Viernes Santo

10 de abril de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Él fue traspasado por nuestras rebeliones (Is 52, 13 - 53, 12)
  • Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu (Sal 30)
  • Aprendió a obedecer; y se convirtió, para todos los que lo obedecen, en autor de salvación (Heb 4, 14-16; 5, 7-9)
  • Pasión de nuestro Señor Jesucristo (Jn 18, 1 - 19, 42)
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Todos hemos pecado. El relato de la pasión del Señor se preocupa de hacer ver que toda la humanidad ha sido cómplice y culpable de la muerte del Señor: los cristianos, los judíos y los paganos.

Los cristianos están representados, principalmente, por los doce apóstoles. Uno de ellos, Judas, fue quien lo traicionó, seguramente porque prefirió sus “ideas” sobre lo que había que hacer para arreglar la situación a la persona y la actitud de Jesús: cuando vio que Jesús no le servía para realizar el proyecto que él tenía, no tuvo ningún inconveniente en entregarlo a quienes querían matarlo. Otro, Pedro, se dejó llevar por el miedo; aunque amaba a Jesús, fue cobarde y negó conocerle para no verse implicado en el desastre que se avecinaba. Y todos, excepto Juan, se dispersarán atemorizados huyendo del fracaso que la cruz significaba.

Los judíos hicieron una opción increíble: prefirieron la vida de un salteador, encerrado por motín y asesinato, a la vida de Jesús. Hábilmente interrogados por Pilato pronunciaron una frase tremenda: “no tenemos más rey que el César”: el pueblo de Dios, el pueblo que no tenía otro rey distinto de Dios y de aquel a quien Dios ungiera, resulta que ahora declara que un pagano, opresor del pueblo de Israel, es su único rey.

Los paganos están representados en este drama por Pilato, que actúa con un aire de superioridad, de escepticismo e inteligencia calculadora, muy consciente de su poder de decisión. Para él su carrera política parece ser lo primero, porque, a pesar de estar convencido de la inocencia de Jesús, lo entregará cuando oiga a los judíos decirle: “si sueltas a ése, no eres amigo del César; todo el que se hace rey se enfrenta al César”.

Jesús afronta todo este cúmulo de adversidades con una serenidad y con un señorío impresionante, con una “majestad”, que resplandece en medio de los bofetones, de la flagelación, de la coronación de espinas y de la muerte en la cruz, así como en los interrogatorios a los que es sometido. Jesús es la víctima; pero la víctima aparece como si fuera el juez y el dueño de la situación en todo momento. Porque Jesús vive todo este drama como la ocasión para hacer resplandecer el honor del Padre, para poder mostrar que Dios es Amor; y para ello Él va a amar hasta el final, va a amar por encima de todo, va a amar gratuitamente, “porque sí”: amar al Padre, cumpliendo la misión que le ha encomendado y amar a los hombres por cuya salvación muere. Al final dirá “está cumplido” (que es como si dijera: “yo no cuento; lo importante es que he cumplido lo que mi Padre me había encomendado”). Y ante Pilato, Jesús, no tendrá miedo en declararse rey, aunque precisando que su reino no es de este mundo, y se permitirá recordar a Pilato los límites del poder del que tanto presume. No se comporta, pues, como un preso atemorizado ante el poder político, sino como alguien que habla de igual a igual a Pilato, sin temblar ante él. Es más bien Pilato quien, atemorizado, le preguntará a Jesús: “¿De dónde eres tú?”.

María y Juan representan en este drama a la Iglesia en su realidad más verdadera, que es la de Esposa fiel y enamorada de su único Esposo, que es Cristo, el Señor, que agoniza en la cruz. La Iglesia es la respuesta esponsal al amor esponsal de Cristo hacia los hombres. La Iglesia es el conjunto de hombres y de mujeres para los cuales lo más importante, lo más querido, es Cristo y, con tal de estar con Él, no tienen inconveniente en situarse al pie de la cruz -porque allí está Él-, aunque ese lugar no era precisamente en aquel momento el lugar política, cultural, social y hasta religiosamente correcto. Pero era el lugar de Jesús.

“Mi Reino no es de este mundo”, le dijo el Señor a Pilato. No somos cristianos para triunfar en este mundo. No se nos ha prometido la historia y el dominio sobre ella, se nos ha prometido el Reino de Dios, que no es de este mundo, aunque va germinando lentamente en él. Somos cristianos porque, como escribió Dostoievski, “no existe nada más bello, más profundo, más amable, más razonable, más viril y más perfecto, que Cristo”, porque Él ha ganado nuestro corazón. Y no nos interesa vencer en este mundo, sino estar con Él, aunque eso nos sitúe al pie de la cruz, e incluso en la misma cruz. Que Él nos conceda la fidelidad que concedió a María y a Juan.