Dar fruto

Será como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas; y cuanto emprende tiene buen fin (Sal 1, 3).




Al hombre cuyo gozo es la ley del Señor, el salmo primero lo compara con un árbol plantado al borde de la acequia, que está siempre verde y que da fruto. Es una imagen de una vida plena, lograda. El árbol da fruto muy por encima de la necesidad de la conservación de su especie, con una sobreabundancia que va mucho más allá de sí mismo y sirve para alimentar a otros. Son frutos que Dios puede cosechar y que manifiestan su gloria: “la gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto” (Jn 15, 8), porque Cristo nos ha elegido y destinado para que demos fruto y nuestro fruto permanezca (Jn 15, 16). Los frutos que el Padre espera de nosotros son los frutos del Espíritu Santo: “amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí” (Ga 5, 22-23). El árbol que no da fruto no es un árbol bueno: será “arrancado y echado al fuego” (Mt 7, 19).

La vida cristiana, que es vida en el Espíritu Santo, se objetiva por sus frutos. Y por eso el Señor dice: “por sus frutos los conoceréis” (Mt 7, 16). Pero, al igual que ocurre con el árbol, el hecho de fructificar requiere tiempo, no sucede inmediatamente, requiere un proceso de maduración. Por eso el salmo dice “da fruto en su sazón”, es decir, a su tiempo. Pues, tal como afirma la Escritura, “todo tiene su momento y cada cosa su tiempo bajo el cielo” (Qo 3, 1). El Señor sabe esperar que llegue el tiempo de la sazón, de los frutos. Por eso le dijo a Pedro, que pretendía dar la vida por él: “Adonde yo voy no puedes seguirme ahora; me seguirás más tarde”. 

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