La belleza de mi abuela

Quizás ese mismo día (…) reparé también en la belleza de mi abuela. La idea de esa belleza se me antojó en un principio inverosímil. En la Rusia de aquella época, toda mujer que rebasaba la cincuentena se transformaba en babuchka, un ser cuya feminidad y, máxime, belleza resultaba absurdo suponer. No digamos ya afirmar: “Mi abuela es guapa”…

Y sin embargo, Charlotte, que tendría por entonces sesenta y cuatro o sesenta y cinco años, era guapa. Acomodándose en la parte inferior de la orilla escarpada y arenosa del Sumra, leía bajo las ramas de los sauces, que cubrían su vestido con una trama de sombra y de sol. Sus cabellos plateados estaban recogidos en la nuca. En ocasiones, sus ojos me miraban sonriendo levemente. Yo intentaba discernir qué era lo que irradiaba, en aquel rostro, en aquel vestido tan sencillo, la belleza cuya existencia casi me avergonzaba reconocer.

No, Charlotte no era de esas mujeres “que no aparentan su edad”. Sus rasgos no tenían tampoco ese huraño atractivo que poseen los rostros “bien conservados” de las mujeres que viven en lucha permanente contra las arrugas. No intentaba camuflar su edad. Pero el envejecer no provocaba en ella ese encogimiento que demacra los rasgos y reseca el cuerpo. Miré con atención el reflejo plateado de sus cabellos, las líneas de su rostro, sus brazos ligeramente bronceados, los pies descalzos que casi tocaban la perezosa corriente del Sumra… Y con insólita alegría, descubrí que no mediaba una estricta frontera entre el tejido floreado del vestido y la sombra moteada del sol. Los contornos de su cuerpo se perdían imperceptiblemente en la luminosidad del aire; sus ojos, cual una acuarela, se confundían con el cálido brillo del cielo, el gesto de sus dedos volviendo las páginas se entreveraba con el ondular de las largas ramas de los sauces… ¡Así pues, en esa fusión se escondía el misterio de su belleza!

Sí, su rostro, su cuerpo, no se crispaban, asustados por la llegada de la vejez, sino que se impregnaban del viento soleado, de las amargas fragancias de la estepa, del frescor de los sauces. Y su presencia confería una extraña armonía a aquella extensión desierta. Charlotte estaba allí, y, en la monotonía de la llanura abrasada por el sol se formaba una inaprensible consonancia: el melodioso rumor de la corriente, el acre olor de la arcilla húmeda mezclada con la penetrante fragancia de las hierbas secas, el juego de luces y sombras bajo las ramas. Un instante único, irrepetible, en el nebuloso transcurrir de los días, los años, los tiempos…

Un instante que no pasaba.

(…)

Y en mis labios (…) se difumina esta frase que nunca me he atrevido a decir: “Si todavía es tan guapa, pese a sus cabellos blancos y a tantos años vividos, es porque a través de sus ojos, de su rostro, de su cuerpo, se transparentan todos estos instantes de luz y de belleza…



Autor: Andrei MAKINE

Título: El testamento francés

Editorial: Tusquets Editores, Barcelona, 1997, (pp. 228-229; 244)




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