Que todos los hombres se salven


“Que todos los hombres se salven” no es sólo la voluntad de Dios (1Tm 2,4) sino también la esperanza de la Iglesia. Pues el Dios que “encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia” (Rm 11,32), quiere que “todos los hombres se salven” (1Tm 2,4). La iglesia, sensible al amor infinito con que Dios ama a los hombres, no deja de ofrecer y de anunciar en su liturgia la sangre de Cristo derramada “por todos los hombres”. Todo el trabajo y la oración de la Iglesia tienen como finalidad conseguir la salvación de todos los hombres. Por eso la Iglesia, al mismo tiempo que enseña que el infierno es una posibilidad real para todo hombre, nunca ha afirmado la condenación efectiva de ninguno. Y aunque tampoco puede afirmar con certeza que todos los hombres accederán a la salvación que les está ofrecida en Cristo, habitada como está por la caridad que “todo lo espera” (1Co 13,7), no puede dejar de esperarlo. ¿Tiene fundamento esta esperanza?


La esperanza es siempre esperanza para todos


Conviene, ante todo, recordar que la esperanza es siempre esperanza para todos. Gabriel Marcel ha puesto de relieve que en la esperanza no puede haber un particularismo; que la esperanza quedaría vacía de significación si no fuera la afirmación de un “todos nosotros”, de un “todos juntos”, aunque este universalismo sólo se puede fundar sobre la invocación al Único (Dios). Pues el Yo personal no es un Yo cerrado en sí mismo, que se comprende a sí mismo y se basta a sí mismo, sino que el Yo es Yo a partir de un Tú y para un Tú y un Nosotros, ya que de lo contrario el Yo se convierte en un infierno para sí mismo. Y que no hay amor sin esperanza y la esperanza es siempre para nosotros. Tal vez, dice Marcel, la expresión más adecuada y elaborada del verbo esperar sea Yo espero en Ti para Nosotros, que es lo que, de manera confusa y global, diría siempre el verbo “esperar”. Esperar sólo para sí sería de un egoísmo y de un orgullo insoportable.

“Demasiado a menudo concebimos la esperanza de una manera demasiado individualista, como esperanza tan sólo de nuestra salvación personal. Ahora bien, la esperanza tiene como objeto esencialmente las grandes acciones de Dios que conciernen a la creación entera. Ella se refiere al destino de toda la humanidad. Es la salvación del mundo lo que nosotros esperamos. En realidad la esperanza tiene como objeto la salvación de todos los hombres, y es únicamente en la medida en que yo estoy englobado en ellos como me concierne a mí” (Jean Daniélou).


Pero, ¿podemos esperar para otro la vida eterna? A esta cuestión santo Tomás de Aquino responde con mucha circunspección diciendo que si se toma la esperanza en sentido absoluto (es decir, sin relación con las otras virtudes teologales) tal vez haya que responder que no (como había hecho san Agustín); pero que si presuponemos el amor que une al que espera con el otro hombre, hay que responder afirmativamente. Pues donde reina el amor cada uno ama al prójimo como a sí mismo y cada uno puede “desear y esperar para el otro lo que desea y espera para sí mismo”. Por lo tanto es la caridad la que hace que no podamos dejar de esperar para todos lo que esperamos para nosotros. Pues no hay un solo hombre que haya sido creado por Dios para ser condenado: el hecho de haber sido creado incluye la voluntad de Dios de salvar a quien ha creado, de poder asociarlo a su vida eterna.

“¿Están todos los hombres dispuestos a dejarse reconciliar? Ninguna teología ni profecía puede responder a esta cuestión. Pero el amor lo espera todo (1Co 13,7). Y no puede hacer otra cosa sino esperar la reconciliación de todos los hombres en Cristo. Esta esperanza sin límites no está sólo permitida a los cristianos sino que les está impuesta”, afirma Hermann-Josef Lauter. Y G. Greshake, por su parte, afirma: “hacia todo y contra todo la esperanza es universal”.


¿Cuál será el resultado del juicio de Dios?


Sobre esta cuestión el Nuevo Testamento nos ofrece una doble serie de textos. En una de ellas se insiste en el riesgo real de condenación eterna. Se habla de la gehena de fuego (Mt 5,22.29; 10,28; 23,33), de las “tinieblas exteriores” (Mt 8,12; 22,11; 25,30), del castigo eterno (Mt 25,46), del fuego que no se apaga (Mc 9,48) y del estanque de fuego del Apocalipsis (19,20; 20,10; 21,8). Están también las palabras amenazantes de Jesús contra las ciudades que no se convierten (Mt 11,20ss), para los que blasfeman contra el Espíritu Santo (Mt 12,31), hacia el servidor no misericordioso, los malos viñadores, el servidor perezoso (Mt 18,21 ss; 21,33ss; 25,30). Aparentemente se describe, incluso, lo que sucederá el día del juicio: en un gesto al estilo del Miguel Ángel de la capilla Sixtina, el juez barrerá a los malvados: “Marchaos lejos de mí, al fuego eterno,… al castigo eterno” (Mt 25, 41.46). Están también las palabras de Jesús diciendo: “no os conozco” (Mt 7,23; 25,12).

Pero también tenemos otra serie de textos donde parece afirmarse la salvación de todos. Así se nos dice que Dios quiere que todos los hombres se salven, que la Iglesia debe rezar por la salvación de todos los hombres puesto que Cristo se ha entregado en rescate por todos (1Tm 2,1-6). También el Jesús de san Juan afirma tener “poder sobre toda carne” (Jn 17,2) y que al ser elevado sobre la Cruz “atraerá a todos los hombres a él” (Jn 12,32). También Pablo nos enseña que la gracia de Cristo pesa infinitamente más que la falta de Adán (Rm 5,12-21) y que “Dios ha encerrado a todos lo hombres (judíos, paganos y cristianos) en la desobediencia para tener misericordia de todos” (Rm 11,32). En Rm 5,12-21 la palabra “todos” se repite nueve veces y la superioridad de la gracia se afirma por el hecho de que, si bien la Ley ha servido para multiplicar las faltas, la gracia ha “sobreabundado”. Todo este pasaje se mueve en un verdadero himno de victoria donde se rompe el equilibrio entre pecado y gracia a favor de esta última.

Karl Rahner ha recordado que, en el cristianismo, la apertura de mi vida sobre dos salidas posibles “no está planteada como la doctrina de dos vías equivalentes, propuestas al hombre en la encrucijada de los caminos, sino que, al contrario, esta apertura está planteada a contrapelo de la enseñanza según la cual el mundo y la historia del mundo en su conjunto desembocan realmente en la vida eterna junto a Dios”. Es su doctrina de la “desigualdad entre el Sí y el No”: el No de la criatura no posee el mismo derecho ni el mismo poder que el Sí a Dios, puesto que todo No extrae siempre su vida del Sí que niega: el No no es nunca inteligible más que a partir del Sí (y no a la inversa). 

La primera serie de afirmaciones habla de una perdición eterna, mientras que la segunda habla de la voluntad y del poder de Dios para salvar a todos los hombres. A propósito de la primera serie hay que recordar que sería equivocado entender la escena del juicio final (Mt 25) como un reportaje anticipado de lo que un día ocurrirá; más bien hay que entenderlo como la revelación de la situación verdadera en la que se encuentra el hombre actualmente, ya que está sometido a una decisión de consecuencias irreversibles si rechaza el ofrecimiento de salvación que Dios le está haciendo. Por otro lado hay que ser conscientes de que la recomendación dada a la Iglesia de hacer “plegarias, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres” (1Tm 2,1) carecería de fundamento si ella no pudiera tener, al menos, la esperanza de que esas oraciones puedan ser escuchadas. Pues si la Iglesia supiera con certeza que esta esperanza no se iba a realizar (es decir, que un cierto número de hombres se iban a condenar), se le estaría pidiendo algo contradictorio.

¿Qué conclusión podemos sacar de todo ello? Ninguna. Puesto que estamos bajo el juicio de Dios, no tenemos ningún derecho de intentar hacer la síntesis de ambas series de afirmaciones, sobre todo no tenemos ningún derecho a intentar hacer una síntesis en la que una serie de afirmaciones se tragaría a la otra. No podemos pretender llegar a un sistema único que englobe los dos aspectos. Sólo podemos afirmar que la imagen del juicio propia del Antiguo Testamento, en la que domina el planteamiento de los dos caminos (Dt 30,15-18), ha sido iluminada por la revelación de que el Juez es el Salvador y que, como consecuencia, la esperanza domina sobre el temor, según la afirmación de san Juan: “En esto ha llegado el amor a su plenitud con nosotros: en que tengamos confianza en el día del Juicio (…) No hay temor en el amor; sino que el amor perfecto expulsa el temor” (1Jn 4,17-18).

Si no nos es lícita ninguna conclusión, sí que nos es lícito afirmar que sobre esta cuestión no sabemos pero podemos esperar que la luz del amor divino será finalmente capaz de atravesar toda oscuridad y todo rechazo del hombre y que todos los hombres serán salvados. Son pertinentes las palabras de J. Ratzinger afirmando que todos los discursos del Nuevo Testamento y de la teología sobre el infierno no tienen sino otro sentido que “llevar al hombre a que conduzca su vida mirando a la cara la posibilidad real de una perdición eterna y a que comprenda la Revelación como una llamada de extrema gravedad. La referencia esencial a este sentido salvador del dogma debe ser la piedra de toque y el hilo conductor interno de toda especulación en esta materia”. 


La actitud de la Iglesia


La postura de la Iglesia en esta cuestión no es otra que la que ha aprendido de su Esposo, el Señor Jesús, y se puede resumir en tres actitudes que la Iglesia inculca a sus fieles: la invitación a una paciencia sin límite, la intercesión y el ofrecimiento de la propia vida, y en especial de los propios sufrimientos, por la salvación de todos.


a) La invitación a una paciencia sin límite


En la parábola del trigo y la cizaña (Mt 13, 24-30), que aborda el tema del silencio de Dios ante la presencia del mal en el mundo, el Señor nos inculcó la paciencia ante la presencia del mal en este mundo, a la espera de su segunda venida o venida gloriosa en la que Él, con sus ángeles, separará el trigo y la cizaña, colocando el primero “en el granero”, es decir, en la casa de su Padre, y quemando la cizaña “en el horno de fuego, donde será el llanto y el rechinar de dientes”. Pero mientras tanto, mientras llega el Señor, hay que “dejarlos crecer juntos”.

Esta paciencia de Dios es interpretada por san Pedro como oportunidad de conversión: “No se retrasa el Señor en el cumplimiento de la promesa, como algunos suponen, sino que usa de paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que lleguen todos a la conversión (2Pe 3,9). Pues nuestra verdadera victoria sobre el mal no consiste en que los malos ardan en el infierno por toda la eternidad, sino en que se arrepientan y salven su vida; la verdadera victoria consiste en que la cizaña se convierta en trigo y así el Señor, cuando vuelva, no tenga que condenar a nadie, que es, por cierto, lo que Dios quiere (cf. 1Tm 2,4). 

Quien contemple la posibilidad de perdición de un hombre distinto de sí mismo es alguien que no ama hasta el fondo. Pues el más mínimo pensamiento sobre la posibilidad de que otros tengan un infierno definitivo, induce la tentación de abandonar a su suerte a aquellos que me hacen la vida difícil y a pensar que ellos irán al infierno, con lo que renunciamos a enmendarlos, a intentar que cambien de vida. La misericordia divina, que no excluye a nadie de su reino, comporta la rigurosa exigencia de no dar a nadie por perdido, de no renunciar a la salvación de nadie. “Y jamás desesperar de la misericordia de Dios” (San Benito, Regla, IV, 74).


b) La intercesión por la salvación de todos


Conviene recordar la anécdota del zapatero de Alejandría, al que san Antonio el Grande preguntó qué era lo que hacía, puesto que Dios le había revelado que ese hombre estaba más cerca de Él que el propio Antonio. El zapatero respondió que dividía sus bienes en tres partes, una para su familia, otra para la Iglesia y otra para los pobres. Pero san Antonio había dado todos sus bienes a los pobres y sabía que eso no respondía a su cuestión. Al insistirle preguntándole qué más hacía, el zapatero respondió que desde su taller veía pasar a todos los hombres que iban por la calle y oraba diciendo: “que todos se salven, Señor, sólo yo merezco condenarme”.

“Ante todo recomiendo que se hagan plegarias, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres, por los reyes y por todos los constituidos en autoridad, para que podamos vivir una vida tranquila y apacible con toda piedad y dignidad. Esto es bueno y agradable a Dios, nuestro Salvador, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1Tm 2, 1-4).

Y esto es lo que hace la Iglesia en su oración oficial, que es la oración litúrgica, la oración que expresa el corazón de la Iglesia, lo que ella desea, aquello por lo que trabaja y aquello que, llena de amor y confianza en Dios, ella espera. Así la Iglesia, además de ofrecer en la Eucaristía la sangre de Cristo que ha sido derramada por la salvación de todos los hombres, en la liturgia de las horas, suplica esa misma salvación universal: “Señor Jesús, sol de justicia que iluminas nuestras vidas, al llegar el umbral de la noche te pedimos por todos los hombres, que todos lleguen a gozar eternamente de tu luz” (II vísperas del domingo de la II semana); “Haz, Señor, que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (Lunes de la II semana en Vísperas); “Oh Dios, que enviaste un ángel al centurión Cornelio para que le revelara el camino de la salvación, ayúdanos a trabajar cada día con mayor entrega en la salvación de los hombres, para que, junto con todos nuestros hermanos, incorporados a tu Iglesia, podamos llegar a ti” (Martes de la III semana, en la hora de nona); “Mira con amor a tu grey, que has congregado en tu nombre; haz que no se pierda ni uno solo de los que el Padre te ha dado” (laudes del miércoles de la III semana); “Da a los pecadores la conversión, a los que caen, fortaleza y concede a todos la penitencia y la salvación” (Vísperas del jueves de la III semana).

“Si yo pudiera permanecer unida a Ti estando en la puerta del infierno para impedir que alguien entrara, sería la más grande de las alegrías, porque de ese modo todos los que yo amo serían salvados”, decía santa Catalina de Siena al Señor.


c) El ofrecimiento de la propia vida, y en especial de los propios sufrimientos, por la salvación de todos


Quien está unido a Dios por la caridad, no puede no querer lo que Dios quiere (la salvación de todos) y no actuar como ha actuado Dios en Cristo, ofreciendo la propia vida por todos. En este sentido quiero leeros la oración que un judío desconocido escribió en el campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau, que constituye un testimonio espléndido de esta actitud.


Que sea tenido en cuenta el bien y no el mal.
Con ocasión del Yom Kipour, ¡paz a los hombres de mala voluntad!
Que cese la venganza…

Los crímenes han superado toda medida.
Hay demasiados mártires.
No midas, Señor, sus sufrimientos con el peso de tu justicia,
ni cargues esos sufrimientos en la cuenta de los verdugos
para hacerles pagar una terrible factura.

Que sean pagados de otra manera.
Cuenta, Señor, a favor de los verdugos,
de los delatores, de los traidores y de todos los hombres de mala voluntad,
el coraje y la fuerza espiritual de los otros,
su humildad, su dignidad, su lucha interior constante
y su invencible esperanza;
la sonrisa que restañaba las lágrimas, su amor,
sus corazones rotos que permanecían firmes y confiados
ante la misma muerte, sí, incluso en los momentos
de la más extrema debilidad…

Que todo eso sea depositado ante Ti, oh Señor,
para el perdón de los pecados,
como rescate para el triunfo de la justicia:
¡Que sea tenido en cuenta el bien y no el mal!
Y que permanezcamos en el recuerdo de nuestros enemigos
no como sus víctimas, no como una pesadilla,
no como unos espectros que siguen sus pasos,
sino como una ayuda en su combate,
para destruir la furia de sus pasiones criminales.
Nosotros no les pedimos nada más.

Y cuando todo esto habrá terminado,
concédenos vivir como hombres en medio de los hombres,
y que la paz vuelva sobre nuestra pobre tierra.
Paz para los hombres de buena voluntad
Y paz también para todos los demás.