1.- Ciudadanos del cielo: vivir la vida nueva del Resucitado
Por
tanto es una llamada a vivir anticipadamente lo que "ni el ojo vio, ni el
oído oyó, ni la mente imaginó, pero que Dios ha preparado para los que lo aman,
y que Dios nos lo ha revelado por el Espíritu" (1Co 2,9). Sería como el
tiempo litúrgico en el que los cristianos hemos de vivir y mostrar la vida nueva, el nuevo eón que ya ha empezado, con la
Resurrección de Jesucristo, y que se nos va comunicando por la Eucaristía y los
demás sacramentos. Habría que mostrar que somos seres que "danzamos con
los serafines", como dice san Juan Crisóstomo a los fieles al salir de la
Eucaristía. Sería el tiempo para mostrarle a Nietzsche una belleza que él ni
siquiera ha sospechado. Pues el cristiano no es el hombre del resentimiento y
de la negación de la vida que Nietzsche imaginó. El amor cristiano dice un
rotundo sí a la vida, a la creación,
al ser, ya que ese amor arranca del amor mismo de Dios que ha creado el mundo
por amor y que ha dicho de él que era “bueno” (Gn 1,25) (cf. Sb 1,13-15). El
amor cristiano es prolongación de ese amor de Dios recibido y en él “amar es
aprobar” (J. Pieper). El cristiano es el hombre de la bendición, tal como
escribe san Pedro: “No devolváis mal por mal ni insulto por insulto; al
contrario, responded con una bendición, porque vuestra vocación mira a esto: a
heredar una bendición” (1Pe 3,8-9).
Escribe
J. Castellano: "El misterio pascual de Cristo es el arquetipo fundamental
de la vida de la Iglesia y de la existencia cristiana. Una vida, por lo tanto,
de hombres vivos, de resucitados, no de hombres abocados a la muerte. Una vida
de testigos que llevan luz en los ojos, contagian la alegría del corazón,
demuestran su fortaleza ante la adversidad y testifican el amor del Resucitado
en todas sus obras. Vivir así significa "no pecar contra la
resurrección", sino vivir en la lógica de la Pascua". Aquí es donde
nace el verdadero sentido de la ascesis y la mística de la vida cristiana.
En
la Ascensión del Señor, que se celebra el VII domingo de Pascua allí donde no
haya podido ser conservado el carácter festivo del jueves anterior, se produce
de nuevo un "admirable intercambio", semejante al que tuvo lugar en
la encarnación, entre la divinidad y la humanidad en la persona de Jesús, ahora
glorioso. El hombre le ha dado su carne a Dios, y Dios al hombre su gloria
divina, pues en Cristo "nuestra naturaleza humana ha sido tan
extraordinariamente enaltecida, que participa de tu misma gloria" (poscomunión).
"Cuando
fuiste elevado a la gloria, oh Cristo nuestro Dios, ante la mirada de tus
discípulos, las nubes te arrebataron con tu cuerpo. Se abrieron las puertas del
paraíso y el coro de los Ángeles exultó de gozo y alegría y las potencias
celestiales cantaban diciendo: Portones, alzad los dinteles, que va a entrar el
Rey de la gloria. Mientras los discípulos atemorizados te decían: No te alejes,
buen Pastor, de nosotros; envía sobre nosotros tu Espíritu santísimo como guía
y fortaleza de nuestras almas" (Liturgia
bizantina de la Ascensión). Este texto es doblemente interesante. En primer
lugar por la cita del salmo 23 llamando a "alzar los dinteles" indica
que Cristo no vuelve solo, sino que lleva con Él la multitud de los hombres
rescatados con su sangre, y por eso las puertas del cielo tienen que ampliarse,
para que puedan entrar todos. Y en segundo lugar por la conexión con
Pentecostés: los discípulos, desolados por la partida del Maestro, le suplican
el don de su Espíritu.
Nosotros
somos responsables del mundo porque somos la palabra, la inteligencia, la
razón, que descifra el misterio del mundo y lo convierte en alabanza. Nosotros
somos quienes asumimos el mundo, lo iluminamos y podemos hacer que fructifique
o que perezca asfixiado. De nosotros depende que la evolución del universo sea
una mecánica de muerte o una celebración. Porque es nuestro mal, nuestro estado
de separación, el que vampiriza y desnaturaliza el universo. Pero cada vez que
un hombre se santifica, vincula su plegaria a la belleza de las cosas, a su
alabanza secreta; cada vez que un hombre se hace un ser eucarístico, que hace
eucaristía en todas las cosas, según la exhortación de san Pablo (1Te 5,18),
entonces una alegría de eternidad vibra en las cosas.
La
creación entera “reluce” porque ha sido hecha con “esplendor y belleza” (Sal
110,3). Los seres creados por Dios no son una oscura materia caótica ofrecida
de modo inerme al conocimiento y a la libertad del hombre (como imaginara
Kant), sino que son la plasmación de las ideas divinas, son los logoi
del único Logos que es Cristo, el Hijo eterno del Padre. Por eso los
seres “hablan”: “el cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento la obra de
sus manos: el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra”
(Sal 18,2-3). Y por eso “relucen”, porque están secretamente habitados por el
Espíritu de Dios, el Espíritu creador y santificador en el que “el ser del
mundo encuentra su incandescencia”.
Cristo, que es Dios hecho hombre, el
nuevo Adán, el Adán definitivo, ha conseguido reunir a Dios y al hombre a
través del mundo transformado en eucaristía. Cristo, por su adhesión constante
al Padre, libera al mundo de la muerte y lo llena de su aliento vivificante,
que es el Espíritu Santo, transformándolo en eucaristía. Por su muerte en la
cruz, por su resurrección y ascensión, hace ofrenda al Padre de la creación
entera, hace secretamente de la creación su cuerpo glorioso, una zarza ardiente
que arde sin consumirse en el fuego del Espíritu. A la orilla del lago había
“unas brasas con pescado” (Jn 21,9): el Resucitado ha querido enseñar a sus
discípulos que el Reino de Dios será también la tierra, toda la tierra
“liberada de la esclavitud de la corrupción para participar en la libertad
gloriosa de los hijos de Dios” (Rm 8,21). La resurrección ha roto el mundo como
tumba a fin de que el mundo se muestre como eucaristía.
Nosotros,
al pecar, separamos cada vez más a Dios y al hombre y reforzamos la opacidad
que las cosas del mundo han recibido a causa del pecado, ocultando su vocación
eucarística. En la relación entre el
hombre y el mundo el universo está destinado a convertirse en lo que podríamos
llamar un “campo de comunión”, un material para la fiesta, para el encuentro
nupcial entre Dios y el hombre. Corresponde al hombre hacer consciente la
alabanza ontológica de las cosas. Pero ello depende de la actitud fundamental
del hombre ante Dios, de su transparencia u opacidad a la luz divina y a la
presencia del prójimo.
Porque
todo reza, la plegaria está en el corazón mismo de las cosas (cf. el texto de
Tertuliano sobre las aves con las alas en forma de cruz al volar). Las cosas
son celebración y el grito de las profundidades se hace presente a través de
ellas. Recordemos las palabras de Cristo al entrar en Jerusalén: “Si estos
callan, gritarán las piedras” (Lc 19,39). Y las piedras no cesan de gritar, y
los árboles y las estrellas, ¡todo grita!