Escuela de la fe #01: Hijos y discípulos


Hijos y discípulos


D. Fernando Colomer Ferrándiz
25 de septiembre de 2020


Para escuchar la charla en ivoox, pulse aquí: https://go.ivoox.com/rf/57410791

XXVI Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

27 de septiembre de 2020

(Ciclo A - Año par)






  • Cuando el malvado se convierte de la maldad, salva su propia vida (Ez 18, 25-28)
  • Recuerda, Señor, tu ternura (Sal 24)
  • Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús (Flp 2, 1-11)
  • Se arrepintió y fue. Los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios (Mt 21, 28-32)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

Dos grandes verdades nos enseña el Señor, queridos hermanos, con esta pequeña parábola. En primer lugar que la fe es una obediencia, que creer es obedecer, es fiarse tanto de Dios, que concedo más peso a lo que Él me dice que a lo que mis propios ojos están viendo y mis manos palpando; y entonces consiento en que mi obrar sea determinado por Su palabra, hago lo que Él me indica, independientemente de lo que yo vea o sienta.

Los publicanos y las prostitutas hicieron lo que Dios les decía por boca de Juan el Bautista, es decir, cambiaron de vida. Si ellos “preceden” en el camino del Reino de Dios a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo, no es porque Dios arbitrariamente los prefiera a ellos, pasando por encima de su modo de vida, sino porque, obedientes a la palabra de Dios, ellos cambiaron de vida. Para caminar hacia el Reino de Dios hay que “hacer” algo, hay que obedecer a Dios y realizar lo que Él nos pide que realicemos. Lo cual supone siempre un cambio de vida, un abandonar una determinada manera de vivir. Mateo, que es el único evangelista que escribe esta parábola, sabía bien lo que decía; porque él había sido un publicano, y para seguir a Jesús tuvo que dejar ese modo de vida, tuvo que abandonar el mostrador de la recaudación de impuestos y empezar a vivir de otra manera.

Todos tenemos que obrar así; todos tenemos que abandonar determinados comportamientos, determinadas actitudes y posturas vitales, que el Señor nos pide que abandonemos, para poder recorrer el camino del Reino de Dios. Pretender entrar en el Reino de Dios sin cambiar en nada, es suponer que ya estoy preparado para ser ciudadano del Reino, lo cual es manifiestamente falso. Es una postura que nace de la pereza y del orgullo: ¿cómo puedo pensar que siendo como soy ya estoy listo para entrar en el Reino de Dios? ¿Es que en mí no hay cosas que sobran, que impiden el que yo pueda ser miembro de la “asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo”, de la Jerusalén celestial? “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia”, nos advierte san Juan (1 Jn 1,8-9).

Y así llegamos a la segunda gran verdad que nos enseña hoy el Señor. A saber, que el secreto por el que los publicanos y las prostitutas cambiaron de vida estriba en que ellos reconocieron que tenían cosas de las que arrepentirse, mientras que los sumos sacerdotes y los ancianos creían que no tenían nada de lo que arrepentirse. El nuevo pueblo de Dios, que se va congregando en torno a Jesús, es un pueblo de arrepentidos, de hombres y de mujeres que están marcados por el arrepentimiento. No es un pueblo de “intachables”, sino de “arrepentidos”.

El arrepentimiento supone que uno se reconoce pecador, se reconoce como alguien que, en ocasiones, ha actuado mal, ha hecho el mal, como alguien que tiene cosas que debe eliminar de su vida, que no deberían de estar en él. El arrepentimiento supone también que el Espíritu Santo, que es el digitus paternae dexterae, el “dedo de la derecha del Padre”, ha tocado el corazón de la persona que se arrepiente, y que por eso llora sus pecados y quiere cambiar. Si no es así, el hombre no es capaz de reconocer el mal que hay en él sin desesperarse, sin crisparse, sin rebelarse; y entonces lo que hace es pura y simplemente negarlo, decir que no hay tal mal. Éste es el drama de muchos contemporáneos nuestros: como se han alejado de la Iglesia, que es el “templo del Espíritu Santo”, -“donde está la Iglesia allí está el Espíritu Santo y toda gracia”, afirma san Ireneo- no pueden soportar el mal que hay en ellos, y optan por negar que sea un mal, por suprimir la conciencia de pecado. Es la peor situación espiritual en la que puede caer el hombre, porque entonces ya no es posible el arrepentimiento.

“El verdadero arrepentimiento, escribe Clemente de Alejandría (+215), implica el no volver a caer en las mismas faltas, el cesar de pecar y el no mirar hacia atrás. Comporta el esfuerzo por ir suprimiendo las pasiones que hemos dejado crecer en nosotros. Esto no puede hacerse de golpe sino que requiere una aplicación constante, con la gracia de Dios y la oración de los hermanos: sólo Dios puede deshacer lo que ha sido hecho y borrar nuestros pecados con el rocío del Espíritu Santo”. Por eso los cristianos, al iniciar la Eucaristía, proclamamos que “hemos pecado mucho, de pensamiento, palabra, obra y omisión” y pedimos a Dios, a la Sma. Virgen María, a los ángeles, a los santos “y a vosotros, hermanos”, que recen por nosotros. No somos un pueblo de intachables, sino de arrepentidos.

Que el Señor nos conceda la obediencia de la fe y el arrepentimiento del corazón; para que avancemos por la senda del Reino de Dios.


Una despiadada pasión

  Cuida de que no te domine la pasión de aquellos que enferman a causa del deseo de corregir a los demás, y que quieren ser por sí mismos los censores y correctores de todas las debilidades de los hombres. Es una despiadada pasión (…) Te aseguro que sería mejor para ti que cayeras en la lujuria antes que caer en esta enfermedad.

Si de hecho tienes piedad y quieres convertir [a tu prójimo] a la verdad, padecerás sufrimientos por su causa. Con lágrimas y con amor le dirás una o dos palabras, sin encenderte de ira contra él, alejando de ti cualquier muestra de enemistad. Pues el amor no sabe airarse, no se irrita, no reprocha sin compasión (cf. 1Co 13).


Isaac de Nínive -Siglo VII

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XXV Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

20 de septiembre de 2020

(Ciclo A - Año par)






  • Mis planes no son vuestros planes (Is 55, 6-9)
  • Cerca está el Señor de los que lo invocan (Sal 144)
  • Para mí la vida es Cristo (Flp 1, 20c-24. 27a)
  • ¿Vas a tener tú envidia porque yo soy bueno? (Mt 20, 1-16)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

- Muchas y muy importantes son, hermanos, las verdades que el Señor nos recuerda con esta parábola. En primer lugar nos recuerda que Dios no es un empresario del que cabe esperar que proceda con justicia y equidad. Cuando un empresario es justo y equitativo, da a cada uno de sus obreros según sus merecimientos, según el rendimiento de su trabajo. Si Dios fuera un empresario la queja de los trabajadores de la primera hora estaría completamente justificada. Pero Dios es un padre que tan sólo quiere que sus hijos se esfuercen por estar con Él, por vivir en su casa, por ayudarle en su tarea, por trabajar en su viña. Entonces el Padre da a cada uno lo que un padre da a todos sus hijos: su abrazo de amor, su Espíritu Santo. ¿Qué otra cosa puede dar un padre?

- Nos recuerda también, en segundo lugar, que Dios es libre. Si los hombres somos libres -y lo somos-, si queremos, con toda razón, que los demás respeten nuestra libertad, también nosotros tenemos que respetar la libertad de Dios. ¿O es que Dios no es libre? Todos consideramos que tenemos pleno derecho a disponer de lo que es nuestro según nuestro libre arbitrio, según nuestro leal saber y entender. Pues también Dios puede disponer de lo suyo según su libertad, que nunca es caprichosa ni injusta. “Lo suyo” son sus dones: Dios puede dar a este hermano unos dones que no me ha dado a mí. Y no debo protestar por ello. “Lo suyo” son también las misiones, las tareas, que Él encarga a los hombres, es decir, los diferentes “trabajos” que hay que hacer en su viña: a unos predicar, a otros gobernar, a otros sufrir en silencio ofreciendo su dolor por la salvación del mundo, a otros testimoniar el amor de Dios en la recíproca entrega y mutua fidelidad conyugal, a otros el renunciar al mundo, retirándose de él, para orar por la salvación de todos, etc., etc. Y yo no debo envidiar el don y la misión que mi hermano ha recibido, sino vivir la mía con amor, como enseña san Francisco de Sales.

- La parábola nos recuerda también que lo que Dios espera de nosotros es que trabajemos en su viña. “¿Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar?” Para Dios lo importante es que “trabajemos”, que “hagamos algo” por encontrarle, por servirle, por agradarle. Dios no nos pide el éxito, ni la eficacia: nos pide la laboriosidad, el intento, el esfuerzo, la buena voluntad que se hace operativa, que se traduce en algo, aunque sean pequeños, muy pequeños, gestos de aproximación hacia Él. Porque Dios es Padre, y el padre quiere ver a su hijo, aunque sea a trompicones y cayendo mil veces, caminando hacia Él. No hacer nada porque no va a ser perfecto lo que haga, porque no va a conseguir el objetivo deseado, es fruto del orgullo, que es lo único que nos puede excluir del Reino de los cielos. No actuemos movidos por el orgullo sino por la confianza filial. Trabajan en la viña del Señor quienes buscan la gloria de Dios y no su propia gloria, quienes procuran vivir el amor de Dios y ganar almas para Dios, quienes hacen cuanto está de su parte para llevar consigo a otros a la viña, afirma san Gregorio Magno.

- Es también san Gregorio Magno quien nos explica que podemos entender las diferentes horas del día como las diferentes edades en la vida del hombre: la infancia, la adolescencia, la juventud, la madurez y la ancianidad. La conclusión es obvia: lo importante es incorporarse al trabajo en la viña del Señor, aunque sea a la hora undécima, como lo hizo el buen ladrón que se incorporó a la viña poco antes de expirar y recibió antes que san Pedro y los demás Apóstoles el denario de la vida eterna él, que había sido el último en incorporarse a la viña por la confesión de la inocencia de Dios y el abandono confiado en su misericordia. 

- Finalmente la parábola nos recuerda que trabajar en la viña del Señor no es una carga y una fatiga, no es un mérito, sino una gracia, un honor inmerecido: es la gracia y el honor de vivir en la Verdad, de respirar el aire puro del Espíritu Santo, de tener como compañeros de trabajo a los santos ángeles. Lo que se recibe como “salario” por trabajar en la viña del Señor es siempre inmerecido, excede siempre, con mucho, lo “debido” en estricta justicia. Porque lo que se recibe es la vida eterna, es la ciudadanía de la Jerusalén celestial, la pertenencia a la “asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo”.

Programa de formación 2020/2021

 PARROQUIA DE SAN LEÓN MAGNO

Murcia

Dadas las actuales circunstancias, durante este curso parroquial 2020-2021, vamos a centrar toda la actividad de formación en la fe en el templo parroquial, lugar donde tenemos autorizado un aforo de cien personas. Os entrego el calendario de todas estas actividades para que, si queréis participar en ellas, os podáis programar adecuadamente.


Año 2020

25 SEPTIEMBRE    20,30 h: Escuela de la fe

21 OCTUBRE         18,30 h: Retiro: El misterio del mal

20 NOVIEMBRE     20,30 h: Escuela de la fe

16 DICIEMBRE       18,30 h: Retiro: La historia de José


 Año 2021

29 ENERO   20,30 h: Escuela de la fe

23, 24 y 25 FEBRERO      18,15 h: EJERCICIOS ESPIRITUALES

          - martes: ¿Quién soy yo? La unicidad irrepetible de cada hombre

          - miércoles: Meditación sobre la muerte

          - jueves: La divinización del hombre: el don de la gloria

30 ABRIL      20,30 h: Escuela de la fe

26 MAYO     18,30 h: Retiro: “Acuérdate…” Tres recuerdos para no olvidar

25 JUNIO     20,30 h: Escuela de la fe


Como veis hay una nueva actividad que he llamado “Escuela de la fe”. Durará siempre menos de media hora, de modo que a las nueve de la noche habremos terminado.

Que el Señor nos bendiga y nos guarde, haga lucir su rostro sobre nosotros y nos conceda la paz.

Meditación sobre el tiempo de Cuaresma


La Cuaresma que nosotros celebramos dura cuarenta días que van desde el miércoles de ceniza hasta las primeras horas de la tarde del Jueves Santo: la misa en la cena del Señor pertenece ya al Triduo pascual. Sin embargo esta cuaresma es fruto de una larga historia y ha tenido distintas duraciones: arrancando de los cuarenta días (cuadragésima), ha conocido una época de cincuenta días (quincuagésima), otra de sesenta (sexagésima) e incluso de setenta días (septuagésima). Finalmente la Iglesia la ha fijado en los cuarenta días que conocemos. El simbolismo de los cuarenta días evoca el periodo de prueba y tentación (éxodo de Israel a través del desierto), pero también la experiencia de la gracia y la acción divina de Dios a favor de su pueblo (ibidem).

La  Cuaresma actual es una síntesis de un triple itinerario ascético y sacramental: la preparación de los catecúmenos al bautismo, la penitencia pública y la preparación de toda la comunidad cristiana para la Pascua. Parte siempre del supuesto de que la vida cristiana comporta un "combate espiritual" y es como una convocación a la "milicia cristiana" para la puesta a punto de las "armas de la luz" (cf. Rm 13,12) para luchar contra nuestro enemigo el diablo (cf. Ef 6,11-17; 1Pe 5,8). "Que la austeridad penitencial de estos días nos ayude en el combate cristiano contra las fuerzas del mal", dice la oración colecta del miércoles de ceniza, con la que se inicia la Cuaresma.

La Cuaresma es un verdadero sacramental puesto a disposición de toda la comunidad cristiana para que reviva y renueve cada año el paso de la muerte a la vida, de la esclavitud del pecado a la libertad de los hijos de Dios (cf. Rm 8,21) que un día se realizó en el bautismo de cada uno (cf. Rm 6,3-11; Col 2,12). Esta dimensión pascual y bautismal es la que el Concilio Vaticano II ha querido subrayar (cf. SC 109).

En Cuaresma se utiliza el color morado, al igual que se hace en Adviento y en los funerales y misas votivas por los difuntos. El morado es un color de tránsito entre el sufrimiento y la alegría. En Adviento indica moderación, austeridad, penitencia, esfuerzo de conversión, esperanza, vigilancia etc. En Cuaresma significa sobre todo el esfuerzo de conversión, la penitencia, la ascesis, la apertura a la misericordia de Dios, la confesión de los pecados, el ayuno, la limosna etc. Tanto en Adviento como en Cuaresma es un color que prepara el camino al blanco (color de la Navidad y de la Pascua), que significa alegría, fiesta, luz, vida, triunfo, gloria, pureza, santidad, felicidad, gozo y júbilo.

“NO SÓLO DE PAN VIVE EL HOMBRE” (Mt 4, 4)

El gran tema de la Cuaresma es la conversión, cuya necesidad  se proclama el miércoles de ceniza en el rito de la imposición de la ceniza. Este rito se contemplaba, antes del Concilio Vaticano II, como un memorial de la fragilidad y contingencia del ser humano ("acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás"). Sin embargo el Concilio, sin suprimir esta fórmula, ha introducido otra que subraya más bien la necesidad de la conversión ("convertíos y creed en el Evangelio"). 

De cara a la conversión, la liturgia del miércoles de ceniza nos entrega, en el Evangelio, tres armas espirituales: la oración, el ayuno y la limosna. Siguiendo esta triple indicación vamos a reflexionar sobre la conversión en tres direcciones fundamentales:

a) en la relación con Dios, que correspondería al tema de la oración

b) en la relación de cada uno consigo mismo, que correspondería al tema del ayuno y

c) en la relación con el prójimo, que correspondería al tema de la limosna

Convertirse a la verdadera imagen de Dios

Recogeríamos aquí el tema del primer domingo de cuaresma. En las tentaciones del Señor lo que está en juego es la idea demoníaca de la omnipotencia divina, idea "infantil" que todos llevamos dentro desde el pecado de Adán. Es la omnipotencia entendida como poder que se puede ejercitar caprichosamente, anulando las leyes de la realidad, para provocar la aparición de lo maravilloso, de lo extraordinario, haciendo ostentación de un poder muy por encima del poder de los mortales. Es el tema que introduce el primer domingo de Cuaresma al hacernos contemplar las tentaciones de Cristo en el desierto. En este evangelio, en efecto, se muestra cuál es la idea que Satán tiene de la omnipotencia, que podríamos resumir en tres conceptos: lo mágico (que las piedras se conviertan en panes), lo maravilloso ("arrójate de lo alto del Templo…") y el poder político mundial.

Satán, en efecto, propone al Señor el ejercicio de un poder que salte por encima de las leyes de la realidad y convierta las piedras en panes, dispensando así al hombre de la dura tarea de trabajar, de ganar el pan con el sudor de su frente. Le propone también arrojarse al vacío desde el alero del Templo de Jerusalén y hacer que los ángeles le desciendan espectacularmente para que sus pies no tropiecen con las piedras, realizando así un reality show maravilloso, espectacular, fuera de lo común. Y le propone finalmente entregarle todo el poder temporal, todo el poder y la gloria de los reinos de este mundo para que, poseyéndolo todo, pueda organizar el mundo como él quiera: es la tentación de un poder político mundial, de ser reconocido como "Señor del mundo". 

Un autor contemporáneo traduce el mensaje de las tentaciones al lenguaje actual observando que la clave que el demonio propone es la eficacia. Según él Satán vendría a decir: "¡Yo soy el Príncipe de este mundo y soy máster en marketing, doctor en propaganda, experto internacional en mensajes subliminales y en fascinación publicitaria! ¡Mira cómo consigo que ese pobre diablo compre un coche por encima de sus posibilidades como si fuera el carro de Elías! ¡Admírate de cómo puedo hacer que elijan al político más mediocre con la sola mediación de la maravilla mediática! Te daré todos los reinos del mundo con su gloria si, postrándote, me adoras… ¡Haremos una Operación Triunfo del canto gregoriano. Organizaremos un Gran Hermano del sacerdocio. Todos los telediarios de las nueve, todos los prime-times, todos los sitios de Google estarán al servicio de tu Iglesia y tendrán un atractivo que envidiarán las cadenas pornográficas y las mejores series americanas!"

Lo importante es que a todas estas propuestas demoníacas, el Señor Jesús responde eligiendo siempre el humilde camino humano de la obediencia y la adoración a Dios, sin pretender que la omnipotencia divina realice cosas extraordinarias para ayudarme a recorrer mi propio camino. El Reino de Dios se anuncia en la pobreza, amando al prójimo en la proximidad, abriendo nuestras manos hacia él, corriendo el riesgo de un abrazo donde el prójimo puede abrirse o estrangularnos. Un abrazo, no una llave de judo.

El Señor adopta así la actitud propia de todo creyente, la que debemos tener cada uno de nosotros, sin pretender -Él, que podría, con todo derecho, pretenderlo- intervenciones extraordinarias de Dios en su favor. Como dirá magistralmente san Pablo, "no hizo alarde de su categoría de Dios, al contrario, tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos". En realidad hay mucho más de lo que dice san Pablo en el himno de la carta a los filipenses. Lo que hay en esa renuncia expresa a un ejercicio de la omnipotencia divina como el que propone el demonio, es una revelación sobre el ser de Dios que nos indica que Dios es humilde, y por ello respeta lealmente las leyes de la realidad que Él ha creado (que Dios no "hace trampas" con la realidad), que es paciente y sabe aceptar los ritmos que la condición histórica del hombre comportan y que es vulnerable porque respeta tanto la libertad del hombre que permite que éste le hiera, le ofenda, sin romper la relación con Él. 

Convertirse al verdadero Dios supone convertirse a esta humildad, paciencia y vulnerabilidad que son propias de Él. Significa, por lo tanto, renunciar para siempre a que el objetivo de mi vida sea la economía (piedras que se convierten en panes), el éxito social (la admiración que produce lo maravilloso) o el poder histórico (el poder y la gloria de los reinos de este mundo). Significa, pues, poner otro objetivo para mi vida; y ese objetivo no puede ser sino el advenimiento del Reino de Dios. "Buscad primero el Reino de Dios y su justicia y lo demás se os dará por añadidura". Cuando Cristo rechazó las tentaciones demoníacas, afirmando por encima de todo el Reino de Dios y su justicia, inmediatamente se le concedió la añadidura: "el demonio se alejó y los ángeles le servían".

En este sentido la Cuaresma es el tiempo adecuado para revisar nuestra oración a la luz del Padrenuestro, que es la oración que el propio Señor nos ha dado. En ella vemos cómo "lo primero" es "el Reino de Dios y su justicia" y por eso las primeras peticiones nos descentran por completo de nosotros mismos para centrarnos en Dios y su Reino: "Santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, hágase tu voluntad". Después, y sólo después, se suplica humildemente la "añadidura" que necesitamos: el pan nuestro de cada día, el perdón de nuestros pecados y la protección divina para no caer en la tentación.

Convertirse a nuestro verdadero ser de hombres

El gran aviso-consigna para toda la Cuaresma y para toda la vida del cristianos es: "No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Mt 4,4 = Dt 8,3) (1er domingo de Cuaresma). Esto no recuerda que tenemos hombre si tenemos un ser que desea a Dios, un ser que tiene "hambre de Dios" (cf. Amós 8, 9-12), pues de lo contrario no tenemos un hombre sino un primate algo más complicado que los demás primates. 

La distinción fundamental para la comprensión del hombre no es la de alma y cuerpo, puesto que el hombre es una unidad psicosomática y es completamente carne y completamente alma; la distinción fundamental es la de la naturaleza y la persona, sabiendo que la persona es siempre portadora de una naturaleza. 

Al emplear aquí la palabra "naturaleza" nos referimos a la naturaleza individual de cada hombre, es decir, al conjunto de predisposiciones individuales a actuar de una determinada manera, que son fruto de la herencia genética, la educación recibida y las opciones de la libertad que cada uno ha ido haciendo y que se traducen en una "manera de ser" que es "mi manera de ser", mi forma concreta  (morphé), lo que expresamos cuando decimos "es que yo soy así".

Con la palabra "persona" designamos, en cambio, lo que san Pedro llama "el hombre escondido del corazón", es decir, el ser que el Padre ha visto cuando me ha creado, contemplando a su Hijo Jesucristo, y ha puesto en mí, en mi más profundo ser, en el corazón, un dinamismo secreto que me orienta hacia la realización de ese aspecto del ser de Cristo resucitado que el Padre ha contemplado cuando me ha creado y que constituye mi ser más verdadero, el "nombre nuevo" que designa mi verdadera identidad y que yo recibiré, por gracia, si soy fiel a las sucesivas llamadas de la gracia de Dios en esta vida. Este ser profundo y secreto (eidos) que me constituye en mi verdad más profunda es el télos, el principio dinámico de mi desarrollo como persona humana, si soy dócil al Espíritu Santo. El “nombre nuevo” que recibimos en Jesucristo es el único que hace emerger la unicidad irrepetible del hombre. Para el hombre, persona es el “nombre nuevo” que Dios le atribuye (Ap 2,17), desde “el principio de la creación de Dios” (Ap 3,14), que designa continuamente una tarea, la de ser “columna en el templo de mi Dios” (Ap 3,12), el “nombre nuevo que nadie conoce sino el que lo recibe” (Ap 2,17).

Responder a la pregunta sobre cómo soy yo (morphé), sobre cuál es mi naturaleza, es algo relativamente sencillo. Lo difícil, lo muy difícil, es responder a la pregunta sobre quién soy yo, es decir, a la pregunta sobre mi persona, sobre mi ser personal y único (eidos). Porque la “identidad arquetípica y primigenia” de cada hombre, la medida de su ser y, por tanto, su verdad, está constituida por la idea que Dios tiene de él, o sea, por el proyecto que quiere llevar a cabo en él. Porque el hombre no tiene su verdadera y completa “identidad” en sí mismo, sino únicamente en Dios.

Que Dios, al crear a cada hombre, no le dé ni el conocimiento de la idea que Él tiene de él ni la realización ya cumplida de esa idea, muestra la dignidad del hombre que, a diferencia de las cosas y de los animales, tiene que colaborar activamente con Dios para la realización de su propio ser. Por eso Dios creó todos los seres dando una orden ("háganse"), pero cuando fue a crear la hombre no dio una orden sino que pronunció ese misterioso "hagamos" al hombre a imagen nuestra, a semejanza nuestra: en ese plural misterioso está también incluido el propio hombre, como si Dios se dirigiera al hombre que va a crear y le dijera que, sin su libre colaboración, no va a poder ser creado. "Nosotros somos embriones de personas", decía un pensador cristiano contemporáneo (O. Clément): hemos de colaborar activamente en nuestro alumbramiento definitivo para la eternidad. "Al fin seré hombre" decía Ignacio de Antioquia hablando de su martirio.

Desde la perspectiva teológica, que es la más amplia, profunda y de mayor alcance, el concepto de persona es idéntico con la misión otorgada “en Cristo” por el Espíritu, misión otorgada al sujeto creado y aceptada por él, que hunde sus raíces en la “elección de gracia antes de la creación del mundo” y que, por ello, encuentra su hogar en el plan trinitario sobre el mundo y la redención. La participación del hombre en la misión de Cristo constituye el centro auténtico de la realidad de la persona.

La conversión en relación a mí mismo consiste en hacer prevalecer en mí la persona sobre la naturaleza, de tal manera que mis decisiones no sean tomadas siguiendo automáticamente mi manera de ser (morphé), sino escuchando la voz del Espíritu Santo que habla en lo profundo de mi ser personal, en el "hombre oculto del corazón", en lo que podemos llamar mi "espíritu", distinguiéndolo incluso del "alma" de la cual él es el centro, y obedeciendo las sugerencias que el Espíritu Santo me hace y que son las que me van conduciendo a la realización de la idea (eidos) que Dios tiene de mí. De tal manera que mi devenir existencial, la historia de mi vida no sea el despliegue automático y ciego de mi naturaleza, sino la sabia administración que de ella hace mi espíritu para que yo llegue a recibir la piedrecita blanca en la que está escrito mi verdadero nombre, que sólo Dios y yo conoceremos.

Y aquí entra el tema del ayuno que es, antes que nada, negación de mi espontaneidad, prohibición de realizar lo que me apetece (comer), para crear en mí un vacío que me recuerde que no estoy completo, que ni siquiera sé quién soy, que desconozco los caminos que me conducirán hacia la plenitud de mi ser, y que debo hacer silencio para poder escuchar la tenue y delicada (cf. Elías: "una tenue brisa") del Espíritu Santo que me habla en lo profundo de mi corazón. Por supuesto que el ayuno no debe ser referido solamente a los alimentos corporales sino a todo lo que alimenta nuestra alma, atiborrándola y embotándola para la escucha del Espíritu de Dios (televisión, internet, chismes: el espíritu de "vana palabrería" del que pide san Efrén ser liberado etc.).

Convertirse al prójimo

El mundo sería una prisión cerrada, sellada con las leyes de la biología, de la psicología y de la sociología, si no fuera porque en ella descubrimos al prójimo. El prójimo aparece como un rostro, y el rostro es como una apertura y como una promesa de libertad. En el rostro del prójimo, en la desnudez de su mirada, percibimos una exigencia y una llamada: la exigencia de respeto, que me ordena "tú no matarás" (es decir, soy una persona y no una cosa de la que puedes disponer a tu arbitrio, me debes un respeto) y la llamada de una súplica que implora ayuda, que me pide que le eche una mano en su caminar, en la ardua tarea de ir realizándose, de ir descubriendo y alcanzando su propia identidad.  

"Al otro, como a Dios, sólo se le conoce por la fe, a través de Cristo y del Espíritu Santo, sólo se le conoce mediante una revelación. En el conocimiento que Cristo nos da de una persona, tiene que haber, en un momento dado, como una discontinuidad: es el momento de la revelación, en el que Dios interviene para hacerme presentir al otro como un secreto que se abre, sin dejar de ser secreto", afirma O. Clément. La primera justicia que debo, por lo tanto, a mi prójimo es la de reconocerle como lo que es o, mejor dicho, como quién es. Todo lo que hemos dicho sobre la conversión a uno mismo, sobre el descubrimiento progresivo de nuestro verdadero ser en la docilidad al Espíritu Santo, vale también para cada prójimo que encontramos. Y por lo tanto mi primer deber hacia él consiste en reconocer que es un misterio, que él también ha sido creado por el Padre mirando a Cristo y tiene que alcanzar su verdadero ser, que es una plasmación de un destello del rostro del Resucitado. 

Mi conversión al prójimo arranca de aquí: de negarme a ver en él únicamente lo que la biología, la historia, la psicología y las ciencias sociales me dicen de él: porque él es más, él es otro que todo lo que las ciencias me puedan decir de él. Por lo tanto mi conversión empieza por una manera de mirar, de mirarle. Madre Teresa de Calcuta decía que la sonrisa es el inicio de la paz. Para que haya paz entre nosotros, lo primero es regalarte una sonrisa, muy por encima de lo que los servicios sociales me digan de ti.

Pero también ocurre, muy a menudo, que el rostro del prójimo, que es apertura y transparencia, lugar donde la materia se personaliza, se vuelva opaco y se cierre, convirtiéndose en una frontera acusadora. Entonces es más difícil amarlo. Haber encontrado a Cristo, haberse dejado encontrar por Él, es lo que hace posible seguir amando, aunque  no haya ninguna esperanza de ser correspondido. Quien se ha encontrado con Cristo ha encontrado el amigo fiel y secreto, el rostro que no juzga, la mirada que no petrifica, la mirada que no nos roba el mundo sino que nos lo entrega en cierta manera, la presencia que es acogida ilimitada. Por Cristo, con Él y en Él es siempre posible amar, porque Él nos amó cuando no merecíamos ser amados, cuando éramos "injustos y pecadores" como dice san Pablo. Y el encuentro con el rostro de Cristo nos permite permanecer en el amor, por encima de los límites de la condición humana.

Es en Cristo donde aprendemos que el amor es libre y gratuito, "Amo porque amo, amo por amar", escribe san Bernardo. Con ello nos recuerda que no hacen falta razones para amar, que lo único que hace falta para amar es tomar la decisión de amar. El amor es gratuito y su gratuidad se manifiesta en el hecho de que no necesita razones de ningún tipo para producirse. Esto también nos recuerda que el amor es un acto libre, una decisión de la libertad que, por encima de cualquier condicionamiento, decide amar, es decir afirmar al otro, trabajar para que el otro sea y vaya siendo cada vez con mayor plenitud.

Y esta permanencia en el amor, en la caridad, implica para nosotros una vulnerabilidad extrema. "Amar a alguien es convertirse en vulnerable. Esto es algo que se olvida siempre, sobre todo cuando se es joven y uno se imagina que el amor es una especie de donación maravillosa y que todo está resuelto. Es justo al revés: nada está resuelto, todo comienza. Entrar en un amor auténtico es entrar en una infinita vulnerabilidad", afirma un pensador cristiano (O. Clément). Esta vulnerabilidad extrema está expresada en el Corazón de Jesús, que mantiene abierta la llaga del costado por toda la eternidad, para significar que ese hogar que es su Corazón, está siempre abierto, que siempre se puede entrar y salir de él, porque el amor de Dios respeta infinitamente la libertad del hombre. 

Estamos llamados a amar así, a amar con el amor con que nos ama el corazón de Cristo. Y ésta es la limosna que nosotros debemos a los hombres. La diferencia entre una acción humanitaria y el amor de los cristianos es que los cristianos amamos con un amor que no es nuestro, que "ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado", cuyo nombre es caridad. Esta limosna es irrenunciable, porque o la damos nosotros o no la va a dar nadie, y es el don que, recibido, permite tomar conciencia de la inaudita dignidad de cada hombre. Cuando se cubren las necesidades materiales del hombre sin transmitirle la conciencia de su dignidad, se trata al hombre como a un animal al que se engorda para la matanza, decía Guillermo Rovirosa. Y tenía razón, porque "no sólo de pan vive el hombre".

XXIV Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

13 de septiembre de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Perdona la ofensa a tu prójimo y, cuando reces, tus pecados te serán perdonados (Eclo 27,30 - 28,7)
  • El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia (Sal 102)
  • Ya vivamos, ya muramos, somos del Señor (Rom 14, 7-9)
  • No te digo que perdones hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete (Mt 18, 21-35)
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“Diez mil talentos”, queridos hermanos, era una suma increíble de dinero; para ganarlo, un obrero de los tiempos de Jesús habría necesitado varios centenares de siglos trabajando. Se trata, por lo tanto de una deuda propiamente hablando impagable y si el rey se empeñara en cobrarla, es decir, en hacer prevalecer la justicia, el siervo se vería abocado a una miseria total, se quedaría sin bienes, sin familia, sin libertad. En cambio “cien denarios” era una suma de dinero que un obrero ganaba en tres meses de trabajo. 

Por tanto la enseñanza que esta parábola nos da es que mi deuda con Dios es enorme e impagable, mientras que la deuda que los demás tienen conmigo es una insignificancia comparada con ella. La razón fundamental de esta diferencia estriba en el sujeto que ha sido ofendido. Dios es la Pureza, la Verdad, la Bondad, sin mezcla alguna de impureza, de mentira o de maldad; mientras que en la pureza que hay en mí siempre hay algo de egoísmo, en el bien que hay en mí siempre hay algo de mal, y en la verdad que hay en mí siempre hay algo de mentira. Mi inocencia, por lo tanto, es siempre relativa, mientras que la inocencia de Dios es absoluta. El único Inocente, con mayúscula, es Dios, tal como dijo Jesús: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino sólo Dios” (Mc 10, 18). Por eso la menor ofensa o desatención hacia Dios posee unas dimensiones que no son comparables, en absoluto, con las que puedan tener las ofensas que me hacen a mí. Quien comprende esto, está en el buen camino en la relación con Dios, entre otras cosas porque sabe que él no es Dios. Por eso los Padres del desierto aconsejan no defenderse del mal del que a uno le acusan, incluso aunque no sea verdad que uno lo ha cometido. Y esto, queridos hermanos, nos cuesta mucho de entender.

La razón de ello es que no percibo que la malicia del pecado no depende tanto de lo objetivamente cometido, cuanto del hecho de que supone siempre una desatención, un olvido, una indiferencia hacia Dios y hacia lo que Él espera de mí. La malicia del pecado consiste en que, al pecar, he “pasado” de Dios, me he comportado como si Dios no existiera, he cerrado los ojos al misterio de la existencia y de la presencia de Dios, en el cual “vivimos, nos movemos y existimos” (He 17, 28), he prescindido de sus palabras, de los mandamientos que Él me ha dado para “vivir correctamente”, para que mi ser crezca y fructifique. He actuado, por lo tanto, con arrogancia y frivolidad, soslayando a Dios, prescindiendo de Él como si fuera un elemento que no tiene mayor importancia: lo único que me ha importado es lo que a mí me ha apetecido. Y todo esto, aunque ocurra entre las risitas complacientes de la mayoría de los hombres, no deja de ser un misterio terrible. 

Por lo tanto estamos ante una noticia terrible: mi vida está llena de monstruosidades. La noticia amable y esperanzadora es que Dios me las perdona todas, tal como ha proclamado el salmo responsorial: “Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura (…) no nos trata como merecen nuestros pecados (…) como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos” (Sal 102). Dios me lo perdona todo y espera que yo, sorprendido y agradecido por su perdón, perdone también a quienes me han ofendido y han cometido sus pequeñas monstruosidades conmigo. Podríamos resumir diciendo: El Señor nos perdona todo menos que no perdonemos. Dios perdona todas mis maldades, por muy terribles y tremendas que hayan sido y espera que yo perdone también a todos los que me han ofendido. Lo espera con tanta intensidad, que no está dispuesto a aceptar en su Reino a quien no perdone de corazón a su hermano. Que el Señor nos conceda la gracia de perdonar siempre, antes incluso de que nos pidan perdón. Para que estemos en su Reino.

Súplica del don del silencio


 “Desgraciado en efecto el solitario” (Si 4,10) que no te tiene como único compañero. Cuántos hombres están entre la gente y están solos porque no están contigo. Pueda yo, estando contigo, no estar nunca solo…

Que la tierra de mi alma calle en tu presencia, Señor, a fin de que entienda lo que dice en mí el Señor Dios. En efecto las palabras que tú susurras sólo en un profundo silencio pueden ser escuchadas.


Guigo II (+1193)


XXIII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

6 de septiembre de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Si no hablas al malvado, te pediré cuenta de tu sangre (Ez 33, 7-9)
  • Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: "No endurezcáis vuestro corazón" (Sal 94)
  • La plenitud de la ley es el amor (Rom 13, 8-10)
  • Si te hace caso, has salvado a tu hermano (Mt 18, 15-20)
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“Te he puesto de atalaya en la casa de Israel”. Estas palabras del profeta Ezequiel describen el oficio del cura. “El atalaya, explica san Gregorio Magno, está siempre en un lugar alto para ver desde lejos todo lo que se acerca”. Lo que se acerca es el Señor Jesús que “vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos” y que “iluminará lo que esconden las tinieblas y pondrá al descubierto los designios del corazón; entonces cada uno recibirá de Dios lo que merece” (1Co 4,5). El deber de quien ha sido constituido “atalaya” es avisar a los demás de lo que se acerca, de lo que viene.

Es un deber antipático. A uno le gustaría no tener que dar disgustos, decir a los demás lo que los demás desean oír. Y sin embargo quien ha recibido el encargo de ser “atalaya” tiene que decir a los demás lo que la luz de Dios le hace ver. Y eso, a menudo, contradice los deseos de los hombres. El sacerdote tiene que decir lo que Dios le encarga decir, independientemente de que eso coincida o no con los deseos de los hombres. 

Lo que Dios manda decir es siempre nuestro bien, es el Bien. Pero el Bien no coincide siempre con nuestros deseos. Pues los hombres unas veces deseamos el Bien y otras veces deseamos, incluso ardientemente, cosas que no son nuestro bien.

En nuestra sociedad se suele identificar el bien con la satisfacción de los deseos. Pero esto es un error. Muchas personas creen de buena fe que amar a alguien es procurarle la satisfacción de todos sus deseos. Y eso no es verdad. Amar a alguien es ayudarle a alcanzar su bien, coincida o no coincida con sus deseos.

Esto se percibe muy claramente en la educación de los niños. Los niños tienen muchos deseos, pero no siempre coinciden con su bien. Un verdadero padre, un verdadero educador, ayuda al niño a realizar su bien, no sus deseos; le enseña, en primer lugar, a educar sus deseos para que deseen el bien.

Pues lo que el sacerdote tiene que hacer en relación a los cristianos, todos los cristianos lo tenemos que hacer en relación a la humanidad entera. Los cristianos hemos sido constituidos –todos, sacerdotes y laicos- en “atalaya” para toda la humanidad. Somos un pequeño grupo de la humanidad que ha sido escogido por Dios para que recibamos la luz de su Palabra antes que los demás, y para que comuniquemos esa luz a todos. “Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara para ponerla debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa” (Mt 5, 14-15). Nuestro oficio y nuestro servicio como cristianos consiste en decir a los hombres cómo ve Dios las cosas, qué caminos son los acertados, porque incrementan la humanidad del hombre, y qué caminos son equivocados porque la disminuyen o incluso la prostituyen.

Es un oficio incómodo. Los hombres queremos siempre que nos digan que somos estupendos, geniales, y que estamos siempre acertados y tenemos razón en cuanto decidimos y hacemos. Pero no es así. Y nosotros, si cumplimos con nuestra misión nos podemos ganar a menudo la antipatía de los hombres, podemos aparecer ante sus ojos como unos aguafiestas que, mientras todos (o la mayoría) dicen que éste es un buen camino, nosotros les decimos que no, que es un camino equivocado. Esto ocurre con frecuencia en temas relativos al matrimonio, a la moral sexual, a la bioética etc.

Hace falta ser, pues, muy valientes para cumplir nuestra misión: hemos de preferir el amor de Dios al aplauso de los hombres. Hace falta también ser muy humildes, porque la luz que nos ilumina no es un producto nuestro, un fruto de nuestra inteligencia y de nuestra reflexión, sino un don recibido, sin ningún mérito por parte nuestra. Y cuando nosotros hablamos se ha de notar que somos conscientes de esto, que no estamos, ni mucho menos, juzgando y condenado a los hombres, sino aportando a la humanidad lo que a nosotros se nos ha revelado gratuitamente. La iglesia no juzga nunca a las personas (eso es competencia exclusiva de Dios); juzga, a la luz que recibe de Dios (que es Cristo), los caminos de los hombres. 

Por eso el Evangelio dice: “Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos”. Es decir, no lo pongas en evidencia ante los demás, no lo hieras, no lo humilles. Pero ámalo lo suficiente para decirle que ha emprendido un camino equivocado. Después añade: “Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos”. Es una manera de decir: para que le quede claro que no es tu criterio personal, sino la fe común en Cristo, lo que tú le estás diciendo. Porque, ¿quién soy yo para corregir a un hermano? Quien lo puede corregir de verdad es Cristo, Él que es la Verdad (Jn 14,6). Por eso es importante que mi hermano sepa que lo que yo le estoy diciendo no es válido porque lo digo yo, sino porque lo dice la Palabra de Dios, que es Cristo. 

“Y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano”. Puesto que lo que te estoy diciendo no es mi opinión particular sino la fe de la Iglesia, si no haces caso a la fe de la Iglesia, aunque estés bautizado, tú mismo te excluyes de la Iglesia, tu actitud te hace semejante a los “gentiles” y “publicanos”, es decir, a personas que no comparten la fe (gentiles) o que no intentan vivir como la fe exige (publicanos). Efectivamente, hermanos, “la fe no es de todos” (2Ts 3,2): no todos son creyentes, y quienes no son creyentes no pueden ver las cosas con la luz de Cristo, ni pretender vivir como Él dice que hay que vivir. Esto es muy importante recordarlo aquí, en España, donde se suele producir un doble fenómeno anómalo: por un lado, muchos católicos españoles que pretenden que todos los ciudadanos tengan la visión de las cosas y las pautas de conducta que tenemos los católicos; y por otro lado muchos ciudadanos que, sin participar para nada de la vida de la Iglesia, pretenden ser más católicos que los que participamos y saber mejor que nosotros lo que es el cristianismo. Y ninguna de las dos cosas es correcta: hemos de aprender a convivir sabiéndonos distintos y diferentes y sin querer imponer a los otros nuestra identidad. La fe no se impone, se propone, se ofrece, se presenta. Y la adhesión a la fe es un acto personal e intransferible de cada hombre. Pero lo que la fe es, no lo inventa ni lo decide cada uno. El cristianismo tiene 2000 años de historia (4000 si contamos desde Abraham), y no puede uno llegar y decir “esto es cristiano y esto no”. Nadie puede ser obligado a ser cristiano; pero nadie puede tampoco establecer por su cuenta y riesgo en qué consiste ser cristiano. Está ya establecido. Y es la Iglesia la que es depositaria y garante de nuestra identidad.

Que el Señor nos conceda valentía y humildad para cumplir nuestra misión de ser “atalayas”. Que nos enseñe también a convivir armoniosamente con quienes no son cristianos. Amén.

La añoranza

Pero el caso es que la que murió fue ella y él se quedó con la desgracia y las añoranzas, y eso es algo muy grave, Zeide, porque hay que saber cómo añorar a una mujer muerta. No se trata de unas añoranzas como las que se sienten por una mujer viva. Yo conozco perfectamente esas dos clases de añoranza, de modo que sé muy bien de lo que te estoy hablando, porque yo a tu madre la añoré tanto en vida como después de muerta.

Porque el que quiere sentir nostalgia tiene muchísimas clases para elegir. Existe la nostalgia por alguien que se ha marchado y quizá vaya a volver. Después existe la nostalgia por alguien que ya ha vuelto pero que ya no es el mismo, aunque lo peor de todo es añorar a alguien que simplemente ha muerto y no va a volver. Ésa es la clase de nostalgia que yo siento por tu madre, Zeide, y ni siquiera lleva consigo la esperanza de la resurrección. Ésa es la nostalgia que surge de sí misma, vuelve a sí misma y es como un cáncer que brota dentro del alma. Y solamente en una cosa son iguales todas las clases de nostalgia, y es en que no existe alimento que las sacie, ni bebida que las haga olvidar, ni medicamento que las cure, así como tampoco tiene razones, porque no las necesitan. Qué quieres que te diga, Zeide, puede que un día entiendas esto que te estoy diciendo, o puede que nunca lo llegues a comprender, pero hay una cosa que tienes que saber sobre la nostalgia y es que no necesita motivo. Mi pobre madre siempre lo decía: “Para llorar no hace falta excusa”. Quien tenga la fuerza suficiente para sentir nostalgia no necesita motivos.

Todo puede esconderse en una caja, Zeide, en una caja, en una jaula, en un armario y en una habitación. Incluso el amor se puede encerrar así muy bien encerrado -me dijo Jacob-, pero el recuerdo tiene todas las llaves, Zeide, y la nostalgia atraviesa hasta las paredes. Sabe liberarse y salir como el mago Houdini y entrar como los espíritus de los muertos cuando y por donde le place.

Recordaba el viejo libro que el albino solía hojear lagrimeando cuando se sentaba por la tarde en el patio, y tras una febril búsqueda también lo halló, oculto en el armario que había en el barracón de los canarios. Para su sorpresa, no resultó ser ni un diario personal, ni una novela de amor, ni un libro de poemas, sino antiguos horarios, amorosamente encuadernados, de los trenes que un día habían circulado de Praga a Berlín y de Viena a Budapest. Al día siguiente Jacob se encaminó al pueblo de al lado para preguntarle a Méname Rabinovich para qué puede mirar un hombre los horarios de unos trenes que nunca habían circulado por allí. El cultivador de algarrobos hojeó el libro, sonrió y le explicó que todos tenemos nuestros propios métodos para aplacar nuestras nostalgias y agudizar el recuerdo, y cada uno, a su manera, lo intenta y fracasa.

Oded respiró a pleno pulmón, volvió el rostro hacia mí y sonrió. Después dijo: Cada vez que la visito, Noemí me pregunta por el momento en que se sale de Wadi Miles. Se sube hacia la izquierda, se tuerce hacia la derecha, y de pronto el Valle se abre. Ahí están las colinas de Zaid, allí Kefar Yehoshua, Beit Shearim, y allí está Nahalal y más lejos Guivat Ha-Moré. El Valle. Ella me lo pregunta y yo le digo: “¿Lo echas de menos, hermanita? No tienes más que decírmelo y vengo a buscarte para devolverte a casa” Y tendrías que ver la cara de Meir cuando le digo eso. 

Desde lo alto de la cabina se divisa la tierra de las añoranzas de Noemí, tan extensa como alcanza a ver el ojo, hasta las murallas azules de los lejanos montes. En los campos cuadriculados se destaca aquí y allá una encina grande, recuerdo de la majestuosidad del bosque que se extendía allí antes.

Oded frenó el camión, acalló el motor, y el silencio se derramó por nuestros oídos. Sacó la cabeza por la ventanilla y gritó:

- ¿Qué tal, Scheinfeld?

- Pasad, pasad, qué bien que hayáis venido, amigos, pasad –dijo Jacob con el rostro radiante de un novio bajo el palio nupcial.

- ¿Dónde está la novia, Scheinfeld? –gritó Oded.

Pero la mirada de Jacob nos evitó, perdida y vaga.

- Míralo -volvió a repetir Oded-. Si fuera un caballo hace ya tiempo que habría que haberle pegado un tiro.

Un coche verde pasó por la carretera.

- Pasad, pasad… -le dijo Jacob-. Hoy tenemos boda en el pueblo.

Sonrió saludando con la cabeza, paseó la mirada por la carretera y nuevamente dejó de prestarnos atención.

Porque ¿cuál es el alimento del alma, como está escrito en la Biblia, sino la añoranza?


Autor: Meir SHALEV

Título: Por amor a Judit

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