Domingo. Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

14 de junio de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Te alimentó con el maná, que tú no conocías ni conocieron tus padres (Dt 8, 2-3. 14b-16a)
  • Glorifica al Señor, Jerusalén (Sal 147)
  • El pan es uno; nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo (1Cor 10, 16-17)
  • Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida (Jn 6, 51-58)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf
En la primera lectura de hoy se nos ha recordado cómo el pueblo de Israel, en su travesía por el desierto, sintió hambre y cómo el Señor le dio a comer el maná, que fue un don de Dios, la respuesta divina al hambre del pueblo de Israel para que no desfalleciera.

La vida del hombre en la tierra, nuestra vida, se parece siempre a una travesía del desierto. Porque en nuestro corazón hay un ansia de verdad, de bien y de belleza que nunca se ve totalmente satisfecha por los bienes que encontramos y realizamos aquí en la tierra. Y en este sentido el mundo, la vida, a pesar de todas las realidades bellas que nos ofrece, nunca es nuestra morada definitiva, nuestra tierra prometida, porque siempre aspiramos a más, porque nuestro corazón sigue estando inquieto.

“Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo”. Jesús se presenta como el pan que puede saciar el hambre de nuestro corazón, como la respuesta total, exhaustiva, al deseo del hombre; de tal manera que “el que come de este pan vivirá para siempre”. En la Eucaristía Cristo nos da este pan, que nos permite “subsistir en medio del desierto”, es decir, mantener nuestra humanidad en medio de un mundo inhumano.

Nuestro mundo del siglo XXI es un mundo inhumano no sólo porque a menudo trata al hombre como si fuera una cosa, sino también y antes de eso, porque piensa que el hombre es sólo un ser de necesidades y que él -el mundo, la sociedad, el Estado- puede saciar todas esas necesidades. Pero la necesidad más profunda del hombre es Dios, y el mundo no puede darle a Dios. “Él te afligió haciéndote pasar hambre (…) para enseñarte que no sólo de pan vive el hombre, sino de todo cuanto sale de la boca de Dios”. La inhumanidad de nuestro mundo radica en que ignora esta hambre de Dios, que es, sin embargo, la necesidad más profunda de nuestro corazón. Es inhumano atiborrar al hombre de bienes económicos, psicológicos y culturales, olvidando el Bien esencial al que aspira, que es Dios.

Ese Bien es Cristo, quien, en la Eucaristía, se hace alimento para nosotros. Lo propio de Cristo como alimento es que no somos nosotros quienes lo asimilamos a Él, sino que es Él quien, sin destruirnos, nos asimila a nosotros. Al comulgar, al recibirlo a Él en la Eucaristía, Él nos incorpora a Sí mismo, a su Cuerpo, que es la Iglesia, y nos hace miembros suyos.

Ser miembro supone un descentramiento de sí mismo para existir centrado en Otro -en Cristo. La gracia de ser miembro del Cuerpo de Cristo exige de cada uno de nosotros el aprender a vivir, a existir, como vive y existe Cristo: totalmente descentrado de Sí mismo y totalmente entregado al Padre en la unidad del Espíritu Santo. Del mismo modo que Cristo, en su vida mortal, jamás actuó desde sí mismo, jamás hizo lo que a Él le parecía pertinente, sino que siempre se dejó conducir por el Espíritu Santo, obrando la voluntad del Padre, también cada uno de nosotros, miembros de su Cuerpo, tenemos que desapropiarnos de nuestra vida, para que ella sea un lugar donde resplandezca Él: “Y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Ga 2,20).

De este modo al Eucaristía hace la unidad de la Iglesia, nos hace una sola cosa (“un solo cuerpo”) con Cristo y, en Él, también entre nosotros. Nuestra unidad no es fruto de un acuerdo entre nosotros o de un consenso pactado, sino que brota del hecho de que cada uno de nosotros pertenece a Cristo, es un miembro de su Cuerpo. Y esto es lo que cada Eucaristía nos recuerda y lo que va realizando, poco a poco, en nuestra vida. “El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan” (1Co 10,17).

La Eucaristía siembra también en nosotros la semilla de la vida eterna. Al recibir a Cristo en la comunión, su vida, que es la vida misma de Dios, se hace vida nuestra, y por nuestro organismo espiritual empieza a circular la propia vida de Cristo, la única vida que ha vencido a la muerte, la vida eterna. Y nuestro cuerpo se hace beneficiario de un gran don: la resurrección gloriosa: “Y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6, 44). 

La Eucaristía es obra del amor de Dios hacia nosotros. Quien ama desea estar siempre con el amado, unirse a él, ser una sola cosa con él. Lo propio del amor, en efecto, es “hacer una sola cosa” a quienes se aman. La madre desea tanto “hacerse uno” con su hijo pequeño que “se lo comería a besos”. La Eucaristía es el milagro que hace Dios para que nosotros podamos, si queremos, “comerlo a besos”. “Que me bese con los besos de su boca”, leemos en el Cantar de los cantares (1, 2). Y un poco más adelante: “Si tú fueras mi hermano te podría besar” (Ct 8, 1). Estas palabras expresan el deseo más profundo del corazón del hombre en relación a Dios. La Eucaristía las hace literalmente posibles. Que la vivamos siempre como lo que es: una realidad de amor.