Los desafíos espirituales propios del tiempo pascual


1.- Ciudadanos del cielo: vivir la vida nueva del Resucitado

           En la segunda lectura del domingo de Pascua (Col 1, 1-4), san Pablo deduce las consecuencias de haber sido injertados en Cristo por el bautismo y ser miembros de su Cuerpo: "Buscad los bienes de allá arriba…aspirad a los bienes de arriba". Es como si se nos dijese: "Vivid ya del cielo", pensad en la felicidad que no termina". Es la referencia al "ya" definitivo y eterno en el cual vive Cristo, "sentado a la derecha de Dios". Hemos entrado en este "ya" por el sacramento pascual del bautismo, "porque habéis muerto, habéis sido sepultados con Cristo y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios" (Col 3,3). La Cincuentena pascual es una poderosa llamada a vivir este "ya" cumplido plenamente en Cristo, aunque en nosotros "todavía no" ha llegado a su plenitud, puesto que todavía tenemos que morir.

          Por tanto es una llamada a vivir anticipadamente lo que "ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni la mente imaginó, pero que Dios ha preparado para los que lo aman, y que Dios nos lo ha revelado por el Espíritu" (1Co 2,9). Sería como el tiempo litúrgico en el que los cristianos hemos de vivir y mostrar la vida nueva, el nuevo eón que ya ha empezado, con la Resurrección de Jesucristo, y que se nos va comunicando por la Eucaristía y los demás sacramentos. Habría que mostrar que somos seres que "danzamos con los serafines", como dice san Juan Crisóstomo a los fieles al salir de la Eucaristía. Sería el tiempo para mostrarle a Nietzsche una belleza que él ni siquiera ha sospechado. Pues el cristiano no es el hombre del resentimiento y de la negación de la vida que Nietzsche imaginó. El amor cristiano dice un rotundo a la vida, a la creación, al ser, ya que ese amor arranca del amor mismo de Dios que ha creado el mundo por amor y que ha dicho de él que era “bueno” (Gn 1,25) (cf. Sb 1,13-15). El amor cristiano es prolongación de ese amor de Dios recibido y en él “amar es aprobar” (J. Pieper). El cristiano es el hombre de la bendición, tal como escribe san Pedro: “No devolváis mal por mal ni insulto por insulto; al contrario, responded con una bendición, porque vuestra vocación mira a esto: a heredar una bendición” (1Pe 3,8-9).

          Escribe J. Castellano: "El misterio pascual de Cristo es el arquetipo fundamental de la vida de la Iglesia y de la existencia cristiana. Una vida, por lo tanto, de hombres vivos, de resucitados, no de hombres abocados a la muerte. Una vida de testigos que llevan luz en los ojos, contagian la alegría del corazón, demuestran su fortaleza ante la adversidad y testifican el amor del Resucitado en todas sus obras. Vivir así significa "no pecar contra la resurrección", sino vivir en la lógica de la Pascua". Aquí es donde nace el verdadero sentido de la ascesis y la mística de la vida cristiana.

          En la Ascensión del Señor, que se celebra el VII domingo de Pascua allí donde no haya podido ser conservado el carácter festivo del jueves anterior, se produce de nuevo un "admirable intercambio", semejante al que tuvo lugar en la encarnación, entre la divinidad y la humanidad en la persona de Jesús, ahora glorioso. El hombre le ha dado su carne a Dios, y Dios al hombre su gloria divina, pues en Cristo "nuestra naturaleza humana ha sido tan extraordinariamente enaltecida, que participa de tu misma gloria" (poscomunión).

          "Cuando fuiste elevado a la gloria, oh Cristo nuestro Dios, ante la mirada de tus discípulos, las nubes te arrebataron con tu cuerpo. Se abrieron las puertas del paraíso y el coro de los Ángeles exultó de gozo y alegría y las potencias celestiales cantaban diciendo: Portones, alzad los dinteles, que va a entrar el Rey de la gloria. Mientras los discípulos atemorizados te decían: No te alejes, buen Pastor, de nosotros; envía sobre nosotros tu Espíritu santísimo como guía y fortaleza de nuestras almas" (Liturgia bizantina de la Ascensión). Este texto es doblemente interesante. En primer lugar por la cita del salmo 23 llamando a "alzar los dinteles" indica que Cristo no vuelve solo, sino que lleva con Él la multitud de los hombres rescatados con su sangre, y por eso las puertas del cielo tienen que ampliarse, para que puedan entrar todos. Y en segundo lugar por la conexión con Pentecostés: los discípulos, desolados por la partida del Maestro, le suplican el don de su Espíritu.

 2.- Transfigurar el mundo y la historia en alabanza

           No es el universo quien lleva el destino del hombre, sino al revés, es el hombre quien lleva el destino del universo y quien puede hacer que éste pase para la corrupción o para la inmortalidad, tal como recuerda san Pablo en la Carta a los romanos (8, 19-21). Nuestro cuerpo es el lugar donde el mundo se convierte en cierto modo en interior y subjetivo. Nosotros somos como una síntesis y un resumen del mundo no sólo para dominarlo sino también para salvarlo, para embellecerlo, para personalizarlo y de este modo respetarlo e iluminarlo. El hombre es como la boca por medio de la cual el universo canta su alabanza al Creador, el que descifra las cosas en la gloria de la presencia de Dios. Los Padres de la Iglesia han aplicado la imagen de la zarza ardiente al mundo, tal como existe secretamente en Cristo resucitado. En el Resucitado, el mundo es una zarza ardiente.

          Nosotros somos responsables del mundo porque somos la palabra, la inteligencia, la razón, que descifra el misterio del mundo y lo convierte en alabanza. Nosotros somos quienes asumimos el mundo, lo iluminamos y podemos hacer que fructifique o que perezca asfixiado. De nosotros depende que la evolución del universo sea una mecánica de muerte o una celebración. Porque es nuestro mal, nuestro estado de separación, el que vampiriza y desnaturaliza el universo. Pero cada vez que un hombre se santifica, vincula su plegaria a la belleza de las cosas, a su alabanza secreta; cada vez que un hombre se hace un ser eucarístico, que hace eucaristía en todas las cosas, según la exhortación de san Pablo (1Te 5,18), entonces una alegría de eternidad vibra en las cosas.

La creación entera “reluce” porque ha sido hecha con “esplendor y belleza” (Sal 110,3). Los seres creados por Dios no son una oscura materia caótica ofrecida de modo inerme al conocimiento y a la libertad del hombre (como imaginara Kant), sino que son la plasmación de las ideas divinas, son los logoi del único Logos que es Cristo, el Hijo eterno del Padre. Por eso los seres “hablan”: “el cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento la obra de sus manos: el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra” (Sal 18,2-3). Y por eso “relucen”, porque están secretamente habitados por el Espíritu de Dios, el Espíritu creador y santificador en el que “el ser del mundo encuentra su incandescencia”.

          Cristo, que es Dios hecho hombre, el nuevo Adán, el Adán definitivo, ha conseguido reunir a Dios y al hombre a través del mundo transformado en eucaristía. Cristo, por su adhesión constante al Padre, libera al mundo de la muerte y lo llena de su aliento vivificante, que es el Espíritu Santo, transformándolo en eucaristía. Por su muerte en la cruz, por su resurrección y ascensión, hace ofrenda al Padre de la creación entera, hace secretamente de la creación su cuerpo glorioso, una zarza ardiente que arde sin consumirse en el fuego del Espíritu. A la orilla del lago había “unas brasas con pescado” (Jn 21,9): el Resucitado ha querido enseñar a sus discípulos que el Reino de Dios será también la tierra, toda la tierra “liberada de la esclavitud de la corrupción para participar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios” (Rm 8,21). La resurrección ha roto el mundo como tumba a fin de que el mundo se muestre como eucaristía.

          Nosotros, al pecar, separamos cada vez más a Dios y al hombre y reforzamos la opacidad que las cosas del mundo han recibido a causa del pecado, ocultando su vocación eucarística.     En la relación entre el hombre y el mundo el universo está destinado a convertirse en lo que podríamos llamar un “campo de comunión”, un material para la fiesta, para el encuentro nupcial entre Dios y el hombre. Corresponde al hombre hacer consciente la alabanza ontológica de las cosas. Pero ello depende de la actitud fundamental del hombre ante Dios, de su transparencia u opacidad a la luz divina y a la presencia del prójimo.       

          Porque todo reza, la plegaria está en el corazón mismo de las cosas (cf. el texto de Tertuliano sobre las aves con las alas en forma de cruz al volar). Las cosas son celebración y el grito de las profundidades se hace presente a través de ellas. Recordemos las palabras de Cristo al entrar en Jerusalén: “Si estos callan, gritarán las piedras” (Lc 19,39). Y las piedras no cesan de gritar, y los árboles y las estrellas, ¡todo grita!

 

Texto en formato pdf