Tres recuerdos para no olvidar

Catequesis parroquial nº 164

Autor: D. Fernando Colomer Ferrándiz
Fecha: 26 de mayo de 2021


Santísima Trinidad

15 de agosto 

30 de mayo de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • El Señor es el único Dios allá arriba en el cielo y aquí abajo en la tierra; no hay otro (Dt 4, 32-34. 39-40)
  • Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad (Sal 32)
  • Habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: «¡Abba, Padre!» (Rom 8, 14-17)
  • Bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28, 16-20)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

            ¿Cuándo y dónde, fuera de Israel, se ha visto un Dios que se mezcle con los hombres, que entre en la aventura humana “con signos, prodigios y guerra”? Esta pregunta, que se hace retóricamente la primera lectura de hoy, expresa el convencimiento común a toda la humanidad de que lo propio de Dios -o de los dioses- ha sido siempre llevar una existencia feliz en el cielo -en el Olimpo, decían los griegos- y contemplar a los hombres desde lo alto, dejándoles llevar su existencia azarosa y contingente, pero sin mezclarse en ella (salvo, eventualmente, para divertirse).

            En la historia de Israel, sin embargo, se revela un Dios que no teme mezclarse con los hombres, un Dios que no teme entrar en su historia, una historia llena de absurdos y crueldades. Y el Dios de Israel entra en ella seriamente, no ocasionalmente; su seriedad se llama alianza: Dios está ahí para mostrar que ha hecho alianza con Israel, que Israel es su pueblo y que, por lo tanto, puede contar siempre con Él. La culminación de esta revelación es Jesús. Con Él Dios muestra que está dispuesto a ser fiel a su alianza hasta el extremo de la Cruz. Con ella Dios nos ha mostrado que “ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rm 8,38-39). Si ha sido capaz de ser fiel hasta el extremo de la Cruz, verdaderamente podemos contar siempre con Él: “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”.

            El entrar de Dios en la historia humana tiene como finalidad hacernos partícipes de su vida, compartir con nosotros su ser, introducirnos en su familia, en la familia que Él es. Porque Dios no es un ser solitario que se encuentra, en el plano divino, solo consigo mismo, teniendo frente a sí tan sólo a las criaturas. Ésta era la idea de Dios propia del Antiguo Testamento. Pero Jesús nos ha revelado que Dios, en su mismo ser divino, lleva, desde toda la eternidad, un Hijo, en la unidad del Espíritu Santo. De modo que frente a Dios Padre está el Hijo, y ambos están unidos por el Espíritu Santo en el amor divino. La inefable unidad divina encierra la alteridad de Tres Personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Dios es, pues, familia, comunión, Amor. Y su entrar en la historia humana, hasta el abismo de la Cruz, tiene como finalidad ofrecernos la posibilidad de ser miembros de la familia que Él es, de entrar para siempre en la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. De tal manera que de ser “su pueblo” pasamos a ser “sus hijos” en un sentido muy fuerte: “partícipes de la naturaleza divina”, escribe san Pedro (2Pe 1,4), “hijos de Dios”, afirma san Pablo en la segunda lectura de hoy, precisando: “y si somos hijos, también herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo”.

            Esta posibilidad se nos ofrece en el bautismo y el Señor Jesús nos ha encargado ofrecerla a todos los hombres: “Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Por el bautismo somos injertados en el olivo, que es Cristo, de modo que la savia de ese olivo empiece a circular por nuestro ser; somos unidos como sarmientos a la vida verdadera, que es Cristo, de modo que la vida de esa vid penetre todo nuestro ser. Por el bautismo nos entregamos a Cristo por amor y Cristo nos da su Espíritu, por el que clamamos en nuestro corazón “¡Abba! ¡Padre!” y entramos en la familia de Dios. Y esa es la gran alegría de nuestra vida, el don inmenso que hemos recibido, “la esperanza de la gloria” (Col 1,27).

            Que demos gracias a Dios por el don inmenso del bautismo y que toda nuestra vida sea una glorificación, es decir, una manifestación pública de la belleza  del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, del Dios que es Amor. Que así sea.

Castidad y alegría

La castidad que el Señor nos pide a todos los cristianos consiste en un amor de adoración por el cual ponemos a Dios en el centro de nuestra vida y ocupa Él el primer lugar en ella. Pero a algunos, a los llamados a una entrega especial a Él, en la vida religiosa o en cualquier otra forma de consagración total a Dios, el Señor no les pide solo ser el primero en su vida sino serlo todo: se trata de un amor nupcial por el que se les pide que todas sus capacidades de adhesión y de afecto estén centradas en Dios.

Esta castidad total por Dios no debe ser entendida ante todo como una carencia, como una privación de cónyuge, de hijos, de placer, como un puro sacrificio. El aspecto de sacrificio existe, pero es secundario. Lo primario es la unión amorosa a Dios: un amor pleno que quiere abarcar todas las dimensiones del ser, con una intimidad y una fidelidad destinadas a expandirse hasta la eternidad. La persona así consagrada a Dios en la castidad, conoce la alegría de la que habla san Juan Bautista (Jn 3, 29), una alegría perfecta que se apodera de todo el ser del hombre y lo hace exultar en Dios, y cuyo origen es el Espíritu Santo.

Nuestra época tiende a pensar que si no hay bienestar y placer no hay felicidad. Por eso las palabras de Cristo declarando bienaventurados –felices- a los afligidos y perseguidos desconciertan a los hombres de hoy. Pero Cristo habla siempre pensando en Dios y en la vida eterna, mientras que nosotros nos limitamos a la esfera personal e inmediata. Cristo nos invita a ir más allá de lo inmediatamente sentido, nos invita a desprendernos de nosotros mismos para entrar en la perspectiva de Dios. Nuestra época tiende a pensar que la alegría es espontánea, cuando en realidad es el fruto de un encuentro libre entre Dios y cada uno de nosotros, en el que recibimos las visitas amorosas, ardientes y puras del Espíritu Santo. Es Él quien nos otorga ese estado de felicidad y de alegría que “nadie os podrá quitar” (Jn 16, 22).

La felicidad es una Persona y, para acceder a ella, hace falta establecer momentos de encuentro, prepararse para ellos y saber reconocerlo y acogerlo cuando viene a nosotros. Por eso el Señor insiste: “velad” (Mt 24, 42), “estad preparados, porque en el momento que menos penséis vendrá el Hijo del hombre” (Mt 24, 44). Lo que el Señor dice para todos los cristianos vale especialmente para las personas consagradas en la castidad, que dependen más del amor de Dios y de su ternura.

La felicidad en Dios no es comparable a ningún placer de esta vida. Nunca se triunfa del placer por el deber, sino por un placer más grande, por la felicidad y la alegría. Hay que redescubrir lo que san Agustín llamaba la delectatio victrix, el gusto vencedor: solo la felicidad triunfa sobre el placer. La delectatio victirx, la alegría divina, es un placer que vale más que todos los placeres. La castidad nos hace renunciar al placer para alcanzar la alegría.

Introduciendo una sana distancia con todo lo creado, la castidad hace posible el acuerdo perfecto con el universo entero. No solamente con Dios, que es el depositario real de la felicidad completa y profunda; no solamente con el prójimo, percibido en el designio del amor de Dios sobre él; también con toda la creación. Es la comunión plena con la vida, el gesto que se hace ofrenda, el paso que se convierte en danza, lo cotidiano que deviene celebración, el más mínimo pensamiento que se transmuta en acción de gracias y en intercesión. No se trata de una euforia ciega, desconectada de lo real, sino de una percepción de lo real en la mirada de Dios, lo que permite permanecer en la rectitud y en la esperanza incluso cuando las pruebas y la adversidad, habituales en esta vida, se hacen presentes. Percibir el designio de amor de Dios sobre todos los seres nos permite tener una mirada puesta a la vez sobre lo real de nuestra existencia terrena y sobre la eternidad.



Autor: Soeur CATHERINE

Título: Récits d’une ermite de montagne

Editorial: Le Relié, Paris, 2019, (pp. 132-144)




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Pentecostés

15 de agosto 

 23 de mayo de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar (Hch 2, 1-11)
  • Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra (Sal 103)
  • Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo (1 Cor 12, 3b-7. 12-13)
  • Secuencia: Ven, Espíritu divino
  • Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo; recibid el Espíritu Santo (Jn 20, 19-23)
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El relato de los Hechos de los Apóstoles, que hemos escuchado en la primera lectura de hoy, ha puesto ante nuestros ojos el designio salvífico divino, y nos lo ha descrito como un hacer la unidad de todos los hombres asumiendo su diversidad, conservando sus diferencias: “cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua”. La unidad reside en el hecho de que todos cantan las maravillas de Dios; la diversidad en el hecho de que cada uno lo hace en su propia lengua. Dios no quiere una humanidad uniforme, homogénea. Dios ama la diversidad, la diferencia, como ya se vio en la creación de la humanidad: “Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios los creó, macho y hembra los creó” (Gn 1,27). Dios es uno, pero su imagen, que es el hombre, existe en la diferencia del varón y de la mujer.

            La unidad que Dios quiere crear entre todos los hombres y entre los hombres y Él mismo, es una unidad que recoge y asume la diferencia en la que viven los hombres y los pueblos. Es una unidad enriquecida con las diferencias, unidad que el mundo no sabe realizar (pues la unidad que realiza el mundo es la de la uniformidad del pensamiento único) y que Dios va realizando en su Iglesia. Lo que en este día de Pentecostés se manifestó públicamente por primera vez fue el ser de la Iglesia como el lugar donde los hombres y los pueblos pueden unificarse entre sí y con Dios sin perder su propia identidad, sin tener que renunciar a su diferencia. La unidad que se hace en la Iglesia es la unidad de la confesión de fe y de la caridad, tal como expresó magistralmente san Agustín al escribir: “En las cosas necesarias, unidad; en las cosas discutibles, libertad; y siempre y en todos, caridad”.

            La diversidad de dones, naturales y sobrenaturales, que Dios concede a los hombres tiene como objetivo “formar un solo cuerpo”, tal como nos ha dicho san Pablo en la segunda lectura de hoy. La diversidad se ordena, pues, a la unidad del cuerpo de Cristo, que es como la unidad de un cuerpo vivo, en el cual no hay dos órganos iguales, todos son necesarios y ninguno opera para sí mismo sino para el bien del cuerpo.

            Los santos son quienes mejor viven esta realidad. Ellos son los seres más singulares que existen; cada uno de ellos es único e irrepetible, pero ninguno de ellos trabaja para sí mismo, sino para el bien del conjunto, para el bien del cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Por eso ellos se someten siempre al juicio de la Iglesia, al discernimiento que la Iglesia hace de su obra, de su carisma, del don que Dios les ha dado. Y a menudo lo que la Iglesia les dice, la forma que la Iglesia confiere a su obra, no les gusta, no coincide con lo que a ellos les parecía o deseaban. Pero ellos lo aceptan siempre, porque saben que es mejor vivir en la Iglesia, ser “miembro” del cuerpo, que funcionar a su aire y por su cuenta. Teresa de Jesús lo expresó perfectamente al exclamar, poco antes de morir, “por fin muero hija de la Iglesia”.

            En el evangelio de hoy contemplamos a Cristo resucitado que sopla sobre los discípulos, encerrados en casa por miedo a los judíos, entregándoles así su “aliento”. “Aliento” significa “vida” y significa también “fuerza”. El Señor Jesús nos da su “vida”, que es la única vida que ha vencido a la muerte. Él es, en efecto, “el que vive”, tal como leemos en el Apocalipsis: “No temas, soy yo, el Primero y el Último, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades”. (Ap 1,17-18). Por eso les enseña las manos y el costado, como para recordarles lo que Él ha sido capaz de afrontar e insinuarles que ellos también, recibiendo su vida, tendrán que hacer lo mismo.

            Para que seamos capaces de hacerlo es para lo que el Señor Jesús nos da su Espíritu, el Espíritu Santo. La relación de Jesús con el Espíritu Santo es una relación del todo especial, que se inicia ya en su concepción. Pues es precisamente el Espíritu Santo quien viniendo sobre María (Lc 1,35) “plasma” por completo el ser humano de Jesús. En la sinagoga de Nazaret Jesús se presentó a sí mismo como “ungido” por el Espíritu del Señor (Lc 4,16-21). Como dice san Gregorio de Nisa: “La noción de unción sugiere que no hay ninguna distancia entre el Hijo y el Espíritu. Pues del mismo modo que entre la superficie del cuerpo y la unción del aceite, no hay ningún intermediario, así es también inmediato el contacto del Hijo con el Espíritu”. De modo que el Espíritu Santo bien puede ser llamado el “Espíritu de Jesús” y, al recibirlo, somos hechos presencia de Cristo -del Ungido- en medio de los hombres, somos hechos “cuerpo” de Cristo por ser hechos “templos” del Espíritu Santo.

            Que el Señor nos conceda un corazón dócil al Espíritu Santo, para que por su acción en nosotros seamos “cristificados”, es decir, hechos conformes a Cristo, para alabanza de gloria del Padre del cielo. Amén.

Alma Redemptoris Mater









Augusta Madre del Redentor,
puerta del cielo siempre abierta,
estrella del mar, ven a librar al pueblo
que tropieza y quiere levantarse.

Ante la admiración de cielo y tierra
engendraste a tu Creador
y permaneces siempre virgen.

Recibe el saludo del ángel Gabriel
y ten piedad de nosotros,
pecadores.
Amén.

Ascensión del Señor

15 de agosto 

16 de mayo de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • A la vista de ellos, fue elevado al cielo (Hch 1, 1-11)
  • Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas (Sal 46)
  • Lo sentó a su derecha en el cielo (Ef 1, 17-23)
  • Fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios (Mc 16, 15-20)
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            Celebramos hoy, queridos hermanos, la ascensión de Nuestro Señor Jesucristo al cielo. Lo que celebramos hoy es que Cristo resucitado sube al cielo y se sienta a la derecha del Padre en su condición corporal, es decir, en su ser de hombre que comparte con nosotros la naturaleza humana, con la corporalidad que ésta conlleva. Un hombre llega al cielo, lo que causa el asombro de los ángeles porque hasta ese momento no se había visto en el cielo un cuerpo humano. Cuando el Hijo de Dios salió del cielo y vino a la tierra, era puramente espiritual. Fue en el seno de la Virgen María donde la Palabra se hizo carne; y ahora es con esa carne que tomó de la Virgen María, con ese cuerpo que la Virgen amamantó y cuidó, el mismo cuerpo que permitió que los hombres lo vieran y lo tocaran (1Jn 1,1), el mismo cuerpo que pendió del árbol de la cruz y que reposó en la frialdad del sepulcro, el cuerpo que el Padre del cielo resucitó y transfiguró por el poder del Espíritu Santo, es el cuerpo con el que Cristo vuelve al cielo ante el asombro de los ángeles.

            La fiesta de hoy es la fiesta de la esperanza cristiana. Porque Cristo ha resucitado y sube al cielo como “primicia de los que murieron” (1 Co 15,20), como “el primogénito de muchos hermanos” (Rm 8,29). La ascensión del señor al cielo nos muestra así el destino de gloria al que Dios nos ha llamado en Cristo. Ahora se hacen realidad por primera vez las palabras que pronunció Job lleno de dolor y de esperanza y que la Iglesia retoma en su liturgia: “Creo que mi Redentor vive, y que he de resucitar del polvo y, en esta carne mía, contemplaré a Dios mi Salvador; lo veré yo mismo, no otro, mis propios ojos lo contemplarán, y en esta carne mía contemplaré a Dios mi Salvador” (Jb 19,25-27). “En esta carne mía”: estas palabras expresan la esperanza cristiana, y hace falta que “Dios ilumine los ojos de nuestro corazón para que conozcamos cuál es la esperanza a la que hemos sido llamados, cuál la riqueza  de la gloria que nos ha otorgado en herencia” (Ef 1, 18), como recuerda la segunda lectura de hoy.

            “En esta carne mía”: este cuerpo que tenemos y somos, este cuerpo que es una realidad material, biológica, este cuerpo que a veces se pone enfermo, que a veces duele, que siempre hay que lavar, vestir, cuidar etc., este cuerpo resucitará, será transfigurado, espiritualizado, y participará de la gloria de Dios, del cielo. La fiesta de hoy nos recuerda la altísima dignidad de nuestro cuerpo, que por estar destinado a sentarse con Cristo a la derecha del Padre, es sagrado, y debe ser abordado con la reverencia y el amor de todo lo que pertenece a Dios. Ante el cuerpo humano, el propio y el ajeno, hemos de sentir en nuestro corazón las palabras que el Señor dijo a Moisés: “Descálzate, porque el lugar en que estás es tierra sagrada” (Ex 3, 5).

            Nosotros los cristianos hemos de proclamar que el cuerpo merece el respeto debido a la persona humana, y que lo merece desde el instante mismo de su concepción; que nunca es un amasijo informe de células, que nunca es lícito destruirlo, ni siquiera para curar a otro cuerpo, pues no es lícito matar para curar; que no es un instrumento para el placer, para la seducción o la obtención de sensaciones, sino para la comunión y el amor entre las personas; que no recibe su dignidad de la salud que tiene, ni de la armonía estética que posee, sino de la presencia personal que lo habita. Que todo cuerpo humano, tenga o no tenga deficiencias, tenga más o menos salud, tenga más o menos belleza -entendida ésta en los términos convencionales de la moda- es siempre el lugar de la presencia personal de un ser humano, aunque ese ser humano no pueda hablar, y que está llamado a resucitar y a ser transfigurado por el poder del Espíritu Santo, para sentarse con a Cristo a la derecha del Padre. Y que por eso es sagrado y nunca es el cuerpo “de un vegetal”, sino siempre el de un hijo de Dios.

            La actitud cristiana frente al cuerpo humano se resume en dos palabras: caridad y castidad. La caridad nos manda tomar en serio las necesidades corporales y en consecuencia visitar y cuidar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al peregrino, vestir al desnudo, redimir al cautivo y enterrar a los muertos. Son las siete obras de misericordia corporales. La castidad nos exige tratar al cuerpo propio y al cuerpo de los demás como lo que son en realidad: el lugar de la presencia personal del hombre; no un lugar donde se conjugan unas energías ciegas que arrastran al hombre, sino el lugar donde se expresa un rostro, un ser personal, que pertenece por completo a Dios, que, por el bautismo, lo ha convertido en templo suyo: “¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios?” (1Co 6,19). La castidad es, ante todo, la glorificación de Dios en nuestro cuerpo, la proclamación de que nuestro cuerpo, como el resto de nuestro ser, pertenece al Señor y que, en consecuencia, “el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo” (1Co 6, 13).

La maleabilidad del alma humana

          (El narrador evoca el delicado momento de su adolescencia en el que se enteró, por la conversación de una tía suya con su pareja, de los desmanes y las tropelías que cometía Beria, el todopoderoso jefe de la policía, en los tiempos de la Unión Soviética dirigida por Stalin. La noticia de estos hechos impactó profundamente el alma del joven Andrei. Pero lo que le impactó todavía más fue descubrir que, en algún rincón de su alma, había una complacencia y un deseo de poder cometer esos abusos. Y también, al mismo tiempo, descubre el deseo de salvar a las víctimas, de librarlas del mal. Esa dualidad opuesta dentro de la propia alma, el narrador la atribuye al carácter ruso, al alma rusa. Y por eso concluye: “Sí, eso es Rusia”. Pero, en realidad, eso es propio del alma humana en cualquier cultura, nación, continente o patria. Es propio de la condición humana)

          Pasé varias noches sin dormir. De pie ante la ventana, con la mirada perdida, la frente perlada de sudor, pensaba en Beria y en las mujeres condenadas a no vivir más que una noche. Mi cerebro se llenaba de quemaduras. Notaba en la boca un sabor ácido, metálico. Imaginaba que era el padre o el novio, o el marido de aquella joven acosada por el coche negro. Sí, durante unos segundos, mientras podía soportarlo, me veía en la piel de ese hombre, sentía su angustia, sus lágrimas, su cólera inútil, impotente, su resignación. ¡Porque todo el mundo sabía cómo desaparecían esas mujeres! Un horrible espasmo de dolor me recorría el vientre. Abría la ventana, rascaba la nieve que estaba pegada en el marco, me frotaba con ella la cara. Eso no mitigaba mis quemaduras. Veía ahora a aquel hombre retrepado tras el cristal oscuro del coche. En los vidrios de sus lentes se reflejaban las siluetas femeninas. Las seleccionaba, las examinaba, evaluaba sus encantos. Acto seguido, elegía…

          ¡Y yo me odiaba! Porque me resultaba imposible  no admirar a aquel acosador de mujeres. Sí, había algo en mí que –con espanto, repulsión, vergüenza- se extasiaba ante el poder del hombre de las lentes. ¡Todas las mujeres le pertenecían! Se paseaba por el infinito Moscú como en medio de un harén. Y lo que más me fascinaba era su indiferencia. No necesitaba que le amasen; tanto le daba lo que pudieran sentir por él sus elegidas. Escogía una mujer, la deseaba y, el mismo día, la poseía. Luego la olvidaba. Y cuantos gritos, lamentos, lágrimas, súplicas e insultos oyera no eran para él sino alicientes que incrementaban el placer de la violación.

          Perdí el conocimiento al inicio de mi cuarta noche en vela. Justo antes de sufrir el síncope, creí percibir el pensamiento febril de una de aquellas mujeres violadas, la que adivinaba de repente que en ningún caso la dejarían marchar. Este pensamiento que se abría paso a través de su delirio forzado, de su dolor, de su asco, resonó en mi cabeza y me hizo caer al suelo.

          Al volver en mí, me sentí distinto. Más tranquilo, más fuerte también. Como un enfermo que tras una operación se habitúa de nuevo a caminar, avanzaba lentamente de una palabra a otra. Necesitaba ponerlo todo en orden. Murmuraba en la oscuridad breves frases que confirmaban mi nuevo estado.

          -O sea que hay en mí otro ser capaz de contemplar tales violaciones. Puedo ordenarle que se calle, pero sigue estando ahí. Luego, en principio, todo está permitido. Me lo ha enseñado Beria. Y si Rusia me subyuga es porque no conoce límites, ni para el bien ni para el mal. Me permite envidiar a ese cazador de cuerpos femeninos. Y aborrecerme. Y acercarme a una mujer magullada, aplastada por una masa de carne sudorosa. Y adivinar su último pensamiento lúcido: el de la muerte que seguirá al repugnante coito. Y aspirar a morir al tiempo que ella. Porque no se puede seguir viviendo cuando se lleva dentro a ese doble que admira a Beria…

          Sí, era ruso, y de pronto comprendía de manera confusa qué implicaba eso. Llevar dentro de sí a todos los seres desfigurados por el dolor, los pueblos calcinados, los lagos helados llenos de cadáveres desnudos. Conocer la resignación de un rebaño humano violado por un sátrapa. Y el horror de sentirse partícipe en semejante crimen. Y el deseo rabioso de revivir todas esas historias pasadas para extirpar de ellas el sufrimiento, la injusticia, la muerte. Sí, alcanzar al coche negro en las calles de Moscú y aniquilarlo de un manotazo. Luego, conteniendo la respiración, acompañar a la joven que abre la puerta de su casa, sube la escalera… Dar cobijo a toda esa gente en mi corazón para poder librarlos un día en un mundo redimido del mal. Pero, entretanto, compartir su dolor. Aborrecerse por cada desfallecimiento. Llevar ese compromiso hasta el delirio, hasta el desvanecimiento. Vivir casi cada día al borde del precipicio. Sí, eso es Rusia.



Autor: Andrei MAKINE

Título: El testamento francés

Editorial: Tusquets Editores, Barcelona, 1997, (pp. 177-179)




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VI Domingo de Pascua

15 de agosto 

9 de mayo de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • El don del Espíritu Santo ha sido derramado también sobre los gentiles (Hch 10, 25-26. 34-35. 44-48)
  • El Señor revela a las naciones su salvación (Sal 97)
  • Dios es amor (1 Jn 4, 7-10)
  • Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos (Jn 15, 9-17)
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            Estamos aquí reunidos, celebrando la Eucaristía, porque el Señor Jesús nos ha elegido, Él a nosotros, mucho antes de que nosotros le eligiéramos a Él; y nos ha elegido para que nosotros, en medio de los hombres, demos fruto y nuestro fruto dure. El domingo pasado meditábamos  sobre la condición esencial para dar fruto: vivir unidos a Cristo, vivir en gracia de Dios. Hoy el Señor nos describe este vivir unidos a Él con tres palabras muy bellas: amor, alegría y amistad.

            En primer lugar amor.  Jesús nos dice que el Padre le ama y que Él ama al Padre y permanece en su amor porque Él cumple los mandamientos de su Padre. El amor no se nos describe aquí como una cuestión de sentimientos sino de voluntad y de libertad. “Te amo” significa “te obedezco”. Por esto dice Jesús: “vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando”.

            Lo que el Padre le ha mandado a Jesús ha sido una cosa muy difícil: que diera la vida en la cruz. Y Jesús lo ha hecho mostrándonos así el amor que el Padre nos tiene y mostrándonos también su propio amor, pues como Él mismo dice: “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”.

            Jesús, a su vez, nos da un mandamiento para que, cumpliéndolo, “permanezcamos en su amor”, es decir, en la comunión y la unión con Él. Y ese mandamiento es “que os améis los unos a los otros como yo os he amado”. Es fácil amar a Dios cuando comprendemos que Dios no tiene culpa de nada de lo que ocurre y que encima ha sido tan bueno que ha venido a estar con nosotros sabiendo que eso le costaría una muerte horrorosa. En cambio cuesta bastante más amar al vecino, que no siempre se comporta generosa y amablemente. Jesús dice: ámalo como yo te he amado a ti, ten con él la misma paciencia, la misma buena disposición y esperanza que yo tengo contigo.

            La segunda palabra es alegría. Jesús nos habla de los mandamientos para que estemos alegres, para que la alegría que hay en Él, la tengamos también nosotros. Jesús está lleno de alegría porque está lleno de amor. Por eso hace lo que el Padre le ha mandado, a pesar de lo difícil y duro que es, como si no le costara nada.

            Obedecer al Señor es fuente de alegría. Cuando el hombre obedece a Dios, cuando cumple bien los mandamientos, el ser del hombre queda perfectamente ajustado, recupera la “arquitectura” que Dios le dio al crearlo, y que es una arquitectura esencialmente “vertical”: el hombre está hecho para que, por su vértice, que es el espíritu-corazón, mire a Dios, esté en comunión con Él. Al obedecer al Señor, al mirar a Dios, en vez de mirarse a sí mismo, al aceptar recibir de Dios la norma de actuación y seguirla, el hombre reencuentra su verdadero ser y su corazón se llena de alegría. Como dice el salmo 18: “Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos” (Sal 18, 9). “Recuérdame lo infeliz que me siento cuando me alejo de tus mandamientos”: puede ser una buena oración.

            La tercera palabra es amistad. El Señor nos dice que Él quiere ser nuestro amigo, que nos trata como amigos. Por eso se confidencia con nosotros, es decir, nos abre su corazón y nos cuenta sus secretos. El secreto que Él nos ha contado es que el Padre del cielo ama a todos los hombres, que Dios quiere que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1Tm 2,4).

            San Pedro, uno de los mejores amigos de Jesús, a pesar de su debilidad, lo entendió perfectamente y por eso fue el primero en abrir el cristianismo a los paganos, fue el primero que proclamó (como se ve en la primera lectura de hoy) que “está claro que Dios no hace distinciones” (entre judíos y gentiles), sino que ofrece su salvación a todos, porque Jesucristo ha muerto y resucitado por todos los hombres.

            Él espera de nosotros que le recibamos como amigo y que también nosotros le abramos nuestro corazón, que le contemos nuestros secretos, que no tengamos ningún secreto para Él. Esto se hace en la oración personal, en la intimidad del sagrario. El Señor quiere que le abramos nuestro corazón, que le mostremos todo lo que hay en él, como lo hacemos con el amigo verdadero, del que dice la Sagrada Escritura que es un tesoro (Si 6,14). En nuestro corazón hay heridas que Él quiere besar para sanarlas, hay deseos e ilusiones que Él quiere purificar para poder realizarlos, hay también malas tendencias que Él quiere destruir, o por lo menos controlar, para que no nos hagan daño, pues a menudo nuestros peores enemigos están dentro de nosotros. Y todo esto el Señor lo quiere hacer pero no a la fuerza, pasando por encima de nosotros y de nuestra libertad, sino tan solo si nosotros, libremente, le abrimos nuestro corazón en el silencio de la oración personal, “como habla un hombre con su amigo” (Ex 33,11).

            Que abramos nuestro corazón al Señor en la oración personal, silenciosa, en el cara a cara con Él, que nos espera en el sagrario. Para que cumplamos sus mandamientos y nuestro corazón de llene de su alegría. Amén.

Escuela de la fe #04: Caminar y morar


Caminar y morar


D. Fernando Colomer Ferrándiz
30 de abril de 2021

V Domingo de Pascua

15 de agosto 

2 de mayo de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • Él les contó cómo había visto al Señor en el camino (Hch 9, 26-31)
  • El Señor es mi alabanza en la gran asamblea (Sal 21)
  • Este es su mandamiento: que creamos y que nos amemos (1 Jn 3, 18-24)
  • El que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante (Jn 15, 1-8)
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            “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”.

            Estas palabras del Papa Benedicto XVI traducen la enseñanza del Evangelio de hoy. Pues uno no es cristiano por ser una buena persona, por colaborar con muchas ONG, por ser solidario con los pobres dedicando tiempo y dinero a causas justas…; uno es cristiano si ha sido injertado en esa vid que es Cristo y si, como consecuencia de ello, la misma savia que circula por la vid, empieza a circular por él. Uno es cristiano si está animado, habitado, movido, por la misma vida que anima, habita y mueve a Cristo. Y si no, no lo es, aunque sea una bellísima persona.

            Pues el Hijo de Dios, hermanos, no se ha hecho hombre para que nosotros seamos “buenas personas”, es decir, personas moralmente correctas, sino para mucho más: para que tengamos vida y vida en abundancia (Jn 10,8); y “vida” aquí significa “vida eterna”, significa la vida misma de Dios, la única vida que ha vencido a la muerte. Por eso los Padres de la Iglesia nos enseñan que el Hijo de Dios se ha hecho hombre, para que los hombres seamos divinizados, seamos hechos dioses, no por naturaleza, evidentemente, sino por participación en la vida misma de Dios. “Dios se ha hecho hombre para que el hombre llegue a ser Dios” afirma San Atanasio. De este modo el hombre por gracia va siendo lo que Cristo es por naturaleza, explica San Juan Damasceno.

            Esto es algo que excede por completo las fuerzas del hombre, sus propias posibilidades: pues nadie puede darse a sí mismo vida eterna, nadie puede pretender alcanzar la divinidad y participar de ella: “Sin mí no podéis hacer nada”. Por eso el cristianismo no es el fruto de la iniciativa del hombre sino de la de Dios: es Dios, en su amor gratuito, quien nos ha regalado, en Cristo, esta posibilidad que el bautismo realiza en nosotros. En el bautismo, en efecto, es donde somos injertados en esa vid que es Cristo y empieza a circular, por nuestro organismo espiritual, la misma vida que anima  a  Cristo  resucitado.  “Por esto -escribe San Agustín, citando a San Juan Crisóstomo- es por lo que también bautizamos a los niños, a pesar de que no han cometido pecados: con el fin de que les sean dadas la santidad, la justicia, la adoración, la herencia, la fraternidad de Cristo; para que sean sus miembros”.

            Cuando se ha comprendido esto se percibe que lo más importante es permanecer en este acontecimiento que nos ha sucedido, en esta inserción en la vid que es Cristo; que lo más importante es no separarse de Él: “Permaneced en mí y yo en vosotros”. Como dice San Benito: “Nada preferir al amor de Cristo”, a la unión con Él, porque “estar con Cristo es, con mucho, lo mejor” (Flp 1,23), ya que Cristo, y sólo Él es la compañía que corresponde por completo, de manera exhaustiva, a los anhelos del corazón del hombre.

            Pues el corazón del hombre anhela un amor que le ame, como decía Santa Teresita,  “incluso en mi debilidad”, es decir, incluso en su fragilidad moral, en su inconstancia, en su imperdonable falta de reciprocidad. ¿Pero quién será capaz de amar así, de amar hasta ese extremo, de amarnos cuando se hace evidente que no merecemos ser amados? Pues precisamente ése es el amor que nos ha sido “manifestado en Cristo Jesús”. Y por eso no hay imperativo mayor que permanecer en él.

            La confesión sacramental es el lugar donde demostramos que creemos de verdad en el amor de Dios, en el hecho de que Cristo nos ama incluso en nuestra debilidad; porque en ella le entregamos a Cristo lo que nadie querría de nosotros: nuestros pecados, es decir, nuestras violencias, nuestras cobardías, nuestros egoísmos, nuestras injusticias. Y Él recoge amorosamente todas nuestras culpas y las destruye con su perdón.

            Permanezcamos siempre unidos a Cristo, como el sarmiento está unido a la vid. Entonces seremos todopoderosos por intercesión, porque desearemos y pediremos sólo cosas que sean conformes a Cristo, y siempre nos serán concedidas. Entonces también nuestra vida será fecunda: servirá para que otros conozcan y amen a Cristo. Que así sea.