XIII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

27 de junio de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • Por envidia del diablo entró la muerte en el mundo (Sab 1, 13-15; 2, 23-24)
  • Te ensalzaré, Señor, porque me has librado (Sal 29)
  • Vuestra abundancia remedia la carencia de los hermanos pobres (2 Cor 8, 7. 9. 13-15)
  • Contigo hablo, niña, levántate (Mc 5, 21-43)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

              Queridos hermanos:

            El evangelio de este domingo pone ante nuestros ojos una realidad que tal vez nos resulta difícil de aceptar, en el comportamiento de nuestro Señor Jesucristo, a saber, el hecho de que Él, que ama a todos los hombres, no los trata de igual modo a todos, sino que tiene sus “preferencias”, que le llevan, en el evangelio de hoy, a distinguir a tres de sus discípulos, Pedro, Santiago y Juan, como testigos de la acción de poder que va a realizar, devolviendo la vida a la hija Jairo. No es la única ocasión en que el Señor distingue a estos tres discípulos: lo hará también en el episodio de la Transfiguración (Mc 9,2-9) y en la agonía en el Huerto de los Olivos (Mc 14,32-42). En estos tres acontecimientos, Jesús querrá estar acompañado por Pedro, Santiago y Juan, excluyendo al resto de los discípulos. También distinguirá a estos tres discípulos, dándoles un nombre nuevo: a Simón lo llamará Pedro y a Santiago y Juan los llamará ‘Boanerges’, es decir, hijos del trueno.

            Todo esto nos muestra la soberana libertad de Jesús, que es la soberana libertad de Dios, y nos plantea el desafío –de enorme importancia espiritual- de aceptar siempre libertad de Dios, que reparte sus dones y da sus gracias como a él le place, y con ello no ofende a nadie, puesto que Él siempre y en todo ama a todos. También cada uno de nosotros, en su vida terrena, tiene que aceptar, sin criticar, la libertad de Dios que mantiene con cada uno una relación personal única y singular, y es tarea espiritual de primer orden, no envidiar la relación que Cristo tiene con mi prójimo, sino centrarme en vivir a pleno pulmón la que tiene conmigo.

            El episodio de la hemorroísa, que sucede mientras Jesús camina hacia la casa de Jairo, tiene un alto valor simbólico. Pues todos tenemos en nuestra vida aspectos que nos hacen “perder sangre”, es decir, que disminuyen nuestra capacidad de afrontar la vida con energía y equilibrio y que nos implantan en una especie de “inmadurez crónica” por la cual no somos capaces de realizar nuestra vida con la plenitud que deberíamos. Y también nosotros gastamos cuanto tenemos en médicos, psicólogos, psicoterapeutas, entrenadores personales, terapias alternativas, etc. etc., sin que, la mayoría de las veces, consigamos superar el mal que nos aflige. El evangelio de hoy nos entrega una palabra preciosa: “¿Quién me ha tocado el manto?”. Palabra que los discípulos interpretan en su materialidad física, pero que Jesús aclara diciéndole a la mujer: “Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud”. No se trata de “tocar” físicamente, sino de “tocar” con fe. El manto de Jesús es la Iglesia, y lo que el hombre de hoy necesita para detener la hemorragia espiritual en la que se está descomponiendo es acercarse a ella y tocarla con fe, acogiendo con fe lo que la Iglesia nos da, que son los sacramentos, por los que  se nos comunica la fuerza de Cristo resucitado, capaz de recomponer nuestro ser otorgándole la armonía y la energía que ha perdido por el pecado.

            ¿Hasta qué punto puede Cristo recomponer nuestro ser? La vuelta a la vida de la hija de Jairo responde a esta cuestión de  manera contundente afirmando que ni siquiera la muerte impide a Jesús reconstruir el ser de una persona que acuda a Él, personalmente o por medio de otro (en este caso por medio del padre de la niña). Ante la realidad acaecida de la muerte, ningún médico puede hacer nada; ante ella, todo hombre se siente y se sabe impotente. Humanamente hablando, tienen razón los que le dicen a Jairo: “¿Para qué molestar más al Maestro?”. Jesús, en cambio, le dice: no te dejes dominar por el miedo y la desesperación, “no temas; basta que tengas fe”. El Señor se va a revelar como el Señor de lo imposible, como el dueño de la vida y también de la muerte, tal como afirma Cristo en el Apocalipsis: “No temas, soy yo, el Primero y el Último, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades” (Ap 1,17-18).

            “Basta que tengas fe”. La fe es la actitud por la cual el hombre se apoya en Cristo, llamándolo en la situación en que se encuentra, invocándolo como todopoderoso vencedor del pecado y de la muerte y confiando en el amor que Él nos tiene. Y al poner, por la fe, nuestra situación en las manos de Cristo, Él realiza lo que para nosotros es imposible: que el agua se convierta en vino en Caná de Galilea (Jn 2,1-12), que cinco panes y dos peces basten para dar de comer a cinco mil hombres (Mc 6,34-4), que la niña hija de Jairo vuelva a la vida. La existencia del hombre en la tierra plantea situaciones que son como un callejón sin salida (la principal y la más radical de todas ellas es la muerte); pero si recurrimos con fe a Cristo él abre caminos allí donde parecía imposible. El verdadero desafío es tener fe en Él.

¿Quedan héroes?

           (El protagonista de la novela, Davey Staunton, es un afamado abogado penalista de Canadá, que decide analizarse en una clínica de Zúrich llevada por discípulos de Jung. Al final de un largo periodo de análisis y antes de decidir si prosigue con él o vuelve a Canadá a reemprender sus tareas habituales, se toma unas vacaciones en St. Gallen y allí conoce, fortuitamente, a una misteriosa mujer, Liesl, que está familiarizada con los grandes maestros del análisis psicológico, y que intenta hacerle ver la mediocridad espiritual de su planteamiento vital, un planteamiento que descarta sistemáticamente la posibilidad del heroísmo. Es ella quien habla a continuación)

           El análisis con un gran analista es una magnífica aventura de exploración del propio yo, pero ¿cuántos analistas son grandes de veras? ¿Te he contado alguna vez que conocí un poco a Freud? Un gigante. Y sería apocalíptico hablar con tal gigante de uno mismo. No llegué a conocer a Adler, del cual se olvida todo el mundo, pero era sin duda otro gigante. Una vez fui a un seminario que impartió Jung en Zúrich, fue inolvidable. Pero conviene tener muy en cuenta que todos ellos eran hombres provistos de un sistema a conciencia. Freud, con su monumental obsesión por todo lo que se refería al sexo (actividad para la cual personalmente no halló mayor utilidad), era un ignorante casi absoluto en lo relativo a la naturaleza. Adler lo reducía todo prácticamente a voluntad de poder; Jung, ciertamente el más humano y el más amable, seguramente el más grande de todos, era, muy a su pesar, descendiente de párrocos y maestros, y era él mismo un superpárroco y un supermaestro. Todos ellos fueron hombres de carácter extraordinario, todos ellos idearon sistemas que han quedado marcados para siempre con el sello de su carácter… Davey, ¿te has parado a pensar alguna vez que esos tres hombres que fueron tan espléndidos en sus intentos por comprender a los demás primero tuvieron que comprenderse a sí mismos? Si hablaban, hablaban desde el conocimiento de sí mismos a que habían llegado. No acudieron con toda su confianza a la consulta de un médico para seguir el camino que éste indicara, por ser demasiado perezosos, por tener demasiado miedo a emprender por sí mismos el viaje interior. Todos ellos demostraron una osadía heroica. Y nunca convendría olvidar que hicieron el viaje interior mientras trabajaban como esclavos en las galeras de sus tareas cotidianas, considerando los problemas ajenos, manteniendo a sus familias, viviendo plenamente. Fueron héroes en un sentido en el que nunca podrá serlo, por ejemplo, un explorador del espacio, porque se internaron en lo desconocido absolutamente solos. ¿Fue su heroísmo tan solo un medio de agavillar toda una cosecha de inválidos? ¿Por qué no vuelves a tu casa y te unces tu yugo y demuestras que también sabes ser un héroe?

          - Yo no soy un héroe, Liesl.

          - ¡Qué modesto, qué atribulado suena eso? Y seguramente esperas que yo piense: es espléndido, que manera tan viril de aceptar sus propias limitaciones. Pero yo no pienso así. Toda esa modestia personal forma parte de la personalidad evasiva de nuestro tiempo. No sabes si eres un héroe o no, pero estás decidido a no averiguarlo jamás, porque te da miedo el peso que habrás de sobrellevar si lo eres y te da miedo la certeza de no serlo.

(…)

          - Parece que tengo una disposición natural que me inclina al pensamiento, no al sentimiento. Y la doctora von Haller me ha ayudado mucho en eso. Sin embargo, no tengo la ambición de desarrollar mucho el sentimiento. No creo que eso encajara con mi estilo de vida, Liesl.

          - Si no sientes, ¿cómo vas a descubrir si eres o no un héroe?

          - Yo no quiero ser un  héroe.

          - ¿Y qué? No todo el mundo está llamado a ser el héroe triunfal de su propia y muy romántica historia. Y cuando conocemos a alguien así, es altamente probable que sea un monstruo fascinante. Pero sólo por no ser un egotista y un bocazas no tienes por qué quedarte con esa idea tan de moda que es la del antihéroe y la del alma enana. Eso es lo que podríamos considerar la Sombra de la democracia: ha conseguido que sea muy loable, que sea cómodo, que sea lo correcto, terminar convertidos en alfeñiques[1] espirituales y apoyarnos en todos los demás mequetrefes y recibir el aplauso de todos ellos en una espléndida apoteosis de la mediocridad. Son alfeñiques pensantes, desde luego; ya lo creo, piensan todo lo que puede pensar un alfeñique sin meterse en serios problemas. Pero todavía quedan héroes. El héroe moderno es el hombre que vence en su pugna interior (…) Una de las grandes estupideces de nuestro tiempo es esa creencia en un Destino nivelador, en una especie de democracia de lo sobrenatural. 



Autor: Robertson DAVIES
Título: Mantícora
Editorial: Libros del Asteroide, Barcelona, 2012 (pp. 348-351)








XII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto

 

20 de junio de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • Aquí se romperá la arrogancia de tus olas (Job 38, 1. 8-11)
  • ¡Dad gracias al Señor, porque es eterna su misericordia!  (Sal 106)
  • Ha comenzado lo nuevo (2 Cor 5, 14-17)
  • ¿Quién es este? ¡Hasta el viento y el mar lo obedecen! (Mc 4, 35-41)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

            El episodio del evangelio de hoy sucede de noche y en el mar. En la simbólica bíblica la noche es el momento propicio para el desencadenamiento de las fuerzas del mal y el mar es el símbolo por excelencia del caos, de la amenaza, de lo abismal, de aquello que nos puede “engullir”. Así lo vemos en la primera lectura de hoy, sacada del libro de Job, donde Dios, para hacer posible la creación, impone unos límites al mar: “hasta aquí llegarás y no pasarás, aquí se romperá la arrogancia de tus olas”.    La vida del cristiano transcurre siempre como una navegación por un mar proceloso que puede destruirlo, “engullirlo”, “tragarlo”, en cualquier momento y hacer que desaparezca. Es digno de notar que el Señor pone un límite al mar, pero no lo destruye sino que lo mantiene hasta la implantación total de su reino. Sólo cuando el reino de Dios ha sido plenamente instaurado desparece el mar, tal como leemos al final del Apocalipsis: “Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva -porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no existe ya”  (Ap 21,1). Así es también la vida de cada cristiano y de la Iglesia entera: Dios no destruye a nuestros enemigos, ni nos quita los peligros, porque tenemos que crecer gracias a ellos.

            El mar que amenaza al cristiano y a la Iglesia es el poder del mundo que no quiere tolerar que la Iglesia diga una palabra distinta a la que él dice. Pero es también el mar que llevamos dentro de nuestro corazón cada uno de nosotros, es decir, los impulsos desordenados y las pasiones, que pueden destruir en nosotros la imagen de Dios y convertirnos en un guiñapo humano, como un cascarón de nuez, arrastrado por esa corriente de siete brazos que son los siete pecados capitales.

            Lo que llama la atención es el contraste entre el miedo de los discípulos y la tranquilidad de Jesús, que duerme plácidamente ignorando la tormenta. Jesús duerme porque para Él lo más determinante no es la situación sino su relación con el Padre del cielo. Él está tan seguro del amor de su Padre del cielo, que puede dormir en medio de la tempestad. “En paz me acuesto y enseguida me duermo, porque tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo” (Sal 4,9). Estas palabras del salmo se cumplen perfectamente en Jesús. Y se deberían cumplir también en nosotros, porque la certeza del amor del Señor tiene que ser más fuerte en nosotros que todos los peligros, tanto exteriores como interiores, que nos amenazan. Dormir es confiar en Dios.

            Los discípulos dirigen al Señor una plegaria sencilla y muy verdadera: “Maestro, ¿no te importa que perezcamos?”. Al Señor sí le importa, y mucho, que tú te hundas, que tú no seas el ser de comunión, de paz, de alegría, de amor, que Él ha visto cuando te creó. Porque el Señor no nos ha creado para que seamos un monigote arrastrado por nuestros impulsos, por nuestras pulsiones y pasiones, sino para que cada uno de nosotros sea un rostro, es decir, un ser único e irrepetible, que pronuncia una palabra de amor, de paz, de esperanza y alegría en esta vida. Y le importa tanto, que ha muerto en la cruz para que esto sea posible. Pero es necesario que nosotros le invoquemos, que le llamemos, que le digamos “¿no te importa, Señor, que perezcamos?”. A veces queremos vivir la vida cristiana sin oración, sin invocación, sin llamada angustiada al Señor. Y eso no es posible. Porque la vida cristiana es un milagro, que sólo Cristo puede hacer.

            Jesús se despierta y da una orden al mar, que inmediatamente le obedece. Y hace un reproche a sus discípulos: “¿Por qué sois tan cobardes? ¿Todavía no tenéis fe?”. Estas palabras expresan la pretensión de Jesús, que es, humanamente hablando, desmesurada, a saber, que su presencia, que su persona, si es acogida debidamente (es decir, con “fe”), tiene que expulsar todo temor, porque Él posee un poder con el que puede dominar cualquier situación. Que Jesús venga con nosotros es la garantía de que ninguna situación va a ser irremisiblemente negativa para nosotros. Ni tan siquiera la muerte. Pienso en los mártires del siglo XX. Pienso en aquel sacerdote jesuita anciano que era sistemáticamente torturado en Albania y cómo el Señor lo sostenía en medio de los tormentos.

            La presencia del Señor, su compañía, es la primera bendición y la garantía de toda bendición. Pues aquí subyace la cuestión de la identidad de Jesús, que los discípulos intuyen al ver lo que Jesús ha hecho y que les llena de temor: “Ellos se llenaron de gran temor y se decían unos a otros: «Pues ¿quién es éste que hasta el viento y el mar le obedecen»?”. Este temor no es le miedo que tenían antes a morir, sino la conciencia de estar ante Alguien que no es de este mundo, ante Alguien que trae la presencia y el poder de Dios en su propia persona.

            Que sepamos dar gracias a Dios porque Jesús, el Señor, viene en nuestra barca. Y que no tengamos vergüenza para invocarlo todas las veces que haga falta. ¿No te importa, Señor, que yo perezca?

El gozo de la ley del Señor



Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni entra por la senda de los pecadores ni se sienta en la reunión de los cínicos; sino que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche (Sal 1, 1-2).

El Salterio, libro de oraciones de Israel y de toda la cristiandad, comienza con la palabra dichoso, es decir, bienaventurado, con la que comienza también la proclamación de la Ley de la Nueva alianza, el Sermón de la Montaña, las Bienaventuranzas. Toda relación del hombre con Dios tiene como contenido y como meta la participación del hombre en el estado que es propio de Dios: la bienaventuranza, la felicidad. Bienaventuranza no significa cualquier tipo de bienestar, sino una plenitud que no deja nada sin llenar, vida de máxima intensidad y descanso completo, felicidad total. Dios es bienaventurado.

El salmo primero describe la vida del cristiano como un gozo: “su gozo es la ley del Señor”. Con ello nos advierte que es imposible vivir el cristianismo si lo percibimos únicamente como un “deber”, como una “obligación”, sin descubrir la dimensión de “gozo” que posee. Por supuesto que obrar el bien constituye un deber y una obligación, pero eso es sólo una cara de su esencia. La otra cara consiste en que lo bueno es algo grande que puede hacerse y que llena de gozo el corazón del hombre.

El que sólo comprende la voluntad de Dios como un yugo con el que hay que cargar, difícilmente podrá experimentar el “descanso” que el Señor prometió a quienes cargaran con él: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera.» (Mt 11, 28-30).

XI Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

13 de junio de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • Yo exalto al árbol humilde (Ez 17, 22-24)
  • Es bueno darte gracias, Señor (Sal 91)
  • En destierro o en patria, nos esforzamos en agradar al Señor (2 Cor 5, 6-10)
  • Es la semilla más pequeña, y se hace más alta que las demás hortalizas (Mc 4, 26-34)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

            Las dos parábolas de este domingo nos instruyen sobre el Reino de Dios. La primera de ellas nos recuerda que la semilla del Evangelio trabaja en silencio, trabaja por sí sola y posee una gran fuerza por la que hace surgir primero la hierba, luego la espiga y finalmente el grano. Y todo ello ocurre mientras el sembrador duerme, sin que él haga nada. Una vez que se ha sembrado la semilla, el sembrador desaparece y todo el proceso de crecimiento sucede sin él, todo ocurre como si él no existiera.

            Esta parábola debe hacernos pensar mucho a los padres cristianos, a los sacerdotes, a los educadores católicos, que, a menudo, tenemos la impresión de que no hemos hecho nada, porque hemos sembrado la semilla y ahora no se ve nada, no brota nada, todo sucede etsi Deus non daretur, como si no hubiera Dios, como si Dios no existiera o por lo menos no interviniera en la historia de los hombres.

            Frente a estas impresiones la parábola nos enseña varias cosas. La primera de ellas es que lo más importante de todo, lo decisivo, lo determinante es haber sembrado la semilla, es decir, haber anunciado a Jesucristo. Tú diles a tus hijos, a tus alumnos, a tus parroquianos, que la solución es Cristo, que Él es el Camino y la Verdad y la Vida. Que ellos lo oigan de tus labios, que lo vean en tu corazón, que alguien se lo anuncie. Eso es lo más importante.

            Lo segundo es que tenemos que aprender a esperar, a dar tiempo a las cosas: la vida, tanto la natural como la sobrenatural, requiere tiempo, porque el crecimiento es siempre lento. Hay que darle tiempo a la semilla del Reino para que realice su obra, y Dios se lo da, Dios sabe esperar (“dejad que crezcan juntos” dice en la parábola del trigo y la cizaña). Los confesores lo sabemos…

            Lo tercero es que el Reino de Dios, que es la casa de Dios, es de Dios y lo construye Dios y no nosotros: “si el Señor no construye su casa, en vano se cansan los albañiles” (Sal 126, 1). Si lo construyéramos nosotros, sería una obra humana y no sería el Reino de Dios. Por eso dice de nuevo el mismo salmo: “es inútil que madruguéis, que veléis hasta muy tarde, que comáis el pan de la fatiga, Dios lo da a sus amigos mientras duermen” (v. 2).

            Por lo tanto, si no es el esfuerzo humano lo determinante para la implantación del Reino de Dios, ¿qué es, entonces? Lo determinante es la apertura de nuestro corazón, y de todo nuestro ser, para acoger la semilla de ese Reino. Eso es lo determinante: que estemos abiertos a esa semilla, a ese anuncio. Por eso el Señor se enfadaba tanto con los fariseos y conectaba tan bien con los publicanos y los pecadores: porque los primeros no ofrecían ninguna apertura a la gracia: su “justicia”, su cumplir efectivamente todos los mandamientos, los “blindaba” frente a la gracia, como aquel que había guardado todos los mandamientos desde su juventud y fue incapaz de abrirse a la mirada de amor del Señor (Mc 10,17-22); mientras que los otros, que estaban rotos por sus propios pecados, sí ofrecían aperturas a la gracia.

            Finalmente la parábola nos enseña que aunque no aparezca ya el sembrador y parezca que él está completamente ausente, no significa que la simiente haya sido abandonada para siempre a su suerte. Cuando el fruto esté maduro, el sembrador se presentará y hará la recolección de forma plenamente visible y perceptible. Porque Dios es realmente Rey y Señor. No permanecerá oculto par siempre; intervendrá con todo su poder y dirá la última palabra.

            La otra parábola, la del grano de mostaza, nos recuerda que Dios se complace en elegir instrumentos pequeños e insignificantes para mostrar así mejor que la obra que hace con ellos -la implantación de su Reino- es obra Suya y no nuestra. De la misma manera que existe una manifiesta desproporción entre la pequeña semilla y la más alta de las hortalizas en la que anidan los pájaros del cielo, así ocurre también con el Reino de Dios, que se inicia con instrumentos humanos muy pequeños y llega a convertirse en la Jerusalén del cielo, que es nuestra madre (Ga 4, 26), y que está poblada por una “muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas” (Ap 7, 9).

            Y esto significa, hermanos, que la pequeñez, la insignificancia, el límite, la incapacidad que hay en mí, no es obstáculo para el Reino de Dios, sino ocasión para que Dios muestre su poder, para que Él manifieste su gloria. Siempre, desde luego, con la misma condición: que yo entregue esa pequeñez al Señor para que Él haga su obra. Y si yo me desapropio de ella -en vez de retenerla celosamente como cosa mía, diciendo “yo soy así”-,  entonces el Señor actuará. Aquel muchacho sólo tenía cinco panes y dos peces, pero se los dio a Jesús, los puso a su disposición, y con eso el Señor dio de comer a cinco mil hombres y todavía sobró. No son mis cualidades las que me hacen idóneo para el Reino de Dios, sino la capacidad de darle al Señor lo que soy y lo que tengo, por poco que sea. Porque Dios no nos elige porque somos capaces, sino que es la elección de Dios la que nos hace capaces.

Hombre, belleza y Dios



Autor
Fernando Colomer Ferrándiz 

Título
Hombre, belleza y Dios 

Edita 
UCAM 

ISBN 
978-84-18579-76-9 


Pedidos a:

https://store.ucam.edu/ 
  
Y

Librería Diocesana 
Teléfono
(+ 34) 968 21 24 89 


Índice:

I. La belleza en la vida del hombre
II. En la escuela de los grandes clásicos
III. Cómo definir el arte
IV. Qué es una obra de arte
V. El arte, ¿ha de ser sólo arte?
VI. ¿Es fácil percibir la belleza de una obra de arte?
VII. Contemplar una catedral
VIII. El cristianismo y el arte
IX. Naturaleza, arte y Dios
X. El sacerdocio y la belleza 






Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

15 de agosto 

6 de junio de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • Esta es la sangre de la alianza que el Señor ha concertado con vosotros (Éx 24, 3-8)
  • Alzaré la copa de la salvación, invocando el nombre del Señor (Sal 115)
  • La sangre de Cristo podrá purificar nuestra conciencia (Heb 9, 11-157)
  • Esto es mi cuerpo. Esta es mi sangre (Mc 14, 12-16. 22-26)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

- La Eucaristía es una realidad de amor, es el ofrecimiento de la PRESENCIA de Cristo en nuestra vida, de una manera tangible, palpable, adecuada a nuestro corazón, que es un corazón de hombre, de un ser que es un espíritu pero encarnado, sustancialmente unido a un cuerpo.

            Cuando el marido o el hijo parten hacia la guerra, la esposa o la madre desearían poder acompañarle, para estar con él, para protegerle, para ayudarle. Movida por ese deseo la esposa o la madre le entrega a su esposo o a su hijo algún pequeño objeto -un pañuelo, una fotografía, una medalla, un colgante- pidiéndole que no se separe de él, que lo lleve siempre consigo. Si pudiera, la esposa o la madre se haría ese objeto para poder acompañar al ser amado, porque querer estar presente allí donde está aquel que amo es lo propio del amor, que desea siempre existir junto a aquel a quien se ama.

            Si los hombres pudiéramos, ese pañuelo, ese colgante etc., sería yo mismo en persona, y así estaría siempre contigo y el anhelo de mi corazón amante se cumpliría. Pero los hombres no podemos; Dios, en cambio, sí que puede. Y eso es lo que hizo Jesús aquella tarde-noche del jueves santo cuando instituyó la Eucaristía: “Toda y comed, esto es mi cuerpo”; “tomad y bebed, ésta es mi sangre”. “Mi cuerpo”, “mi sangre”, es decir, “yo”. Yo me hago pan y me hago vino para que me podáis comer y beber y de ese modo entre vosotros y yo exista una unión tan íntima como la que se realiza entre el alimento y quien lo toma.

 - La Eucaristía es la presencia CORPORAL de Cristo.

            Cuando una madre tiene a su hijo ausente durante mucho tiempo, la madre lo tiene siempre presente en su corazón; pero se trata de una presencia espiritual, de una presencia intencional, de pensamiento, de afecto, de corazón. Pero no puede ver, tocar, abrazar a su hijo.

            Jesús dijo en una ocasión: “Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”  (Mt 18,20). Se trata de la presencia espiritual que Él nos ha prometido y que Él cumple y realiza siempre que nos reunimos en su nombre. Por eso es tan bello reunirse para la oración, para la celebración de la divina liturgia; o sencillamente es tan bello encontrarse como cristianos, pasear, charlar, divertirse, comer juntos como cristianos: porque en todo eso Él está presente en medio de nosotros. Pero lo está de un modo espiritual.

            En la Eucaristía, en cambio, Él está presente de un modo corporal, lo que supone, para nosotros, una relación a un espacio-tiempo, a un lugar, a una materialidad, a algo físico. Esa materialidad, ese lugar, es el TEMPLO y, dentro del templo, el SAGRARIO.

            El templo católico no es como el templo protestante. El templo protestante es un lugar de silencio, ofrecido a la plegaria y a la congregación de la asamblea de los creyentes para escuchar la Palabra de Dios. Pero no está habitado por la presencia corporal de Cristo, no se puede decir de él, como hay que decir del templo católico: “el Maestro está ahí y te llama” (Jn 11,28).

            La presencia corporal de Cristo es una realidad de gracia, distinta de la simple presencia de Dios en todo lo creado y distinta de la presencia espiritual que se actúa cada vez que nos reunimos en su nombre. Es una presencia fruto de una decisión de amor del Señor, inesperada, que ninguno podíamos soñar.

 - La Eucaristía solicita nuestra presencia, porque la Presencia apela a nuestra presencia, a que le dediquemos al Señor tiempo, ante Él, en el lugar en el que Él se hace corporalmente presente, es decir, en el sagrario, en el Santísimo Sacramento expuesto.

            Las visitas al sagrario, el cara a cara con Dios en la adoración del Santísimo Sacramento expuesto, son como un entrenamiento para la eternidad, que consistirá en un ininterrumpido cara a cara con Dios, que colmará el deseo de nuestro corazón: “seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es” (1Jn 3,2). Abrir y desgranar el propio corazón ante el Señor presente en al Eucaristía, arrodillarse o sentarse ante Él, dejarse mirar por Él y mirarle a Él -tal como le dijo al santo cura de Ars aquel campesino-, todo eso es honrar el misterio de amor que la presencia eucarística de Cristo comporta.

            Que no le falte al Señor el homenaje de nuestro amor.