El don de inteligencia


 Qué es el don de inteligencia

          Es propio de la inteligencia leer dentro, intus-legere, es decir, penetrar hasta el interior de las cosas, descubriendo bajo sus apariencias su realidad: bajo los efectos las causas y bajo las palabras el sentido que poseen. El don de inteligencia es el instinto de amor infundido en nosotros por el Espíritu Santo, por el que descubrimos las verdades iluminadoras que encierran los signos que el Cielo nos da.

          Por la fe (fides qua creditur) adherimos, en la noche, a todo lo que Dios nos revela del absoluto de Verdad que es él mismo (fides quae creditur). Decimos que la fe se produce “en la noche”, porque las verdades que Dios nos revela exceden nuestra capacidad natural de investigación de la verdad. Lo que hace que esta noche de la fe sea una “noche luminosa” es, precisamente, el don de inteligencia, por el que cada una de las verdades del Credo se nos hace luminosa e ilumina al resto de las verdades. Entonces toda la noche divina de la fe se hace transparente: eso es lo que nos da el don de inteligencia amorosa.

          El don de inteligencia nos hace penetrar en los abismos de Dios. Por el don de inteligencia el Espíritu Santo nos ilumina Él mismo para penetrar profundamente los misterios de Dios. San Pablo reconoce que Dios le ha comunicado la inteligencia del misterio de Cristo y de su Iglesia (Ef 3,5) y pide para los cristianos de Éfeso la misma gracia de iluminación espiritual: “Que el Dios de Nuestro Señor Jesucristo y Padre de la gloria os conceda Espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de Él, iluminando los ojos de vuestro corazón para que entendáis cuál es la esperanza a que os ha llamado” (Ef 1,17-18). De este modo llegarán a comprender “la anchura y la longitud, la altura y la profundidad” (Ef 3,18) del plan de salvación que Dios, en su caridad, ha realizado en favor de los hombres, en el Mesías Jesús.

          Para realizar esta tarea el don de inteligencia puede perfeccionar las operaciones naturales de la inteligencia, es decir, la elaboración de conceptos y de juicios, otorgándoles una perfección que procede del “modo divino” propio de los dones del Espíritu Santo. Entonces la inteligencia capta rápidamente la esencia de cada realidad y “ve”, de un modo intuitivo, el juicio valorador de Dios sobre la realidad que contempla, porque lo hace bajo la acción directa del Espíritu Santo por el don de inteligencia (así ocurre en los grandes Doctores de la Teología). Pero también el Espíritu Santo se puede valer de visiones, como hizo a menudo con los profetas o con San Pedro estando en Jope (He 11,1-17), o de imágenes-clave, sintéticas, que pueden resumir o sintetizar toda una doctrina espiritual, como ocurre a menudo con los místicos (el castillo interior con sus siete moradas de Santa Teresa, o la montaña del Carmelo con sus tres sendas, o la llama de amor viva de San Juan de la Cruz, o el ascensor de Santa Teresita del Niño Jesús). El Espíritu Santo, teniendo en cuenta la peculiar configuración espiritual y psicológica de cada uno, le ilumina de la manera más conveniente para que “aprehenda las esencias”, es decir, comprenda los conceptos y valore rectamente cada realidad.

 

Qué hace el don de inteligencia

a) Nos da una correcta inteligencia del misterio de Dios

          La Sagrada Escritura, al hablar de Dios, emplea con gran libertad imágenes y símbolos: “Yo te amo, Señor, mi fortaleza, mi roca, mi alcázar, mi escudo y peña en que me amparo” (Sal 17); “Pelea, Señor, contra los que me atacan, guerrea contra los que me hacen la guerra, empuña el escudo y la adarga, levántate y ven en mi auxilio” (Sal 34). La razón de ello es que, como quiera que Dios es invisible, inefable, incomprensible (cf. Col 1,15; 1Tm 1,17; Hb 11,27), parece más adecuado –o menos inadecuado- referirse a Él mediante imágenes y símbolos, que no mediante conceptos que, pretendiendo ser exactos, no pueden nunca expresar adecuadamente a Aquel que es inabarcable.

          Por eso afirma San Dionisio Areopagita que los símbolos más diversos son los mejores porque no corren el riesgo de detener en sí mismos el ímpetu del alma. Y así lo hace la Biblia que, para hablar de Dios, se sirve a menudo de imágenes muy terrenas: “Comparan a Dios con fuego que arde sin quemar (Ex 3,2; Sb 18,3; Ex 13,21), agua que comunica plenitud de vida, que metafóricamente llega a las entrañas y forma ríos inagotable (Jn 4,14; 7,38; Prov 18,4). Usan también semejanzas de cosas ordinarias, como ungüento suave (Ct 1,3; Is 61,1; Jr 1,5; Hch 10,36), piedra angular (Is 28,16; Ef 2,20). Llegan hasta comparaciones de animales. Atribuyen a Dios propiedades del león, la pantera, el leopardo y el oso devorador (Is 31,4; Os 5,14; 13,7). Añádase lo que parece más abyecto e impropio de todo, la forma de gusano (Sal 22,6)”, sigue afirmando San Dionisio. El don de inteligencia nos permite comprender el justo sentido de todos estos símbolos referidos a Dios y usarlos con propiedad. Nos enseña a hablar correctamente sobre Dios, lo cual resulta imprescindible para la evangelización.      

 

b) Nos enseña el verdadero sentido de la Sagrada Escritura   

          Los Padres de la Iglesia han insistido en un principio fundamental: comprender la Sagrada Escritura es un don de Dios, tal como afirma San Gregorio Magno: “Las palabras de Dios no pueden penetrarse sin su sabiduría, y el que no ha recibido el Espíritu no puede, en modo alguno, entender sus palabras”. Toda lectura de la Palabra de Dios presupone la venida del Espíritu Santo, porque la Palabra no cobra vida sino por el Espíritu, que en ella vive y aletea. Simeón el Nuevo Teólogo afirma: “Otros escritos, en efecto, pueden comprenderse y ser bien conocidos por los que los leen, pero los que son divinos y tratan de la salvación, no se pueden comprender ni guardar sin la iluminación del Espíritu Santo”.

          Sólo el Espíritu Santo –que es el que “habló por los profetas”, como decimos en el Credo niceno- puede desvelarnos el verdadero sentido de la Sagrada Escritura. Sin él la comprensión de las Escrituras sería un problema intelectual; gracias a Él, por el don de inteligencia, se convierte en una lectio divina, es decir, en un entrar en la mirada y en la comprensión de Dios mismo. El don de inteligencia nos revela el sentido profundo de las palabras y de los gestos de Jesús (que también son palabras). Pues el sentido de las Escrituras no se adquiere por un intelectualismo cerebral, sino por la escucha amorosa y filial de la Palabra, bajo la acción del don de inteligencia.

          El propio Señor Resucitado “abrió la inteligencia” de sus discípulos para que “entendiesen las Escrituras” (Lc 24,45), pues sin ese “entendimiento” es imposible conocer de verdad a Jesús, descubrir su verdadera identidad, comprender que Él es el Mesías anunciado y esperado: “Él les dijo: “¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?” Y, empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras” (Lc 24,25-27). Por el don de inteligencia penetramos el sentido de la Escritura, comprendemos cómo el Antiguo Testamento se ordena al Nuevo, cómo en el Antiguo “está latente el Nuevo, y en el Nuevo “está patente” el Antiguo (San Agustín).

          Todos los místicos y muchos cristianos han experimentado este fenómeno: sin estudios, sin discursos, sin ayuda de ningún elemento humano, de repente el Espíritu Santo les revela, con una intensidad vivísima, el sentido de alguna sentencia de la Escritura, sumergiéndoles en un abismo de luz. Allí suelen encontrar el “lema” que da sentido y orientación a toda su vida: el “cantaré eternamente las misericordias del Señor” (Sal 88,1) de Santa Teresa, o el “si alguno es pequeño venga a mí” (Prov 9,4) de Santa Teresita, o la “alabanza de gloria” (Ef 1,6) de la beata Isabel de la Trinidad.

 

c) Nos ayuda a vivir correctamente la liturgia

          Uno de los medios más evocadores de los misterios divinos, como ya hemos dicho, es el símbolo. El símbolo penetra todo el dominio de la vida humana y encuentra en la Liturgia su expresión más privilegiada, pues en ella los símbolos llegan a conferir la gracia de Dios (sacramentos). Por el don de inteligencia se nos concede una correcta percepción de los símbolos mediante los cuales se expresa el sentido de lo sagrado y se nos libra de la tentación de querer reducir la liturgia a enseñanza, a mera catequesis, a palabras. La liturgia es un lenguaje hecho por igual de palabras y de gestos, de silencio y de símbolos, que, de este modo, es mucho más integral que las meras palabras, y nos “coge” en la totalidad de nuestro ser espiritual y corporal a la vez.

          El don de inteligencia nos concede penetrar el sentido de los símbolos que emplea la liturgia, sobre todo en los sacramentos que son “las fuerzas que salen del Cuerpo de Cristo, siempre vivo y vivificante” (CEC 1116). Pues los sacramentos son acciones de Cristo en persona; no sólo están administrados en su nombre, sino que es Cristo mismo quien los administra, pues el sacerdote actúa in persona Christi: es siempre Cristo quien bautiza, quien confirma, quien sana, quien perdona, quien consagra etc. El don de inteligencia nos permite comprender todo esto, a pesar de la esencial humildad propia de los sacramentos, que esconden la acción divina bajo signos humanos (agua, pan y vino, aceite etc.).

         

d) Nos concede el descubrimiento del mundo invisible

          En el mundo actual el hombre está prisionero de la imagen sensible y ha perdido el sentido de lo invisible. Es un “hombre animal” que no percibe ya lo espiritual y divino: “El hombre naturalmente no capta las cosas del Espíritu de Dios; son necedad para él” (1Co 2,14). Por el don de inteligencia se nos abre este “sentido de lo invisible”, por el cual empezamos a percibir la dimensión invisible de la creación. En el Credo, en efecto, decimos “Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible”. El creyente es, como Moisés, alguien que camina “como si viera al Invisible” (Hb 11,27), alguien cuya mirada está centrada precisamente en lo invisible: “No ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las cosas visibles son pasajeras, mas las invisibles son eternas” (2Co 4,18).

          Esto vale particularmente del misterio de la Iglesia, cuya esencia última es invisible, porque es la obra de divinización de la humanidad que Dios va realizando progresivamente.  El don de inteligencia también nos permite comprender el misterio de Iglesia, que está oculto bajo  los humildes signos de su humanidad: “Es característico de la Iglesia ser, a la vez, humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina, y todo esto de suerte que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos” (SC 2). Percibir la realidad de la Iglesia es una gracia, es un acto de fe, que el Espíritu Santo actúa en nosotros mediante el don de inteligencia.

 

El don de inteligencia y la bienaventuranza de los limpios de corazón

          Cada don del Espíritu Santo lleva consigo como un inicio de bienaventuranza. En el don de inteligencia se trata, obviamente, de la bienaventuranza de los limpios de corazón: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8). La pureza de corazón consiste en la carencia de duplicidad, de doblez, es decir, en la simplicidad del corazón, en la actitud de un corazón que no está dividido entre Dios y los ídolos (Sal 23,4), sino que está perfectamente unificado en torno a Dios. Por eso el salmista ora: “Señor, unifica mi corazón” (Sal 86,11), a fin de que, estando todo él centrado en Dios, no se disperse en una "legión" (Mc 5,9), sino que se unifique “en el temor del Señor”, alcanzando así la “sencillez de corazón” (Col 3,22), es decir, la actitud espiritual propia del hombre que sólo teme a Dios. Es la actitud que el Señor alabó en Natanael (Jn 1,47) y cuya carencia reprochó a los fariseos (Mt 23,25-28 Lc 11,39-40). La pureza de corazón hace del corazón del hombre un prisma totalmente transparente a la luz de Dios. Por eso esta bienaventuranza remite a la visión.

          Por el don de inteligencia, miramos con la mirada de Dios y entonces todo se hace luminoso y lleno de belleza porque los ojos de Dios son “demasiado puros para ver el mal” (Ha 1,13) y Él que es “luz sin tiniebla alguna” (1Jn 1,5) posee una visión luminosa de toda la realidad. De esa visión participan los limpios de corazón: “Para los limpios todo es limpio; mas para los contaminados e incrédulos nada hay limpio, pues su mente y conciencia están contaminadas” (Tt 1,15). Por eso el limpio de corazón sigue a Dios por dondequiera que vaya (Ap 14,4), es el amigo del Esposo que se alegra de escuchar su voz (Jn 3,29), conoce las costumbres de Dios y sabe discernir su presencia y su acción en medio de los asuntos del mundo.

          El corazón puro es un vidente que percibe a Dios por todas partes. Para el limpio de corazón es evidente que Dios es la única realidad absoluta sobre la que es posible construir la totalidad de la vida humana. Poco antes de su muerte le preguntaron al cardenal Wyszynski en una entrevista cuál era la idea arquitectónica de toda la pastoral de la Iglesia de Polonia. El cardenal respondió con una sola palabra: ¡Dios! ¡Dios por todas partes! Pues desde el comienzo de la alianza Dios ha sostenido un solo combate: el combate de su existencia en el corazón de los hombres en contra de los falsos dioses y de los ídolos.

          Sólo los corazones puros son capaces de vencer todos los totalitarismos. Se da, en efecto, una relación muy estrecha entre la bienaventuranza de los corazones puros y la limpieza de las relaciones entre la Iglesia y los poderes temporales. Tomás Moro, canciller del rey Enrique VIII, era un corazón puro; esta pureza repercutía en las relaciones que mantenía con el monarca. Tomás Becket actuaba del mismo modo con Enrique II. Pío VI y Pío VII obraron igualmente con Napoleón. Aquellos cristianos que ocupan cargos elevados en la sociedad civil y en la Iglesia tienen una necesidad inmensa de esta bienaventuranza que, basada en la limpidez de la alianza, asegura la pureza -la castidad- de las relaciones con los poderes mundanos.

            Lo opuesto al don de inteligencia es la ceguera espiritual y el embotamiento del sentido espiritual. La primera está conectada con la lujuria y el segundo con la gula, pues los pecados de la carne se oponen a los vuelos del entendimiento espiritual. Por eso la castidad y la sobriedad son fuentes de lucidez espiritual. Sólo el hombre “de manos inocentes y puro corazón” puede “subir al monte del Señor y estar en el recinto sacro”, es decir, entrar en comunión con Dios (Sal 23,3-4). Pero en el fondo del corazón del hombre habitan unos impulsos egoístas, capaces de brotar con violencia en cualquier momento, que se oponen a la acción de Dios en nosotros. Pablo hizo la dolorosa experiencia de esta condición (Rm 7,21-23). A causa de ello el corazón humano "escapa", en cierto modo, al control del propio hombre, al que constituye y define. De ahí que la "limpieza" del propio corazón sea una tarea que supera las posibili­dades del hombre y que tenga que ser el propio Dios quien la asuma. El conferirá al hombre un corazón nuevo (Ez 36,26) que Le conozca y con el que el hombre se entregue a El “con todo su corazón” (Jer 24,7).

          Para que el don de inteligencia se ejerza, es imprescindible una gran pureza de corazón: la mirada del alma debe de estar purificada del peso de las imágenes, de los errores, de la seducción y de la perversión de las herejías. Y eso supone que la pureza de corazón haya llegado a la parte superior del alma, a la mens, es decir, al espíritu, al centro del alma. Y esta obra de purificación la hace el don de inteligencia: Et hanc munditiam facit donum intellectus (Santo Tomás II-II, q.8, a.7). Que el Señor nos lo conceda.

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