II Domingo de Cuaresma

15 de agosto 

28 de febrero de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • El sacrificio de Abrahán, nuestro padre en la fe (Gén 22, 1-2. 9a. 10-13. 15-18)
  • Caminaré en presencia del Señor en el país de los vivos (Sal 115)
  • Dios no se reservó a su propio Hijo (Rom 8, 31b-34)
  • Este es mi Hijo, el amado (Mc 9, 2-10)
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          Los milagros de Jesús y su pretensión de perdonar los pecados y de anunciar la cercanía del Reino de Dios plantean una cuestión: ¿Quién es este hombre que se atreve a perdonar pecados y a anunciar la proximidad del Reino de Dios? ¿Quién es este hombre que posee poderes sanadores tan espectaculares? ¿Quién es él? El evangelio de hoy va a responder a esta cuestión diciendo: es el Hijo de Dios.

          Tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan y subió con ellos solos a una montaña alta. La “montaña alta” evoca el monte Sinaí, donde subió Moisés y estuvo cuarenta días delante del Señor, en gran intimidad con Él, recibiendo los mandamientos de Dios. Todo indica que Jesús busca la soledad y un marco adecuado para la intimidad. Va a hacer una gran revelación, pero no quiere que sea todavía pública, sino destinada tan solo a estos tres.

          Se transfiguró delante de ellos. La transfiguración no fue un cambio de la naturaleza de Jesús, sino una revelación de su verdadera naturaleza, de su identidad más profunda. La figura familiar y el aspecto habitual de Jesús se transforman ante sus ojos y ellos caen en la cuenta de que su aspecto habitual terreno-humano no expresa toda su realidad, toman conciencia de que él no está encerrado en los límites de la realidad terrena. Lo mismo indica el “blanco deslumbrador” de sus vestidos, que simboliza el mundo divino, la esfera de la luz esplendorosa de la majestad divina (cf. Mc 16,5; Ap 3,5)

          Se les aparecieron Elías y Moisés hablando con Jesús. No sólo son trascendidos los límites de la realidad terrena, sino que son superados también los confines del tiempo. Moisés y Elías simbolizan la Ley y los Profetas, es decir, la totalidad de las Escrituras del pueblo de Israel. Al hablar familiarmente con Jesús están testimoniando que todo lo que ellos dijeron e hicieron converge en Él, como dirá el propio Señor en otra ocasión: “Escudriñad las Escrituras (…) ellas dan testimonio de mí” (Jn 5,39). Su presencia indica que Jesús no es una especie de meteorito divino bajado de manera abrupta a la historia humana, sino que Jesús está inserto en la historia de Israel como Aquel que la culmina y la lleva a plenitud y que lo hace en la línea de Moisés y Elías, personajes que se preocuparon no de la realeza política de Israel sino de su correcta relación con Dios, de que Israel fuera verdaderamente el pueblo de Dios.

          Se formó una nube que los cubrió. La nube es un símbolo de la proximidad, cercanía y presencia de Dios hacia su pueblo, como se vio en la travesía del desierto, donde una nube los protegía del sol y les indicaba el camino, haciéndose columna de fuego durante la noche, para que pudiesen marchar de día y de noche (Ex 13,21). “Entrar en la nube” significa entrar en la intimidad con Dios, como se dice de Moisés (Ex 24,18). Y desde dentro de la nube surgió la voz que dijo:

          Éste es mi Hijo amado; escuchadlo. Dios proclama a Jesús su “Hijo amado”. Moisés y Elías son los más grandes entre sus servidores, pero Jesús es su Hijo amado (cf. Mc 12,2-6). Frente a Dios, Jesús no se encuentra simplemente en una condición de siervo, sino en una relación de origen y de igualdad de naturaleza, como sucede en la relación entre padre e hijo. Además Dios declara también su amor hacia Jesús: no sólo es Hijo, sino hijo “amado”. La relación entre Dios y Jesús es una relación de amor, con la intimidad y la confianza propia del amor. Por eso Jesús dirá: “Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce  nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,26).

          Jesús no es “un profeta más”, uno más de los “reveladores de Dios” (Krishna, Buda, Mahoma); Jesús es único, porque es el Hijo único de Dios. Por eso hay que “escuchar” a Jesús, porque sólo Él conoce de primera mano, de manera directa e inmediata, sin ninguna reserva, a Dios. La orden de escucharle llega poco después de que Jesús les haya anunciado la pasión (Mc 8,31-33) y Pedro se haya sublevado contra ese anuncio. Dios es raro, es desconcertante. Pero Jesús lo conoce perfectamente y cuando Dios nos habla por medio de Jesús, nos está diciendo su palabra definitiva, nos está revelando el fondo de su ser. Por eso la Carta a los Hebreos afirma: “Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo el universo; el cual es resplandor de su gloria e impronta de su sustancia” (Hb 1,1-3).

          San Juan de la Cruz  entendió perfectamente esto, y por eso escribió que “al darnos como nos dio a su Hijo –que es una Palabra suya que no tiene otra-, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar”. Que el Señor nos conceda “no poner los ojos más que en Él”.

Hasta el gorrión

Hasta el gorrión ha encontrado una casa; la golondrina un nido donde colocar sus polluelos: tus altares, Señor de los ejércitos, Rey mío y Dios mío (Sal 83, 4).


Para Dios no hay nada tan pequeño que no merezca su atención, que no sea objeto de su acogida y su cuidado; en Él hay un lugar tierno y cálido para todo ser, por insignificante que sea. “Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que hiciste; pues, si algo odiases, no lo habrías creado. ¿Cómo subsistiría algo, si tú no lo quisieras? ¿Cómo se conservaría, si no lo hubieras llamado? Pero tú eres indulgente con todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amigo de la vida” (Sb 11, 24-26). Dios no “descarta” a nadie. Él es Amor, y amar es afirmar el ser. Por eso Cristo habla de las aves del cielo y los lirios del campo y afirma que el Padre del cielo se ocupa de ellos (Mt 6, 26-29).

En el corazón de Dios hay un sitio, una casa, no sólo para lo pequeño sino también para lo “raro”, lo insólito, lo que no coincide con lo mayoritariamente vigente. Lo más importante de este versículo es la palabra hasta, porque esta preposición sugiere que no hay ningún límite para el amor de Dios, ni la pequeñez de un ser ni su carácter insólito o poco frecuente o socialmente minoritario. Y esto es importante para las personas que tienen problemas de identidad personal, que no saben decirse a sí mismas exactamente quiénes son. A ellas también el Señor les dice: “aunque no sepas muy bien quién eres, que sepas que en mi corazón tienes tu casa”.

Y esto vale también para la Iglesia. Pues dentro de la Iglesia pueden encontrarse cristianos que no se sienten nada cómodos con el ambiente reinante, con el clima espiritual dominante en un determinado momento de la vida de la Iglesia. También ellos deben saber que tienen su sitio en el corazón de Dios, que la Iglesia (“tus altares, Señor del universo”) es su casa y su familia, aunque en esa familia, en ese momento, parezcan “raros”, desacordes y disonantes con relación a la “melodía” dominante en ese momento.

La Iglesia es la casa de todos aquellos que profesan la fe católica (el Credo), que celebran la divina liturgia conforme dice la Iglesia (y no como se le ocurra al “creativo” de turno), y que se esfuerzan por tener caridad con todos. Tal vez lo que ahora parece disonante es profético, porque la calidad de la obra de cada uno sólo la conoce Dios y será revelada “el Día que ha de revelarse por el fuego. Y la calidad de la obra de cada cual, la probará el fuego” (1Co 3, 13). El “Día”, que san Pablo escribe con mayúscula, designa obviamente la Parusía de nuestro Señor Jesucristo, su venida gloriosa al final de los tiempos, y el “fuego” se refiere al Espíritu Santo. Sólo Él sabe quien desafina más.

I Domingo de Cuaresma

15 de agosto 

21 de febrero de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • Pacto de Dios con Noé liberado del diluvio de las aguas (Gén 9, 8-15)
  • Tus sendas, Señor, son misericordia y lealtad para los que guardan tu alianza (Sal 24)
  • El bautismo que actualmente os está salvando (1 Pe 3, 18-22)
  • Era tentado por Satanás, y los ángeles lo servían (Mc 1, 12-15)
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          En el evangelio de hoy contemplamos a Jesús que, inmediatamente después de su bautismo, se va, movido por el Espíritu Santo, al desierto, donde permanece durante cuarenta días. El bautismo de Jesús evoca el paso del Mar Rojo y su estancia de cuarenta días en el desierto, evoca igualmente los cuarenta años que Israel permaneció en el desierto antes de entrar en la tierra prometida. En el desierto Israel fue tentado y cayó; aquí Jesús va a ser tentado también por Satanás, pero no va a caer. Con ello se nos está diciendo que en Jesús, en Cristo, se retoma la historia del pueblo de Israel, pero ahora bajo el signo de la fidelidad a Dios y a su Reino. Jesucristo significa, por lo tanto, un nuevo comienzo para la historia de Israel, como historia de fidelidad y de amor (y no, como había sido hasta entonces, una historia de traición e infidelidad).

          En el desierto Jesús se encuentra con Satanás, con las fieras y con los ángeles. Satanás es el que pretende separar y enfrentar a Dios y a los hombres. Lo consiguió con nuestros primeros padres, Adán y Eva; pero no lo consigue con Jesús. Lo que sí consiguió es que Jesús sintiera el vértigo de la tentación, aunque sin conocer la amargura de la caída. Pues la tentación, queridos hermanos, es una especie de vértigo que se apodera de nosotros y que nos hace ver como bueno y bello aquello que, en realidad, es para nosotros destructor. Dios ha querido conocer, en su Hijo Jesucristo, ese vértigo que nos aflige y por eso nos comprende perfectamente. “Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado. Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de la gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para una ayuda oportuna” (Hb 4,15-16). Cuando nos sorprenda la tentación, acudamos a Cristo, porque Él conoce, por experiencia propia, lo que es ser tentado, y puede socorrernos.

          Las fieras, las alimañas, constituyen en la Biblia uno de los cuatro peligros que amenazan la vida del hombre, junto con la espada (la guerra), el hambre (las carestías) y la peste. Que Jesús conviva pacíficamente con las fieras significa que con Él volvemos al paraíso, donde Adán y Eva también convivían pacíficamente con los animales, y que con Él llegan los tiempos mesiánicos en los que “serán vecinos el lobo y el cordero (…) y un niño pequeño los conducirá (…) y nadie hará daño, nadie hará mal” (Is 11,6-9). Con este hombre, Jesús de Nazaret, que convive pacíficamente con las fieras en el desierto, la creación vuelve a ser como fue antes de que el hombre pecara y la obra de salvación se hace realidad.

          Los ángeles pertenecen a la esfera divina de manera exclusiva: están al servicio de Dios y sólo hacen lo que Él les ordena (Hb 1,14). Si sirven a Jesús en el desierto es porque han sido enviados por Dios para ello. El evangelio no especifica cual es el contenido de este servicio. No obstante, el hecho de que los ángeles sirvan a Jesús muestra la estrecha vinculación entre Él y Dios, muestra que Dios está con Jesús, que con Él Dios se hace cercano al hombre.

          Todos estos elementos van en la misma dirección: que con este hombre, Jesús de Nazaret, Dios se acerca a los hombres y les ofrece la posibilidad de empezar de nuevo, de retomar su historia personal y la historia de toda la humanidad desde un nuevo comienzo, para cambiar el signo de esa historia, para que ya no sea una historia de desobediencia sino de fidelidad, una historia de desencuentros entre Dios y los hombres sino de amistad y comunión profunda entre ambos.

          Y esto es lo que Jesús empieza a anunciar. “Se ha cumplido el plazo y está cerca el Reino de Dios”, significa que lo que durante tanto tiempo ha sido objeto de esperanza, llega ahora a ser realidad: Dios va a hacer cercano su dominio real sobre la Creación y sobre la historia humana. ¿Por qué dice Jesús esto, si siguen habiendo guerras, hambres, epidemias, terremotos y toda clase de catástrofes naturales? ¿Qué hay de nuevo en el panorama de dolor y sufrimiento que es la historia humana?

          Sólo hay una respuesta: Jesús. Lo nuevo es Él y que con Él y en Él Dios se acerca al hombre y lo introduce en el misterio de su propia vida divina. Y ese misterio es más fuerte que todo el misterio del mal. Todavía no ha desparecido el mal de la vida de los hombres, pero ya les ha sido dada a los hombres la posibilidad de vencerlo, si acogen a la persona de Cristo y se unen para siempre a Él. “Convertíos y creed la Buena Noticia” significa ante todo esto que estamos diciendo: creed que en Cristo está la fuerza de Dios venciendo el mal. Mirad hacia Él más que hacia el mal; adherid a Él, porque en Él y por Él, Dios va a instaurar su Reino. La fe es esta adhesión completa a Cristo, y el bautismo es el sacramento que la realiza hasta el punto de unirnos a Él de un modo orgánico, como el sarmiento está unido a la vid (Jn 15,5). Que el Señor nos conceda vivirlo con total intensidad.

Cáliz de Qaraqosh (Irak)

Parroquia San León Magno
Domingo 21 de febrero de 2021
12:30 h Eucaristía 



 El cáliz profanado en Irak estará presente en la Eucaristía de 12:30 h 
en la Parroquia San León Magno (Murcia).

El don de inteligencia


 Qué es el don de inteligencia

          Es propio de la inteligencia leer dentro, intus-legere, es decir, penetrar hasta el interior de las cosas, descubriendo bajo sus apariencias su realidad: bajo los efectos las causas y bajo las palabras el sentido que poseen. El don de inteligencia es el instinto de amor infundido en nosotros por el Espíritu Santo, por el que descubrimos las verdades iluminadoras que encierran los signos que el Cielo nos da.

          Por la fe (fides qua creditur) adherimos, en la noche, a todo lo que Dios nos revela del absoluto de Verdad que es él mismo (fides quae creditur). Decimos que la fe se produce “en la noche”, porque las verdades que Dios nos revela exceden nuestra capacidad natural de investigación de la verdad. Lo que hace que esta noche de la fe sea una “noche luminosa” es, precisamente, el don de inteligencia, por el que cada una de las verdades del Credo se nos hace luminosa e ilumina al resto de las verdades. Entonces toda la noche divina de la fe se hace transparente: eso es lo que nos da el don de inteligencia amorosa.

          El don de inteligencia nos hace penetrar en los abismos de Dios. Por el don de inteligencia el Espíritu Santo nos ilumina Él mismo para penetrar profundamente los misterios de Dios. San Pablo reconoce que Dios le ha comunicado la inteligencia del misterio de Cristo y de su Iglesia (Ef 3,5) y pide para los cristianos de Éfeso la misma gracia de iluminación espiritual: “Que el Dios de Nuestro Señor Jesucristo y Padre de la gloria os conceda Espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de Él, iluminando los ojos de vuestro corazón para que entendáis cuál es la esperanza a que os ha llamado” (Ef 1,17-18). De este modo llegarán a comprender “la anchura y la longitud, la altura y la profundidad” (Ef 3,18) del plan de salvación que Dios, en su caridad, ha realizado en favor de los hombres, en el Mesías Jesús.

          Para realizar esta tarea el don de inteligencia puede perfeccionar las operaciones naturales de la inteligencia, es decir, la elaboración de conceptos y de juicios, otorgándoles una perfección que procede del “modo divino” propio de los dones del Espíritu Santo. Entonces la inteligencia capta rápidamente la esencia de cada realidad y “ve”, de un modo intuitivo, el juicio valorador de Dios sobre la realidad que contempla, porque lo hace bajo la acción directa del Espíritu Santo por el don de inteligencia (así ocurre en los grandes Doctores de la Teología). Pero también el Espíritu Santo se puede valer de visiones, como hizo a menudo con los profetas o con San Pedro estando en Jope (He 11,1-17), o de imágenes-clave, sintéticas, que pueden resumir o sintetizar toda una doctrina espiritual, como ocurre a menudo con los místicos (el castillo interior con sus siete moradas de Santa Teresa, o la montaña del Carmelo con sus tres sendas, o la llama de amor viva de San Juan de la Cruz, o el ascensor de Santa Teresita del Niño Jesús). El Espíritu Santo, teniendo en cuenta la peculiar configuración espiritual y psicológica de cada uno, le ilumina de la manera más conveniente para que “aprehenda las esencias”, es decir, comprenda los conceptos y valore rectamente cada realidad.

 

Qué hace el don de inteligencia

a) Nos da una correcta inteligencia del misterio de Dios

          La Sagrada Escritura, al hablar de Dios, emplea con gran libertad imágenes y símbolos: “Yo te amo, Señor, mi fortaleza, mi roca, mi alcázar, mi escudo y peña en que me amparo” (Sal 17); “Pelea, Señor, contra los que me atacan, guerrea contra los que me hacen la guerra, empuña el escudo y la adarga, levántate y ven en mi auxilio” (Sal 34). La razón de ello es que, como quiera que Dios es invisible, inefable, incomprensible (cf. Col 1,15; 1Tm 1,17; Hb 11,27), parece más adecuado –o menos inadecuado- referirse a Él mediante imágenes y símbolos, que no mediante conceptos que, pretendiendo ser exactos, no pueden nunca expresar adecuadamente a Aquel que es inabarcable.

          Por eso afirma San Dionisio Areopagita que los símbolos más diversos son los mejores porque no corren el riesgo de detener en sí mismos el ímpetu del alma. Y así lo hace la Biblia que, para hablar de Dios, se sirve a menudo de imágenes muy terrenas: “Comparan a Dios con fuego que arde sin quemar (Ex 3,2; Sb 18,3; Ex 13,21), agua que comunica plenitud de vida, que metafóricamente llega a las entrañas y forma ríos inagotable (Jn 4,14; 7,38; Prov 18,4). Usan también semejanzas de cosas ordinarias, como ungüento suave (Ct 1,3; Is 61,1; Jr 1,5; Hch 10,36), piedra angular (Is 28,16; Ef 2,20). Llegan hasta comparaciones de animales. Atribuyen a Dios propiedades del león, la pantera, el leopardo y el oso devorador (Is 31,4; Os 5,14; 13,7). Añádase lo que parece más abyecto e impropio de todo, la forma de gusano (Sal 22,6)”, sigue afirmando San Dionisio. El don de inteligencia nos permite comprender el justo sentido de todos estos símbolos referidos a Dios y usarlos con propiedad. Nos enseña a hablar correctamente sobre Dios, lo cual resulta imprescindible para la evangelización.      

 

b) Nos enseña el verdadero sentido de la Sagrada Escritura   

          Los Padres de la Iglesia han insistido en un principio fundamental: comprender la Sagrada Escritura es un don de Dios, tal como afirma San Gregorio Magno: “Las palabras de Dios no pueden penetrarse sin su sabiduría, y el que no ha recibido el Espíritu no puede, en modo alguno, entender sus palabras”. Toda lectura de la Palabra de Dios presupone la venida del Espíritu Santo, porque la Palabra no cobra vida sino por el Espíritu, que en ella vive y aletea. Simeón el Nuevo Teólogo afirma: “Otros escritos, en efecto, pueden comprenderse y ser bien conocidos por los que los leen, pero los que son divinos y tratan de la salvación, no se pueden comprender ni guardar sin la iluminación del Espíritu Santo”.

          Sólo el Espíritu Santo –que es el que “habló por los profetas”, como decimos en el Credo niceno- puede desvelarnos el verdadero sentido de la Sagrada Escritura. Sin él la comprensión de las Escrituras sería un problema intelectual; gracias a Él, por el don de inteligencia, se convierte en una lectio divina, es decir, en un entrar en la mirada y en la comprensión de Dios mismo. El don de inteligencia nos revela el sentido profundo de las palabras y de los gestos de Jesús (que también son palabras). Pues el sentido de las Escrituras no se adquiere por un intelectualismo cerebral, sino por la escucha amorosa y filial de la Palabra, bajo la acción del don de inteligencia.

          El propio Señor Resucitado “abrió la inteligencia” de sus discípulos para que “entendiesen las Escrituras” (Lc 24,45), pues sin ese “entendimiento” es imposible conocer de verdad a Jesús, descubrir su verdadera identidad, comprender que Él es el Mesías anunciado y esperado: “Él les dijo: “¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?” Y, empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras” (Lc 24,25-27). Por el don de inteligencia penetramos el sentido de la Escritura, comprendemos cómo el Antiguo Testamento se ordena al Nuevo, cómo en el Antiguo “está latente el Nuevo, y en el Nuevo “está patente” el Antiguo (San Agustín).

          Todos los místicos y muchos cristianos han experimentado este fenómeno: sin estudios, sin discursos, sin ayuda de ningún elemento humano, de repente el Espíritu Santo les revela, con una intensidad vivísima, el sentido de alguna sentencia de la Escritura, sumergiéndoles en un abismo de luz. Allí suelen encontrar el “lema” que da sentido y orientación a toda su vida: el “cantaré eternamente las misericordias del Señor” (Sal 88,1) de Santa Teresa, o el “si alguno es pequeño venga a mí” (Prov 9,4) de Santa Teresita, o la “alabanza de gloria” (Ef 1,6) de la beata Isabel de la Trinidad.

 

c) Nos ayuda a vivir correctamente la liturgia

          Uno de los medios más evocadores de los misterios divinos, como ya hemos dicho, es el símbolo. El símbolo penetra todo el dominio de la vida humana y encuentra en la Liturgia su expresión más privilegiada, pues en ella los símbolos llegan a conferir la gracia de Dios (sacramentos). Por el don de inteligencia se nos concede una correcta percepción de los símbolos mediante los cuales se expresa el sentido de lo sagrado y se nos libra de la tentación de querer reducir la liturgia a enseñanza, a mera catequesis, a palabras. La liturgia es un lenguaje hecho por igual de palabras y de gestos, de silencio y de símbolos, que, de este modo, es mucho más integral que las meras palabras, y nos “coge” en la totalidad de nuestro ser espiritual y corporal a la vez.

          El don de inteligencia nos concede penetrar el sentido de los símbolos que emplea la liturgia, sobre todo en los sacramentos que son “las fuerzas que salen del Cuerpo de Cristo, siempre vivo y vivificante” (CEC 1116). Pues los sacramentos son acciones de Cristo en persona; no sólo están administrados en su nombre, sino que es Cristo mismo quien los administra, pues el sacerdote actúa in persona Christi: es siempre Cristo quien bautiza, quien confirma, quien sana, quien perdona, quien consagra etc. El don de inteligencia nos permite comprender todo esto, a pesar de la esencial humildad propia de los sacramentos, que esconden la acción divina bajo signos humanos (agua, pan y vino, aceite etc.).

         

d) Nos concede el descubrimiento del mundo invisible

          En el mundo actual el hombre está prisionero de la imagen sensible y ha perdido el sentido de lo invisible. Es un “hombre animal” que no percibe ya lo espiritual y divino: “El hombre naturalmente no capta las cosas del Espíritu de Dios; son necedad para él” (1Co 2,14). Por el don de inteligencia se nos abre este “sentido de lo invisible”, por el cual empezamos a percibir la dimensión invisible de la creación. En el Credo, en efecto, decimos “Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible”. El creyente es, como Moisés, alguien que camina “como si viera al Invisible” (Hb 11,27), alguien cuya mirada está centrada precisamente en lo invisible: “No ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las cosas visibles son pasajeras, mas las invisibles son eternas” (2Co 4,18).

          Esto vale particularmente del misterio de la Iglesia, cuya esencia última es invisible, porque es la obra de divinización de la humanidad que Dios va realizando progresivamente.  El don de inteligencia también nos permite comprender el misterio de Iglesia, que está oculto bajo  los humildes signos de su humanidad: “Es característico de la Iglesia ser, a la vez, humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina, y todo esto de suerte que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos” (SC 2). Percibir la realidad de la Iglesia es una gracia, es un acto de fe, que el Espíritu Santo actúa en nosotros mediante el don de inteligencia.

 

El don de inteligencia y la bienaventuranza de los limpios de corazón

          Cada don del Espíritu Santo lleva consigo como un inicio de bienaventuranza. En el don de inteligencia se trata, obviamente, de la bienaventuranza de los limpios de corazón: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8). La pureza de corazón consiste en la carencia de duplicidad, de doblez, es decir, en la simplicidad del corazón, en la actitud de un corazón que no está dividido entre Dios y los ídolos (Sal 23,4), sino que está perfectamente unificado en torno a Dios. Por eso el salmista ora: “Señor, unifica mi corazón” (Sal 86,11), a fin de que, estando todo él centrado en Dios, no se disperse en una "legión" (Mc 5,9), sino que se unifique “en el temor del Señor”, alcanzando así la “sencillez de corazón” (Col 3,22), es decir, la actitud espiritual propia del hombre que sólo teme a Dios. Es la actitud que el Señor alabó en Natanael (Jn 1,47) y cuya carencia reprochó a los fariseos (Mt 23,25-28 Lc 11,39-40). La pureza de corazón hace del corazón del hombre un prisma totalmente transparente a la luz de Dios. Por eso esta bienaventuranza remite a la visión.

          Por el don de inteligencia, miramos con la mirada de Dios y entonces todo se hace luminoso y lleno de belleza porque los ojos de Dios son “demasiado puros para ver el mal” (Ha 1,13) y Él que es “luz sin tiniebla alguna” (1Jn 1,5) posee una visión luminosa de toda la realidad. De esa visión participan los limpios de corazón: “Para los limpios todo es limpio; mas para los contaminados e incrédulos nada hay limpio, pues su mente y conciencia están contaminadas” (Tt 1,15). Por eso el limpio de corazón sigue a Dios por dondequiera que vaya (Ap 14,4), es el amigo del Esposo que se alegra de escuchar su voz (Jn 3,29), conoce las costumbres de Dios y sabe discernir su presencia y su acción en medio de los asuntos del mundo.

          El corazón puro es un vidente que percibe a Dios por todas partes. Para el limpio de corazón es evidente que Dios es la única realidad absoluta sobre la que es posible construir la totalidad de la vida humana. Poco antes de su muerte le preguntaron al cardenal Wyszynski en una entrevista cuál era la idea arquitectónica de toda la pastoral de la Iglesia de Polonia. El cardenal respondió con una sola palabra: ¡Dios! ¡Dios por todas partes! Pues desde el comienzo de la alianza Dios ha sostenido un solo combate: el combate de su existencia en el corazón de los hombres en contra de los falsos dioses y de los ídolos.

          Sólo los corazones puros son capaces de vencer todos los totalitarismos. Se da, en efecto, una relación muy estrecha entre la bienaventuranza de los corazones puros y la limpieza de las relaciones entre la Iglesia y los poderes temporales. Tomás Moro, canciller del rey Enrique VIII, era un corazón puro; esta pureza repercutía en las relaciones que mantenía con el monarca. Tomás Becket actuaba del mismo modo con Enrique II. Pío VI y Pío VII obraron igualmente con Napoleón. Aquellos cristianos que ocupan cargos elevados en la sociedad civil y en la Iglesia tienen una necesidad inmensa de esta bienaventuranza que, basada en la limpidez de la alianza, asegura la pureza -la castidad- de las relaciones con los poderes mundanos.

            Lo opuesto al don de inteligencia es la ceguera espiritual y el embotamiento del sentido espiritual. La primera está conectada con la lujuria y el segundo con la gula, pues los pecados de la carne se oponen a los vuelos del entendimiento espiritual. Por eso la castidad y la sobriedad son fuentes de lucidez espiritual. Sólo el hombre “de manos inocentes y puro corazón” puede “subir al monte del Señor y estar en el recinto sacro”, es decir, entrar en comunión con Dios (Sal 23,3-4). Pero en el fondo del corazón del hombre habitan unos impulsos egoístas, capaces de brotar con violencia en cualquier momento, que se oponen a la acción de Dios en nosotros. Pablo hizo la dolorosa experiencia de esta condición (Rm 7,21-23). A causa de ello el corazón humano "escapa", en cierto modo, al control del propio hombre, al que constituye y define. De ahí que la "limpieza" del propio corazón sea una tarea que supera las posibili­dades del hombre y que tenga que ser el propio Dios quien la asuma. El conferirá al hombre un corazón nuevo (Ez 36,26) que Le conozca y con el que el hombre se entregue a El “con todo su corazón” (Jer 24,7).

          Para que el don de inteligencia se ejerza, es imprescindible una gran pureza de corazón: la mirada del alma debe de estar purificada del peso de las imágenes, de los errores, de la seducción y de la perversión de las herejías. Y eso supone que la pureza de corazón haya llegado a la parte superior del alma, a la mens, es decir, al espíritu, al centro del alma. Y esta obra de purificación la hace el don de inteligencia: Et hanc munditiam facit donum intellectus (Santo Tomás II-II, q.8, a.7). Que el Señor nos lo conceda.

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VI Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

14 de febrero de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • El leproso vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento (Lev 13, 1-2. 44-46)
  • Tú eres mi refugio, me rodeas de cantos de liberación (Sal 31)
  • Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo (1 Cor 10, 31 — 11, 1)
  • La lepra se le quitó, y quedó limpio (Mc 1, 40-45)
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Uno de los mayores peligros espirituales que acechan al hombre es el de la confusión, el de no diferenciar y no distinguir claramente la verdad de la mentira, el bien del mal. Contra ese peligro se yerguen, en el Antiguo Testamento, las leyes de pureza e impureza, cuyo mensaje central es claro: no todo es lo mismo ni da lo mismo, y no podemos abordar la relación con Dios de cualquier modo. Con estas leyes Dios va educando a su pueblo, y a la humanidad entera a través de él, para que dé un testimonio correcto de la Verdad y del Bien que proceden de Dios y que nos obligan a distinguir entre lo que construye y lo que destruye, lo que clarifica y lo que confunde, lo que realiza al hombre y lo que le destroza.

En este contexto se inscribe la primera lectura de hoy, donde se nos explica que la lepra es fuente de impureza y que, en consecuencia, un leproso no puede participar en el culto divino, como tampoco en la convivencia humana: por eso tiene que vivir “solo”, “fuera del campamento”, proclamando a voz en grito que es impuro. El leproso es un “intocable” porque, simbólicamente hablando, es como una encarnación del mal y su aislamiento es una manera de enseñarnos que “no hay que tocar al mal” porque quien toca el mal, quien juega con él, se contamina. Pero ese aislamiento es “mientras le dure la lepra”, porque Dios puede curar también de la lepra y por eso el libro del Levítico prevé también lo que hay que hacer en caso de curación (Lv 14, 1-32).

El evangelio de hoy se inscribe en este régimen de pureza e impureza y posee un carácter doblemente paradójico, por parte del leproso y por parte de Jesús. El leproso del evangelio de hoy realiza un gesto sorprendente: se acerca a Jesús (cosa que tenía prohibida) y se arrodilla delante de él. Este gesto expresa una gran confianza en la bondad y en el poder de Jesús; y una gran humildad. El leproso suplica su curación con mucha fe (“puedes limpiarme”) y con mucha humildad (“si quieres”: no estás obligado a hacerlo).

Y Jesús hace un gesto desconcertante: extiende su mano y toca al leproso, es decir, toca al intocable. “Extender la mano” en la Biblia expresa la intervención salvadora de Dios (“extiendes tú la mano y tu derecha me salva”, dice el salmo 138,7). Y el leproso queda curado. Si sólo Dios podía curar de la lepra, esto significa que en Jesús actúa el poder de Dios.

La curación de los leprosos figuraba entre los signos de los tiempos mesiánicos. Por lo tanto con este milagro Jesús está diciendo que los tiempos mesiánicos han llegado con Él, que su mano es la mano de Dios que, al tocar lo impuro lo vuelve puro, que su palabra tiene la misma eficacia de la palabra de Dios, que dice una cosa y la hace, como se vio en la creación del mundo. Hermanos: cada uno de nosotros tiene su lepra, porque tiene su pecado. La lepra del cuerpo era un símbolo de la verdadera lepra del hombre, que no es la enfermedad corporal sino la complicidad personal con el mal que hay en cada uno de nosotros. La Buena Noticia que nos da hoy la Iglesia es que hay uno, Cristo Jesús, que posee el poder de Dios para curarnos de esa lepra, para perdonar nuestros pecados e ir arrancando de nuestro corazón su complicidad con el mal, haciendo de nosotros unos hombres nuevos. Pero para ello es necesario que cada uno de nosotros se ponga de rodillas ante Él y le suplique con toda humildad y confianza “si quieres, puedes curarme”. Entonces Él, que es omnipotente y misericordioso, nos tocará y nos sanará.

El lugar donde Cristo Jesús “nos toca” son los sacramentos. Y sólo hay cristianismo cuando hay sacramentos. Porque el cristianismo no es, en primer lugar, una doctrina moral o metafísica, sino un encuentro personal con Cristo, en el que Él pone su mano sobre nosotros y nos dice: “quiero, queda limpio”, de modo que va haciendo de nosotros un hombre nuevo.

Que el Señor nos conceda una inmensa fe en su poder y en su bondad, y la humildad necesaria para dejarnos alcanzar por Él.

Cáliz de Qaraqosh (Irak) en Murcia

 

Este cáliz fue utilizado por militantes del Daesh para afinar la puntería de sus armas en la llanura de Nínive, en Mosul (Irak). Tras ser recuperado entre los escombros del templo en el que se conservaba, se volvió a consagrar y, desde entonces, ha viajado por numerosas ciudades para recordar la realidad, más actual que nunca, de las persecuciones que los cristianos sufren en muchos lugares del mundo.

Este cáliz, que representa a tantos sacerdotes perseguidos, nos muestra una mirada de esperanza y confianza en Dios, que nos enseña a vivir la fe en nuestros países.

El cáliz profanado en Irak va a visitar Murcia por iniciativa de la fundación pontificia Ayuda a la Iglesia Necesitada (ACN).

El próximo domingo 21 de febrero estará presente en la parroquia San León Magno, en la Eucaristía que se celebrará a las 12:30 h.


Por los enfermos



Padre Santo,
cuida de todos los enfermos del mundo;
sostén a quienes han perdido la esperanza;
consuela a quienes lloran en el dolor o sufrimiento;
protege a quienes no son atendidos;
acompaña a quienes viven en soledad;
alumbra a quienes pasan
una “noche oscura” y desesperan;
ilumina a quienes ven tambalear su fe
y se sienten atacados por las dudas;
da paz a quienes se impacientan;
devuelve la esperanza y la alegría
a quienes se llenaron de angustia;
cura los padecimientos de los más débiles y ancianos;
guía a los moribundos al gozo eterno;
conduce a todos al encuentro con Dios;
bendice abundantemente
a quienes acogen a los que sufren,
los acompañan con amor en la soledad,
les infunden alegría y esperanza,
los consuelan en su angustia y los sirven con caridad.
Amén.

 (Inspirada en San Pío de Pietralcina)


V Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto

 

7 de febrero de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • Me harto de dar vueltas hasta el alba (Job 7, 1-4. 6-7)
  • Alabad al Señor, que sana los corazones destrozados (Sal 146)
  • Ay de mí si no anuncio el Evangelio (1 Cor 9, 16-19. 22-23)
  • Curó a muchos enfermos de diversos males (Mc 1, 29-39)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

Predicando en las sinagogas y expulsando demonios. San Marcos subraya que el ministerio de Cristo se realiza mediante la predicación /y/ las “acciones de poder”, que consisten en expulsar demonios (exorcismos) y realizar curaciones. La predicación ocurre en las sinagogas. En Israel había un solo templo que estaba en Jerusalén. En cambio, en cada aldea había una sinagoga, que era el lugar donde se reunía la comunidad para rezar y escuchar la palabra de Dios en la Sagrada Escritura. Al predicar en las sinagogas Jesús está insertando su ministerio en la vida litúrgica del pueblo de Israel y con ello está diciendo que lo que Él anuncia es el cumplimiento del obrar salvífico de Dios a lo largo de la historia de Israel. Está subrayando la continuidad en la novedad, lo que el mismo Señor expresará más tarde diciendo: “No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento” (Mt 5,17).

Las acciones de poder (exorcismos y curaciones), por su parte, proclaman que Dios es todopoderoso, que no hay nada que se le resista, que Él es más fuerte que todo lo que aflige al hombre; y que Él es misericordioso, compasivo, lleno de ternura hacia los hombres y sus miserias y desgracias; que Él tiene la última palabra y que, por lo tanto, hay esperanza para el hombre. “Mis días se consumen sin esperanza”, ha dicho Job en la 1ª lectura de hoy. A este lamento responden los milagros de Jesús, en los que se ve que para Dios “nada hay imposible” (Lc 1, 37). Las “acciones de poder” de Jesús significan que Él no es sólo un maestro y que, por lo tanto, el cristianismo no es sólo una doctrina, sino el encuentro con Aquel que no sólo predica (enseña, muestra la Verdad), sino que vence el Mal.

¿Cómo es mi relación con Cristo? ¿Lo considero sólo como un maestro que me enseña o soy capaz también de pedirle que me cure, que sane mi corazón?

La curación de la suegra de Pedro ilustra el dominio de Jesús sobre cualquier manifestación del mal, en este caso la fiebre como síntoma de una enfermedad. El verbo que emplea san Marcos, en el texto griego, para decir que la suegra de Pedro “se levantó” es el mismo verbo que emplea para decir que Cristo “resucitó”. Las curaciones que hace el Mesías Jesús son creadoras de un hombre nuevo, de un ser “resucitado”; Jesús no sólo sana el cuerpo, sino la totalidad de la persona, creando un hombre nuevo. Por eso dice el evangelio que se levantó “y se puso a servirles”: servir a Jesús y a sus discípulos -es decir, a su Iglesia- es el rasgo distintivo del hombre nuevo, del hombre que ha iniciado una existencia resucitada, toda ella determinada por la caridad.

¿Comprendo yo que Cristo quiere hacer de mí un hombre nuevo o me limito a pedirle que me solucione alguna que otra “fiebre” (es decir, algún que otro problema)?

Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar. Al Señor Jesús le creaba problemas el éxito entre los hombres, porque los hombres -en este caso los habitantes de Cafarnaún- querían retenerlo, “hacerlo suyo”. Jesús experimenta así la tensión entre la voluntad y los deseos de los hombres y la misión que Él ha recibido del Padre. Y por eso busca el silencio y la soledad para orar. Tal vez lo más probable es que el Señor le pidiera al Padre del cielo luz para saber qué camino tomar, si debía establecerse en Cafarnaún -donde acababa de tener tanto éxito (“todo el mundo te busca”)-, o si más bien tenía que irse a otra parte.

Las palabras de Jesús: “Vámonos a otra parte para predicar también allí, que para eso he venido” expresan la respuesta que el Padre le dio en la oración. Jesús no va a “echar raíces” en ningún lugar físico; sus raíces, su enraizamiento, será la voluntad del Padre y el corazón de los hombres. Es ahí donde Él quiere “echar raíces” y no en Cafarnaún. Las raíces del hombre están constituidas por lo que su corazón ama; y en el caso de Jesús lo que él ama es el Padre del cielo y también los hombres.

¿Busco yo también el silencio y la soledad para la oración? ¿Le pido al Señor que me dé luz para ver cuál es Su voluntad sobre mí?

Interpretar un texto



De lo que es evidente no se habla, lo que se comprende solo goes without saying, no hace falta decirlo. Cuando abordamos un texto siempre está implícita esta pregunta: ¿qué es lo que para el autor era evidente y por lo tanto no lo ha dicho y en consecuencia está sobreentendido?

En esta verdad reside la dificultad principal, esencial, de cualquier interpretación de un texto. Porque las cosas que permanecen sobreentendidas, en razón de su evidencia, para el autor, no son en absoluto evidentes para el comentador; en consecuencia éste no las percibe en una aprehensión inmediata, como percibe el pensamiento expresado. Todo lo cual provoca una alteración de la tonalidad, incluso para lo que él ha efectivamente percibido.

Lo que es decisivo (y muy difícil) en la interpretación de un texto, sobre todo cuando este texto pertenece a una civilización o a una época extraña, es precisamente esto: captar las evidencias fundamentales que, sin estar expresadas, atraviesan la contextura de lo que se dice, encontrar esa clave musical invisible que gobierna lo que se dice explícitamente. Se ha llegado incluso a afirmar que la doctrina de un pensador es precisamente “lo que no está dicho en lo dicho” (Heidegger). Quizá es una fórmula un poco forzada. Pero su sentido está claro: si una interpretación no alcanza el fondo no-expresado, sub-yacente a las palabras de un texto, es siempre inexacta porque se le escapa algo de su sentido profundo.

(J. PIEPER, De l’élément négatif dans la philosophie de saint Thomas d’Aquin, en Dieu vivant, 30, p. 35)