Ascensión del Señor

15 de agosto 

16 de mayo de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • A la vista de ellos, fue elevado al cielo (Hch 1, 1-11)
  • Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas (Sal 46)
  • Lo sentó a su derecha en el cielo (Ef 1, 17-23)
  • Fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios (Mc 16, 15-20)
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            Celebramos hoy, queridos hermanos, la ascensión de Nuestro Señor Jesucristo al cielo. Lo que celebramos hoy es que Cristo resucitado sube al cielo y se sienta a la derecha del Padre en su condición corporal, es decir, en su ser de hombre que comparte con nosotros la naturaleza humana, con la corporalidad que ésta conlleva. Un hombre llega al cielo, lo que causa el asombro de los ángeles porque hasta ese momento no se había visto en el cielo un cuerpo humano. Cuando el Hijo de Dios salió del cielo y vino a la tierra, era puramente espiritual. Fue en el seno de la Virgen María donde la Palabra se hizo carne; y ahora es con esa carne que tomó de la Virgen María, con ese cuerpo que la Virgen amamantó y cuidó, el mismo cuerpo que permitió que los hombres lo vieran y lo tocaran (1Jn 1,1), el mismo cuerpo que pendió del árbol de la cruz y que reposó en la frialdad del sepulcro, el cuerpo que el Padre del cielo resucitó y transfiguró por el poder del Espíritu Santo, es el cuerpo con el que Cristo vuelve al cielo ante el asombro de los ángeles.

            La fiesta de hoy es la fiesta de la esperanza cristiana. Porque Cristo ha resucitado y sube al cielo como “primicia de los que murieron” (1 Co 15,20), como “el primogénito de muchos hermanos” (Rm 8,29). La ascensión del señor al cielo nos muestra así el destino de gloria al que Dios nos ha llamado en Cristo. Ahora se hacen realidad por primera vez las palabras que pronunció Job lleno de dolor y de esperanza y que la Iglesia retoma en su liturgia: “Creo que mi Redentor vive, y que he de resucitar del polvo y, en esta carne mía, contemplaré a Dios mi Salvador; lo veré yo mismo, no otro, mis propios ojos lo contemplarán, y en esta carne mía contemplaré a Dios mi Salvador” (Jb 19,25-27). “En esta carne mía”: estas palabras expresan la esperanza cristiana, y hace falta que “Dios ilumine los ojos de nuestro corazón para que conozcamos cuál es la esperanza a la que hemos sido llamados, cuál la riqueza  de la gloria que nos ha otorgado en herencia” (Ef 1, 18), como recuerda la segunda lectura de hoy.

            “En esta carne mía”: este cuerpo que tenemos y somos, este cuerpo que es una realidad material, biológica, este cuerpo que a veces se pone enfermo, que a veces duele, que siempre hay que lavar, vestir, cuidar etc., este cuerpo resucitará, será transfigurado, espiritualizado, y participará de la gloria de Dios, del cielo. La fiesta de hoy nos recuerda la altísima dignidad de nuestro cuerpo, que por estar destinado a sentarse con Cristo a la derecha del Padre, es sagrado, y debe ser abordado con la reverencia y el amor de todo lo que pertenece a Dios. Ante el cuerpo humano, el propio y el ajeno, hemos de sentir en nuestro corazón las palabras que el Señor dijo a Moisés: “Descálzate, porque el lugar en que estás es tierra sagrada” (Ex 3, 5).

            Nosotros los cristianos hemos de proclamar que el cuerpo merece el respeto debido a la persona humana, y que lo merece desde el instante mismo de su concepción; que nunca es un amasijo informe de células, que nunca es lícito destruirlo, ni siquiera para curar a otro cuerpo, pues no es lícito matar para curar; que no es un instrumento para el placer, para la seducción o la obtención de sensaciones, sino para la comunión y el amor entre las personas; que no recibe su dignidad de la salud que tiene, ni de la armonía estética que posee, sino de la presencia personal que lo habita. Que todo cuerpo humano, tenga o no tenga deficiencias, tenga más o menos salud, tenga más o menos belleza -entendida ésta en los términos convencionales de la moda- es siempre el lugar de la presencia personal de un ser humano, aunque ese ser humano no pueda hablar, y que está llamado a resucitar y a ser transfigurado por el poder del Espíritu Santo, para sentarse con a Cristo a la derecha del Padre. Y que por eso es sagrado y nunca es el cuerpo “de un vegetal”, sino siempre el de un hijo de Dios.

            La actitud cristiana frente al cuerpo humano se resume en dos palabras: caridad y castidad. La caridad nos manda tomar en serio las necesidades corporales y en consecuencia visitar y cuidar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al peregrino, vestir al desnudo, redimir al cautivo y enterrar a los muertos. Son las siete obras de misericordia corporales. La castidad nos exige tratar al cuerpo propio y al cuerpo de los demás como lo que son en realidad: el lugar de la presencia personal del hombre; no un lugar donde se conjugan unas energías ciegas que arrastran al hombre, sino el lugar donde se expresa un rostro, un ser personal, que pertenece por completo a Dios, que, por el bautismo, lo ha convertido en templo suyo: “¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios?” (1Co 6,19). La castidad es, ante todo, la glorificación de Dios en nuestro cuerpo, la proclamación de que nuestro cuerpo, como el resto de nuestro ser, pertenece al Señor y que, en consecuencia, “el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo” (1Co 6, 13).