XII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto

 

20 de junio de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • Aquí se romperá la arrogancia de tus olas (Job 38, 1. 8-11)
  • ¡Dad gracias al Señor, porque es eterna su misericordia!  (Sal 106)
  • Ha comenzado lo nuevo (2 Cor 5, 14-17)
  • ¿Quién es este? ¡Hasta el viento y el mar lo obedecen! (Mc 4, 35-41)
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            El episodio del evangelio de hoy sucede de noche y en el mar. En la simbólica bíblica la noche es el momento propicio para el desencadenamiento de las fuerzas del mal y el mar es el símbolo por excelencia del caos, de la amenaza, de lo abismal, de aquello que nos puede “engullir”. Así lo vemos en la primera lectura de hoy, sacada del libro de Job, donde Dios, para hacer posible la creación, impone unos límites al mar: “hasta aquí llegarás y no pasarás, aquí se romperá la arrogancia de tus olas”.    La vida del cristiano transcurre siempre como una navegación por un mar proceloso que puede destruirlo, “engullirlo”, “tragarlo”, en cualquier momento y hacer que desaparezca. Es digno de notar que el Señor pone un límite al mar, pero no lo destruye sino que lo mantiene hasta la implantación total de su reino. Sólo cuando el reino de Dios ha sido plenamente instaurado desparece el mar, tal como leemos al final del Apocalipsis: “Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva -porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no existe ya”  (Ap 21,1). Así es también la vida de cada cristiano y de la Iglesia entera: Dios no destruye a nuestros enemigos, ni nos quita los peligros, porque tenemos que crecer gracias a ellos.

            El mar que amenaza al cristiano y a la Iglesia es el poder del mundo que no quiere tolerar que la Iglesia diga una palabra distinta a la que él dice. Pero es también el mar que llevamos dentro de nuestro corazón cada uno de nosotros, es decir, los impulsos desordenados y las pasiones, que pueden destruir en nosotros la imagen de Dios y convertirnos en un guiñapo humano, como un cascarón de nuez, arrastrado por esa corriente de siete brazos que son los siete pecados capitales.

            Lo que llama la atención es el contraste entre el miedo de los discípulos y la tranquilidad de Jesús, que duerme plácidamente ignorando la tormenta. Jesús duerme porque para Él lo más determinante no es la situación sino su relación con el Padre del cielo. Él está tan seguro del amor de su Padre del cielo, que puede dormir en medio de la tempestad. “En paz me acuesto y enseguida me duermo, porque tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo” (Sal 4,9). Estas palabras del salmo se cumplen perfectamente en Jesús. Y se deberían cumplir también en nosotros, porque la certeza del amor del Señor tiene que ser más fuerte en nosotros que todos los peligros, tanto exteriores como interiores, que nos amenazan. Dormir es confiar en Dios.

            Los discípulos dirigen al Señor una plegaria sencilla y muy verdadera: “Maestro, ¿no te importa que perezcamos?”. Al Señor sí le importa, y mucho, que tú te hundas, que tú no seas el ser de comunión, de paz, de alegría, de amor, que Él ha visto cuando te creó. Porque el Señor no nos ha creado para que seamos un monigote arrastrado por nuestros impulsos, por nuestras pulsiones y pasiones, sino para que cada uno de nosotros sea un rostro, es decir, un ser único e irrepetible, que pronuncia una palabra de amor, de paz, de esperanza y alegría en esta vida. Y le importa tanto, que ha muerto en la cruz para que esto sea posible. Pero es necesario que nosotros le invoquemos, que le llamemos, que le digamos “¿no te importa, Señor, que perezcamos?”. A veces queremos vivir la vida cristiana sin oración, sin invocación, sin llamada angustiada al Señor. Y eso no es posible. Porque la vida cristiana es un milagro, que sólo Cristo puede hacer.

            Jesús se despierta y da una orden al mar, que inmediatamente le obedece. Y hace un reproche a sus discípulos: “¿Por qué sois tan cobardes? ¿Todavía no tenéis fe?”. Estas palabras expresan la pretensión de Jesús, que es, humanamente hablando, desmesurada, a saber, que su presencia, que su persona, si es acogida debidamente (es decir, con “fe”), tiene que expulsar todo temor, porque Él posee un poder con el que puede dominar cualquier situación. Que Jesús venga con nosotros es la garantía de que ninguna situación va a ser irremisiblemente negativa para nosotros. Ni tan siquiera la muerte. Pienso en los mártires del siglo XX. Pienso en aquel sacerdote jesuita anciano que era sistemáticamente torturado en Albania y cómo el Señor lo sostenía en medio de los tormentos.

            La presencia del Señor, su compañía, es la primera bendición y la garantía de toda bendición. Pues aquí subyace la cuestión de la identidad de Jesús, que los discípulos intuyen al ver lo que Jesús ha hecho y que les llena de temor: “Ellos se llenaron de gran temor y se decían unos a otros: «Pues ¿quién es éste que hasta el viento y el mar le obedecen»?”. Este temor no es le miedo que tenían antes a morir, sino la conciencia de estar ante Alguien que no es de este mundo, ante Alguien que trae la presencia y el poder de Dios en su propia persona.

            Que sepamos dar gracias a Dios porque Jesús, el Señor, viene en nuestra barca. Y que no tengamos vergüenza para invocarlo todas las veces que haga falta. ¿No te importa, Señor, que yo perezca?