El sufrimiento de los sacerdotes


Lo que hay de Misterioso en el sacerdote es que progresivamente entra en los sentimientos de Cristo (…) Porque el mayor sufrimiento de Cristo fue ciertamente el de vivir en una humanidad tan desviada de Dios, tan indiferente a lo divino, tan opaca a la luz. Él es la palabra que no es escuchada, es el Dios que no es acogido, es el testigo que no es creído. Es el pastor al que las ovejas abandonan: “Los suyos no le han acogido”.

Este sufrimiento de la Encarnación, en una humanidad que rechaza a Dios, es el sufrimiento del sacerdote. Él sufre, con las dimensiones del mundo, por cada miseria, por cada impureza, por cada odio, por cada injusticia, por cada pecado. Sufre con Cristo, más que por cualquier otra cosa, por esta indiferencia hacia lo divino, por este cierre a la gracia, por esta opacidad, por este tedio, por este asco de Dios. Está atrapado en este Misterio de un Dios que ama y que no es amado.

Él mismo, tan a menudo malinterpretado y rechazado, tan a menudo condenado por los fariseos y entregado a los paganos, que al menos entienda que su sufrimiento es el sufrimiento mismo de Cristo. Y, de hecho, la condición propia del Salvador es llevar a Dios donde hay un rechazo de Dios; y finalmente, esta pasión a causa del pecado del mundo, ofrecida hasta el fin, es la obra misma de la Redención. Por eso, semejante sufrimiento no puede secar en él las fuentes de la alegría.

(L. LOCHET, Le prêtre, sacrement de Jésus-Christ, en L’Anneau d’Or, 63-64 (1955), p. 296)