A imagen y semejanza de Dios


1. Un ser distinto de todos los demás.

Cuando Dios va a crear al hombre aparece en la Biblia por primera vez un misterioso plural: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, como semejanza nuestra” (Génesis 1,26). La aparición del hombre es la aparición del ser en razón del cual todo lo demás ha sido creado. Por eso Dios, en ese momento, no da una orden (“hágase la luz”, “hágase la tierra”, “que la tierra florezca de plantas”) sino que se da un consejo a sí mismo. Este misterioso plural –“hagamos”– puede ser entendido de varias maneras: como una palabra pronunciada en el consejo intratrinitario, como una expresión dirigida a los ángeles, o como una palabra dirigida al mismo hombre. Este último sentido subraya el carácter de libertad propio del ser que va a ser creado. Es como si Dios apelara ya de antemano a la libertad y la colaboración del hombre, para que éste pueda alcanzar la plenitud de su ser.

2. Criatura: un ser referencial.

Que el hombre es una criatura significa que es una pura referencia a Dios, su Creador. Que el hombre es imagen y semejanza de Dios quiere decir que el hombre ha sido creado mirando a Dios, tomando como modelo el ser mismo de Dios y que, en consecuencia, el hombre sólo encuentra su “mismidad”, su verdadero ser, en Dios. Precisando más hay que afirmar que el modelo divino, en su absoluta pureza, es Cristo, imagen del Dios invisible (Colosenses 1,15): Dios Padre, al crear al hombre, está mirando a Cristo, su Hijo, pues, según vimos, Dios crea como Padre y, por ello mismo, crea hijos en el Hijo, crea al hombre para que su paternidad sea manifestada por la aparición de una multitud de hijos. Esto significa que la verdad del hombre es el Hijo, es Cristo, que, en consecuencia, si el hombre quiere comprenderse a sí mismo y descubrir su verdadera vocación, tiene que mirar a Cristo.

De aquí se sigue una verdad fundamental: la medida del hombre no es el mundo. El hombre no es meramente un “ser natural”: ningún equilibrio ecológico puede conducirle a su plenitud. El hombre lleva en su interior una “medida” distinta de la del mundo: “Nos hiciste para Ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti” (San Agustín). “No es un tenue deseo el que tiene el hombre de ver a Dios, sino que lo desea con un ardor parecido al de la sed” (San Jerónimo).

3. Imagen y semejanza.

No es lo mismo imagen que semejanza, pues aunque la imagen dice siempre referencia al modelo, esta referencia puede ser más o menos conforme a él, más o menos semejante. Dios crea al hombre no sólo a su imagen sino también a su semejanza, es decir, parecido efectiva y realmente a Él. Con esto la palabra de Dios nos explica que la vocación del hombre será siempre la de desarrollar la semejanza con Dios; el destino del hombre es llegar a ser efectivamente santo, perfecto, “dios según gracia”: sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto. Después de la caída la imagen perdura sin experimentar el menor cambio, pero queda reducida al silencio, a la ineficacia, a causa de la destrucción de la semejanza. Cristo restablecerá la semejanza y nos dará fuerza, a través de los sacramentos, para desarrollar en nosotros el aspecto dinámico de nuestro ser-imagen: la semejanza con Dios.

4. El Espíritu.

Que somos a imagen y semejanza de Dios significa que somos de su raza (Hechos 17,28). Lo que nos hace “de la raza de Dios” es la presencia en nosotros del ruah, del pneuma, del espíritu. El segundo relato de la creación, que es el más antiguo, lo subraya con mucha fuerza: e insufló en sus narices aliento de vida (Génesis 2,7). Así el hombre no es sólo un ser compuesto de alma y cuerpo, sino de cuerpo, alma y espíritu. El espíritu es lo que hace de nosotros una persona, es decir, un ser capaz de comunión con Dios: Ya no os llamo siervos sino amigos. Podemos ser “amigos” e “hijos” de Dios, podemos participar de la naturaleza divina (2ª Pedro 1,4), gracias al espíritu humano, que es el lugar de encuentro con el Espíritu divino: el Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios (Romanos 8,16).

5. Un misterio.

“A imagen y semejanza de Dios”, de la “raza de Dios”, el hombre participa del carácter incognoscible y mistérico de Dios. Pues Dios habita en una luz inaccesible (1ª Timoteo 6,16) y el hombre participa de esa inaccesibilidad, de esa incognoscibilidad. Por eso el hombre es un misterio para sí mismo y para los demás: abismo que llama al abismo (Salmo 42,8): el abismo de Dios se refleja en el abismo del hombre y el abismo del hombre hace referencia al abismo de Dios. Y la comunión entre ambos sólo es posible gracias al Espíritu Santo que lo sondea todo, hasta lo profundo de Dios (1ª Corintios 2,10). El carácter misterioso del hombre es algo que conviene recordar frente a la pretensión perpétua que el poder tiene de saciar todas las aspiraciones del hombre, desautorizando así cualquier protesta y cualquier descontento. Y sin embargo el hombre sólo puede ser saciado por Dios: No sólo de pan vive el hombre (Mateo 4,4).

6. El corazón, centro de la persona.

El misterio de la incognoscibilidad del hombre –no juzguéis y no seréis juzgados (Mateo 7,1)– signo de la incognoscibilidad de Dios, lo expresa la Biblia hablando del corazón del hombre: ¿Quién puede conocer el corazón? Yo, Yahveh, exploro el corazón, pruebo los riñones (Jeremías 17,9-10). Por eso San Pedro habla del hombre oculto del corazón (1ª Pedro 3,4). El corazón designa, en la Biblia, el centro de la persona, su núcleo más íntimo, su yo más profundo. Por eso afirma el Señor que donde está tu tesoro allí está también tu corazón (Mateo 6,21), de tal modo que el contenido del corazón define el ser del hombre, su “tesoro” –lo más querido– sus opciones más definitivas y, por ello mismo, más definitorias. Sólo Dios puede conocer el corazón, y por eso sólo Él puede juzgar correctamente al hombre: La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón (1º Samuel 16,7).

El corazón es el lugar donde el hombre recibe la “visita” de Dios (y también la visita de otros “espíritus” que no son el Espíritu de Dios). El corazón es el hontanar del que brotan todos los actos y todas las opciones del hombre: no es lo que viene de fuera lo que mancha al hombre sino lo que sale de dentro ... porque del corazón del hombre vienen los malos pensamientos ... (Marcos 7,15 ss). Por eso el salmista ora: Señor, unifica mi corazón (Salmo 86,11), a fin de que, estando todo él centrado en Dios, no se disperse en una “legión” (Marcos 5,9), sino que se unifique en el temor del Señor alcanzando así la sencillez de corazón (Colosenses 3,22): el hombre que sólo teme a Dios, es decir, el hombre cuyo corazón está todo él unificado en torno a Dios.

7. La igualdad de todos los hombres.

El segundo relato del Génesis (2,4-9) nos dice que Dios creó al hombre del polvo de la tierra. Aquí se afirma que todos los hombres son tierra, lo que significa que, más allá de todas las diferencias creadas por la cultura y por la historia, todos los hombres somos lo mismo. De este modo se pone de manifiesto la unidad de todo el género humano: todos nosotros procedemos de una tierra. No hay “sangre y suelo” de diferentes clases, no hay castas ni razas que otorguen un valor diferente a los hombres: las diferencias del género humano se inscriben dentro de la fundamental igualdad, dentro del hecho de que todos somos la única humanidad, formada por Dios de la única tierra. Este es un pensamiento fundamental en toda la Biblia, que se volverá a afirmar con fuerza en el capítulo del Génesis cuando, después del diluvio, se nos presente la gran genealogía de la humanidad en la que, en el fondo, se nos dirá que sólo hay un hombre en los muchos hombres. La Edad Media valoró mucho este pensamiento en las célebres “danzas de la muerte”, donde se ponía de manifiesto que el emperador y el mendigo, el Señor y el esclavo, son, en última instancia, uno y el mismo hombre, formado de una y la misma tierra y destinado a volver a ella.

8. La libertad.

Imagen y semejanza de Dios, el hombre es, a la vez, creador y creatura. Del mismo modo que, en Dios, la capacidad creadora se inscribe en su amor de Padre, la capacidad creadora del hombre se inscribe en su amor de hijo. Pero este amor de hijo comporta un reverso trágico: la posibilidad de no comportarse como hijo, de no amar. Es la libertad necesaria para poder amar. Todas las criaturas realizan automáticamente el destino que Dios les ha asignado, mediante la inclinación obligada del instinto; pero el hombre tiene que realizarlo libremente, para que su respuesta lleve el sello del amor.

La sabiduría de Dios preexiste a la existencia del hombre y todo hombre lleva en su interior una imagen conductora, su propia sophía, que es como su secreto personal. Pues cada hombre es un proyecto vivo de Dios, una palabra única e irrepetible que Él dirige a toda la humanidad. Y cada uno debe descifrar ese proyecto –debe más bien realizarlo, serlo– consintiendo y conquistando libremente su propio destino. En la libre renuncia a otras posibilidades para adherir el plan divino, el hombre encuentra verdaderamente su cumplimiento: el que quiera guardar su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará (Lucas 17,33; Mateo 10,39).