16 de mayo de 2021
(Ciclo B - Año impar)
- A la vista de ellos, fue elevado al cielo (Hch 1, 1-11)
- Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas (Sal 46)
- Lo sentó a su derecha en el cielo (Ef 1, 17-23)
- Fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios (Mc 16, 15-20)
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Celebramos hoy, queridos hermanos,
la ascensión de Nuestro Señor Jesucristo al cielo. Lo que celebramos hoy es que
Cristo resucitado sube al cielo y se sienta a la derecha del Padre en su condición corporal, es decir, en
su ser de hombre que comparte con nosotros la naturaleza humana, con la
corporalidad que ésta conlleva. Un hombre llega al cielo, lo que causa el
asombro de los ángeles porque hasta ese momento no se había visto en el cielo
un cuerpo humano. Cuando el Hijo de Dios salió del cielo y vino a la tierra,
era puramente espiritual. Fue en el seno de la Virgen María donde la Palabra se hizo carne; y ahora es con
esa carne que tomó de la Virgen María, con ese cuerpo que la Virgen amamantó y
cuidó, el mismo cuerpo que permitió que los hombres lo vieran y lo tocaran (1Jn
1,1), el mismo cuerpo que pendió del árbol de la cruz y que reposó en la
frialdad del sepulcro, el cuerpo que el Padre del cielo resucitó y transfiguró
por el poder del Espíritu Santo, es el cuerpo con el que Cristo vuelve al cielo
ante el asombro de los ángeles.
La fiesta de hoy es la fiesta de la
esperanza cristiana. Porque Cristo ha resucitado y sube al cielo como “primicia
de los que murieron” (1 Co 15,20), como “el primogénito de muchos hermanos” (Rm
8,29). La ascensión del señor al cielo nos muestra así el destino de gloria al
que Dios nos ha llamado en Cristo. Ahora se hacen realidad por primera vez las
palabras que pronunció Job lleno de dolor y de esperanza y que la Iglesia
retoma en su liturgia: “Creo que mi Redentor vive, y que he de resucitar del
polvo y, en esta carne mía, contemplaré a Dios mi Salvador; lo veré yo mismo,
no otro, mis propios ojos lo contemplarán, y en esta carne mía contemplaré a
Dios mi Salvador” (Jb 19,25-27). “En esta carne mía”: estas palabras
expresan la esperanza cristiana, y hace falta que “Dios ilumine los ojos de
nuestro corazón para que conozcamos cuál es la esperanza a la que hemos sido
llamados, cuál la riqueza de la gloria
que nos ha otorgado en herencia” (Ef 1, 18), como recuerda la segunda lectura
de hoy.
“En esta carne mía”: este cuerpo
que tenemos y somos, este cuerpo que es una realidad material, biológica, este
cuerpo que a veces se pone enfermo, que a veces duele, que siempre hay que
lavar, vestir, cuidar etc., este cuerpo resucitará, será transfigurado,
espiritualizado, y participará de la gloria de Dios, del cielo. La fiesta
de hoy nos recuerda la altísima dignidad de nuestro cuerpo, que por estar
destinado a sentarse con Cristo a la derecha del Padre, es sagrado, y debe ser
abordado con la reverencia y el amor de todo lo que pertenece a Dios. Ante el
cuerpo humano, el propio y el ajeno, hemos de sentir en nuestro corazón las
palabras que el Señor dijo a Moisés: “Descálzate, porque el lugar en que estás
es tierra sagrada” (Ex 3, 5).
Nosotros los cristianos hemos de
proclamar que el cuerpo merece el respeto debido a la persona humana, y que lo
merece desde el instante mismo de su concepción; que nunca es un amasijo
informe de células, que nunca es lícito destruirlo, ni siquiera para curar a
otro cuerpo, pues no es lícito matar para curar; que no es un instrumento para
el placer, para la seducción o la obtención de sensaciones, sino para la
comunión y el amor entre las personas; que no recibe su dignidad de la salud
que tiene, ni de la armonía estética que posee, sino de la presencia personal
que lo habita. Que todo cuerpo humano, tenga o no tenga deficiencias, tenga más
o menos salud, tenga más o menos belleza -entendida ésta en los términos
convencionales de la moda- es siempre el lugar de la presencia personal de un
ser humano, aunque ese ser humano no pueda hablar, y que está llamado a
resucitar y a ser transfigurado por el poder del Espíritu Santo, para sentarse
con a Cristo a la derecha del Padre. Y que por eso es sagrado y nunca es el
cuerpo “de un vegetal”, sino siempre el de un hijo de Dios.
La actitud cristiana frente al cuerpo humano se resume en dos palabras: caridad y castidad. La caridad nos manda tomar en serio las necesidades corporales y en consecuencia visitar y cuidar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al peregrino, vestir al desnudo, redimir al cautivo y enterrar a los muertos. Son las siete obras de misericordia corporales. La castidad nos exige tratar al cuerpo propio y al cuerpo de los demás como lo que son en realidad: el lugar de la presencia personal del hombre; no un lugar donde se conjugan unas energías ciegas que arrastran al hombre, sino el lugar donde se expresa un rostro, un ser personal, que pertenece por completo a Dios, que, por el bautismo, lo ha convertido en templo suyo: “¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios?” (1Co 6,19). La castidad es, ante todo, la glorificación de Dios en nuestro cuerpo, la proclamación de que nuestro cuerpo, como el resto de nuestro ser, pertenece al Señor y que, en consecuencia, “el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo” (1Co 6, 13).