El santo y la prostituta

En la vida de san Efrén el Sirio, doctor de la Iglesia llamado “arpa del Espíritu Santo” y gran cantor de la Virgen María, se cuenta que, siendo todavía eremita, practicaba un día el juego carismático del apotegma, que consistía en dirigirse a un Padre y considerar que la primera palabra que pronunciara estaría inspirada por el Espíritu Santo. Decidió, pues, ir a la ciudad más cercana y escuchar el parecer de la primera persona que encontrara, considerándola como alguien que le habla en nombre de Dios.

Al llegar a la ciudad se encontró, ¡divina sorpresa!, con una prostituta. Él la miró y ella se quedó contemplándole fijamente. El hombre de Dios exclamó: “¿Por qué me miras así?”. Y la mujer le respondió: “Yo he sido sacada de ti, pero tú deberías mirar al suelo, porque tú has sido sacado del polvo de la tierra”. 

Admirable palabra de mujer, palabra de consejo y de sabiduría que reconduce al hombre a su desnudez primera y le recuerda que no es bueno para el hombre estar solo (cf. Gn 2, 7. 18-25).


Autor: EPHRAÏM
Título: Jesús, juïf pratiquant
Editorial: Paris, Fayard/Éditions du Lion de Juda, 1987, (pp. 272-273)







XVII Domingo del Tiempo Ordinario

26 de julio de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Pediste para ti inteligencia (1 Re 3, 5. 7-12)
  • ¡Cuánto amo tu ley, Señor! (Sal 118)
  • Nos predestinó a reproducir la imagen de su Hijo (Rom 8, 28-30)
  • Vende todo lo que tiene y compra el campo (Mt 13, 44-52)
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“¿Entendéis bien todo esto?”. Para el Señor es importante que entendamos bien la naturaleza del Reino de los cielos, su condición aquí en la tierra, así como las exigencias que comporta.

La parábola del tesoro escondido nos enseña, en primer lugar, que la belleza y el valor del Reino de los cielos no son evidentes para todo el mundo, pues se trata de un tesoro escondido y son muchos los que ignoran la existencia de ese tesoro. Descubrirlo, verlo, es ya una inmensa gracia, un don de Dios.

La actitud correcta que este descubrimiento del valor del Reino de los cielos debe provocar en nosotros es la que ilustra esta parábola y la de la perla de gran valor: venderlo todo con tal de adquirir el campo o la perla, es decir, con tal de alcanzar ese tesoro y esa perla de gran valor que es el Reino de los cielos. Esto significa una jerarquía de valores, para la cual el valor principal y primero es participar del Reino de los cielos, entrar en él. Y para ello estoy dispuesto a vender todo lo demás, pues “si tu mano o tu pie te es ocasión de pecado, córtatelo y arrójalo de ti; más te vale entrar en la Vida manco o cojo que, con las dos manos o los dos pies, ser arrojado al fuego eterno” (Mt 18,8).

Pero además todo esto hay que hacerlo, no refunfuñando y protestando, sino llenos de alegría, porque es un gran negocio, el mayor negocio posible, gracias al cual vamos a poder vivir la vida eterna, vamos a colmar por completo los deseos de nuestro corazón. Así lo hicieron los primeros discípulos: así lo hizo Zaqueo quien, a pesar de que el día que conoció a Jesús se arruinó en términos económicos (Lc 19,8: “Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres; y si en algo defraudé a alguien, le devolveré cuatro veces más”) estaba feliz y radiante de alegría porque había comprendido que, a cambio de esos bienes materiales iba a “estar con Cristo, que es, con mucho, lo mejor”. Así lo hizo Pablo que nos dice que todo lo considera basura ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús “por quien perdí todas las cosas y las tengo por basura para ganar a Cristo” (Flp 3,8). No todos fueron capaces de hacerlo: el joven rico (Mt 19,16-22) prefirió sus riquezas a la persona de Cristo (porque el Reino de los cielos viene con la persona de Cristo, no es algo distinto o separable de Él), no fue sensible a la mirada de amor que le dirigió Jesús (Mc 10,21).

Finalmente la tercera parábola, la de la red barredera que se echa al mar y recoge toda clase de peces, vuelve a retomar la enseñanza de la parábola del trigo y la cizaña para recordarnos que el Reino de los cielos, aquí y ahora, en esta vida, en el tiempo de la historia, que durará hasta la segunda venida de Cristo, está formado por una mezcla de peces buenos y peces malos, es decir, de santos y de pecadores, de hombres que tienen un corazón recto y una intención pura y de otros que son calculadores, oportunistas e interesados. Y que sólo cuando venga el Señor se realizará la separación de unos y otros. Es importante tener fe en que esto ocurrirá: el juicio de Dios comportará una separación y nosotros debemos vivir de tal manera que, cuando eso ocurra, seamos colocados en el cesto de los peces buenos y vivamos para siempre con Dios y con todos los que le aman. Que así sea.

Santiago Apóstol

25 de julio de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • El rey Herodes hizo pasar a cuchillo a Santiago (Hch 4,33; 5,12. 27-33; 12,2)
  • Oh, Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben (Sal 66)
  • Llevamos siempre y en todas partes en el cuerpo la muerte de Jesús (2 Cor 4, 7-15)
  • Mi cáliz lo beberéis (Mt 20, 20-28)
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Celebramos hoy, queridos hermanos, la fiesta del apóstol Santiago, patrono de España. La riqueza de la liturgia de la palabra de este día nos ofrece abundantes puntos de reflexión, que constituyen llamadas a nuestra conversión como católicos y como católicos españoles.

La primera lectura nos ha recordado la contundente respuesta que Pedro y los demás apóstoles dieron ante las autoridades religiosas judías: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. Es una llamada a revisar nuestra jerarquía de valores y a preguntarnos qué es, de verdad, lo primero en nuestra vida, es decir, cuál es el criterio que prevalece sobre todos los demás a la hora de tomar nuestras decisiones. Si nuestro criterio es no distinguirnos de los demás, ser como todos, no llamar la atención, ser socialmente correctos, ajustándonos al comportamiento de la mayoría, entonces Dios no es el primero en nuestra vida, sino que lo primero es una determinada imagen de nosotros mismos que no queremos que desentone de la mayoría social; lo primero serría no querer tener problemas. El cristiano tiene que tener la audacia de poner a Dios, a su voluntad y a su santa ley, como lo más importante en su vida, aunque ello le genere algún problema. 

La segunda lectura nos ha recordado que la existencia cristiana está poblada de peligros, porque “nos aprietan por todos los lados (…) estamos apurados (…) acosados (…) nos derriban”, y nos invita a ver en todas esas dificultades una participación en la muerte de Jesús “para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo”. La vida de Jesús es la vida del Resucitado, la vida misma de Dios. Y Cristo resucitado lleva en su cuerpo glorioso sus cinco llagas gloriosas y benditas abiertas, como un memorial viviente de su pasión y muerte en la cruz, que nos recuerdan que esa vida suya de resucitado ha nacido de la extrema debilidad e impotencia de la cruz, y que es un don de Dios. Hay aquí una paradoja de la vida cristiana que consiste en que la fuerza de Dios se complace en manifestarse en nuestra debilidad, tal como le dijo el Señor a san Pablo. “Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza” (2Co 12, 9). Conscientes de esto, los cristianos no podemos dejar de hablar, de proclamar la verdad de Dios y la verdad del hombre que, en Cristo, se nos ha manifestado: “Creí, por eso hablé”. El anuncio de esta verdad, que es el Evangelio, se nos ha confiado a nosotros, y aunque estemos en unas condiciones adversas no podemos dejar de realizarlo, porque es esencial para la salvación del mundo.

Finalmente el evangelio pone ante nuestros ojos el contraste entre la mentalidad de los hombres –aquí representada por la madre de los Zebedeos- que piensa en la relevancia social, incluso en el Reino de Dios, y la mentalidad de Cristo que cede toda disposición de su Reino a la voluntad del Padre del cielo, mostrando así la desapropiación de su propia obra, que él entrega, sin condiciones, al Padre para que Él disponga de ella según su voluntad. El que nos enseña a orar diciendo: “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”, practica él mismo esa petición.

Al mismo tiempo, el Señor aprovecha la ambición de la madre de los Zebedeos para señalar la condición ineludible para estar con él en su Reino: beber el mismo cáliz que él va a beber. El cáliz simboliza el destino que uno tiene que asumir y que, en el caso de Cristo, consiste en su entrega sacrificial por la salvación del mundo en la cruz. La pregunta que Cristo hace a Santiago y Juan es, por lo tanto, si están dispuestos a compartir su destino. Ellos responden sin dudar que sí, y aunque tal vez en esa respuesta haya una cierta presunción, es sin embargo la respuesta adecuada. También nosotros debemos de estar interiormente dispuestos a compartir el destino de Cristo, sabiendo que esta disposición sólo podrá hacerse realidad por su gracia que actúa en nosotros, en el seno mismo de nuestra debilidad. Así lo han experimentado los santos mártires que a menudo eran hombres o mujeres cobardes y débiles, pero que fueron sostenidos por la gracia de Dios para dar su vida por Cristo. Los demás apóstoles se indignan contra Santiago y Juan, y ello muestra, como recuerda san Juan Crisóstomo, lo imperfectos que aún eran. Es que todavía no habían recibido el Espíritu Santo. Que Él venga sobre nosotros para que seamos hoy en día testigos de Cristo en España.

Meditación de Adviento


El papel del año litúrgico en la vida cristiana

Durante el curso de un año, la Iglesia nos hace entrar en contacto con cada uno de los misterios de la vida de Cristo para actualizar en nosotros la obra de la salvación. El año litúrgico recorre los distintos momentos de la existencia terrena del Hijo de Dios desde la encarnación hasta la subida a los cielos y la expectación de la última venida (cf. SC 102), según las propias palabras del Señor: “Salí del Padre y vine al mundo, de nuevo dejo el mundo y me voy al Padre” (Jn 16, 28).

Este círculo o ciclo recorrido por Cristo en aquel tiempo (Ga 4,4; Ef 1, 10) para llevar a cabo la redención del hombre es objeto de sagrado recuerdo y celebración por la comunidad cristiana en los distintos tiempos litúrgicos del año del Señor.

No todos los tiempos de la liturgia tienen igual peso e importancia, teniendo la primacía el sagrado triduo de Cristo muerto, sepultado y resucitado; y además que todos los tiempos litúrgicos convergen en la Pascua y de ella reciben la luz y significado.

De este modo los cristianos vamos aprendiendo a colocar como base de nuestra vida cristiana la espiritualidad litúrgica, que es la espiritualidad común a toda la Iglesia, que se alimenta totalmente de la contemplación y participación de los misterios de la vida de Cristo tal como la Iglesia, en su oración oficial, que es la Liturgia, nos los propone. De este modo la espiritualidad litúrgica constituye el humus común a todas las demás espiritualidades, las llamadas espiritualidades “de escuela” o con “apellidos”.

El tiempo litúrgico de Adviento

a) Las dos venidas de Cristo

Dicen las Normas universales sobre el año litúrgico y el calendario (=NUALC): «El tiempo del Adviento tiene una doble índole: es el tiempo de preparación para las solemnidades de Navidad, en las que se conmemora la primera venida del hijo de Dios a los hombres, y es, a la vez, el tiempo en el que por este recuerdo se dirigen las mentes hacia la expectación de la segunda venida de Cristo al fin de los tiempos. Por estas dos razones, el Adviento se nos manifiesta como tiempo de una expectación piadosa y alegre» (NUALC 39).

Adviento, Navidad y Epifanía están unidos en torno al misterio de la manifestación del Señor en nuestra condición humana. Incluso la expectación de la última venida de Cristo se apoya en la esperanza que brota de la certeza de la primera; de ahí que el recuerdo de la preparación que precedió a la llegada del Mesías en el Antiguo Testamento sea imagen de nuestro Adviento cristiano. 

La misa y el Oficio divino de todos estos días están impregnados del espíritu que se desprende de los dos grandes motivos que se celebran. Sin embargo, se advierte una acentuación mayor del aspecto de la espera escatológica en las dos primeras semanas y una más fuerte atención a la próxima Navidad en las dos restantes, especialmente a partir del día 17 de diciembre.

XVI Domingo del Tiempo Ordinario

19 de julio de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Concedes el arrepentimiento a los pecadores (Sab 12, 13. 16-19)
  • Tú, Señor, eres bueno y clemente (Sal 85)
  • El Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables (Rom 8, 26-27)
  • Dejadlos crecer juntos hasta la siega (Mt 13, 24-43)
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La liturgia de la Palabra de este domingo aborda el tema del silencio de Dios durante la historia humana, a pesar de la presencia del mal. A los hombres nos gustaría que, al menor síntoma de mal, Dios interviniera, arrancándolo de cuajo. Pero como Dios no lo hace, a nosotros nos viene la tentación de hacerlo, de “limpiar el campo”, de extirpar el mal. Y la palabra de Dios, en el evangelio de hoy, nos sorprende diciéndonos: “dejadlos crecer juntos hasta la siega”. 

Con su parábola el Señor quiere inculcarnos la paciencia como una actitud fundamental. Quiere decirnos que hemos de soportar, durante nuestra vida aquí en la tierra, esta situación de mezcolanza del bien y del mal, del trigo y de la cizaña. Quiere decirnos que hemos de aprender a vivir juntos los buenos y los malos, los piadosos y los impíos. Que hemos de contar con la presencia del mal. El Señor nos dice: es mejor soportar la presencia del mal que arrancar el bien, queriendo extirpar el mal. Porque nosotros no tenemos un método infalible de discernimiento. A lo largo de la historia humana, hemos de aceptar que el Reino de Dios crezca en el seno de una comunidad en la que se mezclan el bien y el mal. Y hemos de vivir esta situación con una paciente confianza. Al final el Señor vendrá y Él realizará el juicio definitivo, el juicio “final”. Pero sólo Él puede hacerlo, porque sólo Él discierne los corazones.

La segunda cosa que nos dice el Señor con su parábola es que esta situación no va a durar siempre, que durará hasta que Él vuelva y realice “la siega”, es decir que durará hasta la segunda venida de Cristo, hasta la Parusía y el Juicio final. Entonces se verá con toda claridad que no ha dado lo mismo, en absoluto, el vivir de una manera o de otra, el haber sido trigo o cizaña, el haber sido bueno o malo. Quien haya sido “trigo”, “brillará como el sol en el Reino de su Padre”, dice el Señor cuando explica la parábola, es decir, vivirá en comunión con Dios, que es “Luz sin tiniebla alguna” (1Jn 1,5), que es Amor (1Jn 4,8). Quien haya sido “cizaña” será “arrojado al horno encendido; allí será el llanto y el rechinar de dientes”, es decir, será excluido de la comunión con Dios, porque Dios es absolutamente incompatible con el mal, con el pecado.

Por lo tanto esa idea de que “vivas como vivas, al final todos al cielo”, es una idea falsa, contraria a la enseñanza de Cristo, que nos dice que no da lo mismo vivir de una manera que de otra. Sólo que eso se verá en el último día. Mientras tanto parece que da lo mismo, porque si sale el sol, como si cae la lluvia, se benefician lo mismo el trigo que la cizaña.

Lo que no dice el evangelio de hoy, pero se insinúa en la primera lectura, es que Dios no interviene porque tiene la esperanza de que aquellos que son cizaña se conviertan en trigo. La paciencia de Dios, su “silencio” ante el mal, es oportunidad de conversión para el hombre, como dice san Pedro: “No se retrasa el Señor en el cumplimiento de la promesa, como algunos suponen, sino que usa de paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que lleguen todos a la conversión (2Pe 3,9). Si Dios interviniera después de cada acción del hombre, premiándola cuando fuera buena o castigándola cuando fuera mala, creer sería un negocio inteligente y se eliminaría prácticamente la posibilidad de la fe, de dar confianza a Dios, de esperar en Él.

Finalmente la primera lectura de hoy nos enseña que “el justo debe ser humano”. Nuestro primer problema es que nos cuesta mucho ser “justos”, es decir, ser personas gratas a Dios, que viven de un modo acorde a Su voluntad. Pero el segundo problema es que, muy fácilmente, cuando somos “justos”, tendemos a endurecernos en relación a los demás, tendemos a pensar que si los demás no lo son, es porque son unos gandules o unos cobardes o unos viles. Y sin embargo Dios espera de nosotros que seamos comprensivos con quienes obran el mal, que tengamos paciencia con ellos y que no dejemos de tener esperanza para cada uno de ellos, como la tiene Él. Pues nuestra verdadera victoria sobre el mal no consiste en que ardan en el infierno, por toda la eternidad, quienes lo han cometido, sino en que se arrepientan y salven su vida, que es, por cierto, lo que Dios quiere (cf. 1Tm 2,4). 

Oración para el momento de morir

¡Oh Jesús!,
al adorar vuestro último suspiro,
yo os ruego que recibáis el mío.
Ignorando actualmente si tendré el libre uso de mi inteligencia
cuando abandone este mundo,
yo os ofrezco, desde ahora, mi agonía y todos los dolores de mi muerte.
Desde hoy, acepto con sumo gusto y libremente,
el género de muerte que queráis darme,
con todos sus dolores, sus penas y sus angustias.
Vos sois mi Padre y mi Salvador.
Yo pongo mi alma en vuestras manos
deseando que mi último momento esté unido al de vuestra muerte,
y que el último latido de mi corazón
sea una acto de puro amor hacia Vos.
Amén.

(San Pío X)



XV Domingo del Tiempo Ordinario

12 de julio de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • La lluvia hace germinar la tierra (Is 55, 10-11)
  • La semilla cayó en tierra buena, y dio fruto (Sal 64)
  • La creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios (Rom 8, 18-23)
  • Salió el sembrador a sembrar (Mt 13, 1-23)
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Casi con toda probabilidad podemos afirmar que esta parábola fue pronunciada por el Señor a causa de un cierto desánimo que había en sus discípulos. Éstos, en efecto, veían que eran muchas las personas que escuchaban la predicación del Señor, pero que, sin embargo, no todos se convertían en discípulos suyos. Es una cuestión siempre actual, que no vale sólo de la predicación de Jesús sino también de la predicación de la Iglesia (que es sustancialmente la misma predicación de Jesús) a lo largo de la historia. La parábola sale al paso de esta cuestión y afirma una cosa muy sencilla: que el fruto de la predicación no depende sólo de la semilla que se siembra sino también del terreno que la acoge.

A este respecto la parábola se recrea en la contemplación de los diferentes tipos de “terreno” que la Palabra de Dios puede encontrar. Todos comprendemos que el “terreno” es el corazón del hombre. La parábola viene a decirnos: no todos los corazones son iguales y por eso la misma predicación no da el mismo fruto en todos.

Hay terrenos completamente opacos a la predicación (“al borde del camino”), terrenos donde la tierra está endurecida y por eso la semilla no puede ni siquiera entrar. Todos sabemos que, para poder sembrar, antes hay que arar la tierra y dejarla mullida, para que la semilla pueda ser recibida en ella. ¿Cómo “arar” esa tierra, como “abrirla” para que pueda recibir la semilla del Reino? Parece que la única solución posible sea el sufrimiento, que rompe la costra de falsas seguridades que los hombres nos construimos. Ciertamente el Señor no ama vernos sufrir y nunca el sufrimiento es para Él un objetivo por sí mismo; pero tal vez los hombres no le dejamos otra posibilidad para que pueda abrir nuestro corazón endurecido a su gracia. Como dice un salmo: “me estuvo bien el sufrir, así aprendí tus mandatos”.

Otros corazones están abiertos, pero no están dispuestos a sufrir lo más mínimo a causa de la palabra de Dios, a causa del Reino de los cielos. Son los terrenos pedregosos. Es el caso de quienes quieren ser cristianos pero siendo social, cultural y políticamente correctos, no son capaces de soportar la tensión entre Dios y el mundo, entre la sociedad y la Iglesia, y como ven que la fidelidad a Dios les trae problemas, se echan hacia atrás. 

Están también los que sinceramente quieren ser cristianos, pero haciendo del cristianismo “una cosa más” de su vida, en vez de hacer de él el eje y el centro de su vida. Quieren que sus hijos vayan a la catequesis pero sin dejar de ir a judo, kárate, informática, ballet, inglés etc. etc. y, al final, para lo que no hay tiempo es para la catequesis, para la fe, para Dios, porque son incapaces de subordinar todo lo demás a la fe. Pero Dios no viene a nosotros para ser “una cosa más” en nuestra vida sino para ser el primero en ella. Es el terreno lleno de zarzas: uno se “enreda” en ellas.

Finalmente están también los corazones abiertos a la Palabra de Dios y dispuestos a que ella sea lo primero en su vida. Éstos son los que dan fruto y son gratos a Dios. “Así dice el Señor: los cielos son mi trono y la tierra el estrado de mis pies (...) Y ¿en quién voy a fijarme? En el humilde y contrito que
tiembla a mi palabra” (Is 66,1-2).
¿Qué conclusiones debemos sacar de esta parábola? Por lo menos tres. La primera consiste en  recordar que, si eres sembrador de la Palabra del Reino -y todos lo somos, por el hecho de ser cristianos- lo más importante es que la semilla que sembremos sea, de verdad, la semilla del Reino de Dios. No existimos para sembrar la semilla de los derechos humanos, o de la difusión cultural o artística, o para gestionar el tiempo libre; existimos -los cristianos- para sembrar la semilla del Reino de Dios. Por lo tanto, cada vez que hablamos de Dios, o de su Iglesia, o de su Reino, preocupémonos de hablar de eso, de presentar el cristianismo como lo que es: no un ambulatorio de la seguridad social o un puesto de la Cruz Roja, sino el anuncio de la novedad que, por Cristo, se le ofrece al hombre, el anuncio del don del Espíritu Santo.

La segunda conclusión es la que expresa la parábola diciendo: “el que tenga oídos que oiga”; lo que es como decir: que cada cual se aplique el cuento. Y lo que el cuento dice es: ¿qué clase de tierra soy yo, qué clase de terreno es mi corazón? Porque si no soy “tierra buena” no podré nunca verificar
la verdad del cristianismo.

Y la tercera conclusión es la que se expresa en las palabras: “unos ciento, otros sesenta, otros treinta”: Dios no te pide que seas el que más fruto da, sino que des fruto. Hay que evitar la tentación del “o todo o nada”, la tentación de decir “o soy un excelente cristiano o no soy cristiano”. Porque ese planteamiento viene del orgullo. Lo importante es que te dejes fecundar por la semilla del Reino, que la dejes obrar en ti y que no desprecies su fruto, aunque sea poco, porque Dios no lo desprecia.

Libertad y determinismo

Este cuerpo que soy yo y que dice yo, es el resultado de una progresiva conjunción de herencia, circunstancia, azar, destino y libertad. Ni me hago desde cero, ni estoy tan determinado que carezca de libertad. Pero es una libertad limitada, corpórea, finita, relacionada con otros, no divina sino humana, condicionada y en situación. Condicionado desde fuera y desde dentro, trato de trascender el condicionamiento, sin lograrlo por completo.

Consideremos vivencias como, por ejemplo, “quiero y no puedo”, “quiero y no quiero”, “puedo y no quiero”, “puedo y quiero, pero no me dejan hacerlo”. Estas paradojas de la libertad reflejan la riqueza y la contradicción humanas. Parezco libre y parezco no serlo; tengo que ser libre, pero es difícil; necesito ser libre, aunque a veces no quisiera serlo. Contra la objeción del determinismo, valdría la distinción de Zubiri: “La libertad no está en la indeterminación, sino en la manera en que yo me determino. Es determinación, aunque determinación libre”. Siempre es posible encontrar un antecedente determinante de una acción. Pero si lo he puesto yo libremente, podré decir que la determina de un modo no determinístico. Sin suprimir los determinismos, los utilizamos aprovechando sus posibilidades. Asumimos los determinismos de la espaciotemporalidad y reorientamos los dinamismos que nos condicionan. Nos subimos a un caballo desbocado y lo sujetamos por las crines hasta domarlo, aunque no siempre lo conseguimos. El perro hambriento ante el pedazo de carne es un circuito cerrado. El ser humano en la misma situación es un circuito abierto: puede distanciarse y preguntarse si lo come o no lo come, si lo come ahora o lo deja para después etc.

Lo que expresan estos ejemplos tan simples es la característica del ser humano como “esencia abierta” (Zubiri). No estamos totalmente programados, sino inacabados; tenemos que hacernos decidiendo cómo queremos ser (Ortega). Para el ser humano “hoy es siempre todavía” (Machado).

No es fácil analizar cómo se movilizan las energías del agente en la dirección de una acción determinada. No es fácil dilucidar si, en un momento dado, uno mismo ha movilizado sus energías de una manera escogida por él mismo para decidir el paso a la acción. Pues nuestras acciones son descargas de energía que no siempre tienen que ver con lo cognoscitivo. ¿Cómo se desencadenan mis energías y cómo se orientan en una determinada dirección? ¿Es posible que, al menos a veces, sea yo mismo quien desencadene esas energías según una orientación escogida por mí? Libertad es lo que capacita al ser humano para este modo de conducta. Obrar libremente es un modo de conducirse el sujeto cuando asume su situación con señorío y hace algo propio con lo que la vida va haciendo de él.

En vez de hablar de que el hombre es libre, es preferible comenzar diciendo que este ser, capaz de esclavizarse y esclavizar a los demás, experimenta también una exigencia de liberarse. Al plantear la cuestión de la libertad desde los condicionamientos, hay que ser consciente de que se plantea desde muestra corporeidad vivida y desde nuestra limitación social y cultural. Como indica el origen social del término, ser libre significa no estar encarcelado. Desde ahí podemos pasar a distinguir entre ser “libres de” y ser “libres para”. En el primer sentido, ser libres sería no estar totalmente sujetos al determinismo causal de influjos de fuera y pulsiones de dentro. En el segundo sentido, ser libre sería disponer de un margen para autodeterminarse, eligiendo o asumiendo.

Desde esta perspectiva, la tarea de hacerse libre pesa más que la pregunta abstracta sobre si hay libertad. Obrar libremente sería conducirse no determinística, aunque determinadamente, con dominio o señorío para asumir la propia situación; no para modificarla incondicionadamente a capricho. Libertad no es una capacidad para hacer cualquier cosa al margen de las leyes físicas o psíquicas, sino hacer algo con lo que la vida ha hecho de mí. Ni me hago yo solo, ni me hacen. Me hago y hago algo de mí, con lo que las circunstancias han hecho de mí. Paul Ricoeur afirma, con toda razón, que la libertad se hace acogiendo lo que no hace. Querer no es crear: mi libertad es humana y no divina; no es pura racionalidad, sino limitación corporal; no está encarnada en un cuerpo dócil, sino resistente; no es la libertad de un sujeto aislado, sino en una circunstancia y con un carácter. Así de vulnerable es nuestra libertad.

La libertad me sitúa en una perplejidad: tengo que hacer mi vida, lo cual depende en gran parte de mí, que digo “yo” y pretendo ser libre; y, por otra parte, me la dan ya bastante hecha, porque ese yo que ha de hacer su vida, es un yo en sus circunstancias. No consistirá mi libertad, por tanto, en prescindir de las circunstancias, sino en hacer algo con lo que ellas han hecho de mí. A veces tenemos la impresión de que predomina nuestra pasividad frente a lo que nos estimula desde fuera. Son muchos los datos que nos inclinan a percibir nuestra vida como si estuviera dirigida desde fuera, como si nos dejáramos arrastrar, pasiva e involuntariamente, por la corriente de lo que nos estimula. También son muchos los datos que refuerzan nuestra impresión de pasividad e involuntariedad con relación a los impulsos que nos empujan desde dentro: nos sentimos arrastrados por la corriente de lo pulsional y lo imaginativo-emotivo, apoderándose de la experiencia de nuestro vivir. Ante estas impresiones nos preguntamos: si me arrastran desde fuera y me empujan desde dentro, ¿es que yo no soy yo? O, si soy yo y puedo decir yo con todo derecho, ¿es que se trata de un yo meramente pasivo, como si fuera una marioneta, o de un yo como espectador de lo que ocurre dentro de él, o de lo que tira de él desde fuera? San Agustín habría respondido que no: “lo que hacía contra mi voluntad, veía que era más padecer que obrar”, afirma en las Confesiones (VII, 3).




Extraído de: Juan MASIÁ CLAVEL, Animal vulnerable. Curso de antropología filosófica, Trotta, Madrid, 2015, pp.115; 140; 145-147.







XIV Domingo del Tiempo Ordinario

5 de julio de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Mira a tu rey que viene a ti pobre (Zac 9, 9-10)
  • Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey (Sal 144)
  • Si con el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis (Rom 8, 9. 11-13)
  • Soy manso y humilde de corazón (Mt 11, 25-30)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf
En el evangelio de hoy el Señor da gracias al Padre, que es el Señor del cielo y de la tierra, por haber escondido su plan de salvación a los ojos de los sabios y entendidos y haberlo revelado, en cambio, a la gente sencilla. Los “sabios y entendidos” son los que razonan según la lógica humana que nos dice que para “destruir a los carros de Efraím y a los caballos de Jerusalén” lo que hace falta son unos carros más potentes y unos caballos más veloces. Y sin embargo Dios anuncia, por medio del profeta Zacarías, que Dios alcanzará esa victoria mediante un rey modesto que “cabalga en un asno, en un pollino de borrica”. 

Los sencillos de corazón son los que, antes que nada, piensan en Dios y dicen: si Dios lo quiere podrá ocurrir. Son como niños que están seguros del poder y de la fuerza de su padre y que lo creen todo posible si su papá está allí e interviene. Con estas palabras el Señor nos invita a buscar la sencillez de corazón, que consiste en prestar mucha más atención, en todos los asuntos, a la existencia de Dios, a Su voluntad y a Su poder, que al entramado de causas segundas que intervienen en ellos. Quien así procede está convencido de que “para Dios nada hay imposible” (Lc 1,37), tal como le dijo el ángel Gabriel a la Virgen María. La Virgen era sencilla de corazón, y por eso respondió: “aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38).

Lo nuclear cristiano


Si tuviéramos que buscar una palabra que pudiera indicar el núcleo del cristianismo, aquello sin lo cual no hay cristianismo, podríamos recurrir sin temor a equivocarnos a la palabra amistad: “Ya no os llamo siervos, sino amigos, porque todo lo que el Padre me ha dicho os lo he dado a conocer” (Jn 15, 14).

La palabra siervos indica la concepción habitual que los hombres tenemos de la relación con Dios, una relación comparable a la que tiene un siervo con su amo: si el siervo cumple correctamente lo que su amo ha mandado, puede esperar, con toda razón, que recibirá la recompensa prometida.

A pesar de la corrección de este planteamiento, Jesús lo descarta y elige la palabra amigos para describir lo que Él nos ha venido a ofrecer. Con esta palabra Jesús, de entrada, nos dice dos cosas: (1) Dios te ama, eres amado por Dios, Yo te amo y (2) entre Dios y tú hay un ámbito de confidencialidad, de apertura del corazón, de comunicación de lo secreto e íntimo de cada uno, el ámbito propio de la amistad.

Vivir el cristianismo es vivir esta amistad, es existir en este encuentro continuo con Cristo y a través de él con el Padre y el Espíritu Santo, en el que se me hace patente que Dios me ama –me ama ya ahora, con todos los defectos, los límites, los miedos, los complejos y los pecados que me acompañan-, y en esa relación de amor Él me abre su corazón, me cuenta sus secretos, sus deseos más íntimos –“que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tm 2, 4)-, me comunica su visión de la realidad, del ser, del universo, de las cosas, de la vida –“en el principio creó Dios los cielos y la tierra” (Gn 1, 1)- y, sobre todo, del hombre, que para Él nunca es “un ser más” porque es el ser que lleva Su “imagen y semejanza” (Gn 1, 26), y me ilumina sobre lo que me hace crecer y lo que bloquea mi crecimiento personal, porque Él quiere que yo crezca hasta la altura de Dios y que así pueda existir con Él y en Él, por toda la eternidad.