I Domingo de Adviento

15 de agosto 

 29 de noviembre de 2020

(Ciclo B - Año impar)





  • ¡Ojalá rasgases el cielo y descendieses! (Is 63, 16c-17. 19c; 64, 2b-7)
  • Oh, Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve (Sal 79)
  • Aguardamos la manifestación de nuestro Señor Jesucristo (1 Cor 1, 3-9)
  • Velad, pues no sabéis cuándo vendrá el señor de la casa (Mc 13, 33-37)
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Dos palabras resumen la exhortación que el Señor nos hace en este primer domingo de Adviento: “Mirad” y “vigilad”. “Mirad”, es decir, “tened los ojos abiertos” para percibir bien cuál es vuestra situación. Para ello el Señor nos narra una breve parábola de la que se desprende que nuestra situación se caracteriza por dos rasgos:

a) Por la ausencia del dueño de la casa, del Señor. En efecto, el mundo, y con él nuestra vida, transcurre como si no hubiera “dueño de la casa”, puesto que está ausente, puesto que se ha ido de viaje. Esta sensación de ausencia puede suscitar en nosotros algunas tentaciones, que San Agustín (+ 430) describe así: “Los hombres observan que los bienes y los males de la vida presente son participados indistintamente por buenos y malos (…) Y se dicen para sus adentros que Dios no se ocupa de las cosas humanas, sino que las ha abandonado al azar, en el profundo abismo de este mundo, ni se preocupa en absoluto de nosotros. Y de ahí pasan a desdeñar los mandamientos”.

b) Por el hecho ineludible de que, el Señor, ahora ausente, volverá: esta casa (que somos nosotros, que es el mundo, que es la historia humana) es suya, y Él volverá a retomar lo suyo. Por lo tanto, la percepción correcta de la situación no se expresa bien diciendo que el Señor está ausente, sino más bien diciendo que el Señor está viniendo. Vendrá, en efecto, en primer lugar, el día de nuestra muerte. Escuchemos de nuevo a San Agustín: “Vendrá para cada uno el día en que cada persona ha de salir de aquí tal como va a ser juzgado. Por eso debe vigilar todo cristiano, para que no le encuentre desprevenido la venida del Señor. Y le hallará desprevenido ese día final, si le encuentra desprevenido el último día de su vida”. Vendrá también, finalmente, para toda la humanidad, al final de la historia humana, cuando con su venida resuciten los muertos y Él juzgue a todos los hombres y los pueblos de la tierra.

“Vigilad”, “velad”, es la otra actitud que nos inculca el Señor. El encargado de vigilar, según la parábola, es el portero de la casa. El “portero” del hombre es su corazón, porque en realidad el hombre no mira con los ojos sino con el corazón, es el corazón del hombre el que determina la orientación de la mirada, tal como decía San Agustín: Ubi amor, ibi oculus, el ojo mira lo que ama el corazón, lo que constituye su “tesoro”, porque  “donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón” (Mt 6,21). 

“Yo dormía, pero mi corazón velaba”, leemos en el Cantar de los cantares (5,2). El corazón vela, queridos hermanos, si mantiene vivo en él el deseo de Cristo. Pues el deseo más profundo del hombre es el deseo de Dios: “mi alma está sedienta de ti, mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua” (Sal 62,2). El corazón vela cuando este deseo de Dios no es censurado, ni anestesiado. El peligro de nuestra sociedad es la multiplicación de los intereses y los atractivos superficiales, que pueden acaparar toda la atención del hombre y hacerle olvidar el deseo profundo de su corazón, que es Cristo, Dios con nosotros, el Emmanuel. De ahí la necesidad del silencio y de la austeridad, para que el corazón no quede embotado: “Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones por el libertinaje, por la embriaguez y por las preocupaciones de la vida, y venga aquel Día de improviso sobre vosotros” (Lc 21,34).

Cuando el alma se llena de sensaciones, de imágenes, de atractivos e intereses que, aunque no sean pecaminosos, son superficiales, banales, alejados de lo esencial, se produce un efecto de saturación que adormece el corazón, que lo embota. Como recuerda San Gregorio de Nisa (+ 395) lo que debe dormir es el cuerpo, no el corazón; lo que debe ser adormecido es “la turbación de los sentidos”, es decir, la vorágine de imágenes y de palabras frívolas que invade nuestra alma y que embota el corazón. El corazón debe, en cambio, permanecer en vela, vigilante, atento a la venida de Aquel que ama. 

La Iglesia, en el ritual de exequias, ora con las palabras de San Gregorio Nacianceno (+ 390): “No permitas, Señor, que en la hora de nuestra muerte, desesperados y sin acordarnos de él, nos sintamos como arrancados y expulsados de este mundo (…) sino que, por el contrario, alegres y bien dispuestos, lleguemos a la vida eterna y feliz, en Cristo Jesús, Señor nuestro”. “Que mi alma se alce sin demora al eterno abrazo de tu Amor misericordioso”, pedía Santa Teresita. Pero para que esta plegaria pueda ser atendida, es necesario que mantengamos vivo en nosotros el deseo de Cristo, el deseo de Dios. Y para ello necesitamos mucho más silencio y mucha menos televisión. Que el Señor nos haga capaces de guardar nuestro corazón.

El don de fortaleza

La virtud humana de la fortaleza

La fortaleza es quizá una de las virtudes más celebradas por la humanidad de todos los tiempos. La poesía y las artes figurativas parece que se inventaron para celebrar las hazañas de los hombres fuertes. Los griegos llamaron a esta virtud andréia, que nosotros traducimos por virilidad, pues por ella uno demuestra ser un hombre: anér. Ellos entendían la fortaleza sobre todo como firmeza de ánimo frente a una honrosa muerte, en especial en el campo de batalla.

También consideraron como perteneciente a la virtud de fortaleza, la actitud firme del hombre de carácter frente a las adversidades de la vida (que, aunque no comportan la muerte, comprometen, sin embargo, bienes muy preciados); la llamaron kartería, que el latín medieval tradujo por perseverantia y que podemos expresar hablando de dureza.

Finalmente también consideraron como perteneciente al campo de la fortaleza la capacidad de formular grandes propósitos y de perseguirlos con enérgica decisión; llamaron a esta actitud megalopsichía, es decir, magnanimidad.

La reflexión moral ulterior define la fortaleza en sentido amplio como “firmeza”, es decir, tenacidad en el cumplimiento del bien, y en sentido estricto como aquella particular firmeza de ánimo que consiste en no dejarse zarandear por graves peligros o males anejos al cumplimiento del deber o al ejercicio, aunque sea facultativo, de la virtud, incluso tratándose del peligro de muerte. La virtud de fortaleza se manifiesta en dos direcciones opuestas y complementarias: atacar y resistir, “ardua agredi et sustinere”. No es sólo soportar cosas difíciles sino también emprender cosas arduas.

 El don de fortaleza

El don de fortaleza tiene como objeto fundamental perfeccionar la virtud infusa del mismo nombre. Generalmente se piensa que la virtud de fortaleza no se adquiere sólo con nuestro esfuerzo, por medio de repetidos actos de valor, sino que nos la infunde directamente Dios al darnos la gracia santificante, junto con las virtudes teologales y las demás virtudes cardinales. Como todas las virtudes infusas no es propiamente un hábito, sino más bien una posibilidad que Dios nos da, dándonos su gracia. El don de fortaleza viene a conducir esa virtud infusa de fortaleza, que es una “capacidad”, a su perfección. Para ello el don de fortaleza eleva nuestras fuerzas hasta el plano de lo divino y nos enseña a actuar dejándonos llevar por el Espíritu Santo, al modo de quien sigue un impulso interior, de quien actúa por una especie de “instinto sobrenatural”, si cabe hablar así. Con el don de fortaleza el creyente se deja conducir  por Dios, y entra ya de lleno en la perspectiva bíblica, en la que la fortaleza es sólo un atributo de Dios “que afirma los montes con su fuerza” (Sal 64, 7), y que se complace en “elegir lo débil para confundir a los fuertes” (1 Co 1, 27). Siendo Dios el único fuerte, Él concede la victoria a quien quiere, exactamente a quien confía en Él, pues a Él no le impresionan “los músculos del hombre” sino únicamente “los que esperan en su amor(Sal 147,10-11). De ahí la palabra que el Señor dijo a Pablo: “Te basta mi gracia, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza”; lo que hizo exclamar a Pablo: “Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo” (2 Co 12, 9-10).

Como todos los dones del Espíritu Santo, el don de fortaleza nos hace obrar al modo deiforme. Es lo que gráficamente expresó la mártir Santa Felicidad al guardián de la prisión en que ella se preparaba para el martirio. Al oírla él gemir entre los dolores de parto, le dijo: “Pues, ¿qué será de ti cuando te rodeen las fieras?”. A lo que ella replicó diciendo: “Hoy soy yo quien sufre; mañana, Otro sufrirá en mí”.

 Importancia y necesidad

A lo largo de la historia de la salvación el Espíritu Santo ha realizado, mediante el don de fortaleza, increíbles maravillas. La carta a los hebreos las evoca diciendo: “Por la fe subyugaron reinos, ejercieron la justicia, alcanzaron las promesas, obstruyeron la boca de los leones, extinguieron la violencia del fuego, escaparon al filo de la espada, convalecieron de la enfermedad, se hicieron fuertes en la guerra, desbarataron los campamentos de los extranjeros. Las mujeres recibieron a sus muertos resucitados; otros fueron sometidos a tormento, rehusando la liberación por alcanzar una resurrección mejor; otros soportaron prisiones y azotes, aún más, cadenas y cárceles; fueron apedreados, tentados, aserrados, murieron al filo de la espada, anduvieron errantes, cubiertos de pieles de oveja y de cabra, necesitados, atribulados, maltratados; aquellos de quienes no era digno el mundo, perdidos por los desiertos y por los montes, por las cavernas y por las grietas de la tierra” (Hb 11, 33-38). Esta fuerza de la fe que evoca la carta a los hebreos se realiza por el don de fortaleza. Ese mismo don es el que ha hecho y hace que tantos y tantos cristianos hayan superado dificultades grandísimas para vivir su fe. Baste recordar en nuestro siglo XX las dificilísimas circunstancias en que han tenido que vivir su fe los cristianos en los países comunistas, en algunos países sudamericanos, y actualmente en Argelia, en Sudán, en Paquistán, en Vietnam y en China, por ejemplo.

No hace falta, sin embargo, situarse en países donde las condiciones políticas signifiquen una abierta persecución de la fe cristiana, sino que en la vida cotidiana del cristiano no es raro que se presente el dilema puro y duro de tener que elegir entre el pecado mortal o el heroísmo. Estos casos son mucho más frecuentes de lo que se podría pensar a primera vista. Hay tentaciones que se presentan a nosotros con una violencia inusitada y con un carácter repentino e inesperado; entonces, en cuestión literalmente de segundos, hay que elegir entre la fidelidad a Cristo o la traición del pecado. En esas ocasiones la simple virtud de fortaleza no basta, porque ella procede, como todas las virtudes, bajo la modalidad discursiva, que, en estos casos, resulta inadecuada por lenta; son casos en los que hay que actuar rápidamente y como “por instinto”. Y aquí es donde intervienen los dones del Espíritu Santo, sobre todo el don de consejo (percepción de la situación concreta) y el don de fortaleza.

 El combate espiritual

Conviene recordar que “la vida del hombre sobre la tierra es una milicia” (Jb 7, 1). La vida del hombre sobre la tierra comporta siempre un duro combate espiritual que  la catequesis tradicional de la Iglesia ha descrito como  una lucha entre el “alma” (es decir, el hombre interior que quiere ser fiel a Dios) y sus tres enemigos: mundo, demonio y carne.

          Para comprender la importancia del don de fortaleza fijémonos en el combate contra el mundo. El “mundo” como enemigo espiritual del cristiano, no significa la creación de Dios, que es buena, sino el conjunto de los hombres que rechazan a Dios, es decir, la humanidad pecadora en cuanto opuesta a Dios y a su designio de salvación. Es el mundo “que no puede recibir al Espíritu de la verdad” (Jn 14,17), porque está sometido al “Príncipe de este mundo” (Jn 14,30), que es “mentiroso y padre de la mentira” (Jn 8,44). El “mundo” así entendido desarrolla un amplio aparato de seducción sobre los hombres, para persuadirlos amablemente de que obren el mal, de que pequen. Fundamentalmente intenta convencernos de que lo que la Palabra de Dios designa como pecado, en realidad no lo es: “el pecado no es pecado”. Para convencernos de ellos tendrá que decirnos un montón de mentiras y de falsedades, que repetirá machaconamente fingiendo que son evidencias conocidas y compartidas por todos (salvo por un pequeño grupo de trogloditas que son los cristianos).

          En el libro del Apocalipsis encontramos una impresionante descripción de esta realidad. Se nos habla primero del Dragón, “que es la serpiente antigua, el Diablo o Satanás” y que persigue a muerte a la Mujer vestida del sol, es decir, a la Iglesia (Ap 12), y que cuando ve que Dios la protege y la esconde en el desierto, “entonces despechado contra la Mujer, se fue a hacer la guerra al resto de sus hijos, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús” (Ap 12,17). Después se nos habla de una Bestia que surge del mar  a la que el Dragón -es decir, el Diablo- le da su poder y su trono y gran poderío (Ap 13, 1-2). Y finalmente se nos habla de otra Bestia que surge de la tierra y que “ejerce todo el poder de la primera Bestia en servicio de ésta, haciendo que la tierra y sus habitantes adoren a la primera Bestia” (Ap 13,12): “Vi  luego otra Bestia que surgía de la tierra y tenía dos cuernos como de cordero, pero hablaba como una serpiente (…) Realiza grandes señales (…) y seduce a los habitantes de la tierra con las señales que le ha sido concedido obrar al servicio de la Bestia” (Ap 13, 11.13a.14a). El poder que posee esta segunda Bestia es muy grande: “Hace que todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y esclavos, se hagan una marca en la mano derecha o en la frente y que nadie pueda comprar ni vender, sino el que lleve la marca con el nombre de la Bestia o con la cifra de su nombre” (Ap 13, 16-17). “No poder comprar ni vender” es como no poder vivir, como no poder subsistir: tal es la condición de los cristianos acosados por el mundo. Hace falta  mucha fortaleza para mantenerse fiel al Señor, sometidos como estamos a tanta presión.

          Pues el combate espiritual “no es contra la carne y la sangre, sino contra los Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus del mal que están en el aire” (Ef 6,12). Esta última expresión (“que están en al aire”) nos indica que la presión contra los cristianos se ejerce de manera “atmosférica”. Lo “atmosférico” para el hombre es la cultura, en cuyas mallas el hombre nace, crece y se desarrolla. Pues la cultura es el conjunto de formas de actuar, de ver y de prever las cosas, de pensarlas y evaluarlas, de tomar decisiones, así como de entender las grandes cuestiones de la vida humana: origen, destino, muerte, etc. Es decir, “cultura” es sinónimo de “mentalidad”, de “sensibilidad”, de “visión de la realidad”. Y en este sentido los medios de comunicación social son los encargados de difundir la cultura ambiente, que ellos mismos generan en gran medida. La mentira más absurda, narrada repetidas veces por las cadenas de televisión como la cosa más normal del mundo, acaba pareciendo “normal” a casi todo el mundo.        Habría que hacer un análisis minucioso de todas las mentiras que la cultura actual proclama constantemente a propósito, sobre todo, del hombre, para, a través de ellas, someter a los hombres al imperio del pecado (pues toda mentira hace el juego al “padre de la mentira”). En el cine, en la literatura, en la televisión, en la prensa, se miente constantemente a propósito, por ejemplo, de la sexualidad (“se trata ante todo de obtener sensaciones placenteras”), del matrimonio (“lo más importante es la libertad”), de la educación de los hijos (“yo soy amigo de mis hijos”), de la importancia y del papel de los bienes materiales y culturales, es decir, de la esfera del “tener” (“tanto tienes, tanto vales”), del inicio de la vida humana (“un montón de células, un material biológico”) y de su final (“está como un vegetal”) etc. etc.

 El don de fortaleza y la cuarta bienaventuranza

          Santo Tomás, siguiendo a San Agustín, hace corresponder el don de fortaleza con la cuarta bienaventuranza (“hambre y sed de justicia”) porque la fortaleza recae sobre las cosas arduas y difíciles, y la “justicia” de la que habla esta bienaventuranza, es la cosa más ardua y difícil, porque no es la simple justicia distributiva (“dar a cada uno lo que le corresponde”), sino la “justicia del Reino”, la justicia de la que dijo el Señor que tiene que ser “mayor que la de los escribas y fariseos” (Mt 5,20), y que Él describió en ese largo discurso contraponiendo lo que “se dijo a los antepasados” con lo que Él nos dice (“pero yo os digo”) (Mt 5, 21-47). Esta justicia es, por lo tanto, la santidad misma de Dios, y por eso su descripción termina diciendo: “Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5,48).

La cuarta bienaventuranza se inscribe en la encrucijada antropológica de las necesidades y del deseo. El hombre como ser de necesidades puede llegar a ser un ser saciado. Los hombres saciados constituyen el dominio de la antibienaventuranza. Jesús se los tropezó a menudo: eran los integrantes del establishement del templo, que saciaban la necesidad religiosa en su vertiente cúltica, y aquellos fariseos que estaban satisfechos de su propia justicia. Eran también los que rechazaban frontalmente la salvación -y Jesús habló entonces de pecado contra el Espíritu-, y los que se negaban a seguir avanzando en la perfección, como el joven rico.

Frente a todas estas formas de saciedad, Jesus proclamó bienaventurados a los que tienen “hambre y sed de justicia”. Éstos son los hombres de deseo, es decir, los hombres que no se conforman con "satisfacer sus necesidades", sino que aspiran a desarrollar en sí mismos lo que está más allá de toda necesidad: la semejanza con Dios. Dios nos creó “a su imagen y semejanza”. El hombre de deseo es el que no censura esta vocación fundamental y primera, el que no renuncia a realizar la palabra de Jesús: “Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5,48). El hombre de deseo es el que sabe la falsedad radical del discurso del poder, que pretende darnos la felicidad por la satisfacción de todas las necesidades, y se yergue frente a él con la irreductibilidad de quien sabe que ningún mundo, ninguna "ecología", puede saciar el anhelo del corazón del hombre, porque ese anhelo apunta al mismo Dios: “Nos hiciste para ti, Señor, y nuestro corazón estará inquieto, hasta que descanse en ti” (San Agustín).

Aquel que en nuestros corazones suscita el hambre y sed de la justicia es el Espíritu del único Justo –porque sólo Tú eres santo- que es Jesús, el Espíritu Santo. La ley nueva es la ley del Espíritu santo, cuya misión en nosotros consiste en mantenernos unidos a la Fuente: así es como somos justos. Él que es "Señor y dador de vida", hace que de nuestro interior broten ríos “de agua viva” (Jn 7,38). Es Él quien no cesa de darnos hambre y sed de justicia y, por ello mismo, su misión en el mundo se refiere a la justicia. Por eso se habla de Él como Paráclito, como Abogado. Él es quien se dedica a convencer al mundo de pecado, de justicia y de juicio (Jn 16,8). Es Él quien deshace el proceso que los hombres de todos los tiempos han hecho contra Dios y contra Jesús. Deshace igualmente el proceso que los malvados hacen contra los justos y los testigos: “porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros” (Mt 10,20). Es el Espíritu Santo quien, creando en nosotros esta cuarta bienaventuranza, nos convence de que lo primero no es cambiar las estructuras de la sociedad, sino cambiar el propio corazón, haciéndoles anhelar la justicia-santidad de Dios, para participar en la cual el hombre ha sido creado.

 Efectos del don de fortaleza

El don de fortaleza es el principio y la fuente de todas las grandes cosas emprendidas o sufridas por Dios. Para ello este don:

1)              Destruye por completo la tibieza en el servicio de Dios. La tibieza es como una “tuberculosis del alma”, como una anemia espiritual y obedece casi siempre a una falta de energía y fortaleza en la práctica de la virtud, es decir, en la fidelidad a Dios. La tibieza se manifiesta a menudo como coqueteo con el mal, como complacencia en jugar con la tentación, quizás sin querer caer en ella, pero sin alejarse de ella. En la tentación el que es cobarde y huye es el valiente. Pero para esta huida hace falta ser fuertes.

2)              Nos hace valientes e intrépidos ante toda clase de peligros con tal de que se trate de ser fieles a la misión que Dios nos ha encomendado. Así ocurrió, después de Pentecostés, con los apóstoles, que desobedecieron la orden que les dieron de no hablar de Jesús, replicando que “es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5, 29), y que, cuando fueron azotados por ello, salieron “contentos y alegres de haber sufrido aquel ultraje por el nombre de Jesús” (Hch 5, 41). El don de fortaleza hace de nosotros unos buenos “luchadores”, unos auténticos “atletas de Dios”.

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Jesucristo, Rey del Universo

15 de agosto 

22 de noviembre de 2020

(Ciclo A - Año par)





  • A vosotros, mi rebaño, yo voy a juzgar entre oveja y oveja (Ez 34, 11-12. 15-17)
  • El Señor es mi pastor, nada me falta (Sal 22)
  • Entregará el reino a Dios Padre, y así Dios será todo en todos (1 Cor 15, 20-26. 28)
  • Se sentará en el trono de su gloria y separará a unos de otros (Mt 25, 31-46)
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La segunda lectura de hoy (1 Co 15) nos presenta a Jesucristo como el nuevo y definitivo Adán, primicia de una humanidad nueva, completamente sometida a Dios, en la que Dios “lo será todo para todos” y en la que todos los “principados, poderes y fuerzas” hostiles a Dios y enemigos del hombre serán destruidos. El último de todos ellos en ser aniquilado será la muerte, de manera que por Cristo todos los hombres volverán a la vida y Dios “enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte, ni llanto, ni gritos, ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” (Ap 21, 4). Entonces se hará realidad el objeto de nuestra esperanza: “los cielos nuevos y la nueva tierra, en los que habita la justicia” (2 Pe 3, 13).

Pero la primera lectura de hoy (Ez 34) y el Evangelio (Mt 25) nos recuerdan que los hombres seremos aceptados o excluidos de esa realidad preciosa, que es el mundo nuevo, según la elección vital que hayamos realizado a lo largo de nuestra vida en la tierra. Pues al establecer su Reino Dios dirá un no rotundo y definitivo a determinadas realidades humanas: a todas aquellas que son contrarias a la caridad, al amor con el que Dios nos ama. No todo lo que el hombre ha generado, a lo largo de la historia humana, podrá ser integrado en la Jerusalén celestial: quien se haya identificado con el mundo “que yace en poder del Maligno” (1 Jn 5,19) y con todo lo que hay en él -“la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas” (1 Jn 2,16)-, no podrá ser ciudadano de la Jerusalén celestial. Así pues, cada hombre tiene que hacer una opción vital que determina su destino eterno: o elige el mundo o elige el Reino de Dios. 

Elegir el mundo es elegir la voluntad de poder, de triunfo, de éxito, de eficacia por encima de todo. Cuando la elección es ésta, los pobres son una carga, un peso, una rémora, porque ellos requieren de nosotros una actitud hecha de gratuidad, de desinterés, de donación pura, que no busca la reciprocidad y la recompensa, porque ellos no pueden recompensarnos. “Cuando des un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos y a los ciegos; y serás dichoso, porque no te pueden corresponder, pues se te recompensará en la resurrección de los justos” (Lc 14,13-14). 

Cuando se elige el mundo no se quiere cargar con un fardo tan pesado, que ralentiza la construcción de una sociedad “perfecta”, es decir, sin problemas, con la que siempre sueña el hombre, y que el Evangelio desmiente, porque Cristo afirma: “a los pobres los tendréis siempre entre vosotros” (Jn 12,8). Cuando se prefiere la propia utopía a la realidad, cuando el propio deseo y los propios sueños son constituidos en la “ley” del obrar humano, entonces el hombre “se blinda” frente a los pobres mediante la indiferencia, la no-compasión: los lisiados, los minusválidos, los incurables, los deficientes, son declarados “no deseados” y se autoriza su exterminio. Ésta es la lógica del aborto y de la eutanasia, la misma lógica de Auschwitz. 

Elegir el Reino de Dios es comprender que, en el designio divino, “hasta el gorrión ha encontrado una casa y la golondrina un nido” (Sal 83), es decir, que para Dios no hay nadie que sea tan pequeño que no merezca su atención, su cuidado, su solicitud; que para Dios nadie está de más, no sobra nadie, porque Él no prescinde de ninguno de los que Él mismo ha creado, independientemente de la “eficacia” y de la “capacidad de éxito” que puedan tener. Elegir el Reino de Dios es dedicar a los pobres -por cierto, nadie hay más pobre que el concebido aún no nacido-, toda la atención gratuita que ellos requieren, sabiendo que al hacerlo recibimos de ellos mucho más de lo que les damos, puesto que, al amarlos gratuitamente, es cuando nosotros alcanzamos nuestra verdadera humanidad, cuando, por fin, llegamos a ser humanos de verdad. Pues lo que humaniza al hombre no es triunfar, sino amar.

¿Es posible amar así, con tanta gratuidad? Si permanecemos unidos a Cristo, si acogemos el don del Espíritu Santo que Él nos ha obtenido por su muerte y resurrección, entonces sí que es posible, porque “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5,5), y con ese amor sí podemos amar así, gratuitamente, sin necesitar de ninguna razón para amar. San Hipólito de Roma (+ 236) nos describe esta opción vital a favor del Reino de Dios poniendo en boca de Cristo las siguientes palabras: “Venid vosotros, benditos de mi Padre (…) los que habéis amado a los pobres y a los extranjeros, los que habéis sido fieles a mi amor, porque yo soy el amor (…) los que no habéis honrado la riqueza, sino que habéis hecho limosna a los pobres, los que habéis guardado intacto el sello de la fe y habéis sido diligentes en reuniros en las iglesias (…) los que habéis observado mi ley día y noche y compartido mis sufrimientos como valerosos soldados”. Que el Señor nos conceda la inmensa gracia de ser contados entre éstos.

La esperanza del pecador

¡He abandonado los favores de Dios,
Él que me ha dado bienes tan grandes,
y he seguido la ruta del Maligno
para mirar con éste el fondo del infierno!

Aquí estoy indigno de tus bienes,
ingrato ante tus favores,
cerrado al Amor
y atado por las amarras del pecado.

Pero Tú, Señor, Tú eres Refugio,
Tú mismo, Tú eres Redención,
Tú, Tú eres Socorro,
y eres Tú quien es Expiación,
Tú, Tú eres Beatitud.

Por Ti viene la Curación,
tuya es la Misericordia,
único Poderoso, Viviente, Inefable,
Señor Jesucristo, Dios bienhechor.

Bendito seas, Bendito y de nuevo Bendito;
con tu Espíritu Santo sé exaltado por siempre
en la gloria de tu Padre consubstancial,
¡oh Grande por los siglos de los siglos!

Amén. 



San Gregorio de Narek
(944-1010)

XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

15 de noviembre de 2020

(Ciclo A - Año par)





  • Trabaja con la destreza de sus manos (Prov 31, 10-13. 19-20. 30-31)
  • Dichosos los que temen al Señor (Sal 127)
  • Que el Día del Señor no os sorprenda como un ladrón (1 Tes 5, 1-6)
  • Como has sido fiel en lo poco, entra en el gozo de tu señor (Mt 25, 14-30)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

Un hombre que se iba al extranjero: Los Padres de la Iglesia, San Gregorio Magno y San Jerónimo, por ejemplo, nos explican que este hombre que emprende un largo viaje es Cristo, quien, una vez resucitado, se fue al cielo con la misma carne que había tomado aquí en la tierra.

Un talento: Era una suma desorbitada de dinero, el equivalente a más de quince años de salario. Con ello se nos quiere indicar un bien inmenso. Este bien no es otro que la palabra de Dios, que la doctrina evangélica, tal como nos explican San Juan Crisóstomo y San Jerónimo: ése es el inmenso bien que el Señor nos ha confiado a nosotros, sus siervos, para que negociemos con él. “Negocia con él” aquél que anuncia el Evangelio, que  “proclama la palabra, que insiste, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina”, tal como le manda hacer San Pablo a Timoteo (2 Tm 4,2).

Al cabo de mucho tiempo: Efectivamente, pasa mucho tiempo desde que Cristo subió al cielo hasta que regresará en la majestad de su gloria para juzgar a los vivos y a los muertos.

Eres un empleado fiel y cumplidor…pasa al banquete de tu Señor: Observa San Jerónimo que “tanto el que de cinco talentos había logrado diez como el que de dos había obtenido cuatro” reciben el mismo elogio y el mismo premio “sin tener en cuenta la cuantía de la ganancia, sino la voluntad del esfuerzo”. A Dios lo que le importa no es lo que consigamos, sino que trabajemos, que nos esforcemos, que lo intentemos. Todo el que se esfuerce, el que lo intente y no deje de intentarlo “pasará al banquete de su Señor”, es decir, entrará en el cielo, y recibirá un premio tan grande que de él afirma San Pablo que “ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman” (1 Co 2,9; Is 64,4). 

El que había recibido un talento… Este hombre representa la actitud del hombre que se cierra a la salvación. Es un hombre que “cavó un agujero en el suelo”, es decir, que, en vez de mirar hacia arriba, hacia el cielo, miró hacia abajo, hacia la tierra, perdiéndose en una serie interminable de consideraciones humanas, terrenas: que si es que mis padres son de esta manera o de esta otra, que si es que he recibido una educación equivocada, que si es que tengo este temperamento, que si es que soy demasiado bajito o demasiado alto o demasiado gordo o demasiado flaco o demasiado feo o demasiado guapo, que si es que no he tenido ninguna suerte… etc. etc. etc. Quien así razona es un gandul, un perezoso, un indolente. Y su pereza le llevará a la soberbia, porque acabará acusando a Dios, haciéndole injustos reproches: “sabía que eres exigente, que siegas donde no siembras y recoges donde no esparces”. ¿Cómo te atreves a decir que Dios recoge donde no ha sembrado si todo lo que eres y lo que tienes es un don suyo, y si encima te ha dado el Evangelio de la gloria, que es Cristo, su persona y sus palabras?

Debías haber puesto mi dinero en el banco, es decir, debías de haber evangelizado, de haber puesto mis palabras, mi Evangelio, en el corazón de los hombres; debías de haber hablado, exhortado, aconsejado con mis palabras a los hombres, de tal manera que, a mi regreso, yo habría recibido los “intereses”, es decir, los frutos que proceden de la escucha de la Palabra (San Juan Crisóstomo, Orígenes).

Quitadle el talento y dádselo al que tiene diez: “Quien ha recibido para bien del prójimo la gracia de la palabra y de la enseñanza, y no hace uso de ella, se hará quitar esta gracia. En cambio, el servidor celoso, atraerá sobre sí una gracia abundante”, escribe San Juan Crisóstomo. Hemos recibido el Evangelio para anunciarlo, para difundirlo, para que, a través de nosotros, llegue hasta los confines de la tierra. Si no lo hacemos, se nos quitará… La gracia no es un derecho adquirido, es siempre un regalo, un don recibido.

Porque al que tiene se le dará y le sobrará… Dios ha creado al hombre creador, porque lo ha creado a su imagen y semejanza. “Mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo”, dijo Jesús (Jn 5,16). El que no quiere trabajar es que no quiere ser, no quiere ser un hombre, un ser semejante a Dios. Por eso afirma San Pablo: “Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma” (2 Ts 3,10).

La parábola de este domingo nos recuerda que hemos de aprender a florecer y a fructificar donde hemos sido sembrados, sin entrar en comparaciones con nadie, sin mirar hacia el suelo, sino mirando al cielo. Como esos árboles que crecen en lugares inverosímiles, sin apenas tierra, pero levantándose erguidos hacia el cielo.

La belleza de mi abuela

Quizás ese mismo día (…) reparé también en la belleza de mi abuela. La idea de esa belleza se me antojó en un principio inverosímil. En la Rusia de aquella época, toda mujer que rebasaba la cincuentena se transformaba en babuchka, un ser cuya feminidad y, máxime, belleza resultaba absurdo suponer. No digamos ya afirmar: “Mi abuela es guapa”…

Y sin embargo, Charlotte, que tendría por entonces sesenta y cuatro o sesenta y cinco años, era guapa. Acomodándose en la parte inferior de la orilla escarpada y arenosa del Sumra, leía bajo las ramas de los sauces, que cubrían su vestido con una trama de sombra y de sol. Sus cabellos plateados estaban recogidos en la nuca. En ocasiones, sus ojos me miraban sonriendo levemente. Yo intentaba discernir qué era lo que irradiaba, en aquel rostro, en aquel vestido tan sencillo, la belleza cuya existencia casi me avergonzaba reconocer.

No, Charlotte no era de esas mujeres “que no aparentan su edad”. Sus rasgos no tenían tampoco ese huraño atractivo que poseen los rostros “bien conservados” de las mujeres que viven en lucha permanente contra las arrugas. No intentaba camuflar su edad. Pero el envejecer no provocaba en ella ese encogimiento que demacra los rasgos y reseca el cuerpo. Miré con atención el reflejo plateado de sus cabellos, las líneas de su rostro, sus brazos ligeramente bronceados, los pies descalzos que casi tocaban la perezosa corriente del Sumra… Y con insólita alegría, descubrí que no mediaba una estricta frontera entre el tejido floreado del vestido y la sombra moteada del sol. Los contornos de su cuerpo se perdían imperceptiblemente en la luminosidad del aire; sus ojos, cual una acuarela, se confundían con el cálido brillo del cielo, el gesto de sus dedos volviendo las páginas se entreveraba con el ondular de las largas ramas de los sauces… ¡Así pues, en esa fusión se escondía el misterio de su belleza!

Sí, su rostro, su cuerpo, no se crispaban, asustados por la llegada de la vejez, sino que se impregnaban del viento soleado, de las amargas fragancias de la estepa, del frescor de los sauces. Y su presencia confería una extraña armonía a aquella extensión desierta. Charlotte estaba allí, y, en la monotonía de la llanura abrasada por el sol se formaba una inaprensible consonancia: el melodioso rumor de la corriente, el acre olor de la arcilla húmeda mezclada con la penetrante fragancia de las hierbas secas, el juego de luces y sombras bajo las ramas. Un instante único, irrepetible, en el nebuloso transcurrir de los días, los años, los tiempos…

Un instante que no pasaba.

(…)

Y en mis labios (…) se difumina esta frase que nunca me he atrevido a decir: “Si todavía es tan guapa, pese a sus cabellos blancos y a tantos años vividos, es porque a través de sus ojos, de su rostro, de su cuerpo, se transparentan todos estos instantes de luz y de belleza…



Autor: Andrei MAKINE

Título: El testamento francés

Editorial: Tusquets Editores, Barcelona, 1997, (pp. 228-229; 244)




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XXXII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

8 de noviembre de 2020

(Ciclo A - Año par)





  • Quienes buscan la sabiduría la encuentran (Sab 6, 12-16)
  • Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío (Sal 62)
  • Dios llevará con él, por medio de Jesús, a los que han muerto (1 Tes 4, 13-18)
  • ¡Que llega el esposo, salid a su encuentro! (Mt 25, 1-13)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

El Señor mediante esta parábola nos entrega, queridos hermanos, una enseñanza nueva e importante sobre nuestra salvación. Las diez vírgenes son un símbolo de los creyentes, de  los discípulos, de nosotros, los cristianos. Ya de entrada se nos insinúa, por lo tanto, que no basta con ser cristiano -con ser “virgen”- para alcanzar la salvación, puesto que de las diez vírgenes cinco son necias y cinco son sensatas. La parábola está centrada sobre el hecho de que “el Esposo tardaba”: el Esposo, obviamente, es Cristo, pues por el bautismo hemos sido desposados con Cristo “como una virgen pura” (2 Co 11,2), y su tardanza es el tiempo que media entre su resurrección y ascensión gloriosa al cielo y su segunda venida.

Dice la parábola que “todas se durmieron”. En este caso el dormirse no es un defecto o un pecado, porque la parábola no quiere inculcarnos tanto la vigilancia cuanto la preparación, el hecho de estar ya preparados para cuando aparezca el Señor. Pues el Señor, en efecto, aparecerá de improviso (Mc 13,36; Lc 21, 34) -San Lucas dice que caerá sobre nosotros “como un lazo” (21,35). Cristo es el Señor de las sorpresas y por eso llegará “a medianoche”. 

La parábola, por lo tanto, nos exhorta a vivir la fe en la duración, a comprender que el paso del tiempo es el verdadero banco de prueba de nuestra fe: no basta creer en un momento de euforia o de entusiasmo espiritual; hay que creer a lo largo del tiempo, perseverando en la fe y haciendo que nuestra fe haga resplandecer nuestra lámpara. Las lámparas son nuestros corazones, como nos explica San Gregorio Magno, y el Señor quiere que brillen con “el resplandor de la gloria de la gloria de Cristo, que es imagen de Dios” (2 Co 4,4). Pues tal como explica San Pablo en la segunda carta a los corintios, “todos nosotros (…) nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu” (2 Co 3,18). “Pues el mismo Dios que dijo: ‘De las tinieblas brille la luz’, ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo” (2 Co 4,6).

Por lo tanto no basta con ser “virgen”, es decir, creyente, para entrar al festín de las bodas del Cordero, es decir, para alcanzar la salvación; hace falta que el resplandor de la gloria de Cristo brille en nuestros corazones. Para lo cual es indispensable el aceite. El aceite, hermanos, es el don del Espíritu Santo, al que la liturgia de la Iglesia llama spiritalis unctio, la “unción espiritual” por la que somos “cristificados”, es decir, hechos conformes a Cristo, semejantes a Él, y entonces resplandecemos con la misma gloria con la que resplandece Él: “Yo les he dado la gloria que tú me diste” dijo Cristo al Padre en su oración sacerdotal, la noche del jueves santo (Jn 17,22), la misma gloria que Él tenía, junto al Padre, “antes de la creación del mundo” (Jn 17,5.24). “Gloria” es otro de los nombres del Espíritu Santo. La parábola, por lo tanto, nos enseña que tenemos un tiempo para obtener el don del Espíritu Santo, sin el cual es imposible que brillemos resplandecientes cuando venga el Señor. Ese tiempo es el de nuestra vida terrena, que es única, como única es la muerte (Hb 9,27), y es en él donde hemos de obtener el aceite del Espíritu Santo. 

Por lo tanto se nos exhorta, queridos hermanos, a que centremos toda nuestra vida espiritual en el presente, porque es ahora y sólo ahora, cuando podemos prepararnos a la venida del Señor, tanto a la venida personal a cada uno de nosotros, que ocurrirá en la hora de nuestra muerte, como a la venida universal, que sucederá en la Parusía: “Ahora es el tiempo aceptable, ahora es el día de la salvación”, afirma San Pablo (2 Co 6,2). Como recuerda San Gregorio Magno “cuando llegue el Esposo ya no se podrá adquirir el aceite”, ni tampoco nos lo podrán prestar otros, porque la salvación exige de cada uno de nosotros una respuesta personal e intransferible.

La obtención del Espíritu Santo es el objetivo de la vida espiritual, tal como nos han enseñado todos los santos, sobre todo los santos del Oriente cristiano. Pues sin su presencia y su acción en nuestros corazones, es imposible nuestra conversión, es imposible que surja en nosotros el hombre nuevo a imagen y semejanza del último y definitivo Adán que es Cristo, como lo muestra la reacción de Pablo en Éfeso ante aquellos pretendidos cristianos que ni siquiera habían oído hablar del Espíritu Santo (Hch 19 1-7). 

Oremos, pues, queridos hermanos, pidiendo al Señor que no cese de derramar en nuestros corazones el aceite del Espíritu Santo, para que, despiertos o dormidos, brillemos siempre con el resplandor de la gloria de Cristo y nos encuentre preparados,  cuando Él venga.

De ángeles y demonios


 Autor
Fernando Colomer Ferrándiz 

Título
De ángeles y demonios 

Edita 
UCAM 

ISBN 
978-84-16045-02-0 


Pedidos a:

https://store.ucam.edu/ 
  
Y

Librería Diocesana 
Teléfono
(+ 34) 968 21 24 89 



Índice:

I. Existencia y significado de los santos ángeles

II. Los ángeles en la Biblia

III. Los demonios en la Biblia

IV. El ser de los ángeles

V. El obrar de los ángeles

VI. El universo angélico

VII. Misiones de los santos ángeles

VIII. El pecado de los ángeles

IX. La mentalidad demoníaca

X. El diablo en el siglo XX: las ideologías

XI. El diablo en las sociedades democráticas

XII. Los ataques demoníacos

XIII. La posesión diabólica

XIV. El exorcismo

XV. Para vecer al demonio  


Dar fruto

Será como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas; y cuanto emprende tiene buen fin (Sal 1, 3).




Al hombre cuyo gozo es la ley del Señor, el salmo primero lo compara con un árbol plantado al borde de la acequia, que está siempre verde y que da fruto. Es una imagen de una vida plena, lograda. El árbol da fruto muy por encima de la necesidad de la conservación de su especie, con una sobreabundancia que va mucho más allá de sí mismo y sirve para alimentar a otros. Son frutos que Dios puede cosechar y que manifiestan su gloria: “la gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto” (Jn 15, 8), porque Cristo nos ha elegido y destinado para que demos fruto y nuestro fruto permanezca (Jn 15, 16). Los frutos que el Padre espera de nosotros son los frutos del Espíritu Santo: “amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí” (Ga 5, 22-23). El árbol que no da fruto no es un árbol bueno: será “arrancado y echado al fuego” (Mt 7, 19).

La vida cristiana, que es vida en el Espíritu Santo, se objetiva por sus frutos. Y por eso el Señor dice: “por sus frutos los conoceréis” (Mt 7, 16). Pero, al igual que ocurre con el árbol, el hecho de fructificar requiere tiempo, no sucede inmediatamente, requiere un proceso de maduración. Por eso el salmo dice “da fruto en su sazón”, es decir, a su tiempo. Pues, tal como afirma la Escritura, “todo tiene su momento y cada cosa su tiempo bajo el cielo” (Qo 3, 1). El Señor sabe esperar que llegue el tiempo de la sazón, de los frutos. Por eso le dijo a Pedro, que pretendía dar la vida por él: “Adonde yo voy no puedes seguirme ahora; me seguirás más tarde”. 

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