27 de junio de 2021
(Ciclo B - Año impar)
- Por envidia del diablo entró la muerte en el mundo (Sab 1, 13-15; 2, 23-24)
- Te ensalzaré, Señor, porque me has librado (Sal 29)
- Vuestra abundancia remedia la carencia de los hermanos pobres (2 Cor 8, 7. 9. 13-15)
- Contigo hablo, niña, levántate (Mc 5, 21-43)
- Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf
Queridos hermanos:
El evangelio de este domingo pone
ante nuestros ojos una realidad que tal vez nos resulta difícil de aceptar, en
el comportamiento de nuestro Señor Jesucristo, a saber, el hecho de que Él, que
ama a todos los hombres, no los trata de igual modo a todos, sino que tiene sus
“preferencias”, que le llevan, en el evangelio de hoy, a distinguir a tres de
sus discípulos, Pedro, Santiago y Juan, como testigos de la acción de poder que
va a realizar, devolviendo la vida a la hija Jairo. No es la única ocasión en que
el Señor distingue a estos tres discípulos: lo hará también en el episodio de
la Transfiguración (Mc 9,2-9) y en la agonía en el Huerto de los Olivos (Mc
14,32-42). En estos tres acontecimientos, Jesús querrá estar acompañado por
Pedro, Santiago y Juan, excluyendo al resto de los discípulos. También
distinguirá a estos tres discípulos, dándoles un nombre nuevo: a Simón lo
llamará Pedro y a Santiago y Juan los llamará ‘Boanerges’, es decir, hijos del
trueno.
Todo esto nos muestra la soberana
libertad de Jesús, que es la soberana libertad de Dios, y nos plantea el
desafío –de enorme importancia espiritual- de aceptar siempre libertad de Dios,
que reparte sus dones y da sus gracias como a él le place, y con ello no ofende
a nadie, puesto que Él siempre y en todo ama a todos. También cada uno de
nosotros, en su vida terrena, tiene que aceptar, sin criticar, la libertad de
Dios que mantiene con cada uno una relación personal única y singular, y es
tarea espiritual de primer orden, no envidiar la relación que Cristo tiene con
mi prójimo, sino centrarme en vivir a pleno pulmón la que tiene conmigo.
El episodio de la hemorroísa, que
sucede mientras Jesús camina hacia la casa de Jairo, tiene un alto valor
simbólico. Pues todos tenemos en nuestra vida aspectos que nos hacen “perder
sangre”, es decir, que disminuyen nuestra capacidad de afrontar la vida con
energía y equilibrio y que nos implantan en una especie de “inmadurez crónica”
por la cual no somos capaces de realizar nuestra vida con la plenitud que
deberíamos. Y también nosotros gastamos cuanto tenemos en médicos, psicólogos,
psicoterapeutas, entrenadores personales, terapias alternativas, etc. etc., sin
que, la mayoría de las veces, consigamos superar el mal que nos aflige. El
evangelio de hoy nos entrega una palabra preciosa: “¿Quién me ha tocado el
manto?”. Palabra que los discípulos interpretan en su materialidad física, pero
que Jesús aclara diciéndole a la mujer: “Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz
y con salud”. No se trata de “tocar” físicamente, sino de “tocar” con fe. El manto de Jesús es la Iglesia,
y lo que el hombre de hoy necesita para detener la hemorragia espiritual en la
que se está descomponiendo es acercarse a ella y tocarla con fe, acogiendo con
fe lo que la Iglesia nos da, que son los sacramentos, por los que se nos comunica la fuerza de Cristo
resucitado, capaz de recomponer nuestro ser otorgándole la armonía y la energía
que ha perdido por el pecado.
¿Hasta qué punto puede Cristo
recomponer nuestro ser? La vuelta a la vida de la hija de Jairo responde a esta
cuestión de manera contundente afirmando
que ni siquiera la muerte impide a Jesús reconstruir el ser de una persona que
acuda a Él, personalmente o por medio de otro (en este caso por medio del padre
de la niña). Ante la realidad acaecida de la muerte, ningún médico puede hacer
nada; ante ella, todo hombre se siente y se sabe impotente. Humanamente
hablando, tienen razón los que le dicen a Jairo: “¿Para qué molestar más al
Maestro?”. Jesús, en cambio, le dice: no te dejes dominar por el miedo y la
desesperación, “no temas; basta que tengas fe”. El Señor se va a revelar como
el Señor de lo imposible, como el dueño de la vida y también de la muerte, tal
como afirma Cristo en el Apocalipsis: “No temas, soy yo, el Primero y el
Último, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de
los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades” (Ap 1,17-18).
“Basta que tengas fe”. La fe es la actitud por la cual el hombre se apoya en Cristo, llamándolo en la situación en que se encuentra, invocándolo como todopoderoso vencedor del pecado y de la muerte y confiando en el amor que Él nos tiene. Y al poner, por la fe, nuestra situación en las manos de Cristo, Él realiza lo que para nosotros es imposible: que el agua se convierta en vino en Caná de Galilea (Jn 2,1-12), que cinco panes y dos peces basten para dar de comer a cinco mil hombres (Mc 6,34-4), que la niña hija de Jairo vuelva a la vida. La existencia del hombre en la tierra plantea situaciones que son como un callejón sin salida (la principal y la más radical de todas ellas es la muerte); pero si recurrimos con fe a Cristo él abre caminos allí donde parecía imposible. El verdadero desafío es tener fe en Él.