XII Domingo del Tiempo Ordinario

21 de junio de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Libera la vida del pobre de las manos de gente perversa (Jer 20, 10-13)
  • Señor, que me escuche tu gran bondad (Sal 68)
  • No hay proporción entre el delito y el don (Rom 5, 12-15)
  • No tengáis miedo a los que matan el cuerpo (Mt 10, 26-33)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf
Por tres veces en el evangelio de hoy el Señor nos exhorta a vencer el miedo: “No tengáis miedo”. Sentir miedo es algo natural para el hombre: tenemos miedo de perder nuestra salud, nuestra estima, nuestra posición, nuestra tranquilidad, nuestro bienestar, nuestra vida y nuestra familia. Todo lo que amamos se encuentra bajo la amenaza y ninguno de nosotros puede garantizarlo con  sus solas fuerzas. Todo lo que amamos y lo que nos pertenece nos expone a heridas y pérdidas, y es posible objeto de amenazas y de chantajes. Y por todo ello tenemos miedo.
Cuando el Señor nos dice “no tengáis miedo”, no nos prohibe sentir miedo, sino que nos está mandando que nuestro comportamiento, nuestra manera de actuar, no esté determinada por el miedo. De manera muy especial el Señor nos pide que no dejemos de hacer dos cosas fundamentales en razón del miedo: anunciar su palabra y ser fieles a su persona, poniéndonos de su parte ante los hombres.
El anuncio de la palabra de Dios nos puede llevar a situaciones en las que tengamos miedo. Ahora mismo, en España, muchos padres católicos sienten miedo a enfrentarse al Estado para defender la formación de la conciencia de sus hijos. Los cristianos creemos que el ámbito de la conciencia debe ser modelado por la fe, por la palabra de Dios; y el Estado quiere ser él quien modele la conciencia de sus ciudadanos y amenaza con hacer pagar caro a quien tenga la audacia de desafiarle en ese punto. El Estado quiere poseer las almas de vuestros hijos. Y muchos no se atreven a plantarle cara porque sienten miedo.
“No tengáis miedo”. El motivo por el que Jesús nos exhorta a no dejar que el miedo determine nuestro comportamiento es la realidad de Dios, la fe en Él, el convencimiento de que es Él quien tiene la última palabra, de que será Él quien, en el último día, pondrá a cada uno en su sitio, hará pública y notoria, ante los ojos de toda la humanidad, la verdad y la valía de cada persona. Al decir “no tengáis miedo”, el Señor nos está invitando a vivir ante Dios y para Dios, en vez de vivir ante los hombres y para los hombres. Si vivo de cara a Dios, entonces eré capaz de “pregonar desde la azotea” lo que el Señor me ha dicho “al oído”, y de proclamar “en pleno día” lo que Él me ha dicho “de noche”. Y éste es el comportamiento que Dios espera de nosotros.
Ciertamente el mundo, los hombres, la sociedad, el Estado, nos pueden hacer sufrir mucho. Todos los sufrimientos son como un anuncio y un anticipo de la muerte, que es el gran sufrimiento. Por eso el Señor dice “no tengáis miedo a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma”. Un virus puede matar el cuerpo, y si el amor de tu alma es tu cuerpo, entonces te mata a ti. Pero si el amor de tu alma es Cristo, es Dios, la muerte de tu cuerpo, el fin de tu vida terrena, no destruye el tesoro de tu corazón, ni te separa de Aquel te da la vida. El alma vive de la Verdad y del Bien, el alma vive de la unión con Dios: la vida del alma es la fidelidad a la palabra de Dios y a los mandamientos de Jesús, que provoca que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo vengan a habitar en ella (Jn 14,23). Y éste es el bien más precioso que hay que custodiar, que hay que salvar por encima de todo. Pues yo sólo soy yo de verdad, cuando vivo unido, en comunión de amor, con las tres divinas personas.
Porque nuestra verdadera ciudadanía es la del cielo, como afirma san Pablo: “nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo” (Flp 3,20-21). No podemos vender nuestra ciudadanía del cielo por nuestra ciudadanía de la tierra; porque nuestra ciudadanía del cielo es la medida de nuestra humanidad, mientras que nuestra ciudadanía de la tierra es la expresión de una conveniencia social, que hoy es así y mañana puede ser de otro modo. “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?” (Mc 8,36).
El Señor nos invita  a esta fidelidad, sabiendo que ello comportará dificultades y sufrimientos en nuestra vida. Por eso Jesús nos recuerda que el Padre del cielo está cerca de nosotros, que es consciente de todo lo que nos ocurre, aunque sea tan insignificante como la caída de uno solo de nuestros cabellos, y que su amor está con nosotros. En ningún momento nos dice el Señor que no nos pasará nada malo; lo que nos dice es que el amor del Padre estará siempre con nosotros, envolviéndonos, sosteniéndonos, y haciendo que, si confiamos en él, al final, todo se resuelva en bien nuestro: “Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rm 8, 28).
Que el Señor nos conceda vivir siempre en esa confianza y en este abandono; para que tengamos la valentía de ponernos de parte de Jesús ante los hombres, dando testimonio de que Él es el Camino y  la Verdad y la Vida (Jn 4,6). Amén.