Miércoles de la Octava de Pascua

15 de abril de 2020
(Ciclo A - Año par)







La gran riqueza y la gran pobreza (He 3, 1-10)

La gran riqueza del cristiano es Cristo, su persona, su presencia, su acción, su Espíritu. Y quizá esto se percibe mucho mejor cuando el cristiano –la Iglesia- puede decir con toda verdad lo que dijo Pedro: “no tengo plata ni oro”. La pobreza del cristiano y de la Iglesia, su carencia de grandes recursos y medios, hacen que solo le quede el “cara a cara” con el otro hombre, para poder decirle en primera persona, en directo, mirándole a los ojos: “te doy lo que tengo, que es Jesucristo; si le das tu corazón a Él, podrás levantarte y caminar de manera nueva”. El cristianismo empezó así: sin templos, sin arte cristiano, sin colegios, sin universidades, sin bibliotecas, sin hospitales, sin comedores sociales. Pero con Cristo en el corazón y en los labios. Y un brillo especial en la mirada.

“Nosotros esperábamos” (Lc 24, 13-35)

Hay muchas maneras de hablar de lo que sucede. Hay una manera lúcida, realista, descarnada, que puede narrar los hechos con fidelidad pero dejando el corazón sin esperanza. “Nosotros esperábamos” le dicen los caminantes a Jesús; se entiende: “pero ahora ya no tenemos esperanza”. Sin embargo, lo que parece lucidez es, en realidad, superficialidad, mero atenerse a los hechos pero sin penetrar en su significado. Porque hay un plan de Dios, un diseño salvífico que llena de significado salvador unos acontecimientos trágicos. Es lo que Cristo resucitado les explica y, a medida que escuchan, su corazón empieza a arder: vuelve la esperanza. No están abandonados, Dios no ha olvidado sus promesas sino que las ha realizado de una manera desconcertante para ellos. El hablar de Cristo suscita la esperanza. Enséñanos, Señor, a hablar así. Porque hay esperanza para todos.

Veni Sancte Spiritus 

Es propio de la cabeza representar a todo el cuerpo, de tal manera que donde está la cabeza está también presente todo el cuerpo. Cuando el párroco celebra la Eucaristía él solo en el templo, en su persona se hace presente toda la parroquia, con todo el dolor de verse privada de la Eucaristía y con todo el deseo ardiente de ella. También, quizás, toda la indiferencia de quienes no la echan de menos, e incluso con toda la agresividad de quienes odian a la Iglesia. Y todo ello queda recogido en el pan y el vino que el sacerdote ofrece bendiciendo a Dios con el deseo, hecho plegaria, de que el Espíritu Santo que descenderá sobre ellos y los convertirá en el cuerpo y la sangre de Cristo, transfigure también nuestras vidas, afianzando en nosotros el hambre de Cristo, “pan bajado del cielo” (Jn 6, 58), cambiando la indiferencia en deseo y el odio en amor. Veni Sancte Spiritus.