La virtud humana de la fortaleza
La fortaleza es quizá una de
las virtudes más celebradas por la humanidad de todos los tiempos. La poesía y
las artes figurativas parece que se inventaron para celebrar las hazañas de los
hombres fuertes. Los griegos llamaron a esta virtud andréia, que nosotros traducimos por virilidad, pues por ella uno demuestra ser un hombre: anér. Ellos entendían la fortaleza sobre todo como
firmeza de ánimo frente a una honrosa muerte, en especial en el campo de
batalla.
También consideraron como
perteneciente a la virtud de fortaleza, la actitud firme del hombre de carácter
frente a las adversidades de la vida (que, aunque no comportan la muerte,
comprometen, sin embargo, bienes muy preciados); la llamaron kartería, que el latín medieval tradujo
por perseverantia y que podemos
expresar hablando de dureza.
Finalmente también
consideraron como perteneciente al campo de la fortaleza la capacidad de
formular grandes propósitos y de perseguirlos con enérgica decisión; llamaron a
esta actitud megalopsichía, es decir,
magnanimidad.
La reflexión moral ulterior
define la fortaleza en sentido amplio como
“firmeza”, es decir, tenacidad en el cumplimiento del bien, y en sentido estricto como aquella
particular firmeza de ánimo que consiste en no dejarse zarandear por graves
peligros o males anejos al cumplimiento del deber o al ejercicio, aunque sea
facultativo, de la virtud, incluso tratándose del peligro de muerte. La virtud
de fortaleza se manifiesta en dos direcciones opuestas y complementarias:
atacar y resistir, “ardua agredi et
sustinere”. No es sólo soportar cosas difíciles sino también emprender
cosas arduas.
El don de fortaleza tiene
como objeto fundamental perfeccionar la virtud infusa del mismo nombre.
Generalmente se piensa que la virtud de fortaleza no se adquiere sólo con
nuestro esfuerzo, por medio de repetidos actos de valor, sino que nos la
infunde directamente Dios al darnos la gracia santificante, junto con las
virtudes teologales y las demás virtudes cardinales. Como todas las virtudes
infusas no es propiamente un hábito, sino más bien una posibilidad que Dios nos
da, dándonos su gracia. El don de fortaleza viene a conducir esa virtud infusa
de fortaleza, que es una “capacidad”, a su perfección. Para ello el don de
fortaleza eleva nuestras fuerzas hasta el plano de lo divino y nos enseña a
actuar dejándonos llevar por el Espíritu Santo, al modo de quien sigue un
impulso interior, de quien actúa por una especie de “instinto sobrenatural”, si
cabe hablar así. Con el don de fortaleza el creyente se deja conducir por Dios, y
entra ya de lleno en la perspectiva bíblica, en la que la fortaleza es sólo un
atributo de Dios “que afirma los montes con su fuerza” (Sal 64, 7), y que se complace en “elegir lo débil para confundir
a los fuertes” (1 Co 1, 27). Siendo
Dios el único fuerte, Él concede la victoria a quien quiere, exactamente a
quien confía en Él, pues a Él no le impresionan “los músculos del hombre” sino únicamente “los que esperan en su amor” (Sal 147,10-11). De ahí la palabra que
el Señor dijo a Pablo: “Te basta mi gracia, que mi fuerza se muestra perfecta
en la flaqueza”; lo que hizo exclamar
a Pablo: “Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis
flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo” (2 Co 12, 9-10).
Como todos los dones del
Espíritu Santo, el don de fortaleza nos hace obrar al modo deiforme. Es lo que
gráficamente expresó la mártir Santa Felicidad al guardián de la prisión en que
ella se preparaba para el martirio. Al oírla él gemir entre los dolores de
parto, le dijo: “Pues, ¿qué será de ti cuando te rodeen las fieras?”. A lo que
ella replicó diciendo: “Hoy soy yo quien sufre; mañana, Otro sufrirá en mí”.
A lo largo de la historia de
la salvación el Espíritu Santo ha realizado, mediante el don de fortaleza,
increíbles maravillas. La carta a los hebreos las evoca diciendo: “Por la fe
subyugaron reinos, ejercieron la justicia, alcanzaron las promesas, obstruyeron
la boca de los leones, extinguieron la violencia del fuego, escaparon al filo
de la espada, convalecieron de la enfermedad, se hicieron fuertes en la guerra,
desbarataron los campamentos de los extranjeros. Las mujeres recibieron a sus
muertos resucitados; otros fueron sometidos a tormento, rehusando la liberación
por alcanzar una resurrección mejor; otros soportaron prisiones y azotes, aún
más, cadenas y cárceles; fueron apedreados, tentados, aserrados, murieron al
filo de la espada, anduvieron errantes, cubiertos de pieles de oveja y de
cabra, necesitados, atribulados, maltratados; aquellos de quienes no era digno
el mundo, perdidos por los desiertos y por los montes, por las cavernas y por
las grietas de la tierra” (Hb 11, 33-38). Esta fuerza de la fe que evoca la
carta a los hebreos se realiza por el don de fortaleza. Ese mismo don es el que
ha hecho y hace que tantos y tantos cristianos hayan superado dificultades
grandísimas para vivir su fe. Baste recordar en nuestro siglo XX las
dificilísimas circunstancias en que han tenido que vivir su fe los cristianos
en los países comunistas, en algunos países sudamericanos, y actualmente en
Argelia, en Sudán, en Paquistán, en Vietnam y en China, por ejemplo.
No hace falta, sin embargo,
situarse en países donde las condiciones políticas signifiquen una abierta
persecución de la fe cristiana, sino que en la vida cotidiana del cristiano no
es raro que se presente el dilema puro y duro de tener que elegir entre el
pecado mortal o el heroísmo. Estos casos son mucho más frecuentes de lo que se
podría pensar a primera vista. Hay tentaciones que se presentan a nosotros con
una violencia inusitada y con un carácter repentino e inesperado; entonces, en
cuestión literalmente de segundos, hay que elegir entre la fidelidad a Cristo o
la traición del pecado. En esas ocasiones la simple virtud de fortaleza no
basta, porque ella procede, como todas las virtudes, bajo la modalidad
discursiva, que, en estos casos, resulta inadecuada por lenta; son casos en los
que hay que actuar rápidamente y como “por instinto”. Y aquí es donde
intervienen los dones del Espíritu Santo, sobre todo el don de consejo
(percepción de la situación concreta) y el don de fortaleza.
Conviene recordar que “la
vida del hombre sobre la tierra es una milicia” (Jb 7, 1). La vida del hombre sobre la tierra comporta siempre un duro
combate espiritual que la catequesis
tradicional de la Iglesia ha descrito como una lucha entre el “alma” (es decir, el hombre
interior que quiere ser fiel a Dios) y sus tres enemigos: mundo, demonio y carne.
Para comprender la importancia del don de fortaleza
fijémonos en el combate contra el mundo. El “mundo” como enemigo espiritual del
cristiano, no significa la creación de Dios, que es buena, sino el conjunto de
los hombres que rechazan a Dios, es decir, la humanidad pecadora en cuanto
opuesta a Dios y a su designio de salvación. Es el mundo “que no puede recibir
al Espíritu de la verdad” (Jn 14,17), porque está sometido al “Príncipe de este
mundo” (Jn 14,30), que es “mentiroso y padre de la mentira” (Jn 8,44). El
“mundo” así entendido desarrolla un amplio aparato de seducción sobre los
hombres, para persuadirlos amablemente de que obren el mal, de que pequen.
Fundamentalmente intenta convencernos de que lo que la Palabra de Dios designa
como pecado, en realidad no lo es: “el pecado no es pecado”. Para convencernos
de ellos tendrá que decirnos un montón de mentiras y de falsedades, que
repetirá machaconamente fingiendo que son evidencias conocidas y compartidas
por todos (salvo por un pequeño grupo de trogloditas que son los cristianos).
En
el libro del Apocalipsis encontramos una impresionante descripción de esta
realidad. Se nos habla primero del Dragón, “que es la serpiente antigua, el
Diablo o Satanás” y que persigue a muerte a la Mujer vestida del sol, es decir,
a la Iglesia (Ap 12), y que cuando ve que Dios la protege y la esconde en el
desierto, “entonces despechado contra la Mujer, se fue a hacer la guerra al
resto de sus hijos, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el
testimonio de Jesús” (Ap 12,17). Después se nos habla de una Bestia que surge
del mar a la que el Dragón -es decir, el
Diablo- le da su poder y su trono y gran poderío (Ap 13, 1-2). Y finalmente se
nos habla de otra Bestia que surge de la tierra y que “ejerce todo el poder de
la primera Bestia en servicio de ésta, haciendo que la tierra y sus habitantes
adoren a la primera Bestia” (Ap 13,12): “Vi
luego otra Bestia que surgía de la tierra y tenía dos cuernos como de
cordero, pero hablaba como una serpiente (…) Realiza grandes señales (…) y
seduce a los habitantes de la tierra con las señales que le ha sido concedido obrar
al servicio de la Bestia” (Ap 13, 11.13a.14a). El poder que posee esta segunda
Bestia es muy grande: “Hace que todos, pequeños y grandes, ricos y pobres,
libres y esclavos, se hagan una marca en la mano derecha o en la frente y que
nadie pueda comprar ni vender, sino el que lleve la marca con el nombre de la
Bestia o con la cifra de su nombre” (Ap 13, 16-17). “No poder comprar ni
vender” es como no poder vivir, como no poder subsistir: tal es la condición de
los cristianos acosados por el mundo. Hace falta mucha fortaleza para mantenerse fiel al
Señor, sometidos como estamos a tanta presión.
Pues
el combate espiritual “no es contra la carne y la sangre, sino contra los
Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo
tenebroso, contra los espíritus del mal que están en el aire” (Ef 6,12). Esta última
expresión (“que están en al aire”) nos indica que la presión contra los
cristianos se ejerce de manera “atmosférica”. Lo “atmosférico” para el hombre
es la cultura, en cuyas mallas el hombre nace, crece y se desarrolla. Pues la
cultura es el conjunto de formas de actuar, de ver y de prever las cosas, de
pensarlas y evaluarlas, de tomar decisiones, así como de entender las grandes
cuestiones de la vida humana: origen, destino, muerte, etc. Es decir, “cultura”
es sinónimo de “mentalidad”, de “sensibilidad”, de “visión de la realidad”. Y
en este sentido los medios de comunicación social son los encargados de
difundir la cultura ambiente, que ellos mismos generan en gran medida. La
mentira más absurda, narrada repetidas veces por las cadenas de televisión como
la cosa más normal del mundo, acaba pareciendo “normal” a casi todo el mundo. Habría que hacer un análisis minucioso de
todas las mentiras que la cultura actual proclama constantemente a propósito,
sobre todo, del hombre, para, a través de ellas, someter a los hombres al
imperio del pecado (pues toda mentira hace el juego al “padre de la mentira”).
En el cine, en la literatura, en la televisión, en la prensa, se miente
constantemente a propósito, por ejemplo, de la sexualidad (“se trata ante todo
de obtener sensaciones placenteras”), del matrimonio (“lo más importante es la
libertad”), de la educación de los hijos (“yo soy amigo de mis hijos”), de la
importancia y del papel de los bienes materiales y culturales, es decir, de la
esfera del “tener” (“tanto tienes, tanto vales”), del inicio de la vida humana
(“un montón de células, un material biológico”) y de su final (“está como un
vegetal”) etc. etc.
Santo
Tomás, siguiendo a San Agustín, hace corresponder el don de fortaleza con la
cuarta bienaventuranza (“hambre y sed de justicia”) porque la fortaleza recae
sobre las cosas arduas y difíciles, y la “justicia” de la que habla esta
bienaventuranza, es la cosa más ardua y difícil, porque no es la simple
justicia distributiva (“dar a cada uno lo que le corresponde”), sino la
“justicia del Reino”, la justicia de la que dijo el Señor que tiene que ser
“mayor que la de los escribas y fariseos” (Mt 5,20), y que Él describió en ese
largo discurso contraponiendo lo que “se dijo a los antepasados” con lo que Él
nos dice (“pero yo os digo”) (Mt 5, 21-47). Esta justicia es, por lo tanto, la
santidad misma de Dios, y por eso su descripción termina diciendo: “Vosotros,
pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5,48).
La cuarta bienaventuranza se inscribe en la
encrucijada antropológica de las necesidades y del deseo. El hombre como ser de
necesidades puede llegar a ser un ser saciado. Los hombres saciados constituyen
el dominio de la antibienaventuranza. Jesús se los tropezó a menudo: eran los
integrantes del establishement del templo, que saciaban la necesidad
religiosa en su vertiente cúltica, y aquellos fariseos que estaban satisfechos
de su propia justicia. Eran también los que rechazaban frontalmente la
salvación -y Jesús habló entonces de pecado contra el Espíritu-, y los que se
negaban a seguir avanzando en la perfección, como el joven rico.
Frente a todas estas formas de saciedad, Jesus proclamó
bienaventurados a los que tienen “hambre
y sed de justicia”. Éstos son los hombres de deseo, es decir, los
hombres que no se conforman con "satisfacer sus necesidades", sino
que aspiran a desarrollar en sí mismos lo que está más allá de toda necesidad:
la semejanza con Dios. Dios nos creó “a
su imagen y semejanza”. El hombre de deseo es el que no censura
esta vocación fundamental y primera, el que no renuncia a realizar la palabra
de Jesús: “Vosotros, pues, sed
perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5,48). El
hombre de deseo es el que sabe la falsedad radical del discurso del poder, que
pretende darnos la felicidad por la satisfacción de todas las necesidades, y se
yergue frente a él con la irreductibilidad de quien sabe que ningún mundo,
ninguna "ecología", puede saciar el anhelo del corazón del hombre,
porque ese anhelo apunta al mismo Dios: “Nos
hiciste para ti, Señor, y nuestro corazón estará inquieto, hasta que descanse
en ti” (San Agustín).
Aquel
que en nuestros corazones suscita el hambre y sed de la justicia es el Espíritu
del único Justo –porque sólo Tú eres santo- que es Jesús, el Espíritu Santo.
La ley nueva es la ley del Espíritu santo, cuya misión en nosotros consiste en
mantenernos unidos a la Fuente: así es como somos justos. Él que es "Señor
y dador de vida", hace que de nuestro interior broten ríos “de agua viva” (Jn 7,38). Es Él
quien no cesa de darnos hambre y sed de justicia y, por ello mismo, su misión
en el mundo se refiere a la justicia. Por eso se habla de Él como Paráclito,
como Abogado. Él es quien se dedica a convencer al mundo de pecado, de justicia
y de juicio (Jn 16,8). Es Él quien deshace el proceso que los hombres de todos
los tiempos han hecho contra Dios y contra Jesús. Deshace igualmente el proceso
que los malvados hacen contra los justos y los testigos: “porque no seréis vosotros los que hablaréis,
sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros” (Mt
10,20). Es el Espíritu Santo quien, creando en nosotros esta cuarta
bienaventuranza, nos convence de que lo primero no es cambiar las estructuras
de la sociedad, sino cambiar el propio corazón, haciéndoles anhelar la
justicia-santidad de Dios, para participar en la cual el hombre ha sido creado.
El don de fortaleza es el
principio y la fuente de todas las grandes cosas emprendidas o sufridas por
Dios. Para ello este don:
1)
Destruye por completo la tibieza en el
servicio de Dios. La
tibieza es como una “tuberculosis del alma”, como una anemia espiritual y
obedece casi siempre a una falta de energía y fortaleza en la práctica de la
virtud, es decir, en la fidelidad a Dios. La tibieza se manifiesta a menudo como
coqueteo con el mal, como complacencia en jugar con la tentación, quizás sin
querer caer en ella, pero sin alejarse de ella. En la tentación el que es
cobarde y huye es el valiente. Pero para esta huida hace falta ser fuertes.
2) Nos hace valientes e intrépidos ante toda clase de peligros con tal de que se trate de ser fieles a la misión que Dios nos ha encomendado. Así ocurrió, después de Pentecostés, con los apóstoles, que desobedecieron la orden que les dieron de no hablar de Jesús, replicando que “es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5, 29), y que, cuando fueron azotados por ello, salieron “contentos y alegres de haber sufrido aquel ultraje por el nombre de Jesús” (Hch 5, 41). El don de fortaleza hace de nosotros unos buenos “luchadores”, unos auténticos “atletas de Dios”.