. 

La voluntad de reconciliación, de vivir en paz con todos, es una condición ineludible para que nuestra plegaria y nuestro culto sean agradables a Dios, tal como dirá san Pablo: “Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar elevando hacia el cielo unas manos piadosas, sin ira ni discusiones” (1Tm 2,8). Esto es algo tan importante para el Señor, que nos lo inculca con una afirmación que debió impresionar mucho a sus oyentes. Pues en Israel sólo había un lugar para “poner tu ofrenda sobre el altar”, a saber, el Templo de Jerusalén, y en consecuencia volver a reconciliarse con el hermano ofendido podía suponer un viaje de muchos kilómetros. Pero es imprescindible que, “antes de comparecer ante el juez”, es decir, antes del encuentro personal, cara a cara, con Cristo, después de nuestra muerte, cada uno de nosotros haya hecho todo lo posible para reconciliarse con sus hermanos. Dios no puede reconocernos como hijos suyos, si nosotros no hacemos todo lo posible para vivir fraternalmente con sus otros hijos, que son nuestros hermanos.

En segundo lugar, el Señor nos habla del mundo interior de nuestros deseos. Y lo hace hablando de la mujer, que es, en la Biblia, la respuesta divina al problema de la soledad del hombre (“no es bueno que el hombre esté solo”, dijo Dios, después de crear a Adán), y por lo tanto es el ser deseado por excelencia. 

El Señor nos inculca que el mundo de los deseos debe ser “circuncidado”, es decir, sometido a la ley de Dios, porque sabe que el deseo en el hombre tiende fácilmente a querer poseer cuanto encuentra de bello y deseable, incluso “la mujer de tu prójimo”. Y ahí hay que detenerse, hay que frenar los ciegos impulsos del deseo y aceptar la propia condición, respetando la del prójimo. A nadie deja Dios abandonado; el hombre debe “comer con alegría su propio pan” (Qo 9,7), pero respetando siempre el pan de los demás, porque, tal como dijo san Juan Bautista, “no te es lícito tener la mujer de tu hermano” (Mc 6,18). 

Tampoco debe ser el deseo la razón para romper el matrimonio, pues la alianza conyugal entre el varón y la mujer es un signo de la alianza entre Cristo y su Iglesia (Ef 5,32), alianza que no está sometida a los vaivenes del deseo, sino que está firmemente anclada en la cruz de Cristo. 

Finalmente el Señor nos habla de nuestra relación con la verdad para inculcarnos, de nuevo, la moderación: somos demasiado pequeños para pretender apuntalar nuestra verdad, lo que nosotros honradamente vemos como verdadero, con la Verdad que es Dios. Por eso “no juréis en absoluto”, dice el Señor. Hay una desmesura latente en el hecho de querer garantizar la propia veracidad con la veracidad de Dios: el hombre debe de ser más modesto y contentarse con decir “sí o no” porque “lo que pasa de ahí viene del Maligno”.

Que el Señor nos haga fraternales y moderados, para que seamos sla de la tierra y luz del mundo. Amén.


Aprender a recibir

(El protagonista del relato es un joven profesor de instituto, casado y padre de familia, que, a causa de una enfermedad inesperada, ha quedado completamente ciego)

Recuerdo el día en que subí al tejado donde tenía el telescopio que me había regalado mi padre. Era un día sin viento y la azotea del edificio estaba inmersa en el silencio, apenas me llegaban los ruidos de la calle. La ciudad, bajo mis pies, parecía arrastrarse más de lo habitual para llegar a la noche. Sentía el peso del aire, yo era un pavimento sobre el que la vida, el cielo y el dolor, consumaban su bacanal. Hacía dos años que no veía nada. Echaba de menos las estrellas que antes estudiaba todas las semanas, no conseguía soportar el hecho de no ver crecer a mi hijo. El contacto con mi padre se había hecho imposible; a la casi insuperable distancia de su demencia senil se unía mi ceguera. Ahora éramos dos islas sin ningún puente que las uniera. Todo lo que habíamos sido parecía haber desaparecido. La soledad envenenaba cada pensamiento y cada sentimiento, no conseguía estar con mi mujer, no quería darle a probar esa soledad, creía que tenía que afrontarla yo solo, porque me avergonzaba demasiado de mi debilidad. Había perdido el gusto por la investigación, mi proverbial e insoportable curiosidad; había dejado de enseñar porque me parecía imposible continuar. La oscuridad me lo había quitado todo y, poco a poco, la vida dentro de mí se había ido apagando. Y yo, en aquella azotea, quería consumar aquella soledad. Habría bastado un salto, ni siquiera eso, solo un paso. Subí al borde, de pie. Desde un punto de vista mecánico es facilísimo acabar con la vida, pero el espíritu se ríe de la mecánica. Caminé por el borde como un funambulista, con los brazos extendidos para mantener el equilibrio. Por debajo, un vacío de diez pisos me golpeaba en la cara, pero me esforzaba en imaginarme que solo había un jardín al que bajar para continuar viviendo. Sería un vuelo breve, ciego, sin el miedo del golpe porque no habría visto cómo se iba acercando el suelo. Una oscuridad definitiva habría sustituido a la provisional. Levanté el rostro al cielo, le grité a Dios que me había abandonado y que no tenía ya nada por lo que vivir. Le pedí perdón, pero tenía demasiado miedo a seguir viviendo así, perdiendo todo lo que amaba, poco a poco, como caen los granos en un reloj de arena. Era un peso para todos y, sobre todo, para mí mismo. Bastaba un paso para decir adiós y abandonarme definitivamente al abrazo de la nada. Empecé a hacer una lista con los diez suicidas más importantes de la historia: Sócrates, Judas, Monroe, Catón, Cleopatra, Séneca, Cobain… No tenía ni la dignidad ni la inspiración de ninguno de ellos. Mi insignificancia había recibido un certificado auténtico con la ceguera. Nuestra vida está a merced del dolor y el contrapeso del amor nunca es suficiente. Nunca. Al llegar a esta conclusión, con calma, levanté el pie y me lancé al vacío. Y caí. La caída duró un instante. Me rompí el tobillo. Pero estaba vivo. Había sobrevivido a un vuelo de diez pisos, así que mi vida aún servía para algo. ¿Tenía Dios un plan diferente para mí? Mi mujer me encontró en ese estado.

- ¿Qué haces aquí en la azotea y en el suelo?

No contesté.

- ¿Qué te has hecho en el pie? ¿Qué has hecho?

Había caído hacia el lado equivocado. Perdido en mis pensamientos me había girado hacia el lado del tejado. Había vivido un milagro: la ceguera me había salvado de la desesperación.

Mi mujer me abrazó y me besó en los ojos, después, acercando sus labios a mis oídos, me dijo:

- Estoy embarazada.

Y yo lloré. No sé si por el dolor del tobillo o porque mi frontera se alargaba de improviso más allá del perímetro de la oscuridad y la soledad.

- Te necesito. Vuelve a mí tal y como eres –me dijo. Y me sentí amado precisamente por aquello de lo que más me avergonzaba.

En aquel instante volví a nacer, porque dejé morir la vieja vida en la que yo dominaba sobre todo. Había comenzado una nueva vida, en la que tenía que aprender a recibir.




Autor: Alessandro D’AVENIA
Título: ¡Presente!
Editorial: Encuentro, Madrid, 2022, (pp. 235-237)













Frases...

El hombre se muestra indigno del milagro cuando intenta reducirlo a una vulgar causa material.


Andrei Makine

V Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

5 de febrero de 2023

(Ciclo A - Año impar)





  • Surgirá tu luz como la aurora (Is 58, 7-10)
  • El justo brilla en las tinieblas como una luz (Sal 111)
  • Os anuncié el misterio de Cristo crucificado (1 Cor 2, 1-5)
  • Vosotros sois la luz del mundo (Mt 5, 13-16)
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El evangelio de hoy nos habla de la relación de los cristianos con el ambiente, con la sociedad, con el mundo. En esa relación siempre existe la tentación de querer mimetizarse con el entorno, de ser como todos. El Señor hoy nos dice que nosotros tenemos que ser diferentes a los demás, que entre los cristianos y el mundo existe una diferencia que debe de ser mantenida, porque es una diferencia querida por Dios, que marca la misión que Él nos ha confiado. Esa misión consiste en ser luz y sal en relación al mundo, en relación a toda la humanidad. El Señor no nos ha elegido para que seamos como todos sino para que siendo de otra manera, constituyamos para todos una “ciudad elevada sobre un monte”, una “luz puesta sobre un candelero”, una “sal” que posee un sabor distinto al de los alimentos y que, por ello mismo, los sazona y les da un gusto especial.

Ser diferentes es una carga. A lo largo de la historia del pueblo de Israel, que es como un anticipo de nuestra propia historia, en varias ocasiones los judíos se cansaron de ser diferentes. Por eso le pidieron al profeta Samuel que les diera un rey: “Asígnanos un rey (…) como todas las naciones” (1S 7,5). Más adelante, en el siglo IV a. C., “surgieron de Israel unos hijos rebeldes que sedujeron a muchos diciendo: «Vamos, concertemos alianza con los pueblos que nos rodean, porque desde que nos separamos de ellos, nos han sobrevenido muchos males.» (…) En consecuencia, levantaron en Jerusalén un gimnasio al uso de los paganos, rehicieron sus prepucios, renegaron de la alianza santa para atarse al yugo de los paganos, y se vendieron para obrar el mal” (1Mac 1,11-15).