Sábado de la IV Semana de Pascua

9 de mayo de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Sabed que nos dedicamos a los gentiles (Hch 13, 44-52)
  • Los confines de la tierra han contemplado la salvación de nuestro Dios (Sal 97)
  • Quien me ha visto a mí ha visto al Padre (Jn 14, 7-14)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

Signo de contradicción (He 13, 44-52)

La historia de la evangelización, que es la historia de la Iglesia, ha sido desde sus inicios una mezcla de alegría y de sufrimiento, de la alegría de ver que muchos corazones se abren a Cristo y lo acogen como quién es, el Hijo de Dios vivo, y del sufrimiento de ver que otros corazones no solo se cierran a este anuncio sino que incluso promueven persecuciones contra él. La palabra que el anciano Simeón dijo a María se va cumpliendo: “Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción (…) a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones” (Lc 2, 34-35). Que las intenciones de nuestros corazones sean siempre adherir a Cristo como “Camino, Verdad y Vida” (Jn 14, 6) y trabajar y orar para que otros también lo hagan.

“Quien me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14, 7-14)

“Amar es afirmar a otro”. Esta hermosa definición del amor supone, evidentemente, que para afirmar al otro yo tengo que ser, es decir, supone que primero yo soy y después afirmo al otro. Pero en Dios no es así, no hay un primero ser y un después afirmar al otro, sino que el ser del Padre es afirmar al Hijo y el ser del Hijo afirmar al Padre en la unidad viviente que es el Espíritu Santo. Por eso Jesús no concibe que alguien, en este caso Felipe, pueda conocerle a él e ignorar al Padre, ya que todo el ser de Jesús no es otra cosa que la afirmación y revelación del Padre. Cristo es “Imagen de Dios invisible” (Col 1, 15), “resplandor de su gloria e impronta de su sustancia y el que sostiene todo con su palabra poderosa” (Hb 1, 3). Y por eso quien le conoce a Él conoce al Padre. 

Emergencia sanitaria: Si Cristo no hubiera resucitado nos moriríamos de tristeza

“Amar es decirle al otro: tú no morirás”. Esta hermosa afirmación de Gabriel Marcel expresa un deseo profundo de nuestro corazón: que aquellos que amamos sean y sean para siempre, que nunca jamás el no-ser y el olvido borren su presencia de nuestra vida. Pero nuestro corazón anhela todavía más: que también la materia, la humilde materia, formada por pequeñísimas partículas que casi rozan el no-ser, perdure y sea transfigurada, también ella, en la gloria de Dios. Porque de materia están hechos los atardeceres y los amaneceres, el silencio sobrecogedor de las noches estrelladas, la espesura umbría de los bosques, la pureza de las montañas nevadas, la fuerza de los ríos y de las cascadas, la inmensidad del océano y de los desiertos, los inabarcables horizontes de la estepa y la frondosidad de las selvas. Y todo eso lo llevamos también en nuestro corazón y no queremos que se pierda en la nada. La resurrección de Jesucristo es el anuncio de que este deseo de nuestro corazón se cumplirá, de que la materia y la vida y los rostros humanos no perecerán sino que serán transfigurados por el Espíritu Santo en el esplendor del Resucitado. Porque no hay ningún virus que pueda vencer a Cristo resucitado.