- Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar (Hch 2, 1-11)
- Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra (Sal 103)
- Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo (1 Cor 12, 3b-7. 12-13)
- Secuencia: Ven, Espíritu divino.
- Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo; recibid el Espíritu Santo (Jn 20, 19-23)
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Queridos hermanos: El hombre bajo la ley del pecado no sabe vivir la diferencia, no sabe aceptar e integrar la diferencia como una riqueza de lo humano y como un motivo de alegría. Bajo la ley del pecado los hombres tendemos a ver en la diferencia un problema y queremos construir la unidad, la convivencia, la vida, en base a la homogeneidad: si todos somos iguales, si pensamos y sentimos y valoramos y expresamos la realidad de la misma manera, entonces no hay problema.
La torre de Babel es la expresión bíblica de esta manera humana de entender la unidad y la convivencia. Dice la Sagrada Escritura que la torre de Babel estaba hecha con ladrillos (que son todos iguales) y que todos los hombres hablaban una misma lengua (es decir, pensaban todos de la misma manera). Babel es el prototipo del pensamiento único.
A Dios no le gustó Babel, porque Dios ama la diferencia. Dios ha creado al hombre uno pero diferente: “Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó” (Gn 1,27). El proyecto de Dios sobre el hombre es que nosotros vivamos en la comunión con Él y entre nosotros, pero sin que esa comunión suprima la diferencia. Por eso el proyecto de Dios no es Babel sino la Jerusalén celestial, que está construida con “piedras vivas” (1Pe 2,5), donde no hay dos piedras iguales, a diferencia de los ladrillos que son todos iguales. Cada hombre está llamado, por la fe y el bautismo, a ser una “piedra viva” de la Jerusalén celestial, es decir, a mantener su unicidad, su diferencia, integrándola en el conjunto armonioso de la ciudad celeste.