Únicamente Dios es lo último del hombre


“Únicamente Dios es lo último del hombre”, decíamos en el retiro anterior. Cuando el hombre traspasa el umbral de la muerte no se encuentra, como la imaginación a veces sugiere, en una nueva realidad donde hay tres estancias, tres lugares, el infierno, el purgatorio o el cielo, sino que se encuentra con Dios. Y la realidad de Dios es para él, lo que él, con su libertad, ha querido que sea. Si el hombre con el ejercicio de su libertad ha convertido a Dios para sí mismo en una pesadilla insufrible, Dios será para él esa pesadilla insufrible (infierno). Si con el ejercicio de su libertad el hombre ha hecho de Dios el objeto de su esperanza, Dios será para él la realización de esa esperanza (purgatorio y cielo). 

Tras el juicio de Dios el hombre queda abocado a tres posibilidades: su eterna condenación (infierno), o su entrada definitiva en la gloria de Dios (cielo) o la terminación de su necesaria purificación para poder entrar en el cielo (purgatorio). Benedicto XVI ha recordado estas tres posibilidades en su encíclica sobre la esperanza. 

“La opción de vida del hombre se hace definitiva con la muerte; esta vida suya está ante el Juez. Su opción, que se ha fraguado en el transcurso de toda la vida, puede tener distintas formas. Puede haber personas que han destruido en sí mismas el deseo de la verdad y la disponibilidad para el amor. Personas en las que todo se ha convertido en mentira; personas que han vivido para el odio y que han pisoteado en ellas mismas el amor. Esta es una perspectiva terrible, pero en algunos casos de nuestra propia historia podemos distinguir con horror figuras de este tipo. En semejantes individuos no habría ya nada remediable y la destrucción del bien sería irrevocable: esto es lo que se indica con la palabra infierno.” (Cf. Catecismo 1033-1037) (nº 45). El Catecismo precisa que para ir al infierno hace falta “morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios” (CEC 1033).

“Por otro lado puede haber personas purísimas, que se han dejado impregnar completamente de Dios y, por consiguiente, están totalmente abiertas al prójimo; personas cuya comunión con Dios orienta ya desde ahora todo su ser y cuyo caminar hacia Dios le lleva solo a culminar lo que ya son” (Cf. Catecismo 1023-1029) (nº 45)

“No obstante, según nuestra experiencia, ni lo uno ni lo otro son el caso normal de la existencia humana. En gran parte de los hombres -eso podemos suponer- queda en lo más profundo de su ser una última apertura interior a la verdad, al amor, a Dios. Pero en las opciones concretas de la vida, esta apertura se ha empañado con nuevos compromisos con el mal; hay mucha suciedad que cubre la pureza, de la que, sin embargo, queda la sed y que, a pesar de todo, rebrota una vez más desde el fondo de la inmundicia y está presente en el alma. ¿Qué sucede con estas personas cuando comparecen ante el Juez? ¿Toda la suciedad que ha acumulado en su vida, se hará de repente irrelevante? O, ¿qué otra cosa podría ocurrir?” (nº 46). Su purificación definitiva.

EL INFIERNO

Dos son las grandes verdades que hay que afirmar a propósito del infierno: que Dios no ha creado el infierno y que el infierno es una posibilidad real para el hombre.

a) Dios no ha creado el infierno

Dios no ha creado el infierno; nadie, excepto el hombre, es el responsable de su existencia. El infierno ha sido creado por la criatura, no por Dios. “Todo condenado crea su propio infierno” (M. Schmaus). Son pertinentes las palabras de G. Martelet: “Ni Cristo, ni el Espíritu, ni el mismo Padre, nadie puede nada contra una libertad que se ha cerrado hasta tal punto sobre sí misma que, cuanto más el amor dado se revela infinito, tanto más ella lo rechaza (…) Pues el infierno es el absurdo mismo (…) no forma parte de un todo en el que ocupara su lugar razonable, sino que es un verdadero escándalo que no se acepta. Es una violencia que la libertad puede llegar a imponerse pero que Dios no quiere y no querrá jamás. Ahora bien, este absurdo existe por lo menos en un caso: el que Jesús nos desvela como el caso del mentiroso absoluto y supremo destructor de los hombres (Jn 8,44) (…) Fuera de ese caso (…) el infierno, este impensable y este absurdo, posee sin embargo, en el evangelio, el estatuto de un posible (…) Pero el infierno, como rechazo del amor de Dios, no existe más que de un solo lado, del lado de aquel que lo crea constantemente para sí mismo. 

b) El infierno es una posibilidad real para el hombre

Karl Rahner ha insistido mucho en que debemos admitir, como un “misterio de iniquidad”, la posibilidad de un “no” radical a Dios, el “no” de un sujeto, decidido sin vuelta atrás. “Debemos de creer sin duda alguna que Dios quiere firmemente la salvación universal, que todos son salvados por Cristo, que nosotros debemos esperar la salvación para todos, /y/ que la perdición eterna es una posibilidad real”. Y en lo que concierne a la predicación “además de la afirmación sin equívocos del infierno como posibilidad de un endurecimiento perpetuo, hay que animar a abandonarse con esperanza y confianza a la misericordia infinita de Dios. 

La doctrina cristiana no dice absolutamente en qué individuo concreto o en qué medida en la humanidad total, esta posibilidad se hace realidad. Ni la Santa Escritura, ni la Tradición de fe de la Iglesia han dicho con certeza de nadie que esté efectivamente condenado en el infierno. Pero el infierno es siempre presentado como una posibilidad real, ligada al ofrecimiento de la conversión y de la vida. El sentido de los textos del Nuevo Testamento sobre el infierno no es: “mirad lo que os ocurrirá”, sino más bien: “mirad lo que, a ningún precio, os debe ocurrir”.

EL PURGATORIO

La vida eterna no es para nosotros aquí abajo algo extraño, sino que es perfectamente posible vivir la temporalidad de tal forma que “busquemos las cosas de arriba” (Col 3,1), que nos nutramos ya realmente de las fuentes de la vida eterna y lleguemos más allá, a ser nosotros mismos fuentes y repartidores de lo eterno en el tiempo. Si vivimos así entonces el amor de Dios nos va purificando ya aquí abajo, en esta tierra. Pero es muy posible que la purificación realizada por el amor de Dios en nosotros durante esta vida no haya sido total, a causa de nuestras resistencias a la gracia, a causa de que el entrenamiento para la vida eterna nos resulte muy penoso y difícil. Es posible que, aunque hayamos tenido tiempo durante una vida entera para aprender el amor, al final aparezcamos ante Dios como analfabetos que desconocen sus primeros rudimentos. ¿Estamos por ello irremediablemente perdidos para la vida eterna? La verdad del purgatorio nos dice que no, que Dios puede terminar en nosotros esa obra de “acondicionamiento” de nuestro ser para vivir junto a Él por toda la eternidad.

Hablando a los sacerdotes de Roma, Benedicto XVI se ha referido al purgatorio diciéndoles: “Somos muchísimos los que esperamos que haya algo curable en nosotros, que haya una voluntad final de servir a Dios y de servir a los hombres, de vivir según Dios. ¡Pero hay tantas y tantas heridas, tanta suciedad! Necesitamos estar preparados, estar purificados. Ésta es nuestra esperanza: incluso con tanta suciedad en nuestra alma, al final el Señor nos da la posibilidad, nos lava finalmente con la bondad que procede de su cruz. Y así nos capacita para estar eternamente con él”.

Quizá no hay ningún documento cristiano que ofrezca un testimonio más elocuente de esta llama dolorosa de la purificación que los siete mensajes a las iglesias del Apocalipsis de Juan. El que ordena escribirlos se llama “Principio y Fin”; es Dios, pero “como un Hijo de hombre… Sus ojos eran como llama de fuego; sus pies parecían de metal precioso acrisolado en el horno; su voz como voz de grandes aguas. Tenía en su mano derecha siete estrellas, y de su boca salía una espada aguda de dos filos; y su rostro, como el sol cuando brilla en toda su fuerza” (Ap 1,13.14-16). Este personaje, terrible y magnífico, comienza ahora a hablarle a las iglesias y a juzgarlas, a pesar su obra, a discernirla, a desechar y a coger: a cada cual le dice directamente lo que vale, mirando al interior de su corazón y poniéndolo completamente al descubierto, ante sus ojos atónitos. Nunca ha hablado el amor aparentemente con más frialdad, con menos compasión. Se convierte en una hoja de hierro incandescente, que corta y quema a la vez. “Tengo contra ti que has perdido tu amor de antes. Date cuenta, pues, de donde has caído… Tienes nombre como de quien vive, pero estás muerto… No eres ni frío ni caliente, si fueras frío o caliente… Tú dices: ‘soy rico; me he enriquecido; nada me falta’. Y no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo” (Ap, 3,17). Esta voz se alza cada día en el mundo, es la voz del esposo celestial, que constantemente, hasta el fin del mundo, juzga a su esposa terrena, la Iglesia. Es la voz con la que la purifica y la limpia por completo, mediante la cual, sacándola diariamente del caos de la culpa, la recrea de nuevo como esposa pura y sin mancha. “Yo a los que amo, los reprendo y corrijo. Sé, pues, ferviente y arrepiéntete. Mira que estoy a la puerta y llamo si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,19.20). Los martillazos que retumban sobre el pecador para quebrar su duro corazón, son, en realidad, los suaves golpes de los nudillos del amor divino llamando para entrar. El amor se va destilando a partir de la justicia, pero no sin que nosotros lo aguantemos pacientemente.

Recordemos el texto de la Primera Carta a los Corintios: “Encima de este cimiento edifican con oro, plata y piedras preciosas, o en madera, heno o paja. Lo que ha hecho cada uno saldrá a la luz; el día del juicio lo manifestará, porque ese día despuntará con fuego y el fuego pondrá a prueba la calidad de cada construcción. Aquel cuya obra, construida sobre el cimiento, resista, recibirá la recompensa, mientras que aquel cuya obra quede abrasada sufrirá el daño. No obstante, él quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego” (1Co 3,12-15).

Comentando este texto, el Papa, Benedicto XVI, en su encíclica sobre la esperanza, afirma: “Algunos teólogos recientes piensan que el fuego que arde, y que a la vez salva, es Cristo mismo, el Juez y Salvador. El encuentro con Él es el acto decisivo del Juicio. Ante su mirada toda falsedad se deshace. Es el encuentro con Él lo que, quemándonos, nos transforma y nos libera para llegar a ser verdaderamente nosotros mismos. En ese momento, todo lo que se ha construido durante la vida puede manifestarse como paja seca, vacua fanfarronería, y derrumbarse. Pero en el dolor de este encuentro, en el cual lo impuro y malsano de nuestro ser se nos presenta con toda claridad, está la salvación. Su mirada, el toque de su corazón, nos cura a través de una transformación, ciertamente dolorosa, “como a través del fuego”. Pero es un dolor bienaventurado, en el cual el poder santo de su amor nos penetra como una llama, permitiéndonos ser por fin totalmente nosotros mismos y, con ello, totalmente de Dios. Así se entiende también con toda claridad la compenetración entre justicia y gracia: nuestro modo de vivir no es irrelevante, pero nuestra inmundicia no nos ensucia eternamente, al menos si permanecemos orientados hacia Cristo, hacia la verdad y el amor. A fin de cuentas, esta suciedad ha sido ya quemada en la Pasión de Cristo. En el momento del Juicio experimentamos y acogemos este predominio de su amor sobre todo el mal en el mundo y en nosotros. El dolor del amor se convierte en nuestra salvación y nuestra alegría. Está claro que no podemos calcular con las medidas cronométricas de este mundo la “duración” de este arder que transforma. El “momento” transformador de este encuentro está fuera del alcance del cronometraje terrenal. Es tiempo del corazón, tiempo del “paso” a la comunión con Dios en el Cuerpo de Cristo.” (nº 47) 

EL CIELO

El cielo es el término final del proceso de participación en la vida divina que se inició en el bautismo. El término “cielo” evoca un “arriba” espacial que significa, incluso en el lenguaje ordinario (“estar en el séptimo cielo”), una plenitud de felicidad. El cielo, en efecto, no debe ser entendido como un “lugar” cosmológico, sino como el estado de unión perfecta del hombre con Dios. Está unión empieza aquí, en la tierra, para todo aquel que, viviendo el bautismo, ama a Cristo: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23). El cielo es la culminación de este “morar” del hombre con Dios: “Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo, estéis también vosotros” (Jn 14,3). 

El cielo es, pues, estar con Cristo, que es “con mucho, lo mejor” (Flp 1,23). Y este “estar con Cristo” es la consumación del “abrazo” que Dios empezó a darnos el día de nuestro bautismo, el cumplimiento del anhelo más profundo del corazón del hombre: “¡Que me bese con los besos de su boca!” (Ct 1,2). La realidad de este “abrazo” es la persona del Espíritu Santo, amor subsistente de Dios, “corriente” vital que une eternamente al Padre y al Hijo, en la que seremos plenamente insertados, participando así, de un modo plenario y total, según nuestra propia capacidad creatural, de la vida trinitaria de Dios, consumando de este modo el misterio nupcial que define nuestra existencia cristiana: “Han llegado las bodas, las bodas del Cordero, su Esposa se ha embellecido” (Ap 19,7).

La doctrina de la Iglesia describe el cielo como la visión de Dios, según la expresión de san Pablo: “Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara” (1 Co 13,12), y de san Juan: “Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es” (1Jn 3,2). La visión de Dios no debe ser entendida como una realidad puramente cognoscitiva en el sentido habitual de la palabra, sino como el culmen del “conocimiento”, en el sentido bíblico del término, ente Dios y nosotros. Las personas no se “conocen” (no se “ven”) como se conocen las cosas. El conocimiento interpersonal está hecho de una comunicación, por la que cada una de las personas ofrece libremente al otro su intimidad, los secretos de su propio corazón. Y este libre ofrecimiento se llama amor. “Ver a Dios” es tener con Él una relación de amor tan grande como la que Él tiene conmigo. Por eso las palabras “entonces conoceré del todo como soy conocido del todo” (1Co 13,12), significan, en realidad, “entonces amaré a Dios como él me ama a mí”.

En esa relación de amor contemplaremos, por medio de una revelación sobrenatural, la abundancia de la vida y del amor de Dios, la profundidad de su verdad como principio, fin y fundamento de toda la creación, así como la sabiduría y belleza de todos sus designios. Lo cual se traducirá para nosotros en una plenitud de felicidad: “Ya no pasarán hambre ni sed, ni les hará daño el sol y el bochorno. Porque el Cordero, que está delante del trono, será su pastor, y los conducirá hacia fuentes de aguas vivas. Y Dios enjugará las lágrimas de su ojos” (Ap 7,15-17).

Esta unión esponsal, definitiva, con Dios, realiza la consumación de nuestra existencia, que es eminentemente interpersonal. La perfecta comunión con las tres divinas personas, comportará también la plenitud de la “comunión de los santos”. De tal manera que en el cielo viviremos una comunión plenaria no sólo con Dios, sino también con los santos ángeles, con los santos y con todos los hombres y mujeres que han alcanzado la salvación. De este modo el universo interpersonal alcanzará esa plenitud de comunicación y de transparencia a la que aspira y que nunca consigue realizar aquí en la tierra.

La comunión celestial se realiza por la participación plenaria en la vida misma de Dios, en la vida de la Santísima Trinidad. Esta vida es la caridad que se caracteriza por su extrema humildad y por su total desprendimiento, por la negación de cualquier movimiento de “apropiación” egoísta o interesada del propio bien y por el gozo y la alegría del bien de los demás. Por eso en el cielo los bienaventurados son infinitamente ricos, puesto que participan plenamente de las infinitas riquezas de la vida divina y, al mismo tiempo, infinitamente pobres, porque ningún bienaventurado se apropia nada sino que lo dona todo, gozando de la gloria de los demás.