20 de junio de 2021
(Ciclo B - Año impar)
- Aquí se romperá la arrogancia de tus olas (Job 38, 1. 8-11)
- ¡Dad gracias al Señor, porque es eterna su misericordia! (Sal 106)
- Ha comenzado lo nuevo (2 Cor 5, 14-17)
- ¿Quién es este? ¡Hasta el viento y el mar lo obedecen! (Mc 4, 35-41)
- Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf
El
episodio del evangelio de hoy sucede de noche y en el mar. En la simbólica
bíblica la noche es el momento propicio para el desencadenamiento de las
fuerzas del mal y el mar es el símbolo por excelencia del caos, de la amenaza,
de lo abismal, de aquello que nos puede “engullir”. Así lo vemos en la primera
lectura de hoy, sacada del libro de Job, donde Dios, para hacer posible la
creación, impone unos límites al mar: “hasta aquí llegarás y no pasarás, aquí
se romperá la arrogancia de tus olas”. La
vida del cristiano transcurre siempre como una navegación por un mar proceloso
que puede destruirlo, “engullirlo”, “tragarlo”, en cualquier momento y hacer
que desaparezca. Es digno de notar que el Señor pone un límite al mar, pero no
lo destruye sino que lo mantiene hasta la implantación total de su reino. Sólo
cuando el reino de Dios ha sido plenamente instaurado desparece el mar, tal
como leemos al final del Apocalipsis: “Luego vi un cielo nuevo y una tierra
nueva -porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar
no existe ya” (Ap 21,1). Así es también
la vida de cada cristiano y de la Iglesia entera: Dios no destruye a nuestros
enemigos, ni nos quita los peligros, porque tenemos que crecer gracias a ellos.
El mar que amenaza al cristiano y a
la Iglesia es el poder del mundo que no quiere tolerar que la Iglesia diga una
palabra distinta a la que él dice. Pero es también el mar que llevamos dentro
de nuestro corazón cada uno de nosotros, es decir, los impulsos desordenados y
las pasiones, que pueden destruir en nosotros la imagen de Dios y convertirnos
en un guiñapo humano, como un cascarón de nuez, arrastrado por esa corriente de
siete brazos que son los siete pecados capitales.
Lo que llama la atención es el
contraste entre el miedo de los discípulos y la tranquilidad de Jesús, que
duerme plácidamente ignorando la tormenta. Jesús duerme porque para Él lo más
determinante no es la situación sino su relación con el Padre del cielo. Él
está tan seguro del amor de su Padre del cielo, que puede dormir en medio de la
tempestad. “En paz me acuesto y enseguida me duermo, porque tú solo, Señor, me
haces vivir tranquilo” (Sal 4,9). Estas palabras del salmo se cumplen
perfectamente en Jesús. Y se deberían cumplir también en nosotros, porque la
certeza del amor del Señor tiene que ser más fuerte en nosotros que todos los
peligros, tanto exteriores como interiores, que nos amenazan. Dormir es confiar
en Dios.
Los discípulos dirigen al Señor una
plegaria sencilla y muy verdadera: “Maestro, ¿no te importa que perezcamos?”.
Al Señor sí le importa, y mucho, que tú te hundas, que tú no seas el ser de
comunión, de paz, de alegría, de amor, que Él ha visto cuando te creó. Porque
el Señor no nos ha creado para que seamos un monigote arrastrado por nuestros
impulsos, por nuestras pulsiones y pasiones, sino para que cada uno de nosotros
sea un rostro, es decir, un ser único
e irrepetible, que pronuncia una palabra de amor, de paz, de esperanza y
alegría en esta vida. Y le importa tanto, que ha muerto en la cruz para que
esto sea posible. Pero es necesario que nosotros le invoquemos, que le
llamemos, que le digamos “¿no te importa, Señor, que perezcamos?”. A veces
queremos vivir la vida cristiana sin oración, sin invocación, sin llamada
angustiada al Señor. Y eso no es posible. Porque la vida cristiana es un
milagro, que sólo Cristo puede hacer.
Jesús se despierta y da una orden al
mar, que inmediatamente le obedece. Y hace un reproche a sus discípulos: “¿Por
qué sois tan cobardes? ¿Todavía no tenéis fe?”. Estas palabras expresan la pretensión de Jesús, que es, humanamente
hablando, desmesurada, a saber, que su presencia, que su persona, si es acogida
debidamente (es decir, con “fe”), tiene que expulsar todo temor, porque Él
posee un poder con el que puede dominar cualquier situación. Que Jesús venga
con nosotros es la garantía de que ninguna situación va a ser irremisiblemente
negativa para nosotros. Ni tan siquiera la muerte. Pienso en los mártires del
siglo XX. Pienso en aquel sacerdote jesuita anciano que era sistemáticamente
torturado en Albania y cómo el Señor lo sostenía en medio de los tormentos.
La presencia del Señor, su compañía,
es la primera bendición y la garantía de toda bendición. Pues aquí subyace la
cuestión de la identidad de Jesús,
que los discípulos intuyen al ver lo que Jesús ha hecho y que les llena de
temor: “Ellos se llenaron de gran temor y se decían unos a otros: «Pues ¿quién
es éste que hasta el viento y el mar le obedecen»?”. Este temor no es le miedo
que tenían antes a morir, sino la conciencia de estar ante Alguien que no es de
este mundo, ante Alguien que trae la presencia y el poder de Dios en su propia
persona.
Que sepamos dar gracias a Dios porque Jesús, el Señor, viene en nuestra barca. Y que no tengamos vergüenza para invocarlo todas las veces que haga falta. ¿No te importa, Señor, que yo perezca?