Meditación de Adviento


El papel del año litúrgico en la vida cristiana

Durante el curso de un año, la Iglesia nos hace entrar en contacto con cada uno de los misterios de la vida de Cristo para actualizar en nosotros la obra de la salvación. El año litúrgico recorre los distintos momentos de la existencia terrena del Hijo de Dios desde la encarnación hasta la subida a los cielos y la expectación de la última venida (cf. SC 102), según las propias palabras del Señor: “Salí del Padre y vine al mundo, de nuevo dejo el mundo y me voy al Padre” (Jn 16, 28).

Este círculo o ciclo recorrido por Cristo en aquel tiempo (Ga 4,4; Ef 1, 10) para llevar a cabo la redención del hombre es objeto de sagrado recuerdo y celebración por la comunidad cristiana en los distintos tiempos litúrgicos del año del Señor.

No todos los tiempos de la liturgia tienen igual peso e importancia, teniendo la primacía el sagrado triduo de Cristo muerto, sepultado y resucitado; y además que todos los tiempos litúrgicos convergen en la Pascua y de ella reciben la luz y significado.

De este modo los cristianos vamos aprendiendo a colocar como base de nuestra vida cristiana la espiritualidad litúrgica, que es la espiritualidad común a toda la Iglesia, que se alimenta totalmente de la contemplación y participación de los misterios de la vida de Cristo tal como la Iglesia, en su oración oficial, que es la Liturgia, nos los propone. De este modo la espiritualidad litúrgica constituye el humus común a todas las demás espiritualidades, las llamadas espiritualidades “de escuela” o con “apellidos”.

El tiempo litúrgico de Adviento

a) Las dos venidas de Cristo

Dicen las Normas universales sobre el año litúrgico y el calendario (=NUALC): «El tiempo del Adviento tiene una doble índole: es el tiempo de preparación para las solemnidades de Navidad, en las que se conmemora la primera venida del hijo de Dios a los hombres, y es, a la vez, el tiempo en el que por este recuerdo se dirigen las mentes hacia la expectación de la segunda venida de Cristo al fin de los tiempos. Por estas dos razones, el Adviento se nos manifiesta como tiempo de una expectación piadosa y alegre» (NUALC 39).

Adviento, Navidad y Epifanía están unidos en torno al misterio de la manifestación del Señor en nuestra condición humana. Incluso la expectación de la última venida de Cristo se apoya en la esperanza que brota de la certeza de la primera; de ahí que el recuerdo de la preparación que precedió a la llegada del Mesías en el Antiguo Testamento sea imagen de nuestro Adviento cristiano. 

La misa y el Oficio divino de todos estos días están impregnados del espíritu que se desprende de los dos grandes motivos que se celebran. Sin embargo, se advierte una acentuación mayor del aspecto de la espera escatológica en las dos primeras semanas y una más fuerte atención a la próxima Navidad en las dos restantes, especialmente a partir del día 17 de diciembre.

b) El color litúrgico

El color litúrgico es el morado. Es un color hasta cierto punto austero, sufrido y que indica seriedad y moderación. Es también el color usado en la Cuaresma, en los funerales y entierros. En el Adviento el color morado indica vigilancia ante la venida definitiva del Señor, moderación en el vivir y actuar, la seriedad del trabajo como servicio a los hombres y la glorificación de Dios. Indica también el esfuerzo por preparar el camino al Señor: abajar las colinas y rellenar los barrancos (yo: “pasarlas moradas”).

c) Actitudes cristianas propias del Adviento

Actitudes cristianas del Adviento son la vigilancia que exige el retorno inesperado del Señor: Mateo insiste (año A) sobre el efecto de la sorpresa, Marcos (año B) pone el acento en la perseverancia, y Lucas (año C) exhorta sobre todo a la esperanza “porque se acerca nuestra liberación”. Sobre la esperanza convergen las lecturas de Isaías en los años A y B y la de Jeremías en el año C: a través de la esperanza de Israel se traslucen los deseos y aspiraciones de todos los hombres de que llegue un día en que reinen la justicia y la paz, un paraíso perdido que descenderá de lo alto “cuando se rasguen los cielos y baje el Señor” (1ª lectura, año B). También lo es la conversión a una vida moral digna, a la práctica de las obras de la luz: “Nuestra salvación está más cerca…La noche está avanzada, el día se echa encima; dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz. Conduzcámonos como en pleno día, con dignidad” (2ª lect. año A). Como se ve la recta conducta moral se basa en la espera escatológica. También son actitudes propias del Adviento la oración, como lo pone de relieve la lectura patrística de san Agustín en el viernes de la III semana y el deseo de Dios como lo ponen de relieve las lecturas patrísticas de san Anselmo (viernes I) y de san Pedro Crisólogo (jueves II)

“¡VEN SEÑOR JESÚS!” (Ap 22, 20)

1.- El tiempo del Deseo: la oración

“Hagamos al hombre a nuestra imagen, como semejanza nuestra” (Gn 1,26). Que el hombre es imagen y semejanza de Dios significa que el hombre ha sido creado mirando a Dios, tomando como modelo el ser mismo de Dios y que, en consecuencia, el hombre sólo encuentra su “mismidad”, su verdadero ser, en Dios. 

De aquí surge una verdad fundamental: la medida del hombre no es el mundo. El hombre no es meramente un “ser natural”: ningún equilibrio ecológico puede conducirle a su plenitud. El hombre lleva en su interior una “medida” distinta de la del mundo: “Nos hiciste para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (san Agustín). “No es un tenue deseo el que tiene el hombre de ver a Dios, sino que lo desea con un ardor parecido al de la sed” (san Jerónimo).

El hombre es, pues, un ser de deseo , pues está habitado por el deseo de encontrarse con Dios, ya que intuye oscuramente que sólo en ese encuentro podrá alcanzar su identidad más personal y hallar su propia plenitud. El Apocalipsis habla del hombre de deseo: “Me dijo también: (…) al que tenga sed, yo le daré del manantial del agua de la vida gratis. Esta será la herencia del vencedor: yo seré Dios para él, y él será hijo para mí.” (Ap 21, 6-7). Y también: “El Espíritu y la Novia dicen: «¡Ven!» Y el que oiga, diga: «¡Ven!» Y el que tenga sed, que se acerque, y el que quiera, reciba gratis agua de vida.” (Ap 21, 17).

Y lo que nos es revelado en Cristo es que este deseo sólo puede satisfacerse en Él, en la casa del Padre, en la efusión del Hálito de vida. La sed –el deseo- que atraviesa el corazón del hombre sólo puede ser saciada por Cristo, tal como proclamó él mismo: “Jesús en pie gritaba: El que tenga sed que venga a mí; el que cree en mí, que beba. (Como dice la Escritura: de sus entrañas manarán torrentes de agua viva). Decía esto refiriéndose al Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en él” (Jn 7,37b-39). Y la paradoja del ser del hombre reside en el hecho de que aunque su realización requiere ciertamente la implicación de su libertad, sin embargo sólo puede ser alcanzada por un don gratuito, por algo que le rebasa, que viene de fuera de él y que él puede tan sólo desear y acoger con agradecimiento. 

También lo puede suplicar. Y por eso la oración es la expresión de la máxima lucidez del hombre: cuando el hombre toma conciencia de que lo que verdaderamente necesita es el Infinito y de que éste no está al alcance de su mano. Pero puede ser invocado. La oración es el tiempo del Deseo. No es el tiempo de los deseos. El hombre es un ser lleno de deseos y de necesidades, pero atravesado por un Deseo, con mayúscula, que es irreductible a todos los deseos y a todas las necesidades, que está por debajo y por encima de ellos, más acá y más allá de todo ese mundo de la satisfacción. Lo propio del hombre es que cuando está satisfecho aún no está realizado, que su realización va más allá de la satisfacción de todas sus necesidades y de todos sus deseos. Nuestro corazón es más grande que los deseos de nuestro corazón.

La oración es el tiempo para el Deseo, el tiempo donde tomamos conciencia de esta verdad sobre nosotros mismos. La oración arranca de la toma de conciencia de lo infinito de nuestro deseo, de lo infinita que es nuestra expectativa, de lo insaciable que es nuestro ser. La oración supone, por lo tanto, un tomar distancia frente a nuestros deseos y necesidades, un ponerlos entre paréntesis, no porque los ignoremos o los neguemos, sino porque nos situamos nosotros en otro lugar, más allá o más acá de ellos.

En el Adviento, la oración que más se repite es “ven”: “Ven, Señor y no tardes más”, “Ven, Señor, y quédate con nosotros”, “Ven, Señor, Jesús”. “¡Maranatá!”, “¡Ven, Señor Jesús!”, es el grito de los primeros cristianos (1Co 16, 22; cf. Didajé 10, 6) pidiendo la vuelta de Jesucristo a su Iglesia y al mundo. En el Apocalipsis (22, 6-21) los expertos llaman a esta perícopa “diálogo litúrgico” entre Cristo y la Iglesia. El Señor, a quien Juan llama el “alfa” y la “omega”, principio y fin, “el primero y el último” (Ap 22, 14) dice: “Mira, yo vengo pronto y traeré mi recompensa conmigo para dar a cada uno según sus obras” (Ap 22, 12-13; cf. Ap 22, 20). “El Espíritu y la esposa dicen: ¡Ven!” (Ap 22, 17). Es el grito jubiloso de la Iglesia, sostenida por el Espíritu Santo. La Iglesia concluye el diálogo con Cristo con estas palabras: “Amén, ¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22, 20). Y el tiempo de Adviento recoge esta veta escatológica de la Iglesia de los primeros siglos para mantenerla viva en la oración y la conciencia de la Iglesia.

2.- La vigilancia y la hospitalidad: “El acontecimiento será nuestro maestro interior”

“Estad atentos y vigilad, porque ignoráis cuando será el momento. Al igual que un hombre que se ausenta: deja su casa, da atribuciones a sus siervos, a cada uno su trabajo, y ordena al portero que vele; velad, por tanto, ya que no sabéis cuando viene el dueño de la casa, si al atardecer, o a media noche, o al cantar del gallo, o de madrugada. No sea que llegue de improviso y os encuentre dormidos. Lo que a vosotros digo, a todos lo digo: ¡Velad!” (Mc 13,33-37). Nosotros sabemos que el señor escucha y acoge siempre nuestra oración. Pero no sabemos el tiempo y la manera de su cumplimiento. Aunque sabemos que ocurrirá, que acontecerá, porque Dios no desoye nunca las súplicas de sus hijos

“Velar”, “vigilar”, es algo que se hace normalmente de noche, cuando ha terminado el día y sus actividades, cuando se está cansado y ya no hay nada que hacer. Quien vela no hace nada, salvo recordarse a sí mismo que, cuando todo ha terminado, en realidad aún no ha terminado todo, porque falta algo y algo ciertamente tan importante que me quita el sueño, que me impide dormir. No puedo decir “ya está” y echarme a dormir, porque en realidad “no está”, algo me falta. Así velan la madre que tiene un hijo en la guerra, los amantes que están forzosamente separados, el prisionero alejado de su familia etc. Para velar hay que estar existencialmente insatisfecho, porque en mí hay un deseo que es esencial para mí y que todavía no se ha realizado. Por eso para velar hay que tener un Deseo distinto de todos los deseos que puedo saciar y que de hecho sacio en la cotidianidad de mi vida. Hay que tener el Deseo de Dios. Si en mí está vivo el Deseo de Dios, entonces velaré, entonces no me conformaré con la satisfacción de los demás deseos (materiales, psicológicos, culturales).

El mensaje subliminal que nuestra sociedad de bienestar nos lanza se puede expresar así: “Yo me encargo de todo -dice ella- yo sacio todas vuestras necesidades, yo os doy comida, comodidades materiales, cultura, seguridad social, una buena jubilación, asistencia sanitaria y psicológica para libraros de vuestras angustias; yo os ‘desculpabilizo’ de todo, arrancando de vuestra psique esa horrible conciencia de pecado; ¿qué más queréis?”. Frente a ella el corazón vigilante debe responder: “Queremos a Dios, queremos la Verdad, el Bien y la Belleza totalmente armonizados; queremos un mundo totalmente reconciliado, una fraternidad verdaderamente universal y sin mentiras; en una palabra queremos el Reino de Dios y su justicia y sólo entonces estaremos de verdad contentos”.

El encargado de velar es “el portero”, es decir, el corazón del hombre que está vigilante si mantiene la verdadera dimensión de sus anhelos, de su Deseo, sin dejar que la sociedad la reduzca a la mera satisfacción de todas las necesidades (materiales, psicológicas, culturales etc.). “Yo dormía, pero mi corazón velaba” (Ct 5,2), dice el Cantar de los cantares. El corazón no debe dormir nunca, porque el Esposo no ha llegado todavía, porque el corazón tiene que estar habitado por el deseo de Cristo: “Mi alma está sedienta de ti, mi carne tiene ansia de ti como tierra reseca, agostada, sin agua”. No podemos repetir la torpeza de los hombres del tiempo de Noé en los días que precedieron al diluvio, que “comían, bebían, tomaban mujer o marido” como si nada fuera a ocurrir (Mt 24,37). Es decir, no podemos cometer la torpeza del aburguesamiento, de la perfecta adaptación al mundo, porque eso significaría satisfacer nuestras necesidades olvidando nuestro Deseo. Y hay que confesar que, con el paso de los años, la tentación del aburguesamiento crece, aumenta: el “paso” del tiempo “pesa” sobre nosotros, porque nos obliga a ver que todo cambia y nada cambia, porque nos conduce a la constatación de Cohélet: “Vanidad de vanidades, todo vanidad” (Qo 1,1). Y entonces surge en nosotros la tentación de resignarnos, de aceptar que las cosas son así y de adaptarnos lo más perfectamente posible a la situación. Todo parece razonable y sabio, pero se ha renunciado a la esperanza y a la tensión espiritual que ella comporta.

Porque además, como nos recuerda el III Prefacio de Adviento, el Señor está viniendo constantemente a nosotros. Entre su primera y última venida, se producen una infinidad de venidas intermedias: “El mismo Señor…viene ahora a nuestro encuentro en cada hombre y en cada acontecimiento, para que lo recibamos en la fe y por el amor demos testimonio de la espera dichosa de su reino”. La vigilancia no concierne, por lo tanto, únicamente a su segunda y definitiva venida, sino a todas estas venidas intermedias con las que Él nos va visitando constantemente a lo largo de nuestra vida terrena. Y acogiéndole “en cada hombre y en cada acontecimiento” es como nos vamos preparando, entrenando, para acogerle cuando venga Él mismo en persona, en la majestad de su gloria. Así es también como Él cumple su palabra: “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin de los tiempos” (Mt 28, 21). 

“El acontecimiento será nuestro maestro interior”, decía un pensador cristiano (E. Mounier). El Adviento es el tiempo para educarnos en la acogida de cada hombre y de cada acontecimiento. Cada hombre que llega a nosotros está marcado por la alteridad, por el hecho de ser otro, y, en este sentido, es siempre un “forastero”. Este carácter de “extranjereidad” propio de todo hombre, se agudiza y se hace más patente cuando el hombre que llega a nosotros es de otra raza, de otra lengua, de otra cultura, de otra religión. Al acogerlo, nos hacemos acreedores de que Cristo nos diga el día del juicio “era forastero y me acogisteis” (Mt 25,35). La espiritualidad del Adviento nos invita a practicar la hospitalidad, gracias a la cual “algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles” (Hb 13,2).

También nos invita a acoger “cada acontecimiento”. La vida está llena de “acontecimientos”, es decir, de cosas que nos suceden y que nosotros no hemos buscado ni decidido con nuestra libertad o que, aunque sí que las hayamos buscado y decidido, rebasan con mucho las previsiones que habíamos hecho. Los acontecimientos siempre nos sorprenden, porque nunca son exactamente lo que habíamos previsto. También nos desconciertan, porque casi nunca sabemos el sentido que van a tener en nuestra vida. El Adviento nos invita a acogerlos como una venida del Señor no porque ellos hayan sido enviados por Dios –puesto que muchos acontecimientos son claramente contrarios a la voluntad de Dios (guerras, violencias, asesinatos, explotación del hombre por el hombre)- sino porque si somos capaces de acogerlos en el Señor, en el Espíritu Santo, incluso aunque sean contrarios a la voluntad de Dios se convertirán para nosotros en ocasión de crecimiento espiritual.

3.- La misión propia del Adviento: relativizar la historia

El devenir del mundo no realizará aquí abajo el Reino de Dios. La tensión hacia el Reino debe herir el orgullo de la historia. Conviene desmitificar el ejercicio del poder, relativizar las ideologías para no soñar, como decía Soloviev, en transformar la sociedad humana en un paraíso, sino contentarse con “luchar para que no se convierta del todo en un infierno”. Concentrado en la transcendencia, el cristiano tiene el deber de profundizar y enriquecer la convivencia de los hombres, de despertar al hombre, sobre todo en una sociedad secularizada: despertar al hombre al misterio y a su destino trágico, arrancarlo del sonambulismo, de esta finitud, haciéndole presentir la inmensidad de su destino. De esta manera nos hacemos pacientes y podemos evitar tanto el cinismo inmovilista de los conservadores que dicen: “¿para qué? Las cosas siempre han sido así”, como la amargura de los revolucionarios, necesariamente decepcionados tanto del fracaso de las revoluciones como de sus resultados. Nosotros sabemos que la esperanza siempre gana, porque Cristo ha vencido a la muerte y al infierno, y que algunas veces –por ejemplo cuando celebramos juntos la eucaristía o en un momento de silencio y de paz- ya, desde ese momento, el Reino llega a nosotros y una alegría que no es de este mundo nos toca y nos toma el corazón. Entonces es como si encontráramos agua en el desierto, y adquirimos el coraje suficiente y la paciencia necesaria para afrontar el combate contra la estupidez y el odio, un combate que no terminará nunca en la historia y que siempre hay que volver a empezar. 

Entonces descubrimos el otro aspecto de esta tensión: que este mundo que pasa ha de ser transfigurado en el Reino. Que no es la historia la que realizará el Reino, sino que es en el Reino donde la historia entera pasará. Pero el Reino transfigurará también la tierra hasta el último grano de polvo.

La historia no nos juzgará (en contra de lo que se afirma en el lenguaje coloquial); nos juzgará Cristo que es el Señor de la historia.

El Reino de Dios, en el que Dios será todo en todos, no es de este mundo. Esto está dicho muchas veces en el Evangelio. Cristo rechazó en el desierto la tentación de la fuerza y de la fascinación. Rechazó convertirse en el príncipe de este mundo, transformar las piedras en pan; rechazó los milagros mágicos que habrían atraído a los hombres hacia Él. Él no aceptó otra realeza que la de la caricatura blasfema de la Pasión: el cetro de caña, la corona de espinas, la inscripción “ecce homo”: “aquí está el hombre”, el hombre máximo, el hombre auténtico. Así fundamentó la libertad humana. La fundamentó cuando rechazó fascinar a los hombres por medio del prestigio, la magia, la fuerza. “Si es rey de Israel, que baje ahora de la cruz y creeremos en él” (Mt 27, 42). Y Él no bajó de la Cruz. Cuando resucitó se apareció bajo otra forma que hacía que él no se impusiera. Como se ve en el relato de los peregrinos a Emaús, Él no se impone, sino que consigue que su corazón arda y se hace presente en el pan eucarístico compartido. Únicamente el amor libre del hombre puede reconocer al Resucitado en el Crucificado.

4.- El estilo de vida propio del Adviento: sencillez, modestia, sobriedad

El tenor de vida que esta relativización cristiana de la historia produce, ha sido admirablemente descrito en la Carta a Diogneto: “Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por su modo de vida (…) Viven en ciudades griegas o bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros, toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho. Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el cielo”.

San Pablo nos da el fundamento de esta actitud al afirmar: “Os digo, pues, hermanos: El tiempo es corto. Por tanto, los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen. Los que lloran, como si no llorasen. Los que están alegres, como si no lo estuviesen. Los que compran, como si no poseyesen. Los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen. Porque la apariencia de este mundo pasa” (1Co 7,29-31).

La Biblia de Jerusalén explica en nota que la expresión “el tiempo es corto” traduce un termino técnico de navegación: “el tiempo ha plegado velas”. “Sea cual fuere el intervalo entre el momento presente y la Parusía, pierde toda importancia, puesto que el mundo futuro está ya presente en Cristo resucitado”, afirma. Por eso “plegamos las velas”, porque, en cierto modo, con la vida nueva que Cristo nos da, “ya hemos llegado”, aunque todavía no en plenitud, porque todavía tenemos que morir. La consecuencia de ello es una vivencia de las cosas de esta vida marcada por la relatividad: no podemos vivir las cosas de esta vida como si fueran absolutas o definitivas, porque sabemos que no lo son. En consecuencia las vivimos sin condenarlas, pero sin sacralizarlas, sin entusiasmarnos ni deprimirnos en exceso por ellas. 

“Porque la figura de este mundo pasa”. El verbo parágo, que la Biblia de Jerusalén traduce por “pasa”, cuando se emplea transitivamente, tiene también el sentido de “seducir”, “engañar”. De modo que la frase final no está lejos de significar “porque la apariencia de este mundo es engañosa”. Y éste es precisamente el significado si atendemos al contexto. Pablo no invita a la indiferencia con respecto a las realidades terrestres. Quiere evitar que nos sumerjamos en ellas y que olvidemos su carácter relativo en relación con Cristo y su Reino que viene. El engaño está en considerar la realidad temporal (“llorar”, “tener mujer”, “comprar”, etc.) como si tuviera una consistencia propia distinta de su ser “mera relación” a lo Eterno, al Reino de Cristo. Se trata, pues, de no mirar y vivir las cosas idolátricamente sino icónicamente. 

Muchos de los que estamos aquí hemos sido formados en una teología y en una espiritualidad que insistía mucho en el “compromiso temporal”, en el “tomarnos en serio” las cosas de este mundo, en evitar los “cortocircuitos espiritualistas” por los cuales nos podemos escapar de nuestros deberes temporales, históricos. Todo lo cual es correcto, aunque debe ser complementado con la conciencia de la relatividad de todo lo que acontece en este mundo, también de lo que nosotros, con nuestra mejor intención, construimos. Con ello el compromiso gana en gratuidad: “Echa tu pan al agua, que al cabo de mucho tiempo lo encontrarás”, sigue diciendo el Eclesiastés (11,1). Con ello nos educa a la gratuidad de dar sin querer ver inmediatamente el fruto, de dar perdiendo, con la esperanza de que “mucho más tarde” lo encontraremos (centuplicado, además, añade el Evangelio).

La sobriedad no concierne sólo a los bienes materiales o culturales sino también –y hoy en día esto es muy importante- a las imágenes. Las formas de ayuno más necesarias hoy parecen ser de una clase diferente a la alimenticia. Son ante todo las que hacen referencia al deseo de ver todo. Vivimos en la civilización de la imagen; modo de sentir atmosférico es el que sugiere tomar posesión de todo lo que tiene interés, admiración y gusto en la vida, justamente a través de los ojos. La inclinación a rendirnos al deseo espontáneo de ver parece muy fácil. Este deseo parece totalmente inocente y justificado: ¿No es una necesidad ver lo que ven todos, para estar “encarnados” en nuestro tiempo? 

Sin embargo debemos reconocer que lo que nos entra por los ojos no es, en realidad, puro espectáculo, no es una imagen que permanezca fuera de nosotros. El mecanismo secreto de la seducción que ejerce sobre nosotros es justamente eso: permite vivir -por un momento e imaginariamente- una vida que no es la nuestra. El ver en este sentido nos enajena. Está al servicio de ese secreto deseo de evadirnos de nuestro presente y de nuestra vida real. Y además nunca es inocente: “El ojo sólo puede ver lo que es semejante a él”, decían los clásicos. A lo contemplado corresponde siempre una región de nuestra alma que, aquello contemplado, aviva, pone en funcionamiento.