28 de febrero de 2021
(Ciclo B - Año impar)
- El sacrificio de Abrahán, nuestro padre en la fe (Gén 22, 1-2. 9a. 10-13. 15-18)
- Caminaré en presencia del Señor en el país de los vivos (Sal 115)
- Dios no se reservó a su propio Hijo (Rom 8, 31b-34)
- Este es mi Hijo, el amado (Mc 9, 2-10)
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Los milagros de Jesús y su pretensión
de perdonar los pecados y de anunciar la cercanía del Reino de Dios plantean
una cuestión: ¿Quién es este hombre que se atreve a perdonar pecados y a
anunciar la proximidad del Reino de Dios? ¿Quién es este hombre que posee
poderes sanadores tan espectaculares? ¿Quién es él? El evangelio de hoy va a
responder a esta cuestión diciendo: es el Hijo de Dios.
Tomó
consigo a Pedro, a Santiago y a Juan y subió con ellos solos a una montaña alta.
La “montaña alta” evoca el monte Sinaí, donde subió Moisés y estuvo cuarenta
días delante del Señor, en gran intimidad con Él, recibiendo los mandamientos
de Dios. Todo indica que Jesús busca la soledad y un marco adecuado para la
intimidad. Va a hacer una gran revelación, pero no quiere que sea todavía
pública, sino destinada tan solo a estos tres.
Se
transfiguró delante de ellos. La transfiguración no fue un cambio de la
naturaleza de Jesús, sino una revelación
de su verdadera naturaleza, de su identidad más profunda. La figura familiar y
el aspecto habitual de Jesús se transforman ante sus ojos y ellos caen en la
cuenta de que su aspecto habitual terreno-humano no expresa toda su realidad,
toman conciencia de que él no está encerrado en los límites de la realidad
terrena. Lo mismo indica el “blanco deslumbrador” de sus vestidos, que
simboliza el mundo divino, la esfera de la luz esplendorosa de la majestad
divina (cf. Mc 16,5; Ap 3,5)
Se
les aparecieron Elías y Moisés hablando con Jesús. No sólo son
trascendidos los límites de la realidad terrena, sino que son superados también
los confines del tiempo. Moisés y Elías simbolizan la Ley y los Profetas, es
decir, la totalidad de las Escrituras del pueblo de Israel. Al hablar
familiarmente con Jesús están testimoniando que todo lo que ellos dijeron e
hicieron converge en Él, como dirá el propio Señor en otra ocasión: “Escudriñad
las Escrituras (…) ellas dan testimonio de mí” (Jn 5,39). Su presencia indica
que Jesús no es una especie de meteorito divino bajado de manera abrupta a la
historia humana, sino que Jesús está inserto en la historia de Israel como
Aquel que la culmina y la lleva a plenitud y que lo hace en la línea de Moisés
y Elías, personajes que se preocuparon no de la realeza política de Israel sino
de su correcta relación con Dios, de que Israel fuera verdaderamente el pueblo de Dios.
Se
formó una nube que los cubrió. La nube es un símbolo de la proximidad,
cercanía y presencia de Dios hacia su pueblo, como se vio en la travesía del
desierto, donde una nube los protegía del sol y les indicaba el camino,
haciéndose columna de fuego durante la noche, para que pudiesen marchar de día
y de noche (Ex 13,21). “Entrar en la nube” significa entrar en la intimidad con
Dios, como se dice de Moisés (Ex 24,18). Y desde dentro de la nube surgió la
voz que dijo:
Éste es mi Hijo amado; escuchadlo.
Dios proclama a Jesús su “Hijo amado”. Moisés y Elías son los más grandes entre
sus servidores, pero Jesús es su Hijo amado (cf. Mc 12,2-6). Frente a Dios,
Jesús no se encuentra simplemente en una condición de siervo, sino en una
relación de origen y de igualdad de naturaleza, como sucede en la relación
entre padre e hijo. Además Dios declara también su amor hacia Jesús: no sólo es
Hijo, sino hijo “amado”. La relación entre Dios y Jesús es una relación de
amor, con la intimidad y la confianza propia del amor. Por eso Jesús dirá:
“Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre,
ni al Padre le conoce nadie sino el
Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,26).
Jesús no
es “un profeta más”, uno más de los “reveladores de Dios” (Krishna, Buda,
Mahoma); Jesús es único, porque es el Hijo único de Dios. Por eso hay que
“escuchar” a Jesús, porque sólo Él conoce de primera mano, de manera directa e
inmediata, sin ninguna reserva, a Dios. La orden de escucharle llega poco
después de que Jesús les haya anunciado la pasión (Mc 8,31-33) y Pedro se haya
sublevado contra ese anuncio. Dios es raro, es desconcertante. Pero Jesús lo
conoce perfectamente y cuando Dios nos habla por medio de Jesús, nos está
diciendo su palabra definitiva, nos está revelando el fondo de su ser. Por eso
la Carta a los Hebreos afirma: “Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en
el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas. En estos últimos tiempos
nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien
también hizo el universo; el cual es resplandor de su gloria e impronta de su
sustancia” (Hb 1,1-3).
San Juan de la Cruz entendió perfectamente esto, y por eso escribió que “al darnos como nos dio a su Hijo –que es una Palabra suya que no tiene otra-, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar”. Que el Señor nos conceda “no poner los ojos más que en Él”.