La maleabilidad del alma humana

          (El narrador evoca el delicado momento de su adolescencia en el que se enteró, por la conversación de una tía suya con su pareja, de los desmanes y las tropelías que cometía Beria, el todopoderoso jefe de la policía, en los tiempos de la Unión Soviética dirigida por Stalin. La noticia de estos hechos impactó profundamente el alma del joven Andrei. Pero lo que le impactó todavía más fue descubrir que, en algún rincón de su alma, había una complacencia y un deseo de poder cometer esos abusos. Y también, al mismo tiempo, descubre el deseo de salvar a las víctimas, de librarlas del mal. Esa dualidad opuesta dentro de la propia alma, el narrador la atribuye al carácter ruso, al alma rusa. Y por eso concluye: “Sí, eso es Rusia”. Pero, en realidad, eso es propio del alma humana en cualquier cultura, nación, continente o patria. Es propio de la condición humana)

          Pasé varias noches sin dormir. De pie ante la ventana, con la mirada perdida, la frente perlada de sudor, pensaba en Beria y en las mujeres condenadas a no vivir más que una noche. Mi cerebro se llenaba de quemaduras. Notaba en la boca un sabor ácido, metálico. Imaginaba que era el padre o el novio, o el marido de aquella joven acosada por el coche negro. Sí, durante unos segundos, mientras podía soportarlo, me veía en la piel de ese hombre, sentía su angustia, sus lágrimas, su cólera inútil, impotente, su resignación. ¡Porque todo el mundo sabía cómo desaparecían esas mujeres! Un horrible espasmo de dolor me recorría el vientre. Abría la ventana, rascaba la nieve que estaba pegada en el marco, me frotaba con ella la cara. Eso no mitigaba mis quemaduras. Veía ahora a aquel hombre retrepado tras el cristal oscuro del coche. En los vidrios de sus lentes se reflejaban las siluetas femeninas. Las seleccionaba, las examinaba, evaluaba sus encantos. Acto seguido, elegía…

          ¡Y yo me odiaba! Porque me resultaba imposible  no admirar a aquel acosador de mujeres. Sí, había algo en mí que –con espanto, repulsión, vergüenza- se extasiaba ante el poder del hombre de las lentes. ¡Todas las mujeres le pertenecían! Se paseaba por el infinito Moscú como en medio de un harén. Y lo que más me fascinaba era su indiferencia. No necesitaba que le amasen; tanto le daba lo que pudieran sentir por él sus elegidas. Escogía una mujer, la deseaba y, el mismo día, la poseía. Luego la olvidaba. Y cuantos gritos, lamentos, lágrimas, súplicas e insultos oyera no eran para él sino alicientes que incrementaban el placer de la violación.

          Perdí el conocimiento al inicio de mi cuarta noche en vela. Justo antes de sufrir el síncope, creí percibir el pensamiento febril de una de aquellas mujeres violadas, la que adivinaba de repente que en ningún caso la dejarían marchar. Este pensamiento que se abría paso a través de su delirio forzado, de su dolor, de su asco, resonó en mi cabeza y me hizo caer al suelo.

          Al volver en mí, me sentí distinto. Más tranquilo, más fuerte también. Como un enfermo que tras una operación se habitúa de nuevo a caminar, avanzaba lentamente de una palabra a otra. Necesitaba ponerlo todo en orden. Murmuraba en la oscuridad breves frases que confirmaban mi nuevo estado.

          -O sea que hay en mí otro ser capaz de contemplar tales violaciones. Puedo ordenarle que se calle, pero sigue estando ahí. Luego, en principio, todo está permitido. Me lo ha enseñado Beria. Y si Rusia me subyuga es porque no conoce límites, ni para el bien ni para el mal. Me permite envidiar a ese cazador de cuerpos femeninos. Y aborrecerme. Y acercarme a una mujer magullada, aplastada por una masa de carne sudorosa. Y adivinar su último pensamiento lúcido: el de la muerte que seguirá al repugnante coito. Y aspirar a morir al tiempo que ella. Porque no se puede seguir viviendo cuando se lleva dentro a ese doble que admira a Beria…

          Sí, era ruso, y de pronto comprendía de manera confusa qué implicaba eso. Llevar dentro de sí a todos los seres desfigurados por el dolor, los pueblos calcinados, los lagos helados llenos de cadáveres desnudos. Conocer la resignación de un rebaño humano violado por un sátrapa. Y el horror de sentirse partícipe en semejante crimen. Y el deseo rabioso de revivir todas esas historias pasadas para extirpar de ellas el sufrimiento, la injusticia, la muerte. Sí, alcanzar al coche negro en las calles de Moscú y aniquilarlo de un manotazo. Luego, conteniendo la respiración, acompañar a la joven que abre la puerta de su casa, sube la escalera… Dar cobijo a toda esa gente en mi corazón para poder librarlos un día en un mundo redimido del mal. Pero, entretanto, compartir su dolor. Aborrecerse por cada desfallecimiento. Llevar ese compromiso hasta el delirio, hasta el desvanecimiento. Vivir casi cada día al borde del precipicio. Sí, eso es Rusia.



Autor: Andrei MAKINE

Título: El testamento francés

Editorial: Tusquets Editores, Barcelona, 1997, (pp. 177-179)




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