- Es un hombre santo de Dios; se retirará aquí (2 Re 4, 8-11. 14-16a)
- Cantaré eternamente las misericordias del Señor (Sal 88)
- Sepultados con él por el bautismo, andemos en una vida nueva (Rom 6, 3-4. 8-11)
- El que no carga con la cruz no es digno de mí. El que os recibe a vosotros, me recibe a mí (Mt 10, 37-42)
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En el evangelio de hoy, queridos hermanos, el Señor nos habla de la relación de los discípulos con Él y de la relación entre los discípulos y los demás hombres.
Al describirnos cómo debe ser la relación de los discípulos con Él, el Señor nos dice que deben preferirle a él antes que a la familia –tanto a los padres como a los hijos-, que no deben rehuir el sufrimiento –la cruz- para seguirle y que entre “asegurar” la propia vida o perderla por Él, el discípulo debe de estar siempre dispuesto a esto último, que es lo que hará que, verdaderamente, “encuentre” su vida. Jesús pretende de sus discípulos un amor sin límites, sin medida ni condiciones, por encima del amor a los padres, a los hijos, al propio bienestar y a la propia vida, de manera que si surge un conflicto entre lo que debemos a Jesús y lo que nos exigen otras personas, prefiramos siempre a Jesús.
Para muchos de sus oyentes estas pretensiones de Jesús resultan excesivas porque apuntan en una dirección muy clara: la de afirmar que la relación con Dios se juega en la relación con Él, con Jesús de Nazaret, en vez de jugarse en la observancia de los mandamientos, de la Torah que el Señor dio a Moisés. Y ese es precisamente el núcleo del anuncio de Jesús, de su kerigma, de su predicación: decir a los hombres que es en la relación con él, con el hombre Jesús de Nazaret, donde el hombre se juega su relación con Dios, donde el hombre decide su destino eterno. Así lo mostró el Señor en múltiples ocasiones, en las que subordinó el tercer mandamiento –la observancia del sábado- o el cuarto mandamiento –honrar padre y madre- a la relación con su persona. “Sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos” (Mt 18, 21) fue la respuesta que dio al discípulo que le pedía permiso para ir a enterrar a su padre. “El Hijo del hombre es señor del sábado” (Mt 12, 8), argumentó Jesús cuando acusaron a sus discípulos de arrancar espigas en un día de sábado respuesta muy atrevida porque el sábado es el día del Señor y sólo Dios es su dueño. De ahí que llegara el conflicto inevitable entre las autoridades judías y Jesús: “No queremos apedrearte por ninguna obra buena, sino por una blasfemia, porque tú, siendo hombre, te haces a ti mismo Dios” (Jn 10 33).