Domingo de Pentecostés

31 de mayo de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar (Hch 2, 1-11)
  • Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra (Sal 103)
  • Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo (1 Cor 12, 3b-7. 12-13)
  • Secuencia: Ven, Espíritu divino.
  • Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo; recibid el Espíritu Santo (Jn 20, 19-23)
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Queridos hermanos: El hombre bajo la ley del pecado no sabe vivir la diferencia, no sabe aceptar e integrar la diferencia como una riqueza de lo humano y como un motivo de alegría. Bajo la ley del pecado los hombres tendemos a ver en la diferencia un problema y queremos construir la unidad, la convivencia, la vida, en base a la homogeneidad: si todos somos iguales, si pensamos y sentimos y valoramos y expresamos la realidad de la misma manera, entonces no hay problema.

La torre de Babel es la expresión bíblica de esta manera humana de entender la unidad y la convivencia. Dice la Sagrada Escritura que la torre de Babel estaba hecha con ladrillos (que son todos iguales) y que todos los hombres hablaban una misma lengua (es decir, pensaban todos de la misma manera). Babel es el prototipo del pensamiento único.

A Dios no le gustó Babel, porque Dios ama la diferencia. Dios ha creado al hombre uno pero diferente: “Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó” (Gn 1,27). El proyecto de Dios sobre el hombre es que nosotros vivamos en la comunión con Él y entre nosotros, pero sin que esa comunión suprima la diferencia. Por eso el proyecto de Dios no es Babel sino la Jerusalén celestial, que está construida con “piedras vivas” (1Pe 2,5), donde no hay dos piedras iguales, a diferencia de los ladrillos que son todos iguales. Cada hombre está llamado, por la fe y el bautismo, a ser una “piedra viva” de la Jerusalén celestial, es decir, a mantener su unicidad, su diferencia, integrándola en el conjunto armonioso de la ciudad celeste.

Vigilia de Pentecostés

30 de mayo de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Huesos secos, infundiré espíritu sobre vosotros y viviréis (Ez 37, 1-14)
  • Dad gracias al Señor, porque es eterna su misericordia (Sal 106)
  • El Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables (Rom 8, 22-27)
  • Manarán ríos de agua viva (Jn 7, 37-39)
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Jesús se presenta como la respuesta al corazón humano. El hombre necesita pan que sacie su hambre de verdad, de bien y de belleza; Jesús se presenta como el “pan de vida”. El hombre tiene sed de verdad, de bien y de belleza; Jesús se presenta como la fuente de agua viva que sacia esa sed, la sed del corazón del hombre.

La samaritana sentía esa sed y trataba de saciarla en el amor humano; pero siempre surgía la decepción: ya había tenido cinco maridos y el hombre con el que estaba tampoco era su marido. Jesús, precisamente a esa mujer, le habló de que él podía darle a beber un agua viva que saciaría la sed de su corazón para siempre; un agua que se convertiría en ella en “fuente de agua que brota para la vida eterna” (Jn 4,10-14).

Lo que el Señor había dicho a la samaritana lo dice ahora a todos los judíos, en el Templo de Jerusalén, durante el día más importante de la fiesta de los Tabernáculos, cuando hay una gran afluencia de gente. Y lo dice gritando, señal de que es algo muy importante para él. Y lo que dice es que él es la fuente donde podemos saciar la sed de nuestro corazón.

Moderación

No hay que exagerar en nada, sino propiciar que nuestro amigo el cuerpo nos siga siendo fiel y contribuya al desarrollo de las virtudes.

Es un insensato aquel que debilita voluntariamente su propio cuerpo, aunque sea con el propósito de llegar a la perfección.

No emprendas nada que esté por encima de tus fuerzas. De lo contrario, caerás y el enemigo se burlará de ti.

La vía media es la mejor. Hay que darle al espíritu lo que es espiritual, y al cuerpo lo necesario.

No hay que desentenderse de lo que la vida social exige legítimamente de cada uno de nosotros: “Dad al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22, 21).

Hay que ser paciente consigo mismo y soportar los propios defectos como se soportan los del prójimo, pero sin dejarse llevar por la pereza y esforzándose continuamente por obrar mejor.

Si hemos comido demasiado o hecho algo reprensible, no nos indignemos ni añadamos un mal a otro, sino que, guardando la paz interior, hemos de procurar animosamente enderezarnos.



San Serafín de Sarov


VII Domingo de Pascua. Ascensión del Señor.

24 de mayo de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • A la vista de ellos, fue elevado al cielo (Hch 1, 1-11)
  • Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas (Sal 46)
  • Lo sentó a su derecha en el cielo (Ef 1, 17-23)
  • Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 28, 16-20)
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El evangelio que acabamos de escuchar nos refiere las últimas palabras del Señor antes de subir al cielo, a sentarse a la derecha del Padre. En estas palabras el Señor hace dos afirmaciones categóricas sobre sí mismo y nos confía una misión. La primera afirmación sobre sí mismo que hace el Señor es “se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra”. San Pablo, en la segunda lectura de hoy, explica que Cristo resucitado está sentado “a la derecha del Padre” en el cielo. “Sentarse a la derecha del Rey” significa disponer de todo el poder del Rey. Por eso Pablo precisa que Cristo está “por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación”, es decir, por encima de todo el mundo angélico, mediante el cual Dios gobierna el universo, “y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro”: una manera de decir que no hay, ni habrá, ninguna realidad (ningún “nombre”) que pueda compararse a Cristo. Por eso añade: “y todo lo puso bajo sus pies”. Los discípulos por lo tanto no se equivocaron al postrarse ante Jesús, porque en Él, en ese hombre, Jesús de Nazaret, “habita corporalmente la plenitud de la divinidad” (Col 2,9). Como tiene pleno poder en el cielo y en la tierra, Él ahora los envía a toda la tierra y les da un encargo, una misión, que desglosa en tres mandatos. Escuchémoslos con atención, porque son encargos para nosotros.

1) “Haced discípulos de todos los pueblos”, es decir, llevad a los hombres a Cristo, traédmelos a mí, facilitad el que los hombres se encuentren conmigo, el que me escuchen, me sigan, compartan su destino con el mío, como habéis hecho vosotros durante estos tres años. La experiencia más valiosa es precisamente ésta: el haber convivido conmigo, el estar en mi intimidad, en mi compañía. “Llamó a los que él quiso (…) para que estuvieran con él y para enviarlos a evangelizar” (Mc 3,13-14). Esto se puede hacer gracias a la Iglesia y a los sacramentos, que son el lugar de encuentro con Cristo. “Haced discípulos” significa, pues, introducir en una experiencia, en la experiencia del encuentro y de la convivencia con el Señor; es mucho más que enseñar una doctrina.

Que todos los hombres se salven


“Que todos los hombres se salven” no es sólo la voluntad de Dios (1Tm 2,4) sino también la esperanza de la Iglesia. Pues el Dios que “encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia” (Rm 11,32), quiere que “todos los hombres se salven” (1Tm 2,4). La iglesia, sensible al amor infinito con que Dios ama a los hombres, no deja de ofrecer y de anunciar en su liturgia la sangre de Cristo derramada “por todos los hombres”. Todo el trabajo y la oración de la Iglesia tienen como finalidad conseguir la salvación de todos los hombres. Por eso la Iglesia, al mismo tiempo que enseña que el infierno es una posibilidad real para todo hombre, nunca ha afirmado la condenación efectiva de ninguno. Y aunque tampoco puede afirmar con certeza que todos los hombres accederán a la salvación que les está ofrecida en Cristo, habitada como está por la caridad que “todo lo espera” (1Co 13,7), no puede dejar de esperarlo. ¿Tiene fundamento esta esperanza?


La esperanza es siempre esperanza para todos


Conviene, ante todo, recordar que la esperanza es siempre esperanza para todos. Gabriel Marcel ha puesto de relieve que en la esperanza no puede haber un particularismo; que la esperanza quedaría vacía de significación si no fuera la afirmación de un “todos nosotros”, de un “todos juntos”, aunque este universalismo sólo se puede fundar sobre la invocación al Único (Dios). Pues el Yo personal no es un Yo cerrado en sí mismo, que se comprende a sí mismo y se basta a sí mismo, sino que el Yo es Yo a partir de un Tú y para un Tú y un Nosotros, ya que de lo contrario el Yo se convierte en un infierno para sí mismo. Y que no hay amor sin esperanza y la esperanza es siempre para nosotros. Tal vez, dice Marcel, la expresión más adecuada y elaborada del verbo esperar sea Yo espero en Ti para Nosotros, que es lo que, de manera confusa y global, diría siempre el verbo “esperar”. Esperar sólo para sí sería de un egoísmo y de un orgullo insoportable.

“Demasiado a menudo concebimos la esperanza de una manera demasiado individualista, como esperanza tan sólo de nuestra salvación personal. Ahora bien, la esperanza tiene como objeto esencialmente las grandes acciones de Dios que conciernen a la creación entera. Ella se refiere al destino de toda la humanidad. Es la salvación del mundo lo que nosotros esperamos. En realidad la esperanza tiene como objeto la salvación de todos los hombres, y es únicamente en la medida en que yo estoy englobado en ellos como me concierne a mí” (Jean Daniélou).


VI Domingo de Pascua

17 de mayo de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo (Hch 8, 5-8. 14-17)
  • Aclamad al Señor, tierra entera (Sal 65)
  • Muerto en la carne pero vivificado en el Espíritu (1 Pe 3, 15-18)
  • Le pediré al Padre que os dé otro Paráclito (Jn 14, 15-21)
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- “Si me amáis guardaréis mis mandamientos”

El evangelio de hoy plantea, queridos hermanos, ya desde el inicio, lo que es la esencia de la experiencia cristiana: una relación de amor entre Jesucristo y cada uno de nosotros, entre el Señor y los discípulos. Se es cristiano porque se ha entrado en una historia de amor recíproco entre Cristo, el Señor, y cada uno de nosotros. Y esto, hermanos, es siempre un misterio, porque el amor es un acto libre, es una libre decisión del corazón por la cual cada uno decide amar a una persona; en este caso Cristo ha decidido amarnos a cada uno de nosotros y nosotros, por su gracia, hemos decidido también amarle a Él.

Amar a Jesús significa “guardar sus mandamientos”. “Guardar sus mandamientos” es mucho más que cumplir unas órdenes suyas, que realizar unos encargos que hemos recibido de Él. “Guardar sus mandamientos” significa acoger y conservar en el corazón y en el alma, con toda veneración y cariño todas sus palabras, sus sentimientos, su manera de ver las cosas y de reaccionar ante ellas, considerándolas como un tesoro, como la fuente de la verdadera sabiduría. Porque Cristo es la Sabiduría de Dios, Aquel que expresa y realiza a la perfección el criterio y la visión de Dios sobre la realidad, sobre todas las cosas. Y por eso no queremos tener otro criterio distinto de Él.

"Abismo que llama al abismo" (Sal 41,8)


Me apercibo, Señor, que la tierra de mi espíritu está aún inconsistente y vacía, y que las tinieblas recubren la superficie del abismo. Es inconsistente porque navega en una mísera inquietud causada por la vanidad de sus bagatelas y de sus imaginaciones; está vacía de frutos de buenas obras, o como dice otra versión de la Escritura, es invisible e informe. Está en efecto en la confusión como en una especie de caos horroroso y oscuro, ignorando su fin, su origen y el modo de su naturaleza… Es seguramente informe, ya que no conserva la belleza de las virtudes y la forma de la imagen divina de quien había recibido la semejanza. Así está exiliada en el abismo de su ceguera, y su rostro está oscurecido por las tinieblas de sus ilusiones. 

Así es mi alma, Dios mío, así es mi alma: una tierra desierta y vacía, invisible e informe, y las tinieblas están sobre la superficie del abismo. Sin embargo, “el abismo hace sentir su voz” (Ha 3, 10), y el abismo inferior y oscuro llama al abismo superior: tú, que sobrepasas toda inteligencia. El abismo de mi espíritu te invoca, Señor, para que tú formes también a partir de mí un nuevo cielo y una nueva tierra.

Guigo II (+1193)

V Domingo de Pascua

10 de mayo de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Eligieron a siete hombres llenos del Espíritu Santo (Hch 6, 1-7)
  • Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti (Sal 32)
  • Vosotros, en cambio, sois un linaje elegido, un sacerdocio real (1 Pe 2, 4-9)
  • Yo soy el camino y la verdad y la vida (Jn 14, 1-12)
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Queridos hermanos:

Si contemplamos el panorama espiritual de la humanidad, a lo largo de su historia, vemos que el hombre siempre ha estado habitado por el deseo de una plenitud de verdad, de bien y de belleza, por una plenitud de sentido y felicidad que el hombre denomina “Dios”, y que no encuentra en ninguna de las realidades de esta vida. Por eso el hombre ha buscado siempre a Dios. Podemos considerar a la humanidad como un inmenso laboratorio en el que los hombres, agrupados según sus culturas, sus talantes peculiares, sus mentalidades distintas, van buscando el camino para encontrar esa plenitud llamada Dios y poder ser saciados por ella, poder ver colmada la propia pobreza con la riqueza de la Divinidad. Así han surgido las diferentes religiones.

Al considerar las diferentes religiones observamos que todos sus iniciadores o fundadores han hablado de la misma manera, aunque hayan dicho cosas distintas. Todos ellos han expuesto el camino que ellos honestamente han encontrado para llegar a la Fuente, para poder saciar la sed que hay en el corazón humano, sed de Verdad y de Vida. Todos ellos han dicho: yo os muestro el Camino que he encontrado para llegar a la Verdad y a la Vida.

Todos, excepto uno: Jesús de Nazaret. Jesús no ha dicho: “yo os muestro el camino que os conducirá a la verdad y a la vida”, sino que ha afirmado que Él mismo es el Camino, y la Verdad y la Vida, es decir, que Él es el camino y el término del camino y que, por lo tanto, quien le encuentra a Él, quien está con Él, ha alcanzado ya, de algún modo, la meta, porque “quien me ha visto a mí ha visto al Padre” (…) porque “yo estoy en el Padre y el Padre en mí”. El cristianismo, hermanos, consiste en creer esto.

Sábado de la IV Semana de Pascua

9 de mayo de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Sabed que nos dedicamos a los gentiles (Hch 13, 44-52)
  • Los confines de la tierra han contemplado la salvación de nuestro Dios (Sal 97)
  • Quien me ha visto a mí ha visto al Padre (Jn 14, 7-14)
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Signo de contradicción (He 13, 44-52)

La historia de la evangelización, que es la historia de la Iglesia, ha sido desde sus inicios una mezcla de alegría y de sufrimiento, de la alegría de ver que muchos corazones se abren a Cristo y lo acogen como quién es, el Hijo de Dios vivo, y del sufrimiento de ver que otros corazones no solo se cierran a este anuncio sino que incluso promueven persecuciones contra él. La palabra que el anciano Simeón dijo a María se va cumpliendo: “Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción (…) a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones” (Lc 2, 34-35). Que las intenciones de nuestros corazones sean siempre adherir a Cristo como “Camino, Verdad y Vida” (Jn 14, 6) y trabajar y orar para que otros también lo hagan.

“Quien me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14, 7-14)

“Amar es afirmar a otro”. Esta hermosa definición del amor supone, evidentemente, que para afirmar al otro yo tengo que ser, es decir, supone que primero yo soy y después afirmo al otro. Pero en Dios no es así, no hay un primero ser y un después afirmar al otro, sino que el ser del Padre es afirmar al Hijo y el ser del Hijo afirmar al Padre en la unidad viviente que es el Espíritu Santo. Por eso Jesús no concibe que alguien, en este caso Felipe, pueda conocerle a él e ignorar al Padre, ya que todo el ser de Jesús no es otra cosa que la afirmación y revelación del Padre. Cristo es “Imagen de Dios invisible” (Col 1, 15), “resplandor de su gloria e impronta de su sustancia y el que sostiene todo con su palabra poderosa” (Hb 1, 3). Y por eso quien le conoce a Él conoce al Padre. 

Emergencia sanitaria: Si Cristo no hubiera resucitado nos moriríamos de tristeza

“Amar es decirle al otro: tú no morirás”. Esta hermosa afirmación de Gabriel Marcel expresa un deseo profundo de nuestro corazón: que aquellos que amamos sean y sean para siempre, que nunca jamás el no-ser y el olvido borren su presencia de nuestra vida. Pero nuestro corazón anhela todavía más: que también la materia, la humilde materia, formada por pequeñísimas partículas que casi rozan el no-ser, perdure y sea transfigurada, también ella, en la gloria de Dios. Porque de materia están hechos los atardeceres y los amaneceres, el silencio sobrecogedor de las noches estrelladas, la espesura umbría de los bosques, la pureza de las montañas nevadas, la fuerza de los ríos y de las cascadas, la inmensidad del océano y de los desiertos, los inabarcables horizontes de la estepa y la frondosidad de las selvas. Y todo eso lo llevamos también en nuestro corazón y no queremos que se pierda en la nada. La resurrección de Jesucristo es el anuncio de que este deseo de nuestro corazón se cumplirá, de que la materia y la vida y los rostros humanos no perecerán sino que serán transfigurados por el Espíritu Santo en el esplendor del Resucitado. Porque no hay ningún virus que pueda vencer a Cristo resucitado.

Viernes de la IV Semana de Pascua

8 de mayo de 2020
(Ciclo A - Año par)







Una plenitud superior a lo esperado (He 13, 26-33)

La promesa que Dios hizo a Abraham y que fue reiterando a los largo de la historia de la salvación tuvo siempre, ya desde el principio, un carácter increíble, desmesurado, excesivo en relación a las expectativas humanas: Dios prometía mucho más de lo que los hombres esperaban, era como un sueño tan bello que nadie se había atrevido a soñar: que las espadas se convertirían en arados, que el león pacería junto al cordero, que el niño metería la mano en la hura del áspid sin daño alguno, que se consideraría desgraciado quien viviera menos de cien años etc. etc. Y esa promesa Dios la ha cumplido resucitando a Jesús. Porque la resurrección de Jesús no es una vuelta a su vida humana anterior sino el inicio de un nuevo eón, de un mundo nuevo, de una nueva condición humana vivificada pro el Espíritu Santo. Se trata de un cambio ontológico, de un nuevo nivel de ser, del inicio del octavo y definitivo día en el que “Dios sea todo en todos” (1Co 15, 28).

Muchas moradas (Jn 14, 6bc)

“En la casa de mi Padre hay muchas moradas”, dice el Señor. La “casa de mi Padre” es el cielo, esa es la casa definitiva y eterna hacia la que caminamos. Pero mientras caminamos aquí en la tierra, “la casa de mi Padre” es también la Iglesia y también en ella hay “muchas moradas”. Esas moradas son los diferentes carismas, las diferentes espiritualidades que encontramos dentro de la Iglesia y que la Iglesia reconoce como propias, como válidas. La Iglesia se puede comparar a una gran mansión que posee muchas habitaciones, muchas estancias, en las que los cristianos pueden desarrollar la vida cristiana. Y cada habitación tiene sus matices propios, su “clima” peculiar, su estilo. Pero lo importante es que son habitaciones de la Casa, es decir de la Iglesia. Sería un error amar más la propia habitación que la Casa: es imprescindible que todos amemos más lo común cristiano que lo propio y específico del carisma dentro del cual lo vivimos.

Emergencia sanitaria: El último hombre
Cuando Nietzsche quiso describir la decadencia de lo humano acuñó la expresión “el último hombre” para significar con ella un ser que busca su pequeña felicidad egoísta, su comodidad; un hombre que no cree en nada y que no está habitado por ninguna gran pasión, por ningún entusiasmo; que más que vivir vegeta. Y describió a ese tipo de hombre con este aforismo: “Para el día se tiene un pequeño placer; para la noche otro pequeño placer. Pero se venera la salud”. Que el cuidado de nuestra salud no nos empequeñezca espiritualmente. Porque la vida nos ha sido dada para entregarla y sería lamentable que nos dedicáramos a conservarla. “Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 16, 25-26).

Jueves de la IV Semana de Pascua

7 de mayo de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Dios sacó de la descendencia de David un salvador: Jesús (Hch 13, 13-25)
  • Cantaré eternamente tus misericordias, Señor (Sal 88)
  • El que recibe a quien yo envíe me recibe a mí (Jn 13, 16-20)
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Dios es fiel y no tiene prisa (He 13, 13-25)

Pablo hace en la sinagoga de Antioquía de Pisidia un discurso en el que, a grandes rasgos, muestra como Dios no ha abandonado nunca a su pueblo desde “nuestros padres” hasta Juan el Bautista, que señaló a Jesús como el que realiza cumplidamente las promesas de Dios. En esa rápida panorámica se ven claramente dos cosas: la fidelidad de Dios, que no se ha olvidado nunca de que Israel es su pueblo y de que a través de él va a ofrecer su salvación a todos los hombres, y que Dios no tiene prisa –“mil años en tu presencia son un ayer que pasó, una vela nocturna” (Sal 89, 4)- y sabe esperar para realizar su obra. Que no dudemos nunca de la fidelidad de Dios y que aprendamos a esperar.

La fuerza en la debilidad (Jn 13, 16-20)

“Yo soy” es el nombre que Dios se dio a sí mismo en la revelación a Moisés (Ex 3, 14). Es impresionante ver que el Señor vincula el conocimiento de su divinidad con la traición de Judas. Justo en el momento en que va a ser traicionado y entregado al suplicio de la pasión y a la muerte, dice el Señor que entonces creerán que él es Dios. Dios revela su ser en la debilidad de lo humano con lo que desconcierta nuestra manera espontanea de pensar la omnipotencia y la gloria divina. Sin embargo un pagano, el centurión que controlaba la ejecución de Jesús, supo ver en esa debilidad a gloria de Dios: “Al ver el centurión que estaba frente a él, que había expirado de esa manera, dijo: Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Mc 15, 39).

Emergencia sanitaria: El temor de Dios y el miedo al coronavirus

Uno de los rasgos fundamentales de la experiencia cristiana es el temor de Dios. Al emplear la palabra temor debemos precisar cuidadosamente que “temor” no equivale a “miedo”. Más bien hay que afirmar que el temor de Dios nos libra de todos los miedos y nos capacita para obrar sabiamente: “Plenitud de la sabiduría es temer al Señor” (Eco 1,15). El temor de Dios no es el miedo connatural a nuestra condición, explica san Hilario, sino que radica en el amor y en el amor halla su perfección. En efecto, el “temor” es la expresión negativa del “amor”: “temo” según lo que amo. Si el amor de mi corazón es Dios, lo que más “temo” es ofender o perder a Dios, precisamente porque es lo que más amo. El “temor de Dios” establece el inicio de una jerarquía de valores, exactamente de la jerarquía en la cual el primer puesto lo ocupa Dios y no la salud. Que el temor de Dios nos libre del miedo al coronavirus.

Reconciliación

(En esta novela, Archibald Joseph Cronin, crea un personaje, el P. Francisco Chisholm, un sacerdote escocés, desconcertante por su peculiar carácter y su ingenuidad, que está de misionero en China, durante un periodo particularmente turbulento a causa del hambre, de la peste y de la guerra civil. En la misión que le encargan apenas hay nada y con muchos esfuerzos consigue levantar un templo, una casa parroquial, unas escuelitas y una vivienda para tres religiosas que han ido a ayudarle. La superiora de estas tres religiosas, la madre María Verónica, es una aristócrata alemana que no congenia para nada con el estilo sencillo y humilde del P. Francisco. La escena que vamos a leer sucede cuando la misión recibe la inspección eclesiástica de un sacerdote escocés preocupado por “hacer carrera” y por poder presentar estadísticas brillantes sobre conversiones, bautismos, matrimonios etc., -cosa que al P. Francisco le trae sin cuidado- que llega a la misión al día siguiente de que un terremoto haya destruido por completo el templo y dañado todo lo demás. El visitador eclesiástico, el P. Anselm Mealey, se ha comportado de manera despectiva con el P. Chisholm, cuyo trabajo no valora, y ahora se despide de camino a Japón antes de regresar a Europa)

A la mañana siguiente se despidió el canónigo Mealey. Volvía a Nankín donde pasaría una semana en el vicariato y, desde allí, marcharía a Nagasaki para inspeccionar seis Misiones en el Japón. Ya estaba hecho su equipaje, la silla de mano que debía llevarle al junco le estaba esperando, y se había despedido de las hermanas y de los niños. Vestido para el viaje, con gafas de sol, el sombrero envuelto en gasa verde, mantuvo una conversación final con Chisholm en el recibidor.

-¡Venga Francisco! –dijo Mealey, tendiéndole la mano de mala gana para hacer las paces-, separémonos como buenos amigos. El don de lenguas no nos ha sido concedido a todos. Creo que en el fondo tus intenciones son buenas.

Y cogiendo una gran bocanada de aire en el pecho, añadió:

-Es raro, pero me muero de ganas de partir. Llevo el ansia viajera en la sangre. Adiós. Au revoir. Auf Wiedersehend, Dios les bendiga a todos.

Se echó por la cara la gasa mosquitera y subió en la silla porteadora. Los porteadores, rezongando, se agacharon, alzaron el artefacto y salieron. Al cruzar las oscilantes puertas de la Misión, Anselm agitó el pañuelo por la ventanilla.

Al ponerse el sol, mientras daba su paseo vespertino favorito, cuando reinaba una quietud que parecía impregnarlo todo, el padre Chisholm se halló meditando entre los escombros de la iglesia. Sentado sobre un montón de escombros, recordaba a su antiguo director –en cierto modo, siempre había mirado a MacNabb con ojos de niño- y evocaba la exhortación que le hiciera aconsejándole valor . Ahora apenas le quedaba valor alguno. Las dos últimas semanas, con el esfuerzo continuo de soportar el tono condescendiente de su visita, le habían dejado exhausto. Sin embargo, quizá Anselm tuviera razón. ¿No habría fracasado ante los ojos de Dios y de los hombres? Había hecho tan poco… Y ese poco, tan costoso e indigno, casi había desaparecido. ¿Cómo podría continuar? Una intensa sensación de desesperanza le invadió.

Miércoles de la IV Semana de Pascua

6 de mayo de 2020
(Ciclo A - Año par)







Dijo el Espíritu Santo (He 12, 24-13, 5a)

Ser cristiano es pertenecer a Otro, pertenecer a Dios. El bautismo comporta una desapropiación del propio ser, que deja de ser “mío” para ser propiedad de Cristo. Es lo que expresa la bella imagen del injerto: rama de un olivo silvestre, he sido injertado en el olivo que es Cristo, cuya savia circula ahora por mis venas y me comunica la vida misma de Cristo, que es la vida misma de Dios. Esa vida es el Espíritu Santo, y por eso es Él quien dispone de los cristianos –“apartadme a Bernabé y a Saulo”- y quien organiza la evangelización. El sello de todo lo auténticamente cristiano es siempre que no es algo que yo he proyectado, sino algo que me ha sido dado, impuesto, mandado por Otro, por el Espíritu Santo.

Jesús gritó (Jn 12, 44-50)

El que el Señor dijera estas cosas gritando subraya la importancia de lo dicho. Y lo dicho es que Él no obra por su cuenta sino que es el enviado del Padre. Y es así, como enviado del Padre, como Jesucristo es luz: ilumina nuestra existencia y nuestro mundo para que veamos que el origen y el término de todo es un amor paternal, es la alegría porque el otro –es decir, el universo y el hombre- sea y sea en plenitud. Porque eso es la paternidad. “Y sé que su mandato es vida eterna”: la afirmación de nuestro ser que el Padre hace, ha tenido un inicio –el momento de nuestra creación- pero no tendrá fin jamás, seguiremos existiendo siempre. Por eso la vida que Él nos da es para siempre, es vida eterna.

Emergencia sanitaria: Recuperar el sentido del tacto

Ahora no podemos tocarnos y el no poder hacerlo compromete nuestra humanidad mucho más de lo que quizá algunos imaginan. Porque, como ya dijera Aristóteles, por la finura del tacto el hombre es, con mucho, superior a los animales, cosa que no ocurre con otros sentidos como la vista o el oído. Porque el tacto tiene una peculiaridad: que cuando yo toco, yo mismo soy tocado y, a diferencia de la vista y del oído, me compromete con eso mismo que percibo. Ver una araña venenosa dentro de una vitrina no es lo mismo que acariciarla con el índice. Muchos prefieren seguir ignorando la suavidad de su pelo. Saben que, con el tacto, se corre más riesgo, por cuanto una sensibilidad más fina hace posible un dolor más grande. De modo que tener el tacto más fino es sentirse y sentir el mundo más radicalmente que todos los demás animales, y poder gozarse mucho más profundamente que ellos de la simple presencia de las cosas. Si la vista y el oído procuran más el goce del conocer, el tacto nos da el goce del ser, que es su fundamento. Para salvar la humanidad del hombre, para impedir que el voyeurismo se convierta en la actitud ante la realidad, tendremos que recuperar el tacto.

Martes de la IV Semana de Pascua

5 de mayo de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Se pusieron a hablar a los griegos, anunciándoles la Buena Nueva del Señor Jesús (Hch 11, 19-26)
  • Alabad al Señor todas las naciones (Sal 86)
  • Yo y el Padre somos uno (Jn 10, 22-30)
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Bueno, lleno de Espíritu Santo y de fe (He 11, 19-26)

Del apóstol Bernabé la Sagrada Escritura nos dice que era “un hombre bueno, lleno de Espíritu Santo y de fe”. Tres rasgos fundamentales de una experiencia cristiana integral: la bondad, la recepción del Espíritu Santo y la fe. La bondad significa la rectitud moral y además una mirada llena de comprensión y misericordia sobre los hombres. El estar lleno del Espíritu Santo significa que el poder y la fuerza de Dios están actuando en uno y, a través de él, en los demás, y que uno es consciente de que todo eso es obra de Dios y no suya. Y la fe significa que no se es dueño de la propia vida, que no se dispone de ella según el propio criterio, sino que uno se deja conducir por Dios, guiar por el Espíritu Santo. Cuando una persona reúne estos tres rasgos sabe ver la acción de Dios y se alegra de ella y hace que “una multitud considerable” adhiera al Señor.

“Nadie las arrebatará de mi mano” (Jn 10, 22-30)

“Lo que mi Padre me ha dado es más grande que todas las cosas”, dice el Señor. Una sola persona es más que todas las cosas, como vio claramente san Juan de la Cruz cuando afirmó que “un solo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo; por tanto, solo Dios es digno de él”. Lo que el Padre le ha dado a Cristo son sus ovejas y “nadie las arrebatará de mi mano”, dice el Señor, porque Él y el Padre son uno, y “nadie puede arrebatar nada de la mano de mi Padre”. Ser cristiano es vivir esta pertenencia amorosa al Señor, por la que uno puede y quiere decirle “soy tuyo, Señor”. Y eso es fuente de una inmensa paz en medio de las situaciones más complicadas y difíciles que se puedan atravesar, porque uno sabe que su existencia está en la mano poderosa de Dios.

Emergencia sanitaria: Pertenecer a Dios es ser libre

El hombre actual no quiere pertenecer a nadie porque entiende que pertenecer a otro es una forma de esclavitud. Y eso, de algún modo, suele ser así cuando se trata de pertenecer a otro hombre, porque es casi seguro que será utilizado para satisfacer las carencias, las necesidades o lo deseos del otro. Pero Dios no tiene carencias, ni necesidades, ni deseos. Dios es perfectamente pleno y feliz, y no necesita ningún don nuestro para realizar su propio ser. “Pertenecer a Dios”, “ser suyo” es una actitud que está hecha de una conciencia y de una opción. De la conciencia de que todo mi ser es un don suyo, es una pura gracia, y de que como mi ser es obra suya, “yo soy Tú que me haces”. Y de una opción de mi corazón, de un acto de mi libertad por el cual yo quiero ser suyo, quiero ajustar todo mi ser a la verdad de que soy obra suya, apartando de mí todo cuanto desmienta esa verdad, que es la más honda de mi ser. Y como la relación con Él no es la relación con alguien que espera algo de mí para completar su propio ser, sino la relación viva con el Dador de todo don, con Aquel cuyo existir consiste en dar el ser al otro, en afirmarlo en el ser, y el ser del hombre –como el de los ángeles- comporta la libertad, pertenecer a Él es ser libre. 

Lunes de la IV Semana de Pascua

4 de mayo de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Así pues, también a los gentiles les ha otorgado Dios la conversión que lleva a la vida (Hch 11, 1-18)
  • Mi alma tiene sed de ti, Dios vivo (Sal 41)
  • El buen pastor da su vida por las ovejas (Jn 10, 11-18)
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Ensanchar el corazón (He 11, 1-8)

“Porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos –oráculo del Señor-. Porque cuanto aventajan los cielos a la tierra, así aventajarán mis caminos a los vuestros y mis  pensamientos a los vuestros” (Is 55 8-9). Pedro nos muestra como es un verdadero creyente: un hombre que deja que Dios le cambie sus ideas, su manera de pensar la obra salvadora de Dios, un hombre dispuesto a cambiar de mentalidad, a entrar por los caminos del Señor que siempre son paradójicos y desconcertantes para nosotros. Nuestro corazón, en efecto, es demasiado raquítico, demasiado estrecho para recorrer los caminos de Dios. Hemos de suplicar la gracia de una dilatación de nuestro corazón para poder ser, en verdad, amigos y colaboradores de Dios. “Correré por el camino de tus mandatos, cuando me ensanches el corazón” (Sal 118, 32).

Sacerdotes que sean padres, no profesionales (Jn 10, 11-18)

Hasta cuatro veces nombra el Señor al Padre en este breve evangelio. Y es que Cristo es la manifestación visible de la paternidad de Dios y por eso su manera de apacentar a sus ovejas consiste en dar la vida por ellas, que es lo que hace un  padre con sus hijos. Un asalariado, en cambio, es un “profesional” que se limita a cumplir los términos de un contrato, sin ir más allá, sin cometer ningún exceso.  El exceso de Cristo es la Cruz con la que Dios ha dado vida al mundo y “vida en abundancia” (Jn 10, 10). Antiguamente se celebraba en este domingo del Buen Pastor el “día del párroco”. Oremos para que los párrocos –y todos los sacerdotes- seamos padres que hacen visible la paternidad de Dios y no profesionales de la religión.

Emergencia sanitaria: Salir bien del coronavirus

No es correcto afirmar que todo lo que nos sucede nos lo manda Dios; pero sí es necesario, en cambio, afirmar que, a través de todo lo que nos sucede, nos habla Dios, pidiéndonos siempre lo mismo: nuestra conversión, que es la condición ineludible para que el Señor nos pueda dar vida y vida en abundancia, como Él quiere. “Pero los demás hombres, los no exterminados por estas plagas, no se convirtieron de las obras  de sus manos; no dejaron de adorar a los demonios y a los ídolos de oro, de plata, de bronce, de piedra y de madera, que no pueden ver ni oír ni caminar. No se convirtieron de sus asesinatos ni de sus hechicerías ni de sus fornicaciones ni de sus rapiñas” (Ap 9, 20-21). Salir bien de la pandemia del coronavirus es salir convertidos, cambiados. Señor: que veamos lo que Tú quieres que veamos, que comprendamos lo que Tú quieres que comprendamos, que cambiemos  lo que Tú quieres que cambiemos.

IV Domingo de Pascua

3 de mayo de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Dios lo ha constituido Señor y Mesías (Hch 2, 14a. 36-41)
  • El Señor es mi pastor, nada me falta (Sal 22)
  • Os habéis convertido al pastor de vuestras almas (1 Pe 2, 20b-25)
  • Yo soy la puerta de las ovejas (Jn 10, 1-10)
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“Yo soy la puerta de las ovejas”, dice el Señor. La imagen de las ovejas designa, ya desde el Antiguo Testamento, al pueblo de Dios. Según el profeta Ezequiel (c. 34), Dios mismo es el verdadero pastor de las ovejas, su dueño y señor, que las cuida dando la vida por ellas y que reprende a los malos pastores que se aprovechan de ellas. Al afirmar ahora que Él es la “puerta” de las ovejas, el Señor afirma que todo el que se acerque a sus ovejas debe hacerlo a través de Él y que si no lo hace a través de Él, es que es un ladrón y un salteador, alguien que no tiene buenas intenciones al acercarse a las ovejas. Cristo es, pues, el criterio, la norma, que permite discernir quién se acerca a nosotros con buenas o con malas intenciones: según que se acerque a nosotros en el nombre y con las actitudes de Cristo o no.

“Yo soy la puerta” es una afirmación muy cercana a “Yo soy el Camino”: quien pasa por la puerta, que es Cristo, está en el camino que conduce -que él mismo es- a la Verdad y a la Vida. “Yo soy la puerta” significa también que Cristo es la libertad, porque la puerta es aquello que permite “entrar y salir” y el que “entra y sale” es libre, mientras que el esclavo, el prisionero, no puede “entrar y salir”. El que vive en Cristo es libre porque “el Señor es Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” (2Co 3,17). Y “vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad” (Ga 5,13).

Sábado, San Atanasio

2 de mayo de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Se iba construyendo la Iglesia, y se multiplicaba con el consuelo del Espíritu Santo (Hch 9, 31-42)
  • ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? (Sal 115)
  • ¿A quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna (Jn 6, 60-69)
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Actuar en nombre de Otro (He 9, 31-42)

“Quiero, queda limpio”, respondió Jesús al leproso que le había interpelado: “Si quieres puedes limpiarme” (Mt 8, 2-3). “Muchacha, a ti te digo: levántate” (Mc 5, 41). El Señor Jesús curaba en nombre propio, curaba por su propia fuerza y poder, porque Él es “el Santo de Dios” (Jn 6, 69). Pedro, en cambio, cura en nombre de Otro, en nombre de Jesucristo. Por eso le dice a Eneas, que estaba paralítico desde hacía ocho años: “Jesucristo te da la salud”. No te la doy yo, sino el Señor Jesús, el Resucitado, “el que vive” (Ap 1, 18), es Él quien te cura. Y por eso Pedro ante el cadáver de Tabita busca la soledad para la oración: tiene que suplicar lo que por sí mismo no tiene. El cristiano es siempre un pobre hombre, pero tiene la grandeza de actuar en nombre de Otro, en nombre de Cristo.

La carnalidad del cristianismo (Jn 6, 60-69)

Al terminar Jesús el largo discurso en la sinagoga de Cafarnaúm, en el que se presentó a sí mismo como el pan de vida bajado del cielo y afirmó la absoluta necesidad de comer su carne y beber su sangre, muchos se escandalizaron y se apartaron de él. Porque “este modo de hablar es duro”: no podían concebir que la dinámica del Amor divino llegara al extremo de que el Hijo de Dios se hiciera alimento para nosotros, a pesar de que, desde hacía siglos, ya se había escrito “que me bese con los besos de su boca” (Ct 1, 2). Y el Señor experimentó ahí la tristeza de que muchos lo abandonaran, y lanzó a los restantes la pregunta: “¿también vosotros queréis marcharos?”. Entonces Simón Pedro dijo unas palabras preciosas, que cada uno de nosotros se apropia cada día, para decirle al Señor que no hay ninguna propuesta política, ni cultural, ni económica, ni social, ni ecológica que se pueda comparar con Él: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios”.

Emergencia sanitaria: No hay mal que por bien no venga

El P. Cantalamessa, en su homilía del Viernes Santo, relató una preciosa anécdota para ilustrar porqué Dios permite acontecimientos dolorosos: “Mientras pintaba al fresco la catedral de San Pablo en Londres, el pintor James Thornhill, en un cierto momento, se sobrecogió con tanto entusiasmo por su fresco que, retrocediendo para verlo mejor, no se daba cuenta de que se iba a precipitar al vacío desde los andamios. Un asistente, horrorizado, comprendió que un grito de llamada sólo habría acelerado el desastre. Sin pensarlo dos veces, mojó un pincel en el color y lo arrojó en medio del fresco. El maestro, estupefacto, dio un salto hacia adelante. Su obra estaba comprometida, pero él estaba a salvo”. El peor mal que nos acecha es el orgullo espiritual, el engreimiento de creer que somos los mejores, que hemos alcanzado el grado más elevado de desarrollo humano y que tenemos en nuestras manos, gracias a la ciencia y a la técnica, el poder resolver todos los problemas. Quizás la pandemia que padecemos sea esa mancha disonante en la percepción que tenemos de nosotros mismos. Para que no caigamos en el abismo.

Viernes, San José Obrero

1 de mayo de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Ese hombre es un instrumento elegido por mí para llevar mi nombre a los pueblos (Hch 9, 1-20)
  • Id al mundo entero y proclamad el Evangelio (Sal 116)
  • Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida (Jn 6, 52-59)
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El señorío del hombre (Gn 1, 26 – 2, 3)

Dios creó al hombre a su imagen, y como Dios es el Señor, creó al hombre también señor, entregándoles la tierra y el universo entero en propiedad para que ejerciera su señorío, en el nombre del único Señor. De ahí la orden de “someter” la tierra y de “dominar” a todos los animales tanto del mar, como del cielo o de la tierra. San Pablo expresó magníficamente el lugar del hombre en el mundo al decir: “Todo es vuestro, vosotros sois de Cristo y Cristo de Dios” (1Co 3, 22-23). El trabajo manifiesta el ser del hombre según el plan de Dios, su señorío sobre el universo y su dominio sobre él, poniéndolo a su servicio y, al mismo tiempo, incluyéndolo en su propio destino espiritual para que participe “en la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rm 8, 21).

El hijo del carpintero (Mt 13, 54-58)

Cada hombre es un ser único, irrepetible, distinto de su padre y de su madre, de su familia, del lugar donde ha nacido y donde se ha criado. Es siempre in error creer que por conocer a la familia de un hombre le conocemos a él y que ya no nos puede sorprender. Y si esto vale de todo hombre, con muchísima más razón vale de Jesús, que aunque nace en el seno de la familia de José y de María, procede directamente de Dios. Pero la comodidad y la suficiencia de los hombres pueden bloquear la percepción de la unicidad de Jesús, de su misterio personal, y por lo tanto impedir la fe en Él. La frase del Señor: “solo en su tierra y en su casa desprecian a un profeta” manifiesta esta triste realidad. Aunque no todos debieron de estar en esa actitud, porque también allí hizo algunos milagros. Y los milagros suponen siempre la fe.

Emergencia sanitaria: Prepararse para la muerte

Los cristianos sabemos que la muerte es una cita entre dos personas libres: Dios y cada uno de nosotros, y que quien pone el día y la hora de esa cita es el Señor. No hay que intentar conocer el día de nuestra muerte, calcular lo que nos queda de vida. Tenemos que estar preparados para una cita con Dios, lo cual es totalmente distinto; y eso se hace día a día, acogiendo la gracia que el Señor nos da en ese día, viviendo el momento presente, que es el único lugar donde encontramos a Dios. Dios nos puede dar esa cita de repente, casi sin avisarnos, o preparándonos progresivamente a través de una lenta enfermedad. Pero la esencia de la cuestión es siempre la misma: que, en la muerte, es Él quien viene a cada uno de nosotros y le comunica que su papel, en esta inmensa obra de teatro que es la historia humana, ha terminado, y que ahora lo que toca es irse con Él. “Vente conmigo”, nos dirá Cristo cuando Él determine. Y no hay propuesta mejor: “Estar con Cristo es, con mucho, lo mejor” (Flp 1, 23).