Canto para el tiempo pascual


Los Siervos de María han hecho una hermosa propuesta celebrativa del Regina coeli, que expresa con acentos de profunda poesía la experiencia gozosa de María como Madre del Resucitado. Aunque no se trate de un texto litúrgico, expresa muy bien el sentido cósmico de la Resurrección y el hecho de que María no fuera al sepulcro el sábado santo, porque Ella guardó la palabra de su Hijo en su corazón y esperó, cuando nadie esperaba, la resurrección de su Hijo.

El texto articula un diálogo entre María (M), las mujeres, hijas de Jerusalén (H) y el Coro (C):

«1. H. ¿Cómo lo has sabido, María?
¿Te lo han dicho las mujeres
que a la aurora fueron al sepulcro?

M. He percibido su respiro.
El aire dulce y puro, de nueva frescura,
Signo del Aura fecunda que ya envuelve el cosmos,
Presencia poderosa del Soplo de la vida.

C. ¡Aleluya! ¡Nada es ya como antes!

2. H.¿Cómo lo has sabido, oh Virgen?
¿Es que ha venido María de Magdala,
con las manos todavía perfumadas
y su rostro nimbado de luz?

M. Al despedirse en la noche,
Las estrellas brillaban con un extraño fulgor
Y apresuraban su paso
Acosadas por la Luz del eterno Día.

C. ¡Aleluya! ¡Nada es ya como antes!

3. H. ¿Quién te lo ha dicho, Madre?
¿Ha sido quizá Juan, el discípulo amado
que corrió deprisa al sepulcro?

M. Lo he sabido de buena mañana, con el alba radiante.
Una perla de rocío que posaba en la hierba
Era principio y signo del Bautismo del universo.

C. ¡Aleluya! ¡Nada es ya como antes!

4. H. ¿Cómo lo has sabido, Virgen, hermana nuestra!
¿Por ventura ha venido Pedro
tras haberlo encontrado junto al jardín?

M. En el tibio clima de primavera
Ya los campos olían a pan,
Y sabían a mosto las viñas.
Cada tallo era como una profecía
Del Cuerpo traspasado y resucitado;
Cada flor en las vides
Era símbolo de su sangre derramada y gloriosa

C. ¡Aleluya! ¡nada es ya como antes!

5. H. ¿Qué voces has escuchado, María?
¿también a ti te han hablado los ángeles
y te han mostrado el sudario y las vendas?

M. Los olivos, testigos de su sudor de sangre,
Hablaban con mansedumbre de paz y esperanza
Y de su añoso tronco fluía el crisma nuevo
Que ha consagrado toda la tierra

C. ¡Aleluya! ¡Nada es ya como antes!

6. H. ¿Quién te ha dado la noticia, Madre?
¿Es que han venido hasta ti
los discípulos de Emaús
que, al declinar el día,
lo han reconocido al partir el pan?

M. Cuando ha temblado el sepulcro intacto
Se ha estremecido mi seno virginal.
¡Él nacía de nuevo!

C. ¡Aleluya! ¡Nada es ya como antes!

7. H. ¡No nos dejes María con el alma en la duda!
Dinos de quién lo has sabido.
¿De un discípulo secreto?
¿De un soldado arrepentido?
¿De un ángel del cielo?

M. No he sabido la buena noticia, hermanas,
Ni por voces de hombres
Ni por mensajes de ángeles.
Yo ya la conocía.
Porque conservaba en el corazón su palabra:
Resucitaré al tercer día.

C. ¡Aleluia! ¡Nada es ya como antes!»

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XXII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

29 de agosto de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • No añadáis nada a lo que yo os mando… observaréis los preceptos del Señor (Dt 4, 1-2. 6-8)
  • Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda? (Sal 14)
  • Poned en práctica la palabra (Sant 1, 16b-18. 21b-22. 27)
  • Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres (Mc 7, 1-8. 14-15. 21-23)
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          La cuestión sobre lo puro y lo impuro, surgida porque los discípulos tomaban alimentos sin lavarse las manos, es una cuestión que nos puede resultar extraña a nuestra sensibilidad actual. Sin embargo, lo que en ella verdaderamente se debate es una cuestión fundamental, que sigue teniendo plena vigencia para nosotros, a saber: ¿Qué es lo que nos hace puros o impuros en nuestra relación con Dios?

          Los judíos pensaban que una serie de tradiciones heredadas de sus mayores, como la de lavarse las manos antes de comer, restregando bien, eran fundamentales para una correcta relación con Dios. Jesús, en cambio, va a considerar esas tradiciones como “preceptos humanos” y va a centrar la pureza de la relación con Dios en la observancia del “mandamiento de Dios”.

          Notemos que el Señor habla en singular –“el mandamiento”- como apuntando, más que a la diversidad de los mandamientos de la ley de Dios, a una síntesis global de todos ellos, a una definición de un estilo de vida conforme a la voluntad de Dios, que el Señor resume en los dos mandamientos: «El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que éstos.» (Mc 12,29-31). El apóstol Santiago los resume, en la segunda lectura de hoy, diciendo: “La religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre es ésta: visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones y no mancharse las manos con este mundo” (St 1,27), es decir, el amor al prójimo (huérfanos y viudas) y la abstención de toda idolatría (no mancharse las manos con este mundo).

          La enseñanza de Jesús sobre la fidelidad al mandamiento de Dios por encima de las tradiciones de los hombres es plenamente actual, puesto que los creyentes estamos constantemente sometidos a la presión de lo social, cultural y políticamente correcto, todo lo cual no dejan de ser “preceptos humanos” y “tradiciones de los hombres”, a las que no es nada fácil desatender. Pues lo que está de moda –tanto si es una moda “eclesiástica” como si es una moda “civil”- posee siempre mucha fuerza social y quien prescinde de ello es inmediatamente censurado por la colectividad en la que vive. El Señor no dice que todas esas tradiciones humanas sean malas, pero precisa que la pureza de la relación con Dios no reside en la fidelidad a ellas sino en el cumplimiento del “mandamiento de Dios”.

          Establecido lo cual, el Señor profundiza su enseñanza recordándonos que no basta  con una observancia puramente externa del “mandamiento de Dios”, sino que la conformidad con él tiene que configurar también el interior del hombre, su núcleo personal más íntimo, lo que la Biblia llama el corazón. Esta palabra del Señor establece una diferencia radical entre el cristianismo y otras religiones, como por ejemplo el islam. En el islam lo verdaderamente decisivo es el cumplimiento material de los cinco preceptos que el musulmán debe cumplir: la confesión de fe, la oración, la limosna, el ayuno y la peregrinación a la Meca. Quien cumple esos cinco preceptos, y los cumple según están ritualizados por la tradición islámica, puede considerarse un buen musulmán.

          En el cristianismo, en cambio, no basta con el cumplimiento material del mandamiento de Dios, sino que la conformidad con la voluntad de Dios tiene que llegar al centro más profundo del ser humano, a su corazón, para que dé lugar al surgimiento de un hombre verdaderamente nuevo, de un hombre que ve la realidad con los ojos del Señor, porque tiene “la mente de Cristo” (1Co 2,16), que vivencia los acontecimientos con los “sentimientos de Cristo” (Flp 2,5) y que ama a los seres con un corazón puro, como el de Cristo, porque ha purificado su alma por la “obediencia a la verdad” (1P 1,22) que es Cristo (Jn 14,6). Así surge el hombre nuevo, tal como lo describió proféticamente Jeremías: “Pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrán que adoctrinar más el uno a su prójimo y el otro a su hermano, diciendo: ‘Conoced a Yahveh’, pues todos ellos me conocerán del más pequeño al más grande” (Jr 31,33-34).

          Todo lo cual es obra del Espíritu Santo, que visita las mentes de los suyos, llenando son su divina gracia los pechos que él mismo ha creado y escribiendo en ellos, como dedo de la derecha del Padre (digitus paternae dexterae), su santa Ley. Veni creator spiritus, mentes tuorum visita, imple superna gratia, quae tu creaste pectora. Que el Señor nos lo conceda.

Los desafíos espirituales propios del tiempo pascual


1.- Ciudadanos del cielo: vivir la vida nueva del Resucitado

           En la segunda lectura del domingo de Pascua (Col 1, 1-4), san Pablo deduce las consecuencias de haber sido injertados en Cristo por el bautismo y ser miembros de su Cuerpo: "Buscad los bienes de allá arriba…aspirad a los bienes de arriba". Es como si se nos dijese: "Vivid ya del cielo", pensad en la felicidad que no termina". Es la referencia al "ya" definitivo y eterno en el cual vive Cristo, "sentado a la derecha de Dios". Hemos entrado en este "ya" por el sacramento pascual del bautismo, "porque habéis muerto, habéis sido sepultados con Cristo y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios" (Col 3,3). La Cincuentena pascual es una poderosa llamada a vivir este "ya" cumplido plenamente en Cristo, aunque en nosotros "todavía no" ha llegado a su plenitud, puesto que todavía tenemos que morir.

          Por tanto es una llamada a vivir anticipadamente lo que "ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni la mente imaginó, pero que Dios ha preparado para los que lo aman, y que Dios nos lo ha revelado por el Espíritu" (1Co 2,9). Sería como el tiempo litúrgico en el que los cristianos hemos de vivir y mostrar la vida nueva, el nuevo eón que ya ha empezado, con la Resurrección de Jesucristo, y que se nos va comunicando por la Eucaristía y los demás sacramentos. Habría que mostrar que somos seres que "danzamos con los serafines", como dice san Juan Crisóstomo a los fieles al salir de la Eucaristía. Sería el tiempo para mostrarle a Nietzsche una belleza que él ni siquiera ha sospechado. Pues el cristiano no es el hombre del resentimiento y de la negación de la vida que Nietzsche imaginó. El amor cristiano dice un rotundo a la vida, a la creación, al ser, ya que ese amor arranca del amor mismo de Dios que ha creado el mundo por amor y que ha dicho de él que era “bueno” (Gn 1,25) (cf. Sb 1,13-15). El amor cristiano es prolongación de ese amor de Dios recibido y en él “amar es aprobar” (J. Pieper). El cristiano es el hombre de la bendición, tal como escribe san Pedro: “No devolváis mal por mal ni insulto por insulto; al contrario, responded con una bendición, porque vuestra vocación mira a esto: a heredar una bendición” (1Pe 3,8-9).

          Escribe J. Castellano: "El misterio pascual de Cristo es el arquetipo fundamental de la vida de la Iglesia y de la existencia cristiana. Una vida, por lo tanto, de hombres vivos, de resucitados, no de hombres abocados a la muerte. Una vida de testigos que llevan luz en los ojos, contagian la alegría del corazón, demuestran su fortaleza ante la adversidad y testifican el amor del Resucitado en todas sus obras. Vivir así significa "no pecar contra la resurrección", sino vivir en la lógica de la Pascua". Aquí es donde nace el verdadero sentido de la ascesis y la mística de la vida cristiana.

          En la Ascensión del Señor, que se celebra el VII domingo de Pascua allí donde no haya podido ser conservado el carácter festivo del jueves anterior, se produce de nuevo un "admirable intercambio", semejante al que tuvo lugar en la encarnación, entre la divinidad y la humanidad en la persona de Jesús, ahora glorioso. El hombre le ha dado su carne a Dios, y Dios al hombre su gloria divina, pues en Cristo "nuestra naturaleza humana ha sido tan extraordinariamente enaltecida, que participa de tu misma gloria" (poscomunión).

          "Cuando fuiste elevado a la gloria, oh Cristo nuestro Dios, ante la mirada de tus discípulos, las nubes te arrebataron con tu cuerpo. Se abrieron las puertas del paraíso y el coro de los Ángeles exultó de gozo y alegría y las potencias celestiales cantaban diciendo: Portones, alzad los dinteles, que va a entrar el Rey de la gloria. Mientras los discípulos atemorizados te decían: No te alejes, buen Pastor, de nosotros; envía sobre nosotros tu Espíritu santísimo como guía y fortaleza de nuestras almas" (Liturgia bizantina de la Ascensión). Este texto es doblemente interesante. En primer lugar por la cita del salmo 23 llamando a "alzar los dinteles" indica que Cristo no vuelve solo, sino que lleva con Él la multitud de los hombres rescatados con su sangre, y por eso las puertas del cielo tienen que ampliarse, para que puedan entrar todos. Y en segundo lugar por la conexión con Pentecostés: los discípulos, desolados por la partida del Maestro, le suplican el don de su Espíritu.

 2.- Transfigurar el mundo y la historia en alabanza

           No es el universo quien lleva el destino del hombre, sino al revés, es el hombre quien lleva el destino del universo y quien puede hacer que éste pase para la corrupción o para la inmortalidad, tal como recuerda san Pablo en la Carta a los romanos (8, 19-21). Nuestro cuerpo es el lugar donde el mundo se convierte en cierto modo en interior y subjetivo. Nosotros somos como una síntesis y un resumen del mundo no sólo para dominarlo sino también para salvarlo, para embellecerlo, para personalizarlo y de este modo respetarlo e iluminarlo. El hombre es como la boca por medio de la cual el universo canta su alabanza al Creador, el que descifra las cosas en la gloria de la presencia de Dios. Los Padres de la Iglesia han aplicado la imagen de la zarza ardiente al mundo, tal como existe secretamente en Cristo resucitado. En el Resucitado, el mundo es una zarza ardiente.

          Nosotros somos responsables del mundo porque somos la palabra, la inteligencia, la razón, que descifra el misterio del mundo y lo convierte en alabanza. Nosotros somos quienes asumimos el mundo, lo iluminamos y podemos hacer que fructifique o que perezca asfixiado. De nosotros depende que la evolución del universo sea una mecánica de muerte o una celebración. Porque es nuestro mal, nuestro estado de separación, el que vampiriza y desnaturaliza el universo. Pero cada vez que un hombre se santifica, vincula su plegaria a la belleza de las cosas, a su alabanza secreta; cada vez que un hombre se hace un ser eucarístico, que hace eucaristía en todas las cosas, según la exhortación de san Pablo (1Te 5,18), entonces una alegría de eternidad vibra en las cosas.

La creación entera “reluce” porque ha sido hecha con “esplendor y belleza” (Sal 110,3). Los seres creados por Dios no son una oscura materia caótica ofrecida de modo inerme al conocimiento y a la libertad del hombre (como imaginara Kant), sino que son la plasmación de las ideas divinas, son los logoi del único Logos que es Cristo, el Hijo eterno del Padre. Por eso los seres “hablan”: “el cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento la obra de sus manos: el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra” (Sal 18,2-3). Y por eso “relucen”, porque están secretamente habitados por el Espíritu de Dios, el Espíritu creador y santificador en el que “el ser del mundo encuentra su incandescencia”.

          Cristo, que es Dios hecho hombre, el nuevo Adán, el Adán definitivo, ha conseguido reunir a Dios y al hombre a través del mundo transformado en eucaristía. Cristo, por su adhesión constante al Padre, libera al mundo de la muerte y lo llena de su aliento vivificante, que es el Espíritu Santo, transformándolo en eucaristía. Por su muerte en la cruz, por su resurrección y ascensión, hace ofrenda al Padre de la creación entera, hace secretamente de la creación su cuerpo glorioso, una zarza ardiente que arde sin consumirse en el fuego del Espíritu. A la orilla del lago había “unas brasas con pescado” (Jn 21,9): el Resucitado ha querido enseñar a sus discípulos que el Reino de Dios será también la tierra, toda la tierra “liberada de la esclavitud de la corrupción para participar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios” (Rm 8,21). La resurrección ha roto el mundo como tumba a fin de que el mundo se muestre como eucaristía.

          Nosotros, al pecar, separamos cada vez más a Dios y al hombre y reforzamos la opacidad que las cosas del mundo han recibido a causa del pecado, ocultando su vocación eucarística.     En la relación entre el hombre y el mundo el universo está destinado a convertirse en lo que podríamos llamar un “campo de comunión”, un material para la fiesta, para el encuentro nupcial entre Dios y el hombre. Corresponde al hombre hacer consciente la alabanza ontológica de las cosas. Pero ello depende de la actitud fundamental del hombre ante Dios, de su transparencia u opacidad a la luz divina y a la presencia del prójimo.       

          Porque todo reza, la plegaria está en el corazón mismo de las cosas (cf. el texto de Tertuliano sobre las aves con las alas en forma de cruz al volar). Las cosas son celebración y el grito de las profundidades se hace presente a través de ellas. Recordemos las palabras de Cristo al entrar en Jerusalén: “Si estos callan, gritarán las piedras” (Lc 19,39). Y las piedras no cesan de gritar, y los árboles y las estrellas, ¡todo grita!

 

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XXI Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

22 de agosto de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • Serviremos al Señor, ¡porque él es nuestro Dios! (Jos 24, 1-2a. 15-17. 18b.)
  • Gustad y ved qué bueno es el Señor (Sal 33)
  • Es este un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia (Ef 5, 21-32)
  • ¿A quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna (Jn 6, 60-69)
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El Evangelio que se nos acaba de proclamar es la conclusión del largo discurso que Jesús hizo en la sinagoga de Cafarnaúm después de la multiplicación de los panes y los peces y en el que desveló el misterio de la Eucaristía, tal como hemos escuchado en los tres domingos anteriores.

La Eucaristía es un misterio que desafía a la racionalidad puramente humana, a la racionalidad ejercida en su dinámica natural sin haber sido iluminada y dilatada por la palabra de Dios. Para una razón que no está iluminada por la fe, “comer a Dios” –“el que me coma vivirá por mí” (Jn 6,58)- es algo completamente absurdo. Por eso al terminar este largo discurso se produce lo inevitable: “Muchos discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron: -Este modo de hablar es inaceptable, ¿quién puede hacerle caso?” (Jn 6, 60). “Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él” (Jn 6, 66).

Este abandono pone de relieve el misterio de la libertad humana y de la gracia de Dios. El propio Jesús había dicho: “Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae” (Jn 6,44). Esta “atracción del Padre” es una gracia: “Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí si el Padre no se lo concede” (Jn 6,65). Y la gracia puede siempre ser acogida o rechazada por la libertad del hombre, en ese ámbito interior del ser humano que es el corazón, ámbito que sólo Dios puede conocer, tal como la Sagrada Escritura recuerda con frecuencia (1S 16,7; Jr 17,9-10). Jesús, que es Dios hecho hombre, conoce el corazón de todo hombre y por eso el evangelista afirma que “Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar” (Jn 6, 64).

Reconocer a Jesús como el enviado del Padre y reconocer que todas sus palabras “son espíritu y son vida” (Jn 6,63) es algo que sólo puede hacerse movido por el Espíritu Santo (1Co 12,3), pues solo el Espíritu Santo nos da la “mente de Cristo”, (1Co 2,16) con la cual podemos entender las realidades espirituales que Dios nos revela y hablar de ellas “no con palabras enseñadas por la sabiduría humana sino enseñadas por el Espíritu, expresando realidades espirituales en términos espirituales” (1Co 2,13), como ocurre con la Eucaristía, que no es una invitación al canibalismo sino una invitación a la comunión amorosa con Dios.

La Eucaristía es, en efecto, una realidad “inventada” por Dios, una realidad que solo a Dios se le podía ocurrir y que es fruto del amor omnipotente de Dios hacia los hombres, de su misericordia todopoderosa que quiere salvar al ser humano y hacerlo partícipe de la vida divina. Sólo en la lógica del amor –“Dios es Amor” (1Jn 4,8.16)- aparece la posibilidad de hacerse alimento para aquellos a los que se ama. Pues en la lógica del amor está la expresión “comerse a besos” y está también el misterioso deseo expresado en el Cantar de los cantares por el grito desgarrado de la Novia: “¡Que me bese con los besos de su boca!” (Ct 1,2). Este grito enuncia el deseo más profundo del corazón humano, que es el deseo de unión amorosa con Dios, deseo que está “afligido” por la conciencia de la imposibilidad de su realización, puesto que entre Dios y el hombre se abre el abismo inmenso de la Transcendencia divina, abismo que el hombre con sus fuerzas no puede salvar. De ahí el lamento dolorido de la Novia, -que es Israel, que es la Iglesia, que es cada alma-, cuando dice: “¡Ah, si fueras tú un hermano mío, amamantado a los pechos de mi madre! Podría besarte, al encontrarte afuera” (Ct 8,1).

A este lamento ha respondido la misericordia entrañable (Flp 2,1) del Padre, enviando a su único Hijo nacido de una mujer (Ga 4,4), que de ese modo se ha hecho nuestro hermano, hijo también de nuestra madre Eva, para que lo podamos encontrar y dejarnos abrazar y besar por Él. La Eucaristía es el cumplimiento espiritual y misterioso de esto; pues cada vez que comulgamos Él nos besa con los besos de su boca y nos comunica la vida divina de la que Él es portador: la Eucaristía nos configura con Cristo, nos va dando la “forma de Cristo”, para que seamos en medio de los hombres no solo instrumentos suyos sino también iconos suyos, lugares de su presencia.

Que tengamos un corazón profundamente agradecido al Señor por un don tan grande.

Pentecostés



Una luz alegre, deslumbrante,
un fuego que brota del poder de Dios,
es derramado sobre los discípulos de Cristo;
los corazones están repletos,
las lenguas son enriquecidas
y todo invita a un concierto de alabanzas.

¡Soberano consolador,
ven a nosotros todavía ahora!
Fecunda nuestras lenguas,
tranquiliza nuestros corazones.
Sin tu gracia no hay alegría, ni salvación,
ni paz, ni plenitud, ni sonrisa de amor.

Tú eres la luz y el perfume,
el origen del amor divino
que confiere al agua bautismal
su fuerza y su poder misterioso.
Tú has hecho de nosotros una nueva creación,
la de los hijos de la gracia divina.

Tú que das y que al mismo tiempo eres Don,
tú que derramas sobre nosotros todo bien,
capacita nuestros corazones para tu alabanza
y nuestros labios para proclamar tus maravillas.
Autor de toda inocencia,
renuévanos en Cristo,
y concédenos saborear
la plenitud de la alegría.

(Adán de San Víctor +1177)

Asunción de la bienaventurada Virgen María

15 de agosto 

15 de agosto de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • Una mujer vestida del sol, y la luna bajo sus pies (Ap 11, 19a; 12, 1-6a. 10ab)
  • De pie a tu derecha está la reina, enjoyada con oro de Ofir (Sal 44)
  • Primero Cristo, como primicia; después todos los que son de Cristo (1 Cor 15, 20-27a)
  • El Poderoso ha hecho obras grandes en mí: enaltece a los humildes (Lc 1, 39-56)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

        

Celebramos hoy, queridos hermanos, la solemnidad de la Asunción de la bienaventurada Virgen María, en cuerpo y alma, al cielo. Lo que la liturgia propone hoy a nuestra contemplación es el destino final en el que se encuentra la Madre del Señor desde que terminó el curso de su vida terrena, diciéndonos que ella ha alcanzado ya plenamente el estado glorioso que tendrán, a partir del último día, todos los justos resucitados o los que, por vivir todavía cuando vuelva el Señor, serán transformados sin pasar por la muerte, tal como anuncia san Pablo: “He aquí que os anuncio un misterio: no todos moriremos, pero todos seremos transformados” (1Co 15, 51).

Los santos que están en el cielo se encuentran en un estado todavía provisional, en cuanto que una parte de su ser, el cuerpo, ha quedado aquí en la tierra, dejando de ser un cuerpo viviente, bien porque haya conocido la corrupción del sepulcro, o bien porque, aunque esté incorrupto, no es un cuerpo viviente, ya que lo que da vida al cuerpo es el alma, y el alma ya no está allí. Su espíritu y su alma están con el Señor y son colmados por la felicidad de contemplar su gloria; pero su cuerpo espera paciente el día de la segunda venida de Cristo, de su venida gloriosa, el día de la Parusía, para resucitar por la fuerza y el poder del Espíritu Santo, y ser transformado en un cuerpo espiritual, un cuerpo glorioso, tal como afirma san Pablo: “Así también en la resurrección de los muertos: se siembra corrupción, resucita incorrupción (…) se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual” (1Co 15, 42.44), y volver a unirse con su espíritu y su alma en la felicidad total del cielo.

Lo que celebramos hoy es el hecho de que la Virgen María ya está en ese estado glorioso en la totalidad de su ser, espíritu, alma y cuerpo, tal como declaró el Papa Pío XII, al proclamar la verdad de la Asunción. María posee anticipadamente lo que todos los justos poseerán cuando vuelva el Señor y se produzca la resurrección de la carne. La fiesta que celebramos hoy es, por lo tanto, la fiesta de nuestra esperanza, ya que María es nuestra hermana, es una de nosotros, y es bello contemplar que uno de nosotros ha llegado ya a la plenitud de la gloria que Cristo nos ofrece a todos lo que, por la fe y el bautismo, nos unimos a él para no formar más que un solo cuerpo en él. Conviene recordar que esto no significa que, aparte de Cristo, sólo ella se encuentra en esta situación de gloria definitiva y total. Una seria tradición patrística sostenía que los santos que resucitaron y se aparecieron a muchos en Jerusalén, tal como narra san Mateo (27, 52-53), también habrían llegado a la gloria definitiva. Pero la Iglesia sólo se ha pronunciado sobre la Virgen María, lo que no excluye que pueda haber otros casos que nos son desconocidos.

La fiesta de hoy nos recuerda la verdad y la belleza de la afirmación que hacemos en el Credo diciendo “creo en la resurrección de la carne”. Con ello afirmamos simultáneamente dos cosas: que el cuerpo que resucitará será el mismo cuerpo que vivió aquí en la tierra y que ese cuerpo será transfigurado en la resurrección tal como afirma san Pablo al decir que Cristo “transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo” (Flp 3, 21).

Todo ello significa que la materia, la humilde materia, será incorporada también a la gloria de los hijos de Dios y que, por lo tanto, existe un porvenir escatológico también para el mundo, tal como afirma san Pablo: “La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel quela sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rm 8, 20-21). Pero ello no será fruto de una evolución propia del universo sino de la gracia de Dios acogida en el corazón de los creyentes.

Otra belleza

(El relator es un profesor y literato que vive en la bohemia de Leningrado, en los últimos años de la dictadura comunista, y que va a realizar un trabajillo de antropología cultural sobre los ritos nupciales de una pequeña aldea de Siberia llamada Mirnoie. Al llegar allí descubre que hay una mujer en el pueblo, Vera, maestra del pueblo, que lleva esperando desde hace treinta años el regreso del hombre que amaba y al que la burocracia soviética dio como desaparecido en la guerra, pero no como muerto. Ella lo espera todos los días. El relator quiere “estudiar” a esta mujer y comprender su misterio y entabla una relación con ella que “culmina” en una noche que pasan juntos. Él está convencido de que ella intentará retenerle a él, para saciar esa ansia de afecto que él supone en ella. Y se pregunta qué tipo de razones o de excusas tendrá que inventar para justificar su marcha, su partida del pueblo. El relator tiene una visión muy psicológica, muy “carnal”, de la relación hombre-mujer. La madrugada en que él parte la ve en el lago trajinando con la barca y decide ayudarla, temiendo la mirada de ella y la conversación que va a tener que sostener. Sin embargo, la despedida es del todo diferente y ella ni pregunta ni pide nada. La diferencia entre él y ella es la que hay entre el cuerpo y la psique, por un lado, y el espíritu o corazón y la libertad por otro)

           

“Una mujer tan intensamente destinada a la felicidad (siquiera a una felicidad puramente física, sí, a un simple bienestar carnal) y que elige, con aparente despreocupación, la soledad, la fidelidad para con un ausente, el rechazo a amar…”

Escribí esta frase en ese momento singular en que creemos haber llegado a conocer a la otra persona (a esa mujer, a Vera). Antes impera la curiosidad, la adivinación, la sed de confesarse cosas. El deseo del otro, la atracción por sus zonas oscuras. Luego, ya descifrado su secreto, llegan esas palabras, con frecuencia pretenciosas y categóricas, que disecan, constatan, clasifican. Todo se torna comprensible, tranquilizador. Entonces puede comenzar la rutina de una relación o de una indiferencia. El misterio del otro queda despejado. Su cuerpo se reduce a una mecánica carnal, deseable o no. Su corazón, a un inventario de reacciones previsibles.

De hecho, en esa fase se produce una especie de asesinato, pues matamos a ese ser infinito e inagotable a quien hemos conocido. Preferimos vérnoslas con una construcción verbal más que con vivo…

* * *

Tal vez lo que retenía en Mirnoie era aquella sensación de que todo era ajeno, una sensación que nuca había experimentado con tanta intensidad. En esa ausencia de tiempo en la que vivía el pueblo, las cosas y los seres parecían liberarse de su utilidad y comenzaban a ser amados por su sola presencia bajo aquel cielo del Norte.

* * *

Y así anotaba con mi lenguaje de entonces aquellos instantes de luz liberados del tiempo. Adivinaba que no eran simples parcelas de armonía, sino una vida total. Allí, en Mirnoie, aquella vida podía vivirse, día tras día, con la certeza de que era exactamente lo que debería haberse vivido desde siempre (…) A veces, muy sinceramente, me decía a mí mismo: “Es una mujer que vive a través de esos raros instantes de belleza”.

* * *

-No hay que hacerse ilusiones –dijo Vera cuando le hablé de sus alumnos-. Aquí, el único futuro posible es marcharse. No vivimos siquiera en el pasado, sino en el pluscuamperfecto. Los niños se marcharán a otra parte, a las ciudades, donde el sueño será una obra con barro hasta las orejas, un centro de obreros jóvenes, el alcohol, la violencia. Pero ¿ve usted?, a veces pienso que aun así les quedará algo de estos bosques. Y de nuestras clases. Una mariposa despertada justo antes del invierno. El que Liocha haya pensado en eso quiere decir que le dejará huella. A pesar de la muerte de su padre borracho, a pesar de la mugre de las ciudades adonde no tardará en ir a parar. A pesar de todo. Es poco, desde luego. Pero estoy segura de que puede salvar a una persona. A veces basta tan poco para no hundirse…

* * *

-Comprendí que todos nuestros debates de Leningrado, antisoviéticos o prosoviéticos, ya no significaban nada aquí, en Mirnoie. Cuando bien, me encontré con media docena de mujeres viejísimas que habían perdido a sus allegados en la guerra y que iban a morirse. Así de sencillo. Seres humanos que se disponían a morir en la soledad, sin quejarse, sin buscar culpables. Antes de conocerlas, nunca pensé de verdad, profundamente, en Dios…

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“Abnegación, altruismo…” Sin darme cuenta, el carácter de aquella mujer seguía suscitando en mi pensamiento fórmulas que trataban de descifrarlo. Pero todas ellas fracasaban ante la sencillez, muy poco meditada, con la que actuaba Vera. Terminé concluyendo que el bien (¡el Bien!) era algo complejo y propicio a la grandilocuencia tan pronto se lo transformaba en un problema moral, en un objeto de debate. Y pasaba a ser humilde y claro en cuanto se daba el primer paso real hacia él: aquella marcha a través del bosque, aquel esfuerzo prosaicamente muscular que disipaba las quimeras edificantes de la buena conciencia.

* * *

Llegado cierto grado de sufrimiento, el dolor nos permite captar plenamente la belleza inmediata de cada instante.

* * *

Ella me mira a los ojos, me sonríe, luego me besa en la mejilla y regresa a la barca. Solo cuando da el primer golpe de remo dice:

-Así estará muy cerca de la ciudad. Podrá coger el tren de las once…Que Dios le proteja.

Su rostro me parece envejecido, una trenza de pelo plateado le resbala sobre la frente. Y, sin embargo, toda ella trasluce una juventud nueva, vibrante, que está naciendo en el movimiento de sus labios, en el batir de las pestañas, en la ligereza de su cuerpo, que ya se lleva la barca…



Autor: Andreï MAKINE
Título: La mujer que esperaba
Editorial: Tusquets, Barcelona, 2006 (pp. 11, 57, 59-61, 91, 96, 99, 105, 168)








XIX Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

8 de agosto de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • Con la fuerza de aquella comida, caminó hasta el monte de Dios (1 Re 19, 4-8)
  • Gustad y ved qué bueno es el Señor (Sal 33)
  • Vivid en el amor como Cristo (Ef 4, 30 - 5, 2)
  • Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo (Jn 6, 41-51)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

          “Levántate, come, que el camino es superior a tus fuerzas”. Con estas palabras que el ángel dice al profeta Elías se nos está anunciando una gran verdad: que el cristianismo no es humano sino divino, que no es una realidad que nosotros podamos establecer con nuestra voluntad y nuestro esfuerzo, que no es una realidad natural sino sobrenatural, una realidad que viene del cielo y que solo puede ser vivida si el mismo cielo –es decir, el mismo Dios- nos suministra un alimento que nos haga capaces de vivirla. Ese alimento es el pan y el agua que el ángel da al profeta Elías, y que le permiten caminar “durante cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios”, evidentemente no por la fuerza natural del agua y del pan, sino por el hecho sobrenatural de que ese pan y esa agua han sido otorgadas por Dios a través de su ángel.

           Ese pan y esa agua son una profecía lejana de la eucaristía, que el Señor anunció en el evangelio el domingo pasado. Para vivir el cristianismo hace falta tomar ese alimento sobrenatural que es Cristo mismo, hecho pan y hecho vino por nosotros, -su cuerpo y su sangre-, que se nos entrega en cada celebración eucarística. Pues el cristianismo, como su nombre indica, es la prolongación de la presencia de Cristo mismo en medio de los hombres, y por lo tanto el único que lo puede realizar es el propio Señor, que se nos da a nosotros en alimento para “cristificarnos”, para hacernos “cristiformes”, portadores de su presencia a lo largo de la historia humana.

           Para vivir esta realidad hay que reconocer que Jesús es “el pan que ha bajado del cielo”, es decir, hay que reconocer en Jesús al enviado del Padre para la salvación del mundo. Lo que significa que Jesús no es un hombre más de la historia humana, identificable por la referencia de sus padres humanos, de su lugar de nacimiento y de educación, -“el hijo de José”-, sino que él es “el pan vivo que ha bajado del cielo”. El evangelio de hoy nos enseña que este reconocimiento es fruto de la gracia, que requiere una intervención especial del Padre del cielo en el corazón de cada hombre, para que éste pueda reconocer a Jesús en su identidad más profunda, que no es la humana, sino la divina: “Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a mí”. Para ir a él, para reconocerle como quién es en verdad, hace falta escuchar la lección del Padre, lo cual no deja de ser una gracia, un misterio que sucede en el interior del corazón de cada hombre.

           Cuando esta gracia se produce, cuando el hombre, escuchando la lección del Padre del cielo, reconoce en Jesús al “verdadero pan del cielo”, al “pan de Dios que baja del cielo y da la vida al mundo” (Jn 6,33), entonces el hombre se hace cristiano y celebra la eucaristía, recibiendo al propio Cristo como alimento espiritual que desarrolla en él una vida nueva de la que hay que desterrar “la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda maldad”, y desarrollar, en cambio, la bondad, la comprensión y la capacidad de perdonar, tal como nos ha recordado la segunda lectura de hoy (Ef 4,30-32). Así la vida cristiana se manifiesta como una novedad frente a la vida puramente humana, que es siempre afirmación de sí mismo por encima de los demás, reivindicación de los propios derechos e indignación airada frente al mal, mientras que la vida cristiana se manifiesta como mansedumbre que pretende vencer al mal con el bien (Rm 12,21), que no toma la justicia nunca por cuenta propia (Rm 12,19), que bendice a quienes la persiguen y que no maldice nunca (Rm 12,14). Que el Señor nos la conceda.


Lourdes: una parábola sobre la oración

En mi primera visita a Lourdes yo misma había participado en esa fila interminable de personas, de las más variadas condiciones, que, acunadas por interminables cantos a María, hacían cola para acceder a la gruta y tocar la piedra. Yo también esperaba mi turno para sentir, bajo la palma de mi mano, los millones de otras palmas que habían pasado antes de mí. Todas esas palmas habían erosionado y pulido la piedra fría y húmeda de la gruta, hasta el punto de curvarla y de volverla sedosa bajo los dedos.

Que las manos en una caricia hubieran podido modificar la rugosidad de la piedra ya era, para mí, como un milagro. Caricias ligeras o apretadas, llenas de esperanza o temerosas, curiosas o regadas de lágrimas… esas caricias sobre la piedra expresaban el corazón de los que habían ido y modificaban imperceptiblemente su textura. La de la piedra y la del corazón. ¡Misterioso poder de la caricia! Desde siempre  el océano ha modificado las rocas que baña, pero que la caricia tenga también ese poder es algo que me emociona de manera profunda.

¿Será que la caricia lo puede todo porque puede penetrar lo impenetrable? Porque en este caso no estamos ante una caricia cualquiera, sino ante una caricia que es una palabra de lo Humano dirigida a lo Divino, una palabra del hombre dirigida a Dios y de Dios dirigida al hombre. Es una metáfora de ese misterioso diálogo que se da en cada uno de nosotros y que tiene mucho que ver con la confianza. Una confianza que se dice a través de un gesto simple, dado, visible, que deja huellas visibles a simple vista. Y la respuesta de la piedra consiste en dejarse erosionar, en consentir en que un vacío y una oquedad se abran en su propio seno.

Una verdadera parábola sobre la oración.



Autor: Isabelle LE BOURGEOIS

Título: Le Dieu des abîmes. À l’écoute des âmes brisées

Editorial: Albin Michel, Paris, 2020, (pp. 138-139)






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