VI Domingo de Pascua

15 de agosto 

9 de mayo de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • El don del Espíritu Santo ha sido derramado también sobre los gentiles (Hch 10, 25-26. 34-35. 44-48)
  • El Señor revela a las naciones su salvación (Sal 97)
  • Dios es amor (1 Jn 4, 7-10)
  • Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos (Jn 15, 9-17)
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            Estamos aquí reunidos, celebrando la Eucaristía, porque el Señor Jesús nos ha elegido, Él a nosotros, mucho antes de que nosotros le eligiéramos a Él; y nos ha elegido para que nosotros, en medio de los hombres, demos fruto y nuestro fruto dure. El domingo pasado meditábamos  sobre la condición esencial para dar fruto: vivir unidos a Cristo, vivir en gracia de Dios. Hoy el Señor nos describe este vivir unidos a Él con tres palabras muy bellas: amor, alegría y amistad.

            En primer lugar amor.  Jesús nos dice que el Padre le ama y que Él ama al Padre y permanece en su amor porque Él cumple los mandamientos de su Padre. El amor no se nos describe aquí como una cuestión de sentimientos sino de voluntad y de libertad. “Te amo” significa “te obedezco”. Por esto dice Jesús: “vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando”.

            Lo que el Padre le ha mandado a Jesús ha sido una cosa muy difícil: que diera la vida en la cruz. Y Jesús lo ha hecho mostrándonos así el amor que el Padre nos tiene y mostrándonos también su propio amor, pues como Él mismo dice: “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”.

            Jesús, a su vez, nos da un mandamiento para que, cumpliéndolo, “permanezcamos en su amor”, es decir, en la comunión y la unión con Él. Y ese mandamiento es “que os améis los unos a los otros como yo os he amado”. Es fácil amar a Dios cuando comprendemos que Dios no tiene culpa de nada de lo que ocurre y que encima ha sido tan bueno que ha venido a estar con nosotros sabiendo que eso le costaría una muerte horrorosa. En cambio cuesta bastante más amar al vecino, que no siempre se comporta generosa y amablemente. Jesús dice: ámalo como yo te he amado a ti, ten con él la misma paciencia, la misma buena disposición y esperanza que yo tengo contigo.

            La segunda palabra es alegría. Jesús nos habla de los mandamientos para que estemos alegres, para que la alegría que hay en Él, la tengamos también nosotros. Jesús está lleno de alegría porque está lleno de amor. Por eso hace lo que el Padre le ha mandado, a pesar de lo difícil y duro que es, como si no le costara nada.

            Obedecer al Señor es fuente de alegría. Cuando el hombre obedece a Dios, cuando cumple bien los mandamientos, el ser del hombre queda perfectamente ajustado, recupera la “arquitectura” que Dios le dio al crearlo, y que es una arquitectura esencialmente “vertical”: el hombre está hecho para que, por su vértice, que es el espíritu-corazón, mire a Dios, esté en comunión con Él. Al obedecer al Señor, al mirar a Dios, en vez de mirarse a sí mismo, al aceptar recibir de Dios la norma de actuación y seguirla, el hombre reencuentra su verdadero ser y su corazón se llena de alegría. Como dice el salmo 18: “Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos” (Sal 18, 9). “Recuérdame lo infeliz que me siento cuando me alejo de tus mandamientos”: puede ser una buena oración.

            La tercera palabra es amistad. El Señor nos dice que Él quiere ser nuestro amigo, que nos trata como amigos. Por eso se confidencia con nosotros, es decir, nos abre su corazón y nos cuenta sus secretos. El secreto que Él nos ha contado es que el Padre del cielo ama a todos los hombres, que Dios quiere que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1Tm 2,4).

            San Pedro, uno de los mejores amigos de Jesús, a pesar de su debilidad, lo entendió perfectamente y por eso fue el primero en abrir el cristianismo a los paganos, fue el primero que proclamó (como se ve en la primera lectura de hoy) que “está claro que Dios no hace distinciones” (entre judíos y gentiles), sino que ofrece su salvación a todos, porque Jesucristo ha muerto y resucitado por todos los hombres.

            Él espera de nosotros que le recibamos como amigo y que también nosotros le abramos nuestro corazón, que le contemos nuestros secretos, que no tengamos ningún secreto para Él. Esto se hace en la oración personal, en la intimidad del sagrario. El Señor quiere que le abramos nuestro corazón, que le mostremos todo lo que hay en él, como lo hacemos con el amigo verdadero, del que dice la Sagrada Escritura que es un tesoro (Si 6,14). En nuestro corazón hay heridas que Él quiere besar para sanarlas, hay deseos e ilusiones que Él quiere purificar para poder realizarlos, hay también malas tendencias que Él quiere destruir, o por lo menos controlar, para que no nos hagan daño, pues a menudo nuestros peores enemigos están dentro de nosotros. Y todo esto el Señor lo quiere hacer pero no a la fuerza, pasando por encima de nosotros y de nuestra libertad, sino tan solo si nosotros, libremente, le abrimos nuestro corazón en el silencio de la oración personal, “como habla un hombre con su amigo” (Ex 33,11).

            Que abramos nuestro corazón al Señor en la oración personal, silenciosa, en el cara a cara con Él, que nos espera en el sagrario. Para que cumplamos sus mandamientos y nuestro corazón de llene de su alegría. Amén.