Jueves de la II Semana de Pascua

23 de abril de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo (Hch 5, 27-33)
  • El afligido invocó al Señor, y él lo escuchó (Sal 33)
  • El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en su mano (Jn 3, 31-36)
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La puerta de la salvación (He 5, 27-33)

Pedro y los apóstoles proclaman que Jesús es el Mesías esperado, que en Él y por Él, Dios ofrece su salvación al pueblo de Israel. Pero para recibir esa salvación hay que convertirse, es decir, hay que reconocer que uno había tomado un camino equivocado y abandonarlo. Entonces se recibe el perdón de los pecados. Pero el Sanedrín no parece dispuesto a reconocer que se ha equivocado y que ha obrado mal, aunque sea por ignorancia. Y por eso se llenan de rabia y tratan de matar a los apóstoles. ¡Qué lástima! La humildad de reconocer los propios errores y pecados es la puerta imprescindible para obtener la salvación.

Dilatar el corazón (Jn 3, 31-36)

Una cosa es la tierra y otra el cielo. El cielo es Dios, es el ser y existir mismo de Dios, y los que estamos en la tierra no tenemos ninguna experiencia del cielo. Pero Cristo ha venido del cielo y, por ello mismo, “está por encima de todos”: él conoce de primera mano lo que nosotros ignoramos, el ser y el existir propios de Dios. De ello da testimonio y sus palabras –que son palabras de Dios- poseen una sobreabundancia que nos desconcierta, la sobreabundancia propia del Espíritu Santo que Cristo “no da con medida” sino con una abundante liberalidad. “Y nadie acepta su testimonio”: muchos hombres no son capaces de dilatar su estrecho corazón para acoger la grandeza del don divino. “Correré por el camino de tus mandatos, cuando me ensanches el corazón” (Sal 118, 32).

Emergencia sanitaria: Nos vamos a morir

Espero que la emergencia sanitaria en la que estamos inmersos no nos haga olvidar que, con o sin virus, nos vamos a morir. “Acuérdate de que tienes que morir” ha sido siempre una de las máximas de la sabiduría humana de todos los tiempos, por lo menos de los tiempos en los que ha habido algo de sabiduría. También de la sabiduría divina: “Señor, dame a conocer mi fin y cuál es la medida de mis años, para que comprenda lo caduco que soy” (Sal 38, 5). No somos inmortales y nuestra vida terrena tiene un plazo establecido, una medida, que no habrá ciencia alguna que nos haga rebasar. Aceptarlo y asumirlo con paz nos hace moderados y sabios: “Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato” (Sal 89, 12).