9 de mayo de 2021
(Ciclo B - Año impar)
- El don del Espíritu Santo ha sido derramado también sobre los gentiles (Hch 10, 25-26. 34-35. 44-48)
- El Señor revela a las naciones su salvación (Sal 97)
- Dios es amor (1 Jn 4, 7-10)
- Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos (Jn 15, 9-17)
- Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf
Estamos aquí reunidos, celebrando la
Eucaristía, porque el Señor Jesús nos ha elegido, Él a nosotros, mucho antes de
que nosotros le eligiéramos a Él; y nos ha elegido para que nosotros, en medio
de los hombres, demos fruto y nuestro fruto dure. El domingo pasado
meditábamos sobre la condición esencial
para dar fruto: vivir unidos a Cristo, vivir en gracia de Dios. Hoy el Señor
nos describe este vivir unidos a Él con tres palabras muy bellas: amor, alegría
y amistad.
En primer lugar amor. Jesús nos dice que el
Padre le ama y que Él ama al Padre y permanece en su amor porque Él cumple los
mandamientos de su Padre. El amor no se nos describe aquí como una cuestión de
sentimientos sino de voluntad y de libertad. “Te amo” significa “te obedezco”.
Por esto dice Jesús: “vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando”.
Lo que el Padre le ha mandado a
Jesús ha sido una cosa muy difícil: que diera la vida en la cruz. Y Jesús lo ha
hecho mostrándonos así el amor que el Padre nos tiene y mostrándonos también su
propio amor, pues como Él mismo dice: “nadie tiene amor más grande que el que
da la vida por sus amigos”.
Jesús, a su vez, nos da un
mandamiento para que, cumpliéndolo, “permanezcamos en su amor”, es decir, en la
comunión y la unión con Él. Y ese mandamiento es “que os améis los unos a los
otros como yo os he amado”. Es fácil
amar a Dios cuando comprendemos que Dios no tiene culpa de nada de lo que
ocurre y que encima ha sido tan bueno que ha venido a estar con nosotros
sabiendo que eso le costaría una muerte horrorosa. En cambio cuesta bastante
más amar al vecino, que no siempre se comporta generosa y amablemente. Jesús
dice: ámalo como yo te he amado a ti,
ten con él la misma paciencia, la misma buena disposición y esperanza que yo
tengo contigo.
La segunda palabra es alegría. Jesús nos habla de los
mandamientos para que estemos alegres, para que la alegría que hay en Él, la
tengamos también nosotros. Jesús está lleno de alegría porque está lleno de
amor. Por eso hace lo que el Padre le ha mandado, a pesar de lo difícil y duro
que es, como si no le costara nada.
Obedecer al Señor es fuente de
alegría. Cuando el hombre obedece a Dios, cuando cumple bien los mandamientos,
el ser del hombre queda perfectamente ajustado, recupera la “arquitectura” que
Dios le dio al crearlo, y que es una arquitectura esencialmente “vertical”: el
hombre está hecho para que, por su vértice, que es el espíritu-corazón, mire a
Dios, esté en comunión con Él. Al obedecer al Señor, al mirar a Dios, en vez de mirarse a sí mismo, al aceptar recibir de
Dios la norma de actuación y seguirla, el hombre reencuentra su verdadero ser y
su corazón se llena de alegría. Como dice el salmo 18: “Los mandatos del Señor
son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los
ojos” (Sal 18, 9). “Recuérdame lo infeliz que me siento cuando me alejo de tus
mandamientos”: puede ser una buena oración.
La tercera palabra es amistad. El Señor nos dice que Él
quiere ser nuestro amigo, que nos trata como amigos. Por eso se confidencia con
nosotros, es decir, nos abre su corazón y nos cuenta sus secretos. El secreto
que Él nos ha contado es que el Padre del cielo ama a todos los hombres, que
Dios quiere que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de
la verdad” (1Tm 2,4).
San Pedro, uno de los mejores amigos
de Jesús, a pesar de su debilidad, lo entendió perfectamente y por eso fue el
primero en abrir el cristianismo a los paganos, fue el primero que proclamó
(como se ve en la primera lectura de hoy) que “está claro que Dios no hace
distinciones” (entre judíos y gentiles), sino que ofrece su salvación a todos,
porque Jesucristo ha muerto y resucitado por todos los hombres.
Él espera de nosotros que le
recibamos como amigo y que también nosotros le abramos nuestro corazón, que le
contemos nuestros secretos, que no tengamos ningún secreto para Él. Esto se
hace en la oración personal, en la intimidad del sagrario. El Señor quiere que
le abramos nuestro corazón, que le mostremos todo lo que hay en él, como lo hacemos
con el amigo verdadero, del que dice la Sagrada Escritura que es un tesoro (Si
6,14). En nuestro corazón hay heridas que Él quiere besar para sanarlas, hay
deseos e ilusiones que Él quiere purificar para poder realizarlos, hay también
malas tendencias que Él quiere destruir, o por lo menos controlar, para que no
nos hagan daño, pues a menudo nuestros peores enemigos están dentro de
nosotros. Y todo esto el Señor lo quiere hacer pero no a la fuerza, pasando por
encima de nosotros y de nuestra libertad, sino tan solo si nosotros,
libremente, le abrimos nuestro corazón en el silencio de la oración personal,
“como habla un hombre con su amigo” (Ex 33,11).
Que abramos nuestro corazón al Señor en la oración personal, silenciosa, en el cara a cara con Él, que nos espera en el sagrario. Para que cumplamos sus mandamientos y nuestro corazón de llene de su alegría. Amén.