Jesucristo, Rey del Universo

15 de agosto 

22 de noviembre de 2020

(Ciclo A - Año par)





  • A vosotros, mi rebaño, yo voy a juzgar entre oveja y oveja (Ez 34, 11-12. 15-17)
  • El Señor es mi pastor, nada me falta (Sal 22)
  • Entregará el reino a Dios Padre, y así Dios será todo en todos (1 Cor 15, 20-26. 28)
  • Se sentará en el trono de su gloria y separará a unos de otros (Mt 25, 31-46)
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La segunda lectura de hoy (1 Co 15) nos presenta a Jesucristo como el nuevo y definitivo Adán, primicia de una humanidad nueva, completamente sometida a Dios, en la que Dios “lo será todo para todos” y en la que todos los “principados, poderes y fuerzas” hostiles a Dios y enemigos del hombre serán destruidos. El último de todos ellos en ser aniquilado será la muerte, de manera que por Cristo todos los hombres volverán a la vida y Dios “enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte, ni llanto, ni gritos, ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” (Ap 21, 4). Entonces se hará realidad el objeto de nuestra esperanza: “los cielos nuevos y la nueva tierra, en los que habita la justicia” (2 Pe 3, 13).

Pero la primera lectura de hoy (Ez 34) y el Evangelio (Mt 25) nos recuerdan que los hombres seremos aceptados o excluidos de esa realidad preciosa, que es el mundo nuevo, según la elección vital que hayamos realizado a lo largo de nuestra vida en la tierra. Pues al establecer su Reino Dios dirá un no rotundo y definitivo a determinadas realidades humanas: a todas aquellas que son contrarias a la caridad, al amor con el que Dios nos ama. No todo lo que el hombre ha generado, a lo largo de la historia humana, podrá ser integrado en la Jerusalén celestial: quien se haya identificado con el mundo “que yace en poder del Maligno” (1 Jn 5,19) y con todo lo que hay en él -“la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas” (1 Jn 2,16)-, no podrá ser ciudadano de la Jerusalén celestial. Así pues, cada hombre tiene que hacer una opción vital que determina su destino eterno: o elige el mundo o elige el Reino de Dios. 

Elegir el mundo es elegir la voluntad de poder, de triunfo, de éxito, de eficacia por encima de todo. Cuando la elección es ésta, los pobres son una carga, un peso, una rémora, porque ellos requieren de nosotros una actitud hecha de gratuidad, de desinterés, de donación pura, que no busca la reciprocidad y la recompensa, porque ellos no pueden recompensarnos. “Cuando des un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos y a los ciegos; y serás dichoso, porque no te pueden corresponder, pues se te recompensará en la resurrección de los justos” (Lc 14,13-14). 

Cuando se elige el mundo no se quiere cargar con un fardo tan pesado, que ralentiza la construcción de una sociedad “perfecta”, es decir, sin problemas, con la que siempre sueña el hombre, y que el Evangelio desmiente, porque Cristo afirma: “a los pobres los tendréis siempre entre vosotros” (Jn 12,8). Cuando se prefiere la propia utopía a la realidad, cuando el propio deseo y los propios sueños son constituidos en la “ley” del obrar humano, entonces el hombre “se blinda” frente a los pobres mediante la indiferencia, la no-compasión: los lisiados, los minusválidos, los incurables, los deficientes, son declarados “no deseados” y se autoriza su exterminio. Ésta es la lógica del aborto y de la eutanasia, la misma lógica de Auschwitz. 

Elegir el Reino de Dios es comprender que, en el designio divino, “hasta el gorrión ha encontrado una casa y la golondrina un nido” (Sal 83), es decir, que para Dios no hay nadie que sea tan pequeño que no merezca su atención, su cuidado, su solicitud; que para Dios nadie está de más, no sobra nadie, porque Él no prescinde de ninguno de los que Él mismo ha creado, independientemente de la “eficacia” y de la “capacidad de éxito” que puedan tener. Elegir el Reino de Dios es dedicar a los pobres -por cierto, nadie hay más pobre que el concebido aún no nacido-, toda la atención gratuita que ellos requieren, sabiendo que al hacerlo recibimos de ellos mucho más de lo que les damos, puesto que, al amarlos gratuitamente, es cuando nosotros alcanzamos nuestra verdadera humanidad, cuando, por fin, llegamos a ser humanos de verdad. Pues lo que humaniza al hombre no es triunfar, sino amar.

¿Es posible amar así, con tanta gratuidad? Si permanecemos unidos a Cristo, si acogemos el don del Espíritu Santo que Él nos ha obtenido por su muerte y resurrección, entonces sí que es posible, porque “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5,5), y con ese amor sí podemos amar así, gratuitamente, sin necesitar de ninguna razón para amar. San Hipólito de Roma (+ 236) nos describe esta opción vital a favor del Reino de Dios poniendo en boca de Cristo las siguientes palabras: “Venid vosotros, benditos de mi Padre (…) los que habéis amado a los pobres y a los extranjeros, los que habéis sido fieles a mi amor, porque yo soy el amor (…) los que no habéis honrado la riqueza, sino que habéis hecho limosna a los pobres, los que habéis guardado intacto el sello de la fe y habéis sido diligentes en reuniros en las iglesias (…) los que habéis observado mi ley día y noche y compartido mis sufrimientos como valerosos soldados”. Que el Señor nos conceda la inmensa gracia de ser contados entre éstos.