Jueves de la III Semana de Pascua

30 de abril de 2020
(Ciclo A - Año par)







Lo esencial del cristianismo (He 8, 26-40)

Lo esencial del cristianismo es Cristo, es su entrega sacrificial por nosotros -por la salvación del mundo- en la cruz, su resurrección, su ascensión al cielo y la efusión del Espíritu Santo. Y que si uno cree todo esto en su corazón y lo confiesa con sus labios, recibe la salvación de Dios (cf. Rm 10, 9). Todo esto se puede explicar en muy poco tiempo, en un trecho del camino, mientras se está viajando, sobre todo si el viajero está leyendo los poemas del servidor sufriente de Isaías. Así lo hizo Felipe con el eunuco, ministro de Candaces, reina de Etiopía. Y el eunuco creyó y fue bautizado al instante. Ya habría después tiempo para la catequesis, para profundizar en el significado del kerigma. Lo esencial del cristianismo es la fe en Cristo, la relación personal, única e insustituible, de cada uno con Él, adhiriendo a lo que Él ha hecho por nosotros y entregándole el propio corazón.

“Mi carne por la vida del mundo” (Jn 6, 44-51)

Todo el que es de Dios, todo el que escucha a Dios y aprende, acaba llegando a Cristo, porque Cristo es la Palabra que Dios ha dado al mundo, el don de Dios para la salvación de los hombres. El cristianismo es esencialmente “carnal”, de la carne de Cristo, que es el pan que Dios nos ha dado para tener vida eterna. Esta “carnalidad” del cristianismo hace imprescindible el encuentro real con el Señor, tan real como para poder decir “lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida” (1Jn 1, 1). Y para que ese encuentro real con Él sea posible, el Señor nos ha dejado los sacramentos, que son los lugares donde Él nos encuentra, nos toca, nos sana, nos perdona, nos comunica su vida. No hay cristianismo virtual, no se pueden recibir los sacramentos por teléfono o por internet. Hay que tocar y comer la carne del Señor.

Emergencia sanitaria: El papel salvífico del sufrimiento

“Sufrir –escribía san Juan Pablo II desde su cama en el hospital después del atentado- significa hacerse particularmente receptivos, especialmente abiertos a la acción de las fuerzas salvíficas de Dios ofrecidas a la humanidad en Cristo”. En efecto, la cruz de Cristo ha cambiado el sentido del dolor y del sufrimiento humano, tanto físico como moral. Ya no es un castigo, una maldición. Ha sido redimido en raíz desde que el Hijo de Dios lo ha tomado sobre sí. ¿Cuál es la prueba más segura de que la bebida que alguien te ofrece no está envenenada? Es si él bebe delante de ti de la misma copa. Así lo ha hecho Dios: en la cruz ha bebido, delante del mundo, el cáliz del dolor hasta las heces. Así ha mostrado que éste no está envenenado, sino que hay una perla en el fondo de él, nos ha recordado el P. Cantalamessa este Viernes Santo. Esa perla es el Amor.

Comenzar de nuevo

Una cosa son los tropiezos y las caídas en el camino de la virtud y en la carrera de la justicia, conforme a la palabra de los Padres: “En el camino de la virtud existen caídas, alteraciones, violencias etc.”, y otra cosa es, por el contrario, la muerte del alma, la completa destrucción y la desolación total.

Esta es la forma en que se conoce (que se está en el primer caso): cuando uno, aunque caiga, no olvida el amor del Padre; cuando, aunque esté cargado de culpas de todo tipo, su diligencia hacia la obra bella no queda interrumpida; cuando uno no es negligente en afrontar de nuevo la batalla contra las mismas cosas por las cuales ha sido derrotado; cuando no se cansa de comenzar de nuevo, cada día, a construir desde los cimientos la ruina de su edificio, teniendo en su boca las palabras del profeta: “¡Hasta la hora en que (yo) salga de este mundo, no te alegres de mí, enemigo mío! Porque he caído, pero de nuevo me levanto; estoy sentado entre las tinieblas, pero el Señor me ilumina” (cf. Miq 7, 8).

De esa manera no cesará de combatir hasta la muerte; no se dará por vencido mientras haya respiración en sus narices; y aunque su nave naufragase cada día y los resultados obtenidos de su comercio (acabasen) en el abismo, no cesará de tomar prestado y de cargar (otras) naves y de navegar con esperanza. Hasta que el Señor, viendo su diligencia, tenga piedad de su ruina, dirija hacia él sus misericordias y le conceda impulsos poderosos para soportar y afrontar los dardos incendiarios del mal.

San Isaac el Sirio – Siglo VII

Miércoles, Santa Catalina de Siena

29 de abril de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • La sangre de Jesús nos limpia de todo pecado (1 Jn 1, 5 - 2, 2)
  • Bendice, alma mía, al Señor (Sal 102)
  • Has escondido estas cosas a los sabios, y las has revelado a los pequeños (Mt 11, 25-30)
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Luz, comunión, sangre, verdad (1Jn 1, 5- 2, 2)

“Dios es luz y en él no hay tiniebla alguna”. Y no hay nada más bello que vivir en la luz. El nombre de la luz es comunión: si caminamos en la luz “estamos en comunión unos con otros”. La comunión solo tiene un enemigo, el pecado, que nos repliega sobre nosotros mismos y nos hace opacos, refractarios a la comunión. Pero la sangre de Jesucristo, el Hijo de Dios, “nos limpia de todo pecado”, porque esa sangre ha sido derramada como “propiciación de nuestros pecados” y los del mundo entero. Solo es necesaria una condición: reconocer que hemos pecado –“si decimos que no hemos pecado nos engañamos y la verdad no está en nosotros”- y confesar nuestros pecados ante Él.

Venid a mí (Mt 11, 25-30)

No es raro que la vida produzca en nosotros, de cuando en cuando, un cierto cansancio y, a veces también, un cierto agobio. Con mayor motivo si sufrimos una pandemia y tenemos que vivir confinados. El Señor nos propone como solución ir a Él y tomar su yugo –es decir, su Cruz- sobre nosotros, lo cual sorprende porque un yugo es una carga más que hay que llevar. Pero en esa carga, en su yugo, está Él, y su presencia se traduce en alivio y descanso para nosotros. Como le ocurrió a Simón de Cirene, que fue puesto a la fuerza bajo el yugo de Cristo y después no quería apartarse de él. Porque la compañía de Cristo, hecha de mansedumbre y humildad, alivia de toda carga.

Emergencia sanitaria: El momento de nuestra muerte

La muerte es un misterio de libertad, por parte de Dios, que viene hacia nosotros, y también por parte nuestra, que acogemos a Dios. La muerte es una cita entre dos personas libres. Cuando hemos entendido que el momento de nuestra muerte es una cita, incluso diría una cita amorosa entre Dios y nosotros, nos abrimos al verdadero misterio de la muerte. Es una decisión libre por parte de Dios, aunque obre por causas segundas y, desde la visión humana, sea un cúmulo de circunstancias el que nos lleve, mediante la enfermedad o el accidente, al final de la vida corporal. En realidad Dios gobierna esas causas segundas sin falsearlas. El designio de amor que Él tiene sobre cada uno de nosotros pasa por esas causas segundas; pero el momento de nuestra muerte sigue siendo un misterio de libre decisión divina y de libre respuesta humana. Para una mirada creyente, este carácter imprevisible de la muerte procede del hecho de que ésta es un misterio de libertad y de amor de Dios hacia nosotros. Y es Él quien establece la hora del encuentro definitivo. Como decía San Juan de la Cruz: “Acaba ya si quieres; rompe la tela de este dulce encuentro”.

Martes de la III Semana de Pascua

28 de abril de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Señor Jesús, recibe mi espíritu (Hch 7, 51 - 8, 1a)
  • A tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu (Sal 30)
  • No fue Moisés, sino que es mi Padre el que da el verdadero pan del cielo (Jn 6, 30-35)
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El Cristiano es otro Cristo (He 7, 51-8, 1a)

El hombre se hace cristiano por el bautismo y la confirmación, con la recepción del Espíritu Santo que comportan. Y el Espíritu Santo nos cristifica, es decir, nos da la forma de Cristo haciéndonos semejantes a Él. Es lo que vemos en Esteban, el primero de los mártires, que murió entregando su espíritu al Señor Jesús -como lo entregó Cristo al Padre en su propia muerte- y perdonando a sus enemigos, como también lo hizo el Señor desde la Cruz. La confianza en Dios tan grande como para entregarle nuestro “espíritu”, es decir, nuestro ser personal, y el perdón a los enemigos son dos rasgos esenciales del ser cristiano. Porque el cristiano es otro Cristo. 

El pan que baja del cielo (Jn 6, 30-35) 

El pan es como el símbolo de todo alimento, él que es “fruto de la tierra y del trabajo del hombre” y que sostiene nuestra vida terrena. Pero el hombre no es un animal más cuya existencia se agota en su decurso temporal. Por eso el Señor dijo: “no sólo de pan vive el hombre” (Mt 4, 4). No, el hombre, para vivir como hombre, para ser de verdad humano, necesita alimentarse de otras realidades: de palabras, de relaciones humanas, de imágenes, de arte, de poesía y, por encima de todo, de la relación con la Transcendencia, con el Misterio, de la relación con Dios. Para alimentar esta última, Dios, en su misericordia, nos ha dado un pan que no es de esta tierra sino que baja del cielo. Ese pan es Cristo. Y acogiéndolo y alimentándose de él, el hombre puede llegar mucho más allá de lo que su naturaleza insinúa: puede llegar a ser hijo de Dios. 

Emergencia sanitaria: Despertar del sueño del progreso 

El desarrollo de las ciencias experimentales ha creado en nosotros el convencimiento, ingenuo y orgulloso a la vez, de que no hay problema ni situación humana que pueda vencernos, de que la ciencia resolverá todos los enigmas, e incluso algunos han llegado a creer que nos librará hasta de la muerte. Pero la pandemia del coronavirus nos ha despertado bruscamente de este sueño. Ha bastado, como dijo el padre Raniero Cantalamessa el Viernes Santo ante el Papa, el más pequeño y deforme elemento de la naturaleza, un virus, para recordarnos que somos mortales y que la potencia financiera, militar, científica y tecnológica, no bastan para salvarnos. “El hombre rico e inconsciente es como un animal que perece” (Sal 48, 21). Que la actual emergencia sanitaria nos cure del peligro mayor que siempre han corrido los individuos y la humanidad: el delirio de omnipotencia. “Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato” (Sal 89, 12). 

Lunes de la III Semana de Pascua

27 de abril de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • No lograban hacer frente a la sabiduría y al espíritu con que hablaba (Hch 6, 8-15)
  • Dichoso el que camina en la ley del Señor (Sal 118)
  • Trabajad no por el alimento que perece, sino por el que perdura para la vida eterna (Jn 6, 22-29)
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“Su rostro les pareció el de un ángel” (He 6, 8-15)

Cuando un hombre se encuentra con Cristo, el Crucificado-Resucitado, experimenta que el poder de Dios es infinitamente superior a todas las fuerzas del mal y que, en consecuencia, no hay nada, absolutamente nada, que pueda impedir que Cristo resucitado lleve a su pleno cumplimiento nuestro pobre ser, haciéndolo partícipe de su propia vida divina. Ese era el caso de Esteban que, agradecido, no dejaba de contemplar en su corazón el rostro bendito del Señor. “Contempladlo y quedaréis radiantes” (Sal 33, 6). Por eso su vida se iba transfigurando en la luz del Resucitado. “Su rostro les pareció el de un ángel” porque “todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu” (2Co 3, 18). 

“El alimento que perdura para la vida eterna”

“Me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros”. Con estas palabras el Señor quiere aclarar el significado de su presencia en medio de nosotros. Él no ha venido a resolver los problemas humanos haciendo milagros que dispensen al hombre del esfuerzo por resolverlos él mismo. Los milagros son signos que nos deben remitir siempre, más allá de la materialidad del milagro acontecido, hacia el significado espiritual que con ese milagro Dios nos entrega. Por eso el Señor exhorta a trabajar “no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna”. Ese alimento es el propio Cristo y la obra de Dios es que creamos en él.

Emergencia sanitaria: El papel del azar en la vida del hombre

El hombre hace la experiencia del azar cuando en la trama de su vida surge algo no controlado ni ordenado: por ejemplo, un encuentro que nadie sabe cómo se impuso y que permanece extraño; una coincidencia de sucesos externos cuya causa no podemos ni tan siquiera sospechar, etc. Y no es raro que esos acontecimientos resulten, a la postre, determinantes para el desarrollo ulterior de la vida. Dos personas hacen un viaje juntas y al regresar una ha contraído una enfermedad y la otra no: han estado en los mismos sitios, han vivido los mismos encuentros, han compartido la misma habitación, pero una se ha contagiado y la otra no. El azar nos recuerda que somos muy limitados y que no podemos controlarlo todo, que hay cosas que escaparán siempre a nuestra comprensión racional. Es bueno aceptar nuestros límites. El cristiano lo hace con serenidad y confianza porque esos límites, como la vida entera, están en las manos de Dios: “En tus manos están mis azares” (Sal 30, 16).

III Domingo de Pascua

26 de abril de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • No era posible que la muerte lo retuviera bajo su dominio (Hch 2, 14. 22-33)
  • Señor, me enseñarás el sendero de la vida (Sal 15)
  • Fuisteis liberados con una sangre preciosa, como la de un cordero sin mancha, Cristo (1 Pe 1, 17-21)
  • Lo reconocieron al partir el pan (Lc 24, 13-35)
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Cleofás y su compañero, queridos hermanos, al irse a Emaús, se están saliendo del camino de Cristo, del camino que Jesús había iniciado con ellos. Están abandonando ese camino porque se sienten defraudados por Cristo, porque ellos esperaban que “él fuera el futuro liberador de Israel” y han constatado que la vida y la muerte de Jesús no han ido en esa dirección política, nacionalista, que ellos deseaban. El mesianismo humilde y sufriente de Cristo no les sirve para lo que ellos de verdad quieren: la liberación política de Israel. 

Se marchan también porque no creen el testimonio de las mujeres: seguramente tienen un prejuicio negativo hacia ellas y piensan que lo que dicen es fruto de su imaginación calenturienta. Al parecer ellos tienen sus ideas propias sobre quién está legitimado y quién no para dar testimonio de Dios; y según esas ideas las mujeres no son el vehículo adecuado. Aquí también el Señor desconcierta a los sabios de este mundo. También hoy en día muchos hombres abandonan el camino de Cristo, la Iglesia, en la que han sido educados por sus padres. Tal vez les da la impresión de que Cristo no les sirve para realizar sus proyectos (lo cual es verdad si esos proyectos son los suyos). Seguramente también les parece que el testimonio de la Iglesia, que es mujer, no es válido, no cumple las condiciones que ellos exigen para poder acoger un testimonio. No es, en efecto, ni política, ni cultural, ni socialmente correcto. Y se van.


Sábado, San Marcos

25 de abril de 2020
(Ciclo A - Año par)







Descargar en Dios todo nuestro agobio (1Pe 5, 5b-14)

Estas palabras, escritas por san Pedro en el siglo I, se aplican perfectamente a nuestra situación actual: nos invitan a descargar en Dios todo nuestro agobio “porque Él cuida de vosotros”, recordándonos al mismo tiempo que nuestros hermanos en el mundo entero están “pasando por los mismos sufrimientos”. Pedro además está seguro de que “después de sufrir un poco, él mismo os restablecerá, os afianzará, os robustecerá y os consolidará”. Le pedimos al Señor que, aunque no nos lo merezcamos, haga realidad en nosotros estas palabras y que, como también dice Pedro, nos podamos volver a saludar “con el beso del amor”.

Proclamad el Evangelio (Mc 16, 15-20)

El Evangelio, la Buena Noticia, no es un libro, no es un código de conducta, no es una filosofía: es un acontecimiento: el hecho de que uno –el Señor Jesús- ha vuelto del cementerio, ha salido de la tumba, y está radiante de una vida nueva, tan nueva que, a quienes se unen a Él por la fe y el bautismo, los hace capaces de echar demonios en su nombre, de hablar lenguas nuevas, de coger serpientes en sus manos, de que no les dañe un veneno mortal y de curar enfermos imponiéndoles las manos. Porque esa vida nueva es la vida misma de Dios, de la que Cristo resucitado nos hace partícipes. El Evangelio es Él, vencedor del pecado y de la muerte, pletórico de la vida misma de Dios. Y proclamar el Evangelio es anunciar este hecho.

Emergencia sanitaria: Jueves Santo sin fieles

“Por los que estamos aquí reunidos: para que el Señor…” Al pronunciar estas palabras en la oración de los fieles del jueves santo, el párroco se sobrecogió, porque estaba él solo el templo. Se vio a sí mismo como una cabeza que no tiene cuerpo, como un pastor que no tiene rebaño, como el maestro que no tiene alumnos, como el que preside una asamblea que no existe. Y entonces comprendió con mayor hondura que los hermanos en la fe, a los que él tiene que presidir y apacentar en la caridad, no son un patrimonio al que se tiene derecho, sino un don, un regalo, una gracia, que Dios concede cuando quiere y como quiere, y que él no es digno de ellos. Y el sobrecogimiento se hizo humildad y agradecimiento.

Viernes de la II Semana de Pascua

24 de abril de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Salieron contentos de haber merecido aquel ultraje por el Nombre (Hch 5, 34-42)
  • Una cosa pido al Señor: habitar en su casa (Sal 26)
  • Repartió a los que estaban sentados todo lo que quisieron (Jn 6, 1-15)
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Cosa de hombres o cosa de Dios (He 5, 34-42)

Todo lo que es obra del hombre está marcado por la fragilidad y la inconsistencia: “He observado cuanto sucede bajo el sol y he visto que todo es vanidad y atrapar vientos” (Qo 1, 14). En cambio lo que es obra de Dios lleva el sello de la consistencia y de la eternidad del mismo Dios. El razonamiento de Gamaliel es correcto. Por eso la verdadera cuestión está en saber si las obras que emprendemos –a veces con gran entusiasmo y esfuerzo- son “cosa de hombres”, en cuyo caso llevan impresa la fecha de caducidad antes mismo de aparecer, o son “cosa de Dios”, en cuyo caso el sello de la eternidad y de la vida las acompaña.

La desproporción no es problema (Jn 6, 1-15)

Cinco panes de cebada y dos peces son manifiestamente insuficientes para dar de comer a más de cinco mil personas: la desproporción es flagrante. Pero la desproporción no es problema cuando entregamos a Cristo lo poco que tenemos: entonces Él da gracias al Padre y convierte esa miseria en una riqueza sobreabundante. Nuestro verdadero problema no es nuestra pobreza, nuestra incapacidad o nuestra torpeza, sino el que queremos gestionar todo eso nosotros mismos, en vez de ponerlo en las manos de Cristo. Quien dice con toda sencillez “soy tuyo, Señor” y le entrega a Él su propia incapacidad y torpeza, se convierte inmediatamente en vehículo de su gracia. Porque Dios estima más el don de nuestras deficiencias que el de nuestras capacidades.

Emergencia sanitaria: Dios nos habla

Que a través de los acontecimientos de la vida Dios va educando a su pueblo, es una de las verdades que aprendemos en la Sagrada Escritura. Por lo tanto, ante los acontecimientos de la historia, el creyente lo primero que se pregunta no es quién ha provocado esto –cuestión que, al final, resulta irrelevante- sino qué me estás diciendo, pidiendo, enseñando, Señor, a través de todo esto: ¿a qué me estás llamando? Saber que Dios nos habla a través de los acontecimientos de la vida, es algo fundamental para el creyente, que tiene que intentar, con humildad y confianza, descubrir lo que Dios le está sugiriendo a través de ellos y ajustar su propia vida a lo que el Señor quiere. Para no caer en el terrible reproche: “no se convirtieron” (Ap 9, 20).

Jueves de la II Semana de Pascua

23 de abril de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo (Hch 5, 27-33)
  • El afligido invocó al Señor, y él lo escuchó (Sal 33)
  • El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en su mano (Jn 3, 31-36)
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La puerta de la salvación (He 5, 27-33)

Pedro y los apóstoles proclaman que Jesús es el Mesías esperado, que en Él y por Él, Dios ofrece su salvación al pueblo de Israel. Pero para recibir esa salvación hay que convertirse, es decir, hay que reconocer que uno había tomado un camino equivocado y abandonarlo. Entonces se recibe el perdón de los pecados. Pero el Sanedrín no parece dispuesto a reconocer que se ha equivocado y que ha obrado mal, aunque sea por ignorancia. Y por eso se llenan de rabia y tratan de matar a los apóstoles. ¡Qué lástima! La humildad de reconocer los propios errores y pecados es la puerta imprescindible para obtener la salvación.

Dilatar el corazón (Jn 3, 31-36)

Una cosa es la tierra y otra el cielo. El cielo es Dios, es el ser y existir mismo de Dios, y los que estamos en la tierra no tenemos ninguna experiencia del cielo. Pero Cristo ha venido del cielo y, por ello mismo, “está por encima de todos”: él conoce de primera mano lo que nosotros ignoramos, el ser y el existir propios de Dios. De ello da testimonio y sus palabras –que son palabras de Dios- poseen una sobreabundancia que nos desconcierta, la sobreabundancia propia del Espíritu Santo que Cristo “no da con medida” sino con una abundante liberalidad. “Y nadie acepta su testimonio”: muchos hombres no son capaces de dilatar su estrecho corazón para acoger la grandeza del don divino. “Correré por el camino de tus mandatos, cuando me ensanches el corazón” (Sal 118, 32).

Emergencia sanitaria: Nos vamos a morir

Espero que la emergencia sanitaria en la que estamos inmersos no nos haga olvidar que, con o sin virus, nos vamos a morir. “Acuérdate de que tienes que morir” ha sido siempre una de las máximas de la sabiduría humana de todos los tiempos, por lo menos de los tiempos en los que ha habido algo de sabiduría. También de la sabiduría divina: “Señor, dame a conocer mi fin y cuál es la medida de mis años, para que comprenda lo caduco que soy” (Sal 38, 5). No somos inmortales y nuestra vida terrena tiene un plazo establecido, una medida, que no habrá ciencia alguna que nos haga rebasar. Aceptarlo y asumirlo con paz nos hace moderados y sabios: “Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato” (Sal 89, 12).

Antes de que sea tarde


Miércoles de la II Semana de Pascua

22 de abril de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Mirad, los hombres que metisteis en la cárcel están en el templo, enseñando al pueblo (Hch 5, 17-26)
  • El afligido invocó al Señor, y él lo escuchó (Sal 33)
  • Dios envió a su Hijo para que el mundo se salve por él (Jn 3, 16-21)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

Encarcelar la salvación de Dios (He 5, 17-26)

La prisión, la cárcel, es una de las realidades propias de este mundo. Pero “del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes” (Sal 23, 1), y por tanto no hay realidad de este mundo que escape al poder de Dios. Y como “la noche no interrumpe tu historia con el hombre, la noche es tiempo de salvación”, tal como dice un himno litúrgico, el Señor aprovechó la noche para liberar a los apóstoles, ante el estupor de los sumos sacerdotes, que sabían que la prisión “estaba cerrada con toda seguridad”. El Señor Jesús, que no quiso rogar al Padre para recibir la ayuda de “más de doce legiones de ángeles” (Mt 26, 53) para que le liberaran a él de su pasión, envió un ángel para librar a los apóstoles. Porque lo que estaba en juego a través de ellos no era una obra humana diseñada por ellos, sino la salvación de Dios. Y nadie se burla de Dios (Ga 6, 7).

El criterio del juicio (Jn 3, 16-21)

Lo esencial y definitivo, de cara a la eternidad, de cara a la salvación de Dios, es la actitud que cada hombre tome en relación a Cristo: creer o no creer en él. Porque el criterio divino para juzgar la idoneidad de cada uno de nosotros en relación al reino de los cielos, es el rostro de Jesús de Nazaret, que fue presentado ante el pueblo de Israel por un pagano –Poncio Pilatos- diciendo: “Aquí tenéis al hombre” (Jn 19, 5). La semejanza o desemejanza, la consonancia o la disonancia, con ese rostro coronado de espinas, pero que no deja de ser el rostro bendito del Señor, será el criterio definitivo para saber si nuestras obras –incluso las que han sido buenas- han estado hechas según Dios. Porque Jesús es la luz de Dios venida a este mundo. 

Emergencia sanitaria: La salud ¿es de verdad lo primero?

La salud es un valor muy importante en la vida terrena del hombre, pero no es el valor último de la vida, como tampoco lo es la propia vida. El valor máximo es Dios y lo que Dios, en Cristo, nos ha regalado: una vida nueva, una vida que no tiene fin, que salva, que satisface plenamente y sobrepasa todo deseo y esperanza y que el propio Cristo nos ha traído: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10). La gloria de Dios es el hombre vivo, pero el hombre está verdaderamente vivo cuando vive en comunión con Dios (San Ireneo). “Tu amor vale más que la vida” (Sal 62, 4), y por eso ha habido santos que se han dejado su salud, e incluso su propia vida, para testimoniar este amor. ¿Los habrá también ahora en esta emergencia sanitaria, o todos pondremos la salud por encima de todo?

Únicamente Dios es lo último del hombre


“Únicamente Dios es lo último del hombre”, decíamos en el retiro anterior. Cuando el hombre traspasa el umbral de la muerte no se encuentra, como la imaginación a veces sugiere, en una nueva realidad donde hay tres estancias, tres lugares, el infierno, el purgatorio o el cielo, sino que se encuentra con Dios. Y la realidad de Dios es para él, lo que él, con su libertad, ha querido que sea. Si el hombre con el ejercicio de su libertad ha convertido a Dios para sí mismo en una pesadilla insufrible, Dios será para él esa pesadilla insufrible (infierno). Si con el ejercicio de su libertad el hombre ha hecho de Dios el objeto de su esperanza, Dios será para él la realización de esa esperanza (purgatorio y cielo). 

Tras el juicio de Dios el hombre queda abocado a tres posibilidades: su eterna condenación (infierno), o su entrada definitiva en la gloria de Dios (cielo) o la terminación de su necesaria purificación para poder entrar en el cielo (purgatorio). Benedicto XVI ha recordado estas tres posibilidades en su encíclica sobre la esperanza. 

“La opción de vida del hombre se hace definitiva con la muerte; esta vida suya está ante el Juez. Su opción, que se ha fraguado en el transcurso de toda la vida, puede tener distintas formas. Puede haber personas que han destruido en sí mismas el deseo de la verdad y la disponibilidad para el amor. Personas en las que todo se ha convertido en mentira; personas que han vivido para el odio y que han pisoteado en ellas mismas el amor. Esta es una perspectiva terrible, pero en algunos casos de nuestra propia historia podemos distinguir con horror figuras de este tipo. En semejantes individuos no habría ya nada remediable y la destrucción del bien sería irrevocable: esto es lo que se indica con la palabra infierno.” (Cf. Catecismo 1033-1037) (nº 45). El Catecismo precisa que para ir al infierno hace falta “morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios” (CEC 1033).

“Por otro lado puede haber personas purísimas, que se han dejado impregnar completamente de Dios y, por consiguiente, están totalmente abiertas al prójimo; personas cuya comunión con Dios orienta ya desde ahora todo su ser y cuyo caminar hacia Dios le lleva solo a culminar lo que ya son” (Cf. Catecismo 1023-1029) (nº 45)

“No obstante, según nuestra experiencia, ni lo uno ni lo otro son el caso normal de la existencia humana. En gran parte de los hombres -eso podemos suponer- queda en lo más profundo de su ser una última apertura interior a la verdad, al amor, a Dios. Pero en las opciones concretas de la vida, esta apertura se ha empañado con nuevos compromisos con el mal; hay mucha suciedad que cubre la pureza, de la que, sin embargo, queda la sed y que, a pesar de todo, rebrota una vez más desde el fondo de la inmundicia y está presente en el alma. ¿Qué sucede con estas personas cuando comparecen ante el Juez? ¿Toda la suciedad que ha acumulado en su vida, se hará de repente irrelevante? O, ¿qué otra cosa podría ocurrir?” (nº 46). Su purificación definitiva.

Martes de la II Semana de Pascua

21 de abril de 2020
(Ciclo A - Año par)







Expropiados y entregados (He 4, 32-37)

Al contemplar el retrato de la primera comunidad cristiana de Jerusalén debemos tener muy claro que no estamos ante una cooperativa o una comuna, sino ante un grupo de hombres y de mujeres que han sido expropiados por el amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, al que ellos, libre y voluntariamente, se han entregado. No llaman a nada propio suyo porque se lo han dado todo a Cristo, y todo lo suyo –“todo mi haber y mi poseer” (San Ignacio de Loyola)- ya es de Otro, ya es de Dios. Y toda su energía está dedicada a testimoniar la resurrección del Señor Jesús “con mucho valor”. En Cristo Jesús el amor de Dios se ha mostrado más fuerte que todas las fuerzas del mal. Y ellos están completamente entregados a este acontecimiento. Y nosotros también.

Como el viento (Jn 3, 7b-15)

Las cosas terrenas son todas bastante previsibles, precisamente porque son terrenas, es decir, porque se ajustan a unos patrones, a unas formas, a unos criterios, que todos conocemos y que son los que caracterizan el acontecer de este mundo. En cambio las cosas celestiales nos desconciertan porque no son previsibles ya que ninguno de nosotros ha estado en el cielo; solo el que “bajó del cielo” –es decir, Cristo- las conoce. Y el sello de todas las cosas celestiales es la libertad, que solo alcanza su plenitud precisamente en el cielo. Y la libertad, cristianamente hablando, nos remite al Espíritu Santo porque libre es “todo el que ha nacido del Espíritu”. “Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” (2Co 3, 17).

Emergencia sanitaria: Un abrazo y no una asepsia

Decía el fundador del monasterio ecuménico de Taizé, en Francia, que el gesto más profundamente cristiano era el abrazo: esa especie de entrar el uno en el otro –sin que el uno absorba al otro- y constituir una unidad nueva. El abrazo es un signo de la comunión que el Espíritu Santo crea entre nosotros haciéndonos miembros de un mismo cuerpo, el cuerpo de Cristo, sin diluirnos en él. Es como un símbolo del cristianismo, de la vida nueva que Cristo nos ha traído. En estos días en que parece que el otro es antes que nada una posible ocasión de contagio, y los hombres nos evitamos y nos distanciamos, no olvidemos, por favor, que lo de ahora es una anomalía, que estamos hechos para el abrazo.

Lunes de la II Semana de Pascua

20 de abril de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Al terminar la oración, los llenó a todos el Espíritu Santo, y predicaban con valentía la palabra de Dios (Hch 4, 23-31)
  • Dichosos los que se refugian en ti, Señor (Sal 2)
  • El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios (Jn 3, 1-8)
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Con toda valentía (He 4, 23-31)

Ante las amenazas de los sumos sacerdotes y de los ancianos, Pedro y Juan, junto con la comunidad cristiana de Jerusalén, oran suplicando al Señor que les conceda predicar su palabra con toda valentía, es decir, desde el convencimiento de que esa palabra expresa los proyectos del corazón de Dios, que son para siempre, que duran “de edad en edad” (Sal 32, 11), y que es portadora de la fuerza de Dios para salvar el mundo. Por eso le piden que la avale con “curaciones, signos y prodigios”. Y el Señor responde a su plegaria haciendo temblar el lugar donde estaban reunidos –Dios es “el Gran Rey de toda la tierra” (Sal 46, 3)- y llenándolos a todos del Espíritu Santo. Entonces predican con toda valentía. Veni Sancte Spiritus.


Nacer de nuevo (Jn 3, 1-8)


La novedad que Cristo nos ha traído –el reino de Dios- es tan diferente y distante de todo cuanto vivimos en este mundo, que nuestros órganos de conocimiento no la pueden ver, como afirma san Pablo: “lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, los que Dios preparó para los que le aman” (1Co 2, 9). Por eso para verla hace falta “nacer de nuevo”, es decir, ser introducidos en una nueva dimensión, en una realidad distinta de nuestra vida biológica, porque “lo que nace de la carne es carne”. Ese nuevo nacimiento es “de agua y de Espíritu”, es el bautismo, por el que empezamos a participar de la vida misma de Dios, se despiertan en nosotros los sentidos espirituales –una nueva visión, un nuevo olfato, un nuevo gusto etc.- y accedemos a una nueva libertad en la que somos conducidos por el Espíritu Santo.


Emergencia sanitaria: La visitación de la Virgen María a su prima Isabel


Al rezar el segundo misterio gozoso del santo rosario, caigo en la cuenta de que ahora no podemos hacernos visitas, de que una cosa tan profundamente humana como es visitar a otro o recibir la visita de otro, ahora nos está vedada. Y comprendo que toda visita es una gracia, es un regalo, es un don, y que tenemos que aprender a vivirla como tal. “Visitar a los enfermos” es una de las obras de misericordia corporales, que ahora resulta complicado realizar. Y le pido al Señor que, comprendiendo todo esto, cuando esta situación pase, no trivialicemos nuestras visitas -ni las que hacemos ni las que recibimos- y que el Espíritu Santo esté siempre presente en ellas, como estuvo en la de María e Isabel. De ese modo sabremos intuir el misterio de quien nos visita, como hizo Isabel, y proclamar la grandeza del Señor, como hizo María.

II Domingo de Pascua

19 de abril de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Los creyentes vivían todos unidos y tenían todo en común (Hch 2, 42-47)
  • Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia (Sal 117)
  • Mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha regenerado para una esperanza viva (1 Pe 1, 3-9)
  • A los ocho días llegó Jesús (Jn 20, 19-31)
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En el momento histórico que refleja el evangelio de hoy, los discípulos son, queridos hermanos, una ínfima minoría social. Y lo primero que el Señor les enseña es que Él está en medio de ellos, que en su insignificancia, en su aislamiento social provocado por el miedo (puertas cerradas), Él está con ellos y que les hace partícipes de su misma misión (“como el Padre me ha enviado así os envío yo”), de su misma vida, de su propio aliento (por eso sopla sobre ellos) y de su propio poder para perdonar pecados. Con todo esto el Señor les está diciendo a ellos –y nos lo dice ahora a nosotros: sois mi prolongación, mi presencia en medio de los hombres, a lo largo de la historia humana hasta que yo vuelva. 

Por tres veces en este evangelio el Señor repite: “¡Paz a vosotros!”. El don de la paz es el don por excelencia del Resucitado, es el don que refleja y expresa la vida nueva que Él nos ha alcanzado con su muerte y resurrección y que nos da en el bautismo y en la Eucaristía. Pero este don está unido a las llagas: “Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado”. La paz que Cristo resucitado nos da no es el producto de ninguna técnica psicológica, sino que nace de un abismo de dolor que ha sido sumergido en un abismo más grande de amor, en el que todo ha sido perdonado. Quien no ha sido ofendido y ha perdonado de corazón, no puede acceder al don de la paz que Cristo resucitado nos da. La paz de Cristo resucitado es el distintivo propio de un ser que ha renunciado por completo al ego, de un hombre que posee un yo desindividualizado, es decir, que ya no reivindica nada para sí, para su propia particularidad, sino que vive totalmente volcado en la comunión, de tal manera que su vida es sólo “lugar de comunión”, “espacio de reconciliación”. 

Sábado de la Octava de Pascua

18 de abril de 2020
(Ciclo A - Año par)







“Lo que hemos visto y oído” (He 4, 13-21)

La curación del tullido de la puerta Hermosa del Templo de Jerusalén, con el posterior discurso de Pedro, provocó la adhesión a la fe de unos cinco mil hombres (He 4, 4). Eso hizo que el Sanedrín se inquietara y recurriera a las amenazas para prohibir severamente a los apóstoles “predicar y enseñar en el nombre de Jesús”. Pedro y Juan respondieron diciendo que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres y que ellos no podían dejar de contar “lo que hemos visto y oído”. Y es que se trata ante todo de eso, de unos hechos, de un acontecimiento llamado Jesús de Nazaret, en quien la fuerza de Dios ha irrumpido e irrumpe en la historia de los hombres generando una humanidad nueva. Ser cristiano es adherir a esos hechos, a ese acontecimiento, a esa Persona, antes que adherir a una doctrina. 

“Primero a María Magdalena” (Mc 16, 9-15)

Siete es el número que en la Biblia significa el infinito, una multitud incontable, una plenitud, un exceso. Y siete habían sido los demonios que Cristo había expulsado de María Magdalena. Así como el médico siente un cariño especial por el enfermo que estaba desahuciado y ha conseguido sanar, así el Señor siente una ternura especial por aquella mujer que estaba prisionera de los demonios –de muchos demonios- y que, por el encuentro con Él, había sido liberada. Y para confirmarle que su liberación no corre peligro, que no ha sido temporal ni pasajera sino definitiva, se le aparece a ella la primera, para que vea que su liberador ha vencido incluso al poder de la muerte. La miseria del hombre provoca la misericordia de Dios, y la superación de esa miseria es la alegría del Resucitado.

Uno de los mayores sacrificios

No es lo mismo un retrato –literario, pictórico, fotográfico, etc.- de un ser amado, que la presencia misma, real, del ser amado. El Señor Jesús nos ha dejado distintas formas de presencia suya en medio de nosotros: sus palabras, su presencia en el prójimo -sobre todo en cuanto pobre y necesitado-, su presencia en los sacramentos como gestos suyos hacia nosotros para nuestra salvación. Pero se ha quedado Él mismo en persona, en medio de nosotros, con su cuerpo y con su alma, con su humanidad y su divinidad, en su presencia eucarística, dando un sorprendente contenido a sus palabras: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). Yo estoy. Y ahí está, en el sagrario. En todos nuestros templos se podría poner un cartel que dijera lo que Marta le dijo a María: “El Maestro está ahí y te llama” (Jn 11, 28). No poder acceder con plena libertad a esta forma –la más completa- de su presencia es uno de los mayores sacrificios que nos impone esta situación.

Viernes de la Octava de Pascua

17 de abril de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • No hay salvación en ningún otro (Hch 4, 1-12)
  • La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular (Sal 117)
  • Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado (Jn 21, 1-14)
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El cristianismo no es un humanismo (He 4, 1-12)

Buda, Confucio, Lao Tse, los que escribieron los Veda y tantos y tantos otros han sido grandes hombres espirituales en la historia de la humanidad, hombres llenos de sabiduría espiritual, cuyas enseñanzas ayudan a desarrollar la propia humanidad, encaminándola hacia su plenitud humana, plenitud siempre tan lejana, que fácilmente el hombre la llama salvación. Pero cuando Pedro habla de salvación no está pensando en era plenitud, sino en algo distinto, en la resurrección de los muertos, cosas que ninguno de los grandes hombres citados ha concebido jamás. El cristianismo no es un humanismo, un camino de perfección de lo humano, sino la acogida de un don divino que viene de más allá del hombre y de cuanto el hombre pueda imaginar, como un regalo del cielo que se nos da en Cristo y solo en Él: “bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos”.

Simón Pedro estaba desnudo (Jn 21, 1-14)

Simón y sus compañeros habían salido a pescar porque pensaban que con la muerte de Cristo todo había terminado y que, en consecuencia, convenía volver a lo que sabían hacer antes de conocer a Jesús, a lo que siempre habían hecho antes de encontrarse con Él. Estaban actuando como si Cristo no hubiera resucitado. Y cuando el hombre vive como si Cristo no hubiera vencido a la muerte, el hombre queda desnudo de su dignidad más alta, que es la de llevar el sello de Dios, la de poseer la esperanza de la gloria (Col 1, 27), la de saberse hijo de Dios (Rm 8, 16) y coheredero de Cristo (Rm 8, 17) por pura gracia. Entonces lo único que puede hacer es gestionar, del mejor modo que pueda y sepa, su relación con el mundo y con los demás, en el caso de Pedro y de sus amigos, pescando. Pero cuando suena la buena noticia –“es el Señor”- entonces Pedro recupera su túnica, es decir, recupera su dignidad más alta, su esperanza y se echa al agua. Podemos echarnos al agua si sabemos que en la orilla nos espera el Señor.

Ellos nos llevan a nosotros

En estos días en que no podemos reunirnos en el templo para celebrar los sagrados misterios, en que no podemos hacer procesiones, ni organizar peregrinaciones, ni recibir los sacramentos con normalidad. En estos días en que es difícil encontrar un sacerdote para confesarse y acceder al templo es una aventura arriesgada, pienso en los cristianos perseguidos durante largos años, que han tenido y tienen que vivir su fe con unas restricciones como las que ahora padecemos nosotros y en unas condiciones mucho más duras que incluyen la cárcel o los trabajos forzados, cuando no la tortura y las vejaciones de todo tipo. Y me doy cuenta de que somos unos privilegiados, tal vez porque nuestra flojera espiritual es tan grande que no podríamos ser fieles en unas condiciones tan duras como las de ellos. Y pienso que son ellos quienes nos llevan a nosotros, prolongando el misterio de la pasión de Cristo: “Eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba” (Is 53, 4)

Jueves de la Octava de Pascua

16 de abril de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos (Hch 3, 11-26)
  • ¡Señor, Dios nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra! (Sal 8)
  • Así está escrito: el Mesías padecerá y resucitará de entre los muertos al tercer día (Lc 24, 35-48)
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“Por la fe en su nombre” (He 3, 11-26)

Pedro y Juan acaban de devolver la salud a un paralítico y su principal preocupación es que no crean los israelitas, testigos de este milagro, que ha sido “con nuestro propio poder o virtud” como lo ha curado. Porque el cristiano no es un iniciado que ha alcanzado unos determinados poderes para manejar las energías del cosmos en un determinado sentido. El cristiano es un pobre hombre que ha tenido la suerte –ha recibido la gracia- de encontrarse con Jesucristo, que es el Hijo de Dios hecho hombre, que es, por tanto, quien posee “el Nombre sobre todo nombre (Flp 2, 9). Ha sido por la invocación del nombre de Jesús, como el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob le ha “restituido completamente la salud a la vista de todos vosotros”. “No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria” (Sal 113B, 1).

La corporalidad recuperada (Lc 24, 35-48)

Los paganos cultos de la Antigüedad se burlaban de los cristianos diciendo de ellos que eran unos insensatos que creían que lo que “se come el sepulcro” –“sarcófago” significa, literalmente, “comedor de carne”- vuelve a la vida, que la carne resucita. El Señor, que conocía por adelantado los razonamientos de los intelectuales de la Antigüedad pagana, se adelantó y subrayó a los discípulos la realidad de su carne, de su corporalidad recuperada, la misma corporalidad con la que él subió a la cruz; y por eso “les mostró las manos y los pies”, con las heridas de los clavos, para que disipar cualquier duda. “Palpadme”: nunca la novedad de Dios ha sido expresada de una manera tan carnal, reclamando al sentido del tacto para verificar que lo imposible se ha hecho realidad: Cristo ha resucitado.

“Solo Dios basta”

Ahora que no podemos salir a pasear o a hacer deporte, que no podemos cenar con nuestros amigos, ni abrazar a los que amamos; ahora que no podemos coger el coche e irnos a dar una vuelta, ni podemos pensar en organizar un buen fin de semana o unas mini- vacaciones o un viaje. Ahora que nuestra vida, tan acostumbrada a poderse conceder pequeñas satisfacciones más allá de lo imprescindible, empieza a parecerse a la tarea de subsistir en una ciudadela –nuestra casa- rodeada por un enemigo invisible, ahora tenemos una ocasión maravillosa para hacer ver que, aunque se nos prive de casi todo lo que nos gusta y da color y sabor a nuestra vida, podemos permanecer tranquilos, con paz y alegría, con esperanza y buen humor, porque no nos han arrebatado lo más importante: Dios. Si permanecemos así ilustraremos la verdad que santa Teresa subrayó con tanta fuerza al escribir que “solo Dios basta”.

Miércoles de la Octava de Pascua

15 de abril de 2020
(Ciclo A - Año par)







La gran riqueza y la gran pobreza (He 3, 1-10)

La gran riqueza del cristiano es Cristo, su persona, su presencia, su acción, su Espíritu. Y quizá esto se percibe mucho mejor cuando el cristiano –la Iglesia- puede decir con toda verdad lo que dijo Pedro: “no tengo plata ni oro”. La pobreza del cristiano y de la Iglesia, su carencia de grandes recursos y medios, hacen que solo le quede el “cara a cara” con el otro hombre, para poder decirle en primera persona, en directo, mirándole a los ojos: “te doy lo que tengo, que es Jesucristo; si le das tu corazón a Él, podrás levantarte y caminar de manera nueva”. El cristianismo empezó así: sin templos, sin arte cristiano, sin colegios, sin universidades, sin bibliotecas, sin hospitales, sin comedores sociales. Pero con Cristo en el corazón y en los labios. Y un brillo especial en la mirada.

“Nosotros esperábamos” (Lc 24, 13-35)

Hay muchas maneras de hablar de lo que sucede. Hay una manera lúcida, realista, descarnada, que puede narrar los hechos con fidelidad pero dejando el corazón sin esperanza. “Nosotros esperábamos” le dicen los caminantes a Jesús; se entiende: “pero ahora ya no tenemos esperanza”. Sin embargo, lo que parece lucidez es, en realidad, superficialidad, mero atenerse a los hechos pero sin penetrar en su significado. Porque hay un plan de Dios, un diseño salvífico que llena de significado salvador unos acontecimientos trágicos. Es lo que Cristo resucitado les explica y, a medida que escuchan, su corazón empieza a arder: vuelve la esperanza. No están abandonados, Dios no ha olvidado sus promesas sino que las ha realizado de una manera desconcertante para ellos. El hablar de Cristo suscita la esperanza. Enséñanos, Señor, a hablar así. Porque hay esperanza para todos.

Veni Sancte Spiritus 

Es propio de la cabeza representar a todo el cuerpo, de tal manera que donde está la cabeza está también presente todo el cuerpo. Cuando el párroco celebra la Eucaristía él solo en el templo, en su persona se hace presente toda la parroquia, con todo el dolor de verse privada de la Eucaristía y con todo el deseo ardiente de ella. También, quizás, toda la indiferencia de quienes no la echan de menos, e incluso con toda la agresividad de quienes odian a la Iglesia. Y todo ello queda recogido en el pan y el vino que el sacerdote ofrece bendiciendo a Dios con el deseo, hecho plegaria, de que el Espíritu Santo que descenderá sobre ellos y los convertirá en el cuerpo y la sangre de Cristo, transfigure también nuestras vidas, afianzando en nosotros el hambre de Cristo, “pan bajado del cielo” (Jn 6, 58), cambiando la indiferencia en deseo y el odio en amor. Veni Sancte Spiritus. 

Contra la arrogancia


“Preserva a tu siervo de la arrogancia, para que no me domine: así quedaré libre e inocente del gran pecado” (Sal 18, 14)

Martes de la Octava de Pascua

14 de abril de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Convertíos y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesús (Hch 2, 36-41)
  • La misericordia del Señor llena la tierra (Sal 32)
  • He visto al Señor y ha dicho esto (Jn 20, 11-18)
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“Al oír esto se les traspasó el corazón” (He 2, 36-41)

Lo que hizo que se les traspasara el corazón fue comprender de momento la increíble ceguera en la que habían estado y actuado gritando “¡crucifícale!”, pidiendo a Pilatos la muerte de Jesús. La percepción de la disonancia tan profunda entre su actuar humano y la voluntad de Dios, hace que su corazón se quiebre y que, con toda humildad, pregunten a Pedro y a los demás apóstoles lo que tienen que hacer. Y entonces empieza para ellos una vida nueva, un nuevo inicio. Porque todo empieza con el corazón traspasado. Si el corazón no está traspasado por la conciencia de la tremenda inadecuación que hay entre mis pensamientos y los de Dios, entonces no hay conversión y no puede haber bautismo con el perdón de los pecados y el don de una vida nueva. Pero cuando el corazón se quiebra ante Dios, entonces todo es posible. “Un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias, Señor” (Sal 50, 19).

“Mujer, ¿por qué lloras?” (Jn 20, 11-18)

Tanto los ángeles como el mismo Señor preguntan a María Magdalena por el motivo de su llanto, que no es otro que la ausencia del cuerpo del amado de su corazón; porque todo lo que tenga que ver con Él, es precioso para María. Ella no puede resignarse a que desaparezca algo suyo –y menos todavía su cuerpo- como si fuera algo que no tiene importancia: “dime donde lo has puesto y yo lo recogeré”. Y entonces Él pronunció su nombre –“¡María!”- y ella comprendió enseguida que era Él, porque nadie jamás había pronunciado su nombre con tanta pureza, con ese desprendimiento total de quien no quiere nada de ella, salvo que ella sea. Que eso es el Amor.

Emergencia sanitaria: Veni Creator Spiritus

Se está abordando esta crisis sanitaria con una mirada puramente horizontal, con la preocupación por la salud y por la vida entendida de manera puramente biológica. Pero el hombre es más que un ser vivo, y la salud del hombre no es la de un primate más; requiere cosas que no están en el mercado: la Verdad, la Bondad, la Belleza, la relación con el Misterio, la Transcendencia. De lo contrario no hay hombre, sino un producto un poco más sofisticado de la evolución, el mono desnudo. Cuando Dios creó al hombre le dio algo de su “aliento” (Gn 2, 7). Ese aliento es el Espíritu Santo y sin Él no hay ser, no hay curación, no hay hombre. Veni Creator Spiritus.

Lunes de la Octava de Pascua

13 de abril de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • A este Jesús lo resucitó Dios, de lo cual todos nosotros, somos testigos (Hch 2, 14. 22-33)
  • Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti (Sal 15)
  • Comunicad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán (Mt 28, 8-15)
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Historia humana y acción divina (He 2, 14. 22-33)

San Pedro no endulza la realidad de lo sucedido sino que la proclama con toda su crudeza: “lo matasteis clavándolo a una cruz por manos de hombres inicuos”. Sin la verdad no se puede construir nada sólido. Solo que a la obra humana añade la acción divina: “Pero Dios lo resucitó, librándolo de los dolores de la muerte”. Y este es el gran bien que Cristo nos ha traído: unir la historia humana, llena de violencia y de injusticia, a la acción divina, toda ella llena de perdón y misericordia y portadora de una vida nueva por la efusión del Espíritu Santo. A la cruda verdad de la iniquidad de los hombres se añade la misericordia restauradora de Dios. Y de la unión de ambas surge una realidad nueva, por la acción del Espíritu Santo. “Esto es lo que estáis viendo y oyendo”.

El relato del poder y la alegría de la verdad (Mt 28, 8-15)

El poder, en este caso religioso y militar, no quiere reconocer lo que ha sucedido, el acontecimiento, la verdad y se dedica a construir un relato que desacredite a la realidad, que niegue la resurrección de Jesucristo. El relato es coherente y sirve para negar la novedad de la resurrección y para desacreditar a los discípulos, dejándolos como tramposos y mentirosos. Pero la verdad es que Cristo ha resucitado y que se le puede ver y tocar, que uno se puede postrar a sus pies y abrazarlos, y que eso llena el corazón de alegría y libera del temor. “Id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán”. En Galilea empezó todo y Cristo resucitado los convoca en Galilea para un nuevo y definitivo inicio. El que nace de la certeza de su resurrección.

Emergencia Sanitaria: El infectado es un hermano

Me contaba María, misionera en un país de África, que, cuando estalló la epidemia del SIDA, la reacción de la mayoría de la gente era apartarse de los enfermos, por miedo al contagio, abandonándolos a su suerte. Ella se acercaba a ellos y lo primero que hacía era darles un beso. Después hablaba, rezaba y ayudaba como podía. Pero lo primero era reconocer que ese enfermo es un hermano que debe ser amado. En África ese gesto era como una insensatez inmensa y una gran locura; pero a través de él se hacía presente un amor que no es de este mundo, que no viene del Ministerio de Sanidad, sino del cielo: el Amor de Cristo resucitado, el Amor que ha vencido a la muerte. (N. B.- Mi amiga María sigue evangelizando en África).

Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor

12 de abril de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Hemos comido y bebido con él después de su resurrección de entre los muertos (Hch 10, 34a. 37-43)
  • Este es el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo (Sal 117)
  • Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo (Col 3, 1-4)
  • Él había de resucitar de entre los muertos (Jn 20, 1-9)
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“Ya sé que buscáis a Jesús el crucificado”. En esta palabra -“el crucificado”- se expresa todo el drama de la pasión y muerte del Señor. Jesús fue entregado en manos de los hombres y la obra de los hombres con él fue infamia, deshonor, violencia y destrucción. Fue también cinismo: “A otros ha salvado y él no se puede salvar. ¿No es el Rey de Israel? Que baje ahora de la cruz y le creeremos. ¿No ha confiado en Dios? Si tanto lo quiere Dios, que lo libre ahora. ¿No decía que era Hijo de Dios?” (Mt 27,42-43). La muerte de Jesús parece dar razón a sus adversarios. Y las mujeres muestran un valor muy grande porque se dirigen al sepulcro de un hombre que ha muerto en la ignominia y el desprecio. En realidad lo que muestran, por encima de todo, es su gran amor por Jesús.

En el terremoto y la venida del ángel ellas experimentan la intervención poderosa de Dios que les comunica la gran noticia: que Cristo ha resucitado, es decir que Dios está a favor de Jesús, que Jesús es verdaderamente el Hijo de Dios, que su puesto está junto a Dios, que Dios lo ha acogido en su vida eterna e inmortal y que, al hacerlo, Dios ha dicho su última palabra y esa palabra definitiva proclama que Jesús tenía razón en todas sus pretensiones y que ellas, y todos los que han creído en Él, no se han equivocado. Asimismo ellas reciben el encargo de comunicar a los discípulos este acontecimiento y de decirles que vayan a Galilea para encontrar allí al Señor. 

Las mujeres, al recibir este encargo, se convierten en “apóstoles de los apóstoles”, en encargadas de anunciar a los apóstoles lo que ellos tendrán que anunciar al mundo entero. Este privilegio tan insigne les es dado a ellas porque ellas, desde el principio, desde Galilea, habían seguido espontáneamente a Jesús, sin que Él las llamara: le habían visto y habían comprendido intuitivamente quién era Él y que el sentido de su vida tenía que ser servirle a Él y a los suyos. Muchas de ellas habían experimentado su poder salvador pues “habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades”, como María Magdalena de la que el Señor había expulsado siete demonios, y ahora le seguían y servían a Jesús y a sus discípulos con sus propios bienes (Lc 8,1-3; Mt 27,55-56). 

Sábado Santo

De una antigua homilía sobre el santo y grandioso sábado


¿Qué es lo que pasa? Un gran silencio se cierne hoy sobre la tierra; un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey está durmiendo; la tierra está temerosa y no se atreve a moverse, porque el Dios hecho hombre se ha dormido y ha despertado a los que dormían desde hace siglos. El Dios hecho hombre ha muerto y ha puesto en movimiento a la región de los muertos.

En primer lugar, va a buscar a nuestro primer padre, como a la oveja perdida. Quiere visitar a los que yacen sumergidos en las tinieblas y en las sombras de la muerte; Dios y su Hijo van a liberar de los dolores de la muerte a Adán, que está cautivo, y a Eva, que está cautiva con él.

El Señor hace su entrada donde están ellos, llevando en sus manos el arma victoriosa de la cruz. Al verlo, Adán, nuestro primer padre, golpeándose el pecho de estupor, exclama, dirigiéndose a todos: “Mi Señor está con todos vosotros”. Y responde Cristo a Adán: “Y con tu espíritu”. Y, tomándolo de la mano, lo levanta, diciéndole: “Despierta, tú que duermes, y levántate de entre los muertos y te iluminará Cristo.

Yo soy tu Dios, que por ti me hice hijo tuyo, por ti y por todos estos que habían de nacer de ti; digo, ahora, y ordeno a todos los que estaban en cadenas: ‘Salid’, y a los que estaban en tinieblas: ‘Sed iluminados’, y a los que estaban adormilados: ‘Levantaos’.

Yo te lo mando: Despierta, tú que duermes; porque yo no te he creado para que estuvieras preso en la región de los muertos. Levántate de entre los muertos; yo soy la vida de los que han muerto. Levántate, obra de mis manos; levántate, mi efigie, tú que has sido creado a imagen mía. Levántate, salgamos de aquí; porque tú en mí y yo en ti somos una sola cosa.

Por ti, yo, tu Dios, me he hecho hijo tuyo; por ti, siendo Señor, asumí tu misma apariencia de esclavo; por ti, yo, que estoy por encima de los cielos, vine a la tierra, y aún bajo tierra; por ti, hombre, vine a ser como hombre sin fuerzas, abandonado entre los muertos; por ti, que fuiste expulsado del huerto paradisíaco, fui entregado a los judíos en un huerto y sepultado en un huerto.

Mira los salivazos de mi rostro, que recibí, por ti, para restituirte el primitivo aliento de vida que inspiré en tu rostro. Mira las bofetadas de mis mejillas, que soporté para reformar a imagen mía tu aspecto deteriorado. Mira los azotes de mi espalda, que recibí para quitarte de la espalda el peso de tus pecados. Mira mis manos, fuertemente sujetas con clavos en el árbol de la cruz, por ti, que en otro tiempo extendiste funestamente una de tus manos hacia el árbol prohibido.

Me dormí en la cruz, y la lanza penetró en mi costado, por ti, de cuyo costado salió Eva, mientras dormías allá en el paraíso. Mi costado ha curado el dolor del tuyo. Mi sueño te sacará del sueño de la muerte. Mi lanza ha reprimido la espada de fuego que se alzaba contra ti.

Levántate, vayámonos de aquí. El enemigo te hizo salir del paraíso; yo, en cambio, te coloco no ya en el paraíso, sino en el trono celestial. Te prohibí comer del simbólico árbol de la vida; mas he aquí que yo, que soy la vida, estoy unido a ti. Puse a los ángeles a tu servicio, para que te guardaran; ahora hago que te adoren en calidad de Dios. 

Tienes preparado un trono de querubines, están dispuestos los mensajeros, construido el tálamo, preparado el banquete, adornados los eternos tabernáculos y mansiones, a tu disposición el tesoro de todos los bienes, y preparado desde toda la eternidad el reino de los cielos”.

R. ¡Se fue nuestro Pastor, la fuente de agua viva! A su paso el sol se oscureció. Hoy fue por él capturado el que tenía cautivo al primer hombre. * Hoy nuestro Salvador rompió las puertas y cerrojos de la muerte.

V. Demolió las prisiones del abismo y destrozó el poder del enemigo.

R. Hoy nuestro Salvador rompió las puertas y cerrojos de la muerte.

Viernes Santo

10 de abril de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Él fue traspasado por nuestras rebeliones (Is 52, 13 - 53, 12)
  • Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu (Sal 30)
  • Aprendió a obedecer; y se convirtió, para todos los que lo obedecen, en autor de salvación (Heb 4, 14-16; 5, 7-9)
  • Pasión de nuestro Señor Jesucristo (Jn 18, 1 - 19, 42)
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Todos hemos pecado. El relato de la pasión del Señor se preocupa de hacer ver que toda la humanidad ha sido cómplice y culpable de la muerte del Señor: los cristianos, los judíos y los paganos.

Los cristianos están representados, principalmente, por los doce apóstoles. Uno de ellos, Judas, fue quien lo traicionó, seguramente porque prefirió sus “ideas” sobre lo que había que hacer para arreglar la situación a la persona y la actitud de Jesús: cuando vio que Jesús no le servía para realizar el proyecto que él tenía, no tuvo ningún inconveniente en entregarlo a quienes querían matarlo. Otro, Pedro, se dejó llevar por el miedo; aunque amaba a Jesús, fue cobarde y negó conocerle para no verse implicado en el desastre que se avecinaba. Y todos, excepto Juan, se dispersarán atemorizados huyendo del fracaso que la cruz significaba.

Los judíos hicieron una opción increíble: prefirieron la vida de un salteador, encerrado por motín y asesinato, a la vida de Jesús. Hábilmente interrogados por Pilato pronunciaron una frase tremenda: “no tenemos más rey que el César”: el pueblo de Dios, el pueblo que no tenía otro rey distinto de Dios y de aquel a quien Dios ungiera, resulta que ahora declara que un pagano, opresor del pueblo de Israel, es su único rey.

Los paganos están representados en este drama por Pilato, que actúa con un aire de superioridad, de escepticismo e inteligencia calculadora, muy consciente de su poder de decisión. Para él su carrera política parece ser lo primero, porque, a pesar de estar convencido de la inocencia de Jesús, lo entregará cuando oiga a los judíos decirle: “si sueltas a ése, no eres amigo del César; todo el que se hace rey se enfrenta al César”.

Jesús afronta todo este cúmulo de adversidades con una serenidad y con un señorío impresionante, con una “majestad”, que resplandece en medio de los bofetones, de la flagelación, de la coronación de espinas y de la muerte en la cruz, así como en los interrogatorios a los que es sometido. Jesús es la víctima; pero la víctima aparece como si fuera el juez y el dueño de la situación en todo momento. Porque Jesús vive todo este drama como la ocasión para hacer resplandecer el honor del Padre, para poder mostrar que Dios es Amor; y para ello Él va a amar hasta el final, va a amar por encima de todo, va a amar gratuitamente, “porque sí”: amar al Padre, cumpliendo la misión que le ha encomendado y amar a los hombres por cuya salvación muere. Al final dirá “está cumplido” (que es como si dijera: “yo no cuento; lo importante es que he cumplido lo que mi Padre me había encomendado”). Y ante Pilato, Jesús, no tendrá miedo en declararse rey, aunque precisando que su reino no es de este mundo, y se permitirá recordar a Pilato los límites del poder del que tanto presume. No se comporta, pues, como un preso atemorizado ante el poder político, sino como alguien que habla de igual a igual a Pilato, sin temblar ante él. Es más bien Pilato quien, atemorizado, le preguntará a Jesús: “¿De dónde eres tú?”.

María y Juan representan en este drama a la Iglesia en su realidad más verdadera, que es la de Esposa fiel y enamorada de su único Esposo, que es Cristo, el Señor, que agoniza en la cruz. La Iglesia es la respuesta esponsal al amor esponsal de Cristo hacia los hombres. La Iglesia es el conjunto de hombres y de mujeres para los cuales lo más importante, lo más querido, es Cristo y, con tal de estar con Él, no tienen inconveniente en situarse al pie de la cruz -porque allí está Él-, aunque ese lugar no era precisamente en aquel momento el lugar política, cultural, social y hasta religiosamente correcto. Pero era el lugar de Jesús.

“Mi Reino no es de este mundo”, le dijo el Señor a Pilato. No somos cristianos para triunfar en este mundo. No se nos ha prometido la historia y el dominio sobre ella, se nos ha prometido el Reino de Dios, que no es de este mundo, aunque va germinando lentamente en él. Somos cristianos porque, como escribió Dostoievski, “no existe nada más bello, más profundo, más amable, más razonable, más viril y más perfecto, que Cristo”, porque Él ha ganado nuestro corazón. Y no nos interesa vencer en este mundo, sino estar con Él, aunque eso nos sitúe al pie de la cruz, e incluso en la misma cruz. Que Él nos conceda la fidelidad que concedió a María y a Juan.

Jueves Santo

9 de abril de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Prescripciones sobre la cena pascual (Éx 12, 1-8. 11-14)
  • El cáliz de la bendición es comunión de la sangre de Cristo (Sal 115)
  • Cada vez que coméis y bebéis, proclamáis la muerte del Señor (1 Cor 11, 23-26)
  • Los amó hasta el extremo (Jn 13, 1-15)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

“Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía”. Con estas palabras el evangelista nos indica que Jesús era consciente de que había llegado su “hora”, es decir, el momento culminante de su vida en el que iba a ofrecer la máxima prueba del amor de Dios a los hombres, entregando su vida por ellos, e iba a volver a la casa del Padre. Consciente Jesús de todo ello, realiza un gesto inusual, el lavatorio de los pies, que tiene como objetivo ayudar a sus discípulos a penetrar en el significado de todo lo que va a suceder a continuación: la institución de la Eucaristía y del sacerdocio ministerial, el mandamiento del amor fraterno, su muerte y su resurrección. Sobre toda esta plenitud de luz se cierne, como una sombra inquietante, el misterio de la libertad humana que elige el mal, que está representado por la figura de Judas. Por eso dice Jesús: “También vosotros estáis limpios, aunque no todos”.

Lavar los pies era un signo de hospitalidad que el anfitrión ofrecía al huésped cuando éste era una persona importante; eran los esclavos quienes normalmente realizaban este servicio. La objeción de Pedro está llena de sentido: puesto que no hay nadie en la tierra superior a Jesús, Jesús no debe mostrarle este signo de respeto. El gesto de Jesús revela la humildad de Dios que, sin necesitar para nada de la criatura, la acoge en su seno, en su casa, y la recibe como si fuera un gran señor: se arrodilla ante ella y le lava los pies. Todo ello es un inmenso misterio de amor por el que Dios se abaja ante los hombres para que los hombres podamos vivir en comunión con Él, que es lo único que nos realiza en plenitud. “Dios se ha hecho hombre para que el hombre pueda llegar a ser Dios”, dice San Atanasio y con él todos los Padres de la Iglesia. 

Lavar los pies expresa de manera muy clara la voluntad de que el otro sea, de que esté en condiciones de recorrer su propio camino, de alcanzar su propio destino. Jesús lava los pies a todos los discípulos, incluso a Judas, que empleará sus pies para recorrer el camino del mal. Así de humilde y de bueno es Dios, que nos da el ser, con la energía y la fuerza para existir, que nos da la libertad y que no deja de darnos todo eso incluso cuando lo empleamos para hacer el mal, para separarnos de Él. El amor es voluntad de que el otro sea. El odio, en cambio, es voluntad de destruir al otro. Dios es Amor y por eso quiere que los hombres seamos, y por eso nos lava los pies.