XIII Domingo del Tiempo Ordinario

1 de julio de 2018
(Ciclo B - Año par)






  • Por envidia del diablo entró la muerte en el mundo (Sab 1, 13-15; 2, 23-24)
  • Te ensalzaré, Señor, porque me has librado (Sal 29)
  • Vuestra abundancia remedia la carencia de los hermanos pobres (2 Cor 8, 7. 9. 13-15)
  • Contigo hablo, niña, levántate (Mc 5, 21-43)
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Al amparo del Altísimo (Salmo 90) - Parte 2ª

Catequesis parroquial nº 146

Autor: D. Fernando Colomer Ferrándiz
Fecha: 27 de junio de 2018

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Natividad de San Juan Bautista

24 de junio de 2018
(Ciclo B - Año par)






  • Te hago luz de las naciones (Is 49, 1-6)
  • Te doy gracias porque me has escogido portentosamente (Sal 138)
  • Juan predicó antes de que llegara Cristo (Hch 13, 22-26)
  • Juan es su nombre (Lc 1, 57-66. 80)
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Vigilia de la solemnidad de la Natividad de san Juan Bautista

23 de junio de 2018
(Ciclo B - Año par)






  • Antes de formarte en el vientre, te elegí (Jer 1, 4-10)
  • En el seno materno tú me sostenías (Sal 70)
  • Sobre esta salvación estuvieron explorando e indagando los profetas (1 Pe 1, 8-12)
  • Te dará un hijo, y le pondrás por nombre Juan (Lc 1, 5-17)
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Los dos caminos

Las monjas nos enseñaron
que hay dos caminos que puedes seguir en la vida:
el de la naturaleza y el de lo divino.

Debes elegir cuál vas a seguir.

Lo divino no busca agradarse a sí mismo,
acepta ser desairado,
olvidado,
acepta los insultos
y las heridas.

La naturaleza solo busca agradarse a sí misma
y conseguir que otros le agraden.
Le gusta dárselas de gran señora,
salirse con la suya.
Encuentra razones para ser infeliz
cuando todo el mundo que la rodea resplandece
y el amor sonríe a través de todas las cosas.

Nos enseñaron que nadie que amara el camino de lo divino
acabaría mal.

Yo te seré fiel,
no importa lo que me suceda.

(De la película El árbol de la vida)

XI Domingo del Tiempo Ordinario

17 de junio de 2018
(Ciclo B - Año par)






  • Yo exalto al árbol humilde (Ez 17, 22-24)
  • Es bueno darte gracias, Señor (Sal 91)
  • En destierro o en patria, nos esforzamos en agradar al Señor (2 Cor 5, 6-10)
  • Es la semilla más pequeña, y se hace más alta que las demás hortalizas (Mc 4, 26-34)
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Rey del cielo, consolador...


Ésta es la oración más extendida en la Iglesia ortodoxa. Nunca se inicia una acción importante, tanto en la Iglesia como en el mundo, sin pronunciar esta oración. En la Iglesia, es la plegaria que introduce siempre la oración haciéndose eco de las palabras de san Pablo: "Y de igual manera, también el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables, y el que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios (Rm 8, 26-27). Y en los asuntos del mundo es una plegaria muy adecuada porque lo visible debe estar unido a lo invisible, de modo que se simbolicen mutuamente, y, como dice Máximo el Confesor, sólo el Espíritu Santo puede unir lo visible y lo invisible.

"Cristo" significa "ungido", y por eso el Señor se presentó a sí mismo, en la sinagoga de Nazaret, como “ungido” por el Espíritu Santo (Lc 4, 16-21). San Gregorio de Nisa afirma: “La noción de unción sugiere que no hay ninguna distancia entre el Hijo y el Espíritu. Pues del mismo modo que entre la superficie del cuerpo y la unción del aceite, no hay ningún intermediario, así es también inmediato el contacto del Hijo con el Espíritu, de tal manera que para encontrar al Hijo por la fe, es necesario encontrar antes el aceite por el contacto”. Por eso afirma san Pablo: "Porque el Señor es el Espíritu (…) así es como actúa el Señor, que es Espíritu" (2 Co 3, 17-18). Cristo y el Espíritu Santo son dos realidades inseparables, como las dos caras de una misma moneda.

Rey del cielo

La palabra "rey" afirma la divinidad del Espíritu Santo, tal como lo hizo el segundo Concilio ecuménico en el año 381. El Espíritu Santo no es una fuerza anónima sino Dios, una misteriosa "hipóstasis" divina, un modo único de subsistencia de la divinidad, como lo son también el Padre y el Hijo.

El "cielo" designa el mundo divino, el "Mar de la Divinidad", como gusta decir la tradición siríaca. El Espíritu Santo es el "Reino del Padre y la Unción del Hijo" tal como afirma, entre otros, san Gregorio de Nisa. Como rey, reina, pero reinar para Dios significa servir. El Espíritu Santo es el rey del cielo porque sirve la comunión de las otras dos hipóstasis divinas, del Padre y del Hijo. Existe el Uno, que es el Padre; el Otro, que es el Hijo; y la superación de toda oposición se hace en el Espíritu Santo que no reabsorbe al Otro en el Uno -como suele ocurrir en las espiritualidades asiáticas y en la gnosis- sino que constituye un Tercero, una Diferencia tres veces santa que sella la unidad divina, beso eterno del Padre y del Hijo, que les mantiene en su misteriosa alteridad constitutiva de la unidad más perfecta que existe, la de la Santa Trinidad. 

El Nombre de Dios que nos revela Jesús comporta una presencia recíproca entre el Padre y el Hijo: “Creedme, yo estoy en el Padre y el Padre está en mi” (Jn 14,11). Pero esta reciprocidad de la paternidad y de la filiación, comporta, en Dios, la presencia de un tercero, de una tercera persona, originada también en el Padre, pero no como un segundo hijo, sino con una alteridad original en relación al Padre y al Hijo: el Espíritu Santo. El ser del Dios que “es Amor” (1Jn 4,16) no puede consistir en una única persona, pero tampoco en dos: hacen falta tres para que la comunión de las personas sea amor y no simple reflejo especular. El amor que es Dios consiste en esto: el Padre sólo es Dios comunicando todo su ser y su vida divina al Hijo y al Espíritu; al Espíritu por el Hijo único, y a este Hijo muy amado en el Espíritu Santo. En el amor que es Dios nunca hay terzo scomodo, como en la comedia italiana: el tercero nunca es inoportuno. Tal es la característica del amor de Dios en Él y en quienes participan de él: amor abierto, dinamismo incansable de comunión, de una comunión cada vez más amplia, a la que todos puedan incorporarse, pues Dios quiere “que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (l Tm 2,4).

Consolador

El hombre es un ser necesitado de consuelo ya que su vida se ve sometida a múltiples aflicciones que, a menudo, le dejan des-consolado. Consolar es aliviar la aflicción para que ésta no sofoque la esperanza, para que el alma y el corazón del hombre no se vean abocados a la desesperación. Pero es muy difícil hacerlo porque el alma humana no es comparable a una superficie lisa, perfectamente abarcable con la vista. El alma humana es más bien semejante a esos vestidos que vemos en los cuadros de la pintura flamenca, que caen en innumerables pliegues. Los "pliegues" o recovecos del alma humana son, en efecto, innumerables y nunca puede estar uno seguro de haberlos visitado todos.

Por eso es tan difícil consolar, porque normalmente desconocemos de qué secreto repliegue del alma procede la congoja que nos invade y que impide que nuestra alma "vibre" ante algo que no sea el propio dolor o la propia aflicción. Porque para consolar no basta con recordar determinadas verdades que complementen o reequilibren las "verdades" que el dolor pone de relieve (por ejemplo, que él o ella ya no está aquí…). No basta con recordar esas verdades: hace falta, además, que esas verdades hagan "vibrar" alguna "cuerda" interior de mi alma, que encuentren algún eco afectivo en mi corazón. Pues sólo así el corazón del hombre no se deja acaparar por la marea del sufrimiento y mantiene un espacio para la esperanza.

X Domingo del Tiempo Ordinario

10 de junio de 2018
(Ciclo B - Año par)






  • Pongo hostilidad entre tu descendencia y la descendencia de la mujer (Gén 3, 9-15)
  • Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa (Sal 129)
  • Creemos y por eso hablamos (2 Cor 4, 13 - 5,1)
  • Satanás está perdido (Mc 3, 20-35)
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Oración de San Francisco de Asís ante el crucifijo de San Damián

Oh alto y glorioso Dios,
ilumina las tinieblas de mi corazón,
y dame fe recta, 
esperanza cierta
y caridad perfecta, 
sentido y conocimiento, Señor,
para que cumpla tu santo y veraz mandamiento.
Amén.


San Francisco de Asís (+1226)
(Oración que decía ante el crucifijo de San Damián)