V Domingo de Pascua

15 de agosto 

2 de mayo de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • Él les contó cómo había visto al Señor en el camino (Hch 9, 26-31)
  • El Señor es mi alabanza en la gran asamblea (Sal 21)
  • Este es su mandamiento: que creamos y que nos amemos (1 Jn 3, 18-24)
  • El que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante (Jn 15, 1-8)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

            “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”.

            Estas palabras del Papa Benedicto XVI traducen la enseñanza del Evangelio de hoy. Pues uno no es cristiano por ser una buena persona, por colaborar con muchas ONG, por ser solidario con los pobres dedicando tiempo y dinero a causas justas…; uno es cristiano si ha sido injertado en esa vid que es Cristo y si, como consecuencia de ello, la misma savia que circula por la vid, empieza a circular por él. Uno es cristiano si está animado, habitado, movido, por la misma vida que anima, habita y mueve a Cristo. Y si no, no lo es, aunque sea una bellísima persona.

            Pues el Hijo de Dios, hermanos, no se ha hecho hombre para que nosotros seamos “buenas personas”, es decir, personas moralmente correctas, sino para mucho más: para que tengamos vida y vida en abundancia (Jn 10,8); y “vida” aquí significa “vida eterna”, significa la vida misma de Dios, la única vida que ha vencido a la muerte. Por eso los Padres de la Iglesia nos enseñan que el Hijo de Dios se ha hecho hombre, para que los hombres seamos divinizados, seamos hechos dioses, no por naturaleza, evidentemente, sino por participación en la vida misma de Dios. “Dios se ha hecho hombre para que el hombre llegue a ser Dios” afirma San Atanasio. De este modo el hombre por gracia va siendo lo que Cristo es por naturaleza, explica San Juan Damasceno.

            Esto es algo que excede por completo las fuerzas del hombre, sus propias posibilidades: pues nadie puede darse a sí mismo vida eterna, nadie puede pretender alcanzar la divinidad y participar de ella: “Sin mí no podéis hacer nada”. Por eso el cristianismo no es el fruto de la iniciativa del hombre sino de la de Dios: es Dios, en su amor gratuito, quien nos ha regalado, en Cristo, esta posibilidad que el bautismo realiza en nosotros. En el bautismo, en efecto, es donde somos injertados en esa vid que es Cristo y empieza a circular, por nuestro organismo espiritual, la misma vida que anima  a  Cristo  resucitado.  “Por esto -escribe San Agustín, citando a San Juan Crisóstomo- es por lo que también bautizamos a los niños, a pesar de que no han cometido pecados: con el fin de que les sean dadas la santidad, la justicia, la adoración, la herencia, la fraternidad de Cristo; para que sean sus miembros”.

            Cuando se ha comprendido esto se percibe que lo más importante es permanecer en este acontecimiento que nos ha sucedido, en esta inserción en la vid que es Cristo; que lo más importante es no separarse de Él: “Permaneced en mí y yo en vosotros”. Como dice San Benito: “Nada preferir al amor de Cristo”, a la unión con Él, porque “estar con Cristo es, con mucho, lo mejor” (Flp 1,23), ya que Cristo, y sólo Él es la compañía que corresponde por completo, de manera exhaustiva, a los anhelos del corazón del hombre.

            Pues el corazón del hombre anhela un amor que le ame, como decía Santa Teresita,  “incluso en mi debilidad”, es decir, incluso en su fragilidad moral, en su inconstancia, en su imperdonable falta de reciprocidad. ¿Pero quién será capaz de amar así, de amar hasta ese extremo, de amarnos cuando se hace evidente que no merecemos ser amados? Pues precisamente ése es el amor que nos ha sido “manifestado en Cristo Jesús”. Y por eso no hay imperativo mayor que permanecer en él.

            La confesión sacramental es el lugar donde demostramos que creemos de verdad en el amor de Dios, en el hecho de que Cristo nos ama incluso en nuestra debilidad; porque en ella le entregamos a Cristo lo que nadie querría de nosotros: nuestros pecados, es decir, nuestras violencias, nuestras cobardías, nuestros egoísmos, nuestras injusticias. Y Él recoge amorosamente todas nuestras culpas y las destruye con su perdón.

            Permanezcamos siempre unidos a Cristo, como el sarmiento está unido a la vid. Entonces seremos todopoderosos por intercesión, porque desearemos y pediremos sólo cosas que sean conformes a Cristo, y siempre nos serán concedidas. Entonces también nuestra vida será fecunda: servirá para que otros conozcan y amen a Cristo. Que así sea.